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– Bien, ahora ya conoces mi historia irlandesa.
Liam le contó al español Martínez lo que éste ya sabía. Lo hizo como si por fin se hubiera quitado del pescuezo una de las espinas del pescado que el judío preparaba en aquellos momentos, mientras como aperitivo bebían un vino fresquísimo que incitaba a hablar en confianza. No fue una narración extensa sino básica, más bien clásica: planteamiento, nudo y desenlace.
– Ponme algo más de vino.
Liam vertió un poco en su copa.
– Ya estaba al corriente de tu historia irlandesa -dijo entonces Martínez.
De espaldas a él, el irlandés removía la botella esforzándose por dejarla en el fondo de la cubitera. Se volvió, confuso y extrañado.
– ¿La conocías?
– Sí.
– ¿Desde cuándo?
– Desde el mismo día que saliste de Irlanda. Recibí el encargo de ayudarte. Por eso entraste a trabajar en el Mossad.
– ¿Por qué no me lo habías dicho hasta ahora?
– Porque hasta ahora no habías querido hablar de ello. -Liam lo admitió-. Pero desde que has llegado he visto que tenías la necesidad de hacerlo. Por eso te lo he dicho. Quieres contármelo todo, tu historia irlandesa y lo demás.
– Eres el único al que puedo contárselo.
– Te escucharé. Pero, si te parece bien, comamos antes. Se enfriará el pescado.
Pusieron la mesa. Llevaron la ensalada y el pescado. Comieron rápidamente y en silencio. Era un manjar ligero. Martínez preparó té.
– El doctor Ismael me ha hablado de tu visita.
– Me lo suponía. La comida ha sido dietética.
– Tienes que cuidarte.
– Lo intentaré.
Liam lo había dicho sin convencimiento, con la mirada fija en la mesa, su cabeza un poco gacha, como si no diera con la respuesta adecuada a la fatiga de todo tipo que le abrumaba. Martínez arrastró la tacita de té bajo su cara. Le preguntó si quería azúcar. Un terroncito, respondió aún con los ojos caídos. Quizá hubiera sido el momento de decirle que lo dejara todo, que reordenara su vida como buenamente pudiese y se olvidara de Irlanda. No se podía vivir con la permanente sensación de sentirse prisionero de un compromiso, pero entonces Martínez también pensó en él, en su compromiso adquirido en las raíces de la tragedia judía del holocausto, en el que su padre y varios familiares más perdieron la vida. Si no lo hubiera hecho, ¿no tendría también la sensación de haber traicionado un juramento inquebrantable? La traición de Liam sólo hallaría expiación en su regreso a Irlanda. Matar por una causa implica estar dispuesto a morir por ella. Por muchos años que pasen hay códigos que permanecen inalterables en nombre de tan sagrados objetivos. Liam permanecía en el laberinto de la culpa; también en el de la melancolía, que se alimenta del abandono. Ahora Martínez debía responder a dos preguntas que trataba de aplazar o evitar, pero que seguían pendientes. Dos preguntas cuyas respuestas debían ser sinceras, aunque reafirmaran lo que como amigo solidario, incluso como activista comprometido, deseaba impedir.
– ¿Fue mi hermano Eddy quien te pidió que me ayudaras?
– Sí.
– ¿Le habían encargado matarme?
– Sí.
– Te agradezco que me lo hayas dicho.
No tenía nada que agradecerle. Sencillamente no podía mentirle. Habría sido inútil. Al fin y al cabo, la respuesta a la segunda pregunta era algo que Liam siempre había supuesto, y por eso, ratificada, su regreso adquiría también un sentimiento de deuda, como si el perdón de Eddy fuese a la vez un préstamo que debía pagar. Era demasiado joven para entenderlo entonces, pero ahora sentía la obligación de enfrentarse al gesto de Eddy: no le perdonó la vida, sino que pretendía que él la diera para asumir sus propias responsabilidades, que limpiase su culpa con un acto de honor; el suyo y el de su hermano. Se lo dijo a Martínez, y Martínez, que había sido un observador privilegiado de los compromisos de tantos hombres, reflexionó en silencio para concluir que, el día en que se cuantificaran los daños causados por las utopías ideológicas o sentimentales, quizá se sabría que una parte significativa de la humanidad ha muerto por inútiles gestos ancestrales. Visto con frialdad, por pura ingenuidad. Él mismo podría haber sido una víctima de ello y lo habría considerado normal. He ahí una de las muchas contradicciones a las que lleva una vida dedicada en exclusiva a causas que, a lo largo del tiempo, son objeto de la duda pendular.
– Hoy he recibido un encargo. Será el último. Lo haré y volveré a Irlanda.
– ¿Tienes que hacerlo?
– Sí. Está bien pagado.
¿Qué sentido tenía ganar dinero si luego decidía dirigirse a su particular matadero irlandés? Probablemente hubiese un motivo importante. Liam tenía uno, pero Martínez no se lo preguntó.
– ¿Dónde?
– En Valencia.
Hay buen vino, se le ocurrió de repente a Martínez, pero quizá fuese un comentario de mal gusto.
– Final de trayecto -dijo el irlandés con un suspiro. Se reclinó, repantigándose en la silla-. No puede decirse que mi vida haya sido ejemplar -sonrió bajo una perceptible tristeza.
– Hay destinos ineluctables.
Ineluctables, repitió Liam para sí. ¿Había elegido su destino o se había visto empujado por él? Recordó su primera acción con el IRA, cuando le llevaron a participar como espectador en un atentado contra un autobús repleto de soldados británicos. Desde un risco, con dos compañeros que también se iniciaban en la lucha armada, a una distancia prudente que, sin embargo, les permitía observar cómo remataban de un tiro en la cabeza a los soldados heridos. Lo peor era la visión de los cuerpos mutilados, los gritos de auxilio, el miedo a verse en la situación del enemigo. Era la prueba. Tenías que superarla. Si no lo hacías, si no te sentías capaz ni siquiera de presenciarlo, podías volver a casa, pero volvías señalado, marcado con la prueba irrefutable de que no eras capaz de luchar por Irlanda. En aquel momento podría haber decidido su destino, y lo decidió sin saber que no era él, sino las circunstancias, lo que lo determinaba. También creía que su ingreso en el Mossad había sido por decisión propia, pero en realidad fue un destino propiciado por sus antecedentes. En ambos casos estaba convencido de haber elegido él. Luego llegó Nairobi, un receso, un paréntesis de descanso mientras buscaba una perspectiva, una oportunidad que le alejara de lo único que había hecho hasta entonces: matar. Matar por Irlanda, matar por Israel. Pero entonces se cruzó en su camino el francés Gérard Zacharie, un encuentro casual. Matar se convirtió en un oficio, en la alternativa a continuar viviendo: Sierra Leona, Mozambique, Uganda, Ruanda. Entonces le contó a Martínez el destino colectivo de la tragedia más inhumana que jamás un hombre podría imaginar. Un hombre como él, un asesino idealista que creía haberlo visto todo, conoció, en Ruanda, la cara más cruel. Allí se separó de Gérard Zacharie, al enterarse de que los hutus, la tribu dominante -que les había contratado-, planeaban un genocidio contra los tutsis. Fue en Ruanda donde dejó de ser un mercenario, aflorando en él el factor ideológico, que aún permanecía consigo y que le distinguía del grupo liderado por el francés. Decidió quedarse en Uganda, con los tutsis que luchaban en la guerra civil ugandesa; tutsis exiliados que se preparaban para volver a Ruanda, de donde llegaban noticias terroríficas; la realidad superaba con creces cualquier rumor. Los hutus convirtieron el país en una inmensa fosa común, con cientos de miles de cadáveres mutilados. A medida que se acercaban a Kigali, la capital… Liam interrumpió su relato. El conflicto ruandés formaba parte de una serie de recuerdos que le acechaban y le dejaban aturdido por el mero hecho de evocarlos.
– Otro holocausto -sintetizó para Martínez- que tuvo lugar ante la indiferencia mundial. Como la posterior represalia tutsi, que el TPI no investigó presionado por Estados Unidos, beneficiados por los tutsis con reservas de minerales para satélites de gran valor estratégico.
– ¿Qué responsabilidad tuvo el francés?
– Según él, ninguna. Meses después volví a encontrármelo en Nairobi. No le pedí explicaciones, pero estaba interesado en dármelas, como si tratara de justificarse ante mi actitud, ante la determinación que tomé al marcharme. Todo había sucedido muy deprisa, me contó. El conflicto se volvió de repente incontrolable, y se encontró entre dos fuegos: o cumplir el contrato o correr el peligro de que le mataran los hutus. Me aseguró que había salvado a muchas mujeres y niños tutsis. Ignoro si es real o mala conciencia. En cualquier caso, en Sierra Leona ya había dado pruebas de que no era un tipo con demasiados escrúpulos, adiestrando y armando a niños para que participaran en la guerra. Quizá fuese el contexto en el que se desarrollan los conflictos africanos, en el que las convenciones éticas más elementales se diluyen entre tanta brutalidad. Es un ejercicio de cinismo atribuir exclusivamente la responsabilidad a los mercenarios cuando la ONU, en Ruanda, apenas hizo nada para impedir el genocidio. No habría que olvidarlo, pero ya nadie lo recuerda. -Su té se había enfriado. Se lo bebió de dos tragos. Se encendió un cigarrillo-. Gérard es quien ha contactado conmigo para el encargo de Valencia. Siempre ha tenido la sensación de estar en deuda conmigo, por mi silencio. Pero yo también tengo mis responsabilidades. Todo el mundo las tiene, empezando por los gobiernos occidentales, las multinacionales, los organismos internacionales…
– ¿Vive en Valencia?
– Sí. Tiene un pub. Antes tenía otro en Barcelona, pero un diario catalán publicó un reportaje de la prensa francesa sobre alguno de sus asuntos africanos y tuvo que irse. Para un hombre como él es casi imposible huir de un pasado que nos persigue a todos.
– ¿Otro té?
– No, pero querría hacerte algunas preguntas. ¿Sabes algo de Eddy?
– Sí. Hace ocho años que está en la cárcel de Long Kesh. Tu padre murió en el 92. Eddy tiene un hijo. Se llama Ian, de veintiún años, y estudia derecho. Aparte de eso, no puedo informarte de nada más. Lo ignoro.
– ¿Durante estos años has mantenido correspondencia frecuente con él?
– Poca. Cuando lo creía oportuno.
– ¿Has sabido siempre a qué me dedicaba?
– Sí, siempre. Me informaban agentes del Mossad. Cuando venían, se lo preguntaba.
Martínez se levantó de la mesa. Cogió las tazas de té y las llevó a la pila de la cocina. Luego, los platos y los cubiertos. Aún volvió a por la botella de vino y la cubitera. Hizo tres movimientos de distracción tratando de impedir que el silencio de Liam se rompiera por la curiosidad de saber las respuestas de Eddy a las cartas del español.
– ¿Te quedarás más días en Andorra o te vas ya a Valencia?
– Pasaré aquí unos días más.
– ¿Qué te gustaría hacer?
– No lo sé.
– Te enseñaré algunos rincones del país que no conoces.
– De acuerdo, pero con una condición: no insistas en que no debo volver a Irlanda. Como si no te hubiera hablado de ello. Hagamos lo que hemos hecho siempre que nos hemos encontrado, simulemos que no ha pasado nada más.
– Supongo que no me queda otro remedio.
– Supones bien. Y un favor.
– Tendrás los documentos enseguida. Hoy mismo me pondré a trabajar.
– No, no… Ya no me harán falta. Quería preguntarte si conoces a algún especialista en armas de confianza en la zona a la que voy o cerca.
– Te lo averiguaré.
– Gracias por la comida.
No añadió nada más. Se puso la cazadora y se fue. Mientras atravesaba el pequeño patio, los tres perros le acompañaron hasta la puerta, subiéndosele por las piernas, jugando con los cordones de sus botas, en pos de una caricia. Liam les frotó levemente la testa. Recordó los perros vagabundos de Ruanda, los aullidos de temor que lanzaban por la noche desde sus guaridas. Al llegar las primeras horas de la mañana salían para alimentarse de los cadáveres mutilados que se esparciesen por cualquier carretera. Afuera observó el buzón de Martínez: Francesc Romeu i Magrinyá. Memorizó el nombre andorrano del judío.