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Por la tarde, Jean-Luc volvió al pub tras haber seguido durante casi ocho horas al tipo que por la mañana había visitado a Gérard, del que, entre otras cosas, sabía el nombre -Manuel Gil- y el lugar de trabajo, una empresa de vigilancia y seguridad. Ambos subieron a la oficina, lejos del alboroto que a esas horas, entre la gente y la música, hacía imposible la conversación. En primer lugar, Gérard le explicó el motivo del encuentro y la recomendación de Liam. Jean-Luc también pensaba que, inevitablemente, estaban implicados en el asunto. La información que Gil tenía de Gérard desempeñaría un papel fundamental. Entonces Jean-Luc se dejó caer en el sofá con un gesto de abatimiento. La fatiga de no encontrar desde hacía años la salida que les permitiese llevar otra vida le contrariaba, le afligía como una injusticia. Entonces le recordó a Gérard que haber elegido Nairobi como residencia fija, donde reiteradamente él insistió en que se quedaran, hubiera sido la opción ideal para dos personas, sobre todo Gérard, señaladas por determinada prensa francesa a raíz del conflicto ruandés. Gérard admitió que tenía razón. De nuevo Nairobi se les planteaba como recurso. Pero antes era partidario de esperar y reflexionar sobre lo que debían hacer ante el problema.
Más pesimista, Jean-Luc, hombre menos decidido y siempre a la sombra de Gérard, también cuestionó la elección de Liam. Sabían del carácter independiente del irlandés, poco proclive a los acuerdos. Un individualista que se desentendería de sus problemas. Pero Gérard le había elegido porque era eficaz y mantenía la esperanza en que el encargo se resolviera pronto y con el menor número de problemas posible.
– ¿Y el problema de Gil?
Gil y su dossier eran otra dificultad aparte, un asunto personal suyo. Gil siempre tendría a Gérard bien cogido para todo lo que quisiera. Hacía falta, pues, descubrir de qué conexiones gozaba. Juan Lloris era empresario y político; quien quisiera eliminarle podía ser tanto de un gremio como del otro. Gil sólo era el mensajero, estaban convencidos de ello. Con su aspecto de idiota útil les bastaba. Una vez concluido el encargo, la única posibilidad de no irse de Valencia, donde el negocio iba bien, de no tener que empezar de nuevo en otro país, sería eliminarle a él y a su conexión, una posibilidad que, sin embargo, hacía aumentar los riesgos si quien utilizaba a Gil era alguien importante. Dos asesinatos de personas influyentes implicarían una investigación a fondo de la policía. El problema no era Gil, sino Lloris y quien había encargado eliminarle.
¿Traspasar el pub y volver a Nairobi? Gérard le reiteró que prefería esperar acontecimientos, agotar el tiempo hasta que la situación determinara qué atajo tomar, aunque no era muy optimista. Pese a todo, tener que empezar de nuevo le preocupaba. Desde el despacho, a través del ventanal, Jean-Luc apartó un poco la cortina con tal de observar el local, casi lleno, con su óptimo rendimiento económico. Todos sus cálculos se iban al traste. Llegaba a hastiarle no dar con un lugar plácido fuera de África. Quizá no deberían haber salido del continente, pero estaba harto de todo lo ocurrido, algo que le hacía sentirse culpable y que deseaba olvidar en otro rincón del mundo, como si al huir escapase a la vez de una memoria nefasta. Gérard estaba acostumbrado a las situaciones extremas, pero cada vez que tenía que empezar de nuevo sentía la fatiga acumulada. Nairobi sólo era un recurso, no la solución. Esperaría, pues, la evolución del asunto. Su problema no había hecho más que empezar.
– Jean-Luc, controlarás a Gil. Él nos llevará a todo lo que necesitamos saber.
– ¿Estás seguro de que es la mejor opción?
No era una pregunta, sino una respuesta que se esforzaba por descubrir si en la decisión de Gérard había siquiera una fisura.
– Es la única disponible.
– Cada problema exige una solución a su altura.
Jean-Luc le recordó las palabras que a menudo repetía Gérard cuando eran mercenarios. En el fondo, no estaba de acuerdo con su decisión. Prefería cortar el problema de cuajo. Irse ya, desaparecer sin dejar rastro. En Nairobi nadie los buscaría. Allí nadie preguntaba nada. Nairobi era a los mercenarios lo que a los espías había sido Viena en tiempos de la guerra fría. Una capital de acogida, neutral, donde se respetaba el pasado de cualquiera. Pero, pese a ser la capital más occidental del continente, seguía siendo África. Una pesadilla para conciencias con sentimientos de culpa.
– Alargaremos la situación hasta el límite.
– Quizá desaprovechemos un tiempo precioso.
– Ahora no lo sabemos.
– Pero sí que sabemos algo fundamental: si nos vamos ya, acabaremos con el problema.
– En primer lugar, traspasar un pub lleva un tiempo…
– Da igual, lo cerramos y nos vamos.
– ¿Con qué dinero?
– El que hay en la caja fuerte y el del banco.
– No basta. Y, además, tendríamos que pagar el resto del crédito. No nos quedaría prácticamente nada.
– No pensaba pagar el crédito. Que se queden con el pub.
– En un par de años, el pub nos dará beneficios netos. Será nuestro. No quiero regalarles nuestro trabajo. Nos ha costado mucho. Sólo nos iremos si la situación se vuelve insostenible, métetelo en la cabeza. Pongámonos manos a la obra, controlemos a Gil. A propósito, debemos hacernos la primera pregunta: si aquí nadie nos conocía, si no tenemos vida social y hemos hecho de la discreción una norma indispensable, ¿por qué me ha encontrado? La información que se publicó en Barcelona sobre mí no se reprodujo aquí. Además, las fotos de su dossier no eran de prensa. ¿Cómo las ha conseguido?
– Sólo hay dos fuentes: la policía o las empresas que nos contrataron para los encargos de África.
– Espera… espera… -Gérard dio unos pasos por el despacho, acariciándose la barbilla, pensativo-. Hay otra posibilidad. Ciertas empresas de seguridad francesas contratan a ex mercenarios. Si Gil trabaja en algún negocio parecido aquí, quizá haya conseguido las fotos de algún colega francés, de alguien que nos conoce, y sabía que estábamos en España a raíz de la información publicada por la prensa de Barcelona.
– Lo importante, Gérard, no es su fuente. Nos da igual. El problema es que las tiene y no sabemos cómo las utilizará a largo plazo.
– Tienes razón. Hay que controlarle.
Despreocupado y feliz gracias a unas perspectivas de futuro sin sobresaltos económicos, Lluís Lloris había liderado durante unos años un grupo musical de rock duro que hacía las delicias de okupas y marginados en general. Era un grupo malo, pero escandaloso. Entonces se divertía mucho y al mismo tiempo cabreaba a su padre, Juan, algo que aumentaba su satisfacción. Desde que tenía uso de razón, Lluís odiaba a su padre. No olvidaba el maltrato psicológico que infligió a su madre mientras estuvieron casados. No le perdonaba que se hubiera hecho rico gracias a unos comienzos empresariales sólo posibles con la ayuda de sus abuelos maternos, ni que se lo hubiera agradecido, posteriormente, humillando a su mujer, a su madre, con todo tipo de amantes sin haber tenido nunca ni la decencia hipócrita de la discreción, de guardar las formas al menos para que ella no lo sufriera públicamente. El odio era recíproco. Cuando sus padres se separaron, el odio del hijo se volvió aún más encarnizado, ya que Juan Lloris, pese a repartir con su esposa el patrimonio -al cincuenta por ciento-, se fue con una inmensa riqueza tras haberla conocido siendo un piojoso. Que pocos años después, además, multiplicara sus beneficios no hizo sino añadir aún más animadversión hacia su padre, del que tenía la impresión de que no heredaría gran parte de sus posesiones -exceptuando la legítima preceptiva-, que el hijo consideraba suyas dado que provenían de la riqueza de su madre.
Con veintiocho años, Lluís Lloris se había convertido en un hombre maduro, lejos de las primeras y únicas locuras que suelen cometer quienes tienen el porvenir asegurado. Cuando hay mucho que perder, se madura antes. Además, a su madre, por la que profesaba una alta estima de hijo agradecido, le desagradaban profundamente las chaladuras de Lluís, y por ella deshizo el grupo y se convirtió en una persona formal. Para gran alegría materna, Lluís estuvo un año en Londres reforzando su inglés aprendido en el ambiente musical. Para demostrarle a su madre hasta qué punto se había redimido, no consintió que le enviara dinero y trabajó en la cocina de un restaurante italiano limpiando miles de platos. A pesar de todo, su madre, convencida del retorno moral del hijo pródigo, le asignó una pensión mensual generosa tan pronto como se estableció en Valencia.
Madre e hijo se querían en la solidaridad del infortunio de haber sufrido a un marido y a un padre hostil. Su madre encontró en Lluís el consuelo de una vida desdichada. Humillada durante muchos años por Juan Lloris, silenciosa y discreta de cara al exterior, no pudo evitar confesarle a su hijo todo lo que, siendo él un niño, le hizo su marido. Lluís lamentaba no haber podido defenderla, sobre todo cuando, siendo joven, ya era consciente del drama familiar pero sólo se ocupaba de vivir a su aire. Su madre no era todavía una mujer mayor, pero no le quedaban ganas de rehacer su vida. Vivía al margen de la alta sociedad local, apartada de todo, en un lujoso chalet, con todas las comodidades, aunque amargada por el único hombre que había conocido. Lluís no se lo perdonó nunca. Y aquello se sumaba a su convicción de que la riqueza que disfrutaba su padre, de algún modo, le pertenecía.
Hombre temperamental, sin escrúpulos y poco reflexivo, Juan Lloris tenía el armario lleno de cadáveres. Eran tantos quienes deseaban su desaparición que cualquiera podía matarle. En aquel rastro de víctimas que dejaba por donde pasaba, irremediablemente, debían figurar Lluís Lloris y Júlia Aleixandre. El odio de su hijo guardaba similitudes con la ambición de Júlia, mujer de cuya mano Juan Lloris comía como un perro obediente. Pero aquello había sido al principio. Al principio del éxtasis, del deseo, del hechizo. Sin embargo, Lloris conservaba su instinto de supervivencia; un sexto sentido, no obstante, que de haber sido más inteligente quizá le habría convertido en un hombre más hábil, en alguien capaz de observar que si el mundo es un huevo debes hacer con él una tortilla y dejar que los que hay a tu alrededor, al menos, la prueben. Lloris lo quería todo, y a la fuerza todo tenía que volverse en su contra.
Poco a poco, consciente de la quimérica actitud del hijo para con su padre, Júlia se acercó a Lluís con el afán de establecer una alianza que, sin embargo, llegaría hasta donde ella ni siquiera podría imaginar. En su primer encuentro ya intuyó de qué era capaz su hijo. A partir de eso sólo tuvo que manipular con sutileza sus sentimientos y dejar que fluyera en él una decisión que la librara de asumir la más mínima responsabilidad en tan delicado asunto. Ella sólo fue el puente entre Lluís Lloris y Manuel Gil, jefe de una empresa de seguridad que había trabajado para los conservadores y también, posteriormente, en alguno de los tinglados de Juan Lloris. Les puso en contacto. Negociaron. La operación dio inicio al proceso. Entonces Júlia esperó.
Por supuesto, Juan Lloris sabía que tenía enemigos. Muchos. Tantos que no podía controlarlos a todos. Así que se preocupó por los que tenía más cerca, los que más daño podían hacerle. Con su forma de actuar, con sus antecedentes, ella podía hacerle mucho y él era consciente de ello. Todas las promesas que le había hecho a Júlia habían quedado en agua de borrajas. Era cierto que compartían sociedades empresariales de patrimonio próspero, pero Lloris tenía los ases de la baraja, la principal propiedad de acciones, que le posibilitaba disponer a su gusto del futuro de las sociedades. Además, en la cama ya no le servía, pese a desempeñar un papel fundamental en el terreno político, donde Júlia dominaba la escena de toda intriga. Solamente aquello la retenía a su lado, y era por aquello por lo que debía controlarla, sabedor de las imposturas políticas que a lo largo de su carrera había asumido ella.
Juan Lloris se ocupó personalmente de buscar al hombre que vigilara todos y cada uno de los pasos que ella diera. Descartó desde el principio las agencias de detectives importantes. Quería un hombre que fuera capaz, si hiciera falta, de encargarse del trabajo sucio. Un piojoso que tuviera la necesidad de dedicar las veinticuatro horas del día a husmear en la vida pública y privada de Júlia. En todo. Con paciencia, llamando por teléfono a los pocos detectives autónomos que había en la ciudad, acabó por seleccionar a Toni Butxana. Apenas entrevistarse con él se ratificó en su decisión. Le pagaría tres veces más de lo que habitualmente costaba un encargo similar. Aquel mismo día le adelantó una cantidad notable tras preguntarle, como última cuestión que le planteó, por qué con tantos años en el oficio, con tanta experiencia, no había prosperado como empresario del ramo.
– Para ustedes, los quebraderos de cabeza; para mí el tiempo -le respondió.
Un hombre sin ambiciones, pensó Lloris. Un espíritu yermo y conformista al que le bastaba y le sobraba con tener algo que echarse al gaznate. Lloris despreciaba a aquellos tipos, que, sin embargo, eran los perfectos subalternos. Contratado.
La vida de Toni Butxana había cambiado con la repentina muerte de su amigo Héctor Barrera, en un accidente sufrido con un coche en el que, segundos antes del impacto, también iba el detective. A las tres y diez de la madrugada, Héctor había dejado a Butxana en la esquina de su barrio, en una noche plácida como tantas otras que compartían: cena y un par de copas en sus queridos locales de siempre. Aún no había llegado al portal de su edificio cuando el vehículo de Héctor fue devastado por un potente cuatro por cuatro en el que iban dos jóvenes que, con niveles de alcoholemia superiores a los permitidos, se saltaron un semáforo. Más que dolor, la muerte de Héctor le causó una rabia inmensa. Rabia por todo lo que les quedaba por compartir y que una estupidez, un destino fatal, había hecho trizas.
Butxana se sintió invadido por una enorme sensación de soledad. Con los años, por varias circunstancias, Héctor había llegado a ser su único amigo. Una persona con la que no sólo compartía la vida cotidiana, sino un futuro más o menos esbozado. Ambos estaban hartos de sus oficios, de la inseguridad económica en que vivían, de aquella imposibilidad de una vida tranquila que hacía aún más intensa una amistad que no era sino una forma de solidaridad. Algún día escaparían de una ciudad que habían conocido pequeña y plácida y que con el tiempo se había convertido en metrópolis hostil. Tenían planes, un poco de futuro; una escapada de las circunstancias y de sí mismos; unos ahorros con la esperanza de irse muy lejos, el ideal de cualquier país que permitiera una vida al alcance de economías a su medida. Quizá no hubiesen escapado nunca, probablemente hubieran seguido fieles a una idea moderada de la felicidad, pero al menos les unía el acuerdo tácito de tenerse el uno al otro.
Ahora el otro sólo era uno, alguien que había abandonado cualquier iniciativa de cambio, llevado por una inercia vital que le desagradaba pero ante la que se mostraba indiferente. En aquellas condiciones encontró Lloris a Butxana; en aquellas mismas circunstancias Butxana conoció a Núria, una empleada de Telefónica, casada y con dos hijos, que intentaba con ahínco alegrar su existencia. Ella le quería, él se dejaba. Dos o tres veces por semana, casi siempre por las tardes, Butxana la recibía en su piso. Con frecuencia, Núria le llevaba la comida más apropiada, alimentos sanos con la convicción de que somos lo que comemos, premisa que el detective dejaba siempre a un lado, quizá porque no quería ser nada, como quien se limita a contemplar el transcurso del tiempo. No necesitaba a una madre, no necesitaba a una mujer. En realidad, a merced de su desconcierto, no sabía exactamente qué necesitaba. Y era precisamente aquella confusión, que Butxana a menudo transformaba en sarcasmo, lo que más cautivaba a Núria, a quien las costumbres matrimoniales y laborales habían desprovisto de emociones, para hacer que terminara, al fin y al cabo, siendo fiel a la costumbre de las citas clandestinas. Porque todo aquello se había convertido, también, en esa especie de rutina que distrae a quien tiene pareja y hace aún más patente la soledad del otro. Antes de conocer a Núria había conocido a otras mujeres con la intención de buscar una compañía que le compensara o al menos relativizara una pérdida irreparable. Mujeres que hablaban con entusiasmo de un futuro juntos intentando crear a su alrededor un campo de receptividad; mujeres que al fin desistían ante su indolencia, su falta de motivación por futuros supuestamente esplendorosos. Para Butxana, reciente aún la muerte de Héctor, no había nada más insoportable que un proyecto que augurara varios días buenos seguidos. Quizá fuese su estado de ánimo; sea como fuere, al igual que había hecho en situaciones similares, sencillamente dejó de buscar. Entonces conoció a Núria.
Desde hacía unos días, a Butxana se le notaba inquieto y a Núria le parecía extraño. No es que fuera un hombre entusiasta con ella, pero aquella indiferencia respecto al sexo, aquel asomo de ansiedad que afloraba en él, la tenía preocupada. Era la segunda vez que llegaba al piso y él le decía que pronto tendría que irse. Núria empezó a creer que el final de la aventura estaba cerca. La desidia precede a la ruptura. Tal vez, rumió, tuviese a otra mejor, soltera o separada, que le ofrecía una relación distinta, normal: ir al cine, a restaurantes, un viaje… Núria estaba triste pese a la insistencia de Butxana, que reiteraba que sólo se trataba de un encargo interesante al que dedicaba muchas horas. Así pues, le dijo que confiara en él, que la llamaría por teléfono cuando tuviera algo más de tiempo libre. En su oficio había que aprovechar las buenas ofertas, como los actores, que podían tener tres películas en un año o no hacer ninguna en tres. De verdad, créetelo. Ella se fue sin estar convencida. A él le preocupaba su desencanto, pero sin perder el tiempo resumió, mientras Núria bajaba en el ascensor, los últimos acontecimientos en un papel, sentado a la mesita de la sala de estar. A ver: Júlia se había reunido con el hijo de Lloris, cuatro veces. El detective se había planteado controlar también a Lluís. No lo hizo y así es como Júlia le llevó a Manuel Gil. Con presteza, utilizando las influencias del ex comisario Tordera -con quien durante años había mantenido una mala relación que el tiempo y la jubilación de Tordera suavizaron-, se enteró de que el tal Gil, jefe de una empresa de seguridad, había sido un policía implicado, durante los años de la transición del franquismo a la democracia, en tramas fascistas. Entonces decidió repartir su tiempo entre Júlia y Gil. De nuevo Butxana tuvo que recurrir a Tordera, con tal que le averiguara quiénes eran los dos franceses propietarios del pub La Escapada.
– ¿Podrías contarme de una vez en qué trabajas? -le preguntó el ex comisario, retirado pero aún con el instinto cotilla en activo.
Sabía de la inoportunidad de Butxana, con una tendencia fatal e inconsciente a meterse en líos. Se lo preguntó cuando aún no le había dicho quiénes eran los dos franceses, es decir, como un intercambio de cromos que el detective no tuvo más remedio que aceptar.
– ¿De qué te serviría saberlo?
– Me aburro.
– Puro chismorreo.
– Añade que no tengo una paga excelente tras tantos años de dedicación abnegada…
– Pareces una viuda, siempre llorando. Me lo sé de memoria. Me estás pidiendo participar y cobrar.
– Un ex policía ex intrigante fascista, dos ex mercenarios franceses… aquí hay algo interesante.
– ¿Son ex mercenarios?
– Sí. Tengo su historial en este sobre. -Se lo sacó del bolsillo-. Además, necesitarás ayuda. De momento tienes cuatro, no puedes seguirlos a todos.
– ¿Cuánto querrías cobrar?
– Depende de lo que ganes. No quiero abusar, pero no estaría mal cobrarme las putadas que me has gastado. ¿Te parece bien la mitad?
– No. Ya lo ajustaremos.
– Eso significa que me aceptas como socio.
– Sólo como ayudante, pero te advierto que mando yo, se hará lo que yo diga, porque soy yo quien…
– Correcto, mandas tú. Soy tu empleado. Me doy por satisfecho con poder trabajar, sentirme útil. ¿De qué va el asunto?
– De momento, no te importa.
– Pues de momento me voy. -Volvió a meterse el sobre en el bolsillo.
– Te lo cuento.
– ¿Todo?
– Siéntate, no seas plomo.
El detective le explicó que Juan Lloris, empresario y actual candidato a la alcaldía de Valencia, le había contratado para que siguiera de día y de noche a su asesora, Júlia Aleixandre. De pe a pa relató cómo, controlándola a ella, habían aparecido en escena los demás personajes. Tordera quedó sorprendido. Ciertamente se intuía un caso espectacular.
– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -le preguntó el detective.
– Quieren cargarse a Lloris.
– ¿Su hijo o su asesora?
– Ambos.
– Entonces, ¿qué hacemos?
– Cobrarle a Lloris antes de que le liquiden. Cuéntaselo.
– Aún no tengo pruebas sólidas. Él sólo me ha pedido que controle a Júlia, pero si le llevo toda la trama supongo que me lo pagará holgadamente.
– ¿Cuánto dinero piensas pedirle?
– Hagamos nuestro trabajo antes, ¿no?
– Hagámoslo. En los aspectos prácticos, Júlia ya no pinta nada. Ahora hay que controlar a Gil y a los franceses.
– No corras tanto. Ella es el cerebro, la base de todo.
– Ella es asunto mío -dijo Tordera.
Durante unos días, mientras Butxana observaba la vida que llevaban Gil y los dos franceses, el ex comisario controlaba a Júlia. Media hora después de que Núria se hubo marchado, Tordera, para cerciorarse de que ella no estaba, llamó por teléfono al detective y se encontraron en su piso.
Butxana preparó café. Cuando llevó las tazas a la salita, se encontró a Tordera sosteniendo en la mano un suéter que Núria había olvidado o que quizá llevase un tiempo allí.
– ¿Cuándo acabarás con esa relación impúdica que mantienes?
– ¿Y tú de qué puto siglo has salido?
– Las inmoralidades no cambian con el tiempo.
– No es de tu incumbencia.
– Estás destrozando una familia.
Butxana dejó las tazas en la mesita. Se le quedó mirando, menos escandalizado que sorprendido.
– ¿«Destrozando»? Más bien la mantengo unida. Hace unos días, un periódico publicaba una encuesta en la que demostraba que el setenta por ciento de las valencianas habían sido o eran infieles a sus parejas.
– ¿Y los hombres?
– No hacen falta encuestas, lo son todos. Si unos u otras no tuvieran ninguna válvula de escape, el porcentaje de divorcios sería aún mayor.
– ¡Aún deberían pagarte por prestar un servicio social!
– Entre Núria y yo hay algo más que sexo.
– Me indigna tu cinismo. ¿Qué le has prometido?
– ¿Qué puedes prometerle a una mujer casada y con dos hijos? No estoy con ella los fines de semana, ni en vacaciones…
– Sí que debes de estar jodido…
– No te pongas moralista. Sólo me faltabas tú ahora…
– Te diré algo. -Butxana adoptó un gesto de resignación-. En los detalles íntimos se ve la integridad de las personas.
– Qué cojones sabrás tú de detalles íntimos si nunca has estado con una mujer.
– No sabes nada de mi vida.
– Ni ganas. Al grano. ¿Qué traes?
Ambos retomaron el caso. Antes, con cuidado y delicadeza, Tordera plegó el suéter de Núria en el sofá, como si la compensara por tener que tratar con Butxana. Tras remover sus dos cucharaditas de azúcar, el ex comisario informó exhalando un suspiro:
– Hay novedades.
– ¿Interesantes?
– A Júlia la sigue un joven.
– ¿Quién es?
– Aún no lo sé. Es probable que Lloris no se fíe de ti y te haya puesto un reserva.
– En ese caso tendría que seguirme a mí.
– Quizá también lo haga.
– ¿Por qué no has averiguado enseguida de quién se trata?
– Porque no he tenido tiempo. La pista que controlo me ha llevado al ex secretario general del Front. Se reunieron el domingo pasado por la mañana, en el marjal, cerca de la Albufera. Por la tarde también en casa de él.
– Tordera… eso ya me lo contaste.
– A partir de aquella tarde me he encontrado al chico tres veces más. No es casualidad. Todavía no sé de quién se trata, porque he querido asegurarme de que realmente la seguía.
– Pues el chaval es prioritario.
– Muy bien. ¿Tú tienes alguna novedad?
– Uno de los franceses, el tal Jean-Luc, controla a Gil.
– Recapitulemos: si Gil se ve con los franceses y uno de ellos le controla, entonces…
– Entonces, ¿qué?
– Que no lo entiendo.
– Pues que estamos en una trama en la que nadie se fía de nadie. Rebobinemos: Júlia se ve con el hijo de Lloris; Júlia contacta con Gil; un contacto, por cierto, que no ha vuelto a producirse.
– Pero sí el de Gil y el hijo de Lloris.
– Claro, tenían que conocerse, pactar las condiciones.
– Entonces Júlia se queda al margen, para evitar responsabilidades.
– Correcto. Sigamos: Gil contacta con los franceses, pero uno le controla. El círculo se cierra. Falta una pieza.
– Yo creo que no falta ninguna.
– ¿Y por qué le vigilan?
– Sencillamente, no se fían de él. A lo mejor quieren saber quién les ha contratado.
– No tiene ninguna lógica. A mí me contrata Lloris, cumplo con mi trabajo y punto. A saber si la clave no está en el chico que sigue a Júlia. Si la controlas a ella, le tienes a él. Necesito saber ya quién es.
– ¿Puedo terminarme el café?
– Sí, pero date prisa.
– Ya no estoy para estos trotes -dijo con signos de fatiga, levantándose ante la mesita.
– Si el caso te viene grande, contrataré a un colega.
– Por nada del mundo me perdería este serial. Por cierto, ¿qué te paga Lloris por el encargo?
– Ya lo ajustaremos.
– Te habrá adelantado una cantidad.
– Mínima.
– Y de ese mínimo, ¿no podrías adelantarme alguna cosita?
– Deja en mis manos la economía del caso.
– Espero que seas honesto. Cuando cobraba mi jubilación en pesetas me parecía una buena paga, pero con los euros… Desde que han entrado en vigor la vida se ha encarecido un sesenta por ciento, según los especialistas.
– Yo ya era pobre con las pesetas. Este año los socialistas te han subido la pensión un cuatro por ciento.
– En efecto, ahora podré comprarme el periódico.