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Casi todos los días de la semana, Juan Lloris requería los servicios de asesoría cultural de Miquel Pons. Sus clases de historia valenciana tenían lugar en la sede central de «Valencians, Unim-nos», en el último tramo de la calle de San Vicente, justo al lado de la plaza de la Reina.
A primera hora de la mañana era el momento idóneo para Lloris. Según él, entonces mantenía fresca la memoria. Era un hombre hecho a sí mismo, sin estudios, sin el hábito de la concentración mental, pero con la voluntad de pulirse siendo consciente de sus limitaciones intelectuales. Si tiempo atrás había despreciado la preparación cultural, ahora por amor propio, para evitar que le ridiculizaran, se daba prisa en aprender, si no profundizando en las cuestiones básicas, al menos asimilándolas.
Miquel Pons le anunciaba el día anterior qué tema tratarían el siguiente. Si al candidato le apetecía, entonces el asesor se lo aprendía de un libro sobre Valencia y acudía a la sede antes que el alumno. Una de las secretarias le hacía pasar al despacho. Mientras esperaba a Lloris registraba los papeles esparcidos por encima de la mesa o miraba la agenda. En una de las anotaciones observó que a las diez debía reunirse con Júlia Aleixandre. Siguiendo las instrucciones de Albert, que deseaba saber todos los detalles referentes a ella, Pons le llamó por teléfono enseguida para comunicárselo.
Entre los papeles de la mesa -la mayoría facturas de gastos del partido, que Lloris controlaba minuciosamente-, Pons desplegaba un plano de la ciudad para comprobar si Lloris lo había alterado. Había rodeado con tinta de rotulador el Parc Central y el Parc de Capçalera, objetivos para la especulación del empresario de los que el periodista Albert ya estaba enterado. Al oír movimientos fuera del despacho, Pons se sentaba con rapidez en un sofá. Lloris entraba allí con energía y resolución, le saludaba sin entusiasmo y acto seguido, tras ordenar que empezara a explicarle el tema pactado, descolgaba el teléfono y cambiaba su agenda de cabo a rabo, en otra de esas costumbres suyas que traían de cabeza a todo el mundo. Ordenó que Júlia se presentara a las nueve y media, que aplazaran dos reuniones con peñas del Valencia que tenía programadas antes de mediodía, dijo que no le molestaran desde la una a las cuatro de la tarde y se anotó, en un cuadernito minúsculo, que debía llamar al piojoso del detective, del que no sabía nada desde que le había contratado. Entonces atendió a las explicaciones de Pons, que aquel día versaban sobre la Lonja de la Seda, con sus detalles más significativos, como quién había sido el arquitecto principal, el año de inicio de las obras y el de su fin, varias anécdotas y las distintas habilitaciones que había tenido la institución a lo largo de los siglos.
Como era habitual, Lloris escuchaba con la mirada en el techo, mientras saboreaba un puro, con las piernas estiradas y en actitud pensativa. En cualquier momento improvisaba preguntas para las que Pons improvisaba respuestas. También era habitual en Lloris pedirle de repente que le explicara algún tema de días anteriores. El empresario aprendía a base de que le repitieran los distintos hechos históricos, y ordenaba a Pons que pusiera el énfasis en aquellos que creía fundamentales en la historia de la ciudad. Con la manía de aprender de prisa, no le importaba que le recitara acontecimientos, en un mismo día, de épocas muy dispares. De modo que la guerra de las Germanías se mezclaba con la construcción de la Estación del Norte o con anécdotas de visitas de la monarquía española a Valencia. De vez en cuando, Pons le examinaba con preguntas sencillas sobre temas del cuestionario ya repasados. Fechas, sobre todo. Lloris se sentía satisfecho al acertarlas, aunque con frecuencia se equivocaba y Pons no le corregía para evitar que se desmoralizara. La estrategia del profesor consistía, minutos después, en recordarle la fecha exacta del acontecimiento sin que el alumno, de escasa memoria, se diera cuenta del error cometido. Había que ser muy sutil con un hombre temperamental y orgulloso al que no sentaba bien que le corrigieran continuamente. Al cabo de media hora de clase, Lloris evidenciaba signos de fatiga. Entonces Pons volvía a los temas que más le fascinaban. La familia Borja le tenía cautivado. Les consideraba los auténticos ídolos de la historia valenciana, junto a Blasco Ibáñez, de quien elogiaba el carácter y la fama que, gracias a él, había alcanzado la ciudad. Entonces Lloris era quien aleccionaba a Pons sobre la falta de grandes personajes que sufría la historia del país. El alumno explicaba, el profesor asentía.
Sus impresiones acerca de los «grandes personajes» eran lamentables, pero Pons, además de ganarse la vida como asesor, también tenía que cumplir con la ineludible misión encargada por su amigo Albert. De modo que simulaba interesarse por las teorías del candidato. En uno de aquellos momentos llamaron a la puerta. Lloris interrumpió su discurso. Júlia entró al despacho, Pons se levantó. Le infundía un respeto entre reverencial y sensual. Siempre vestía con elegancia, pero a la vez con un matiz de provocación. Lloris guardó el plano en un cajón, maquinalmente, con el instinto de protegerse del enemigo. Júlia sonrió a Pons. Le tendió la mano, fina y cremosa, que él encajó al instante con suficiente debilidad para que no le delatase y al mismo tiempo con bastante fuerza como para retener el efímero tacto de un ansioso deseo. Vuelve mañana, le dijo Lloris. Entonces Pons se fue y Júlia dejó la chaqueta y su bolso de ante en el sofá. Le pidió, por favor, a Lloris que apagara el puro. El empresario lo hizo de mala gana, circunstancia que provocó el tono autoritario de sus primeras palabras.
Aceptaba que Francesc Petit se integrase en la candidatura, aunque aún no tenía decidido que ocupara el segundo lugar. Demasiado cerca, demasiado reconocimiento político le presionaría en exceso. Todas sus exigencias económicas le parecían descabelladas: una sede céntrica, empleados liberados, el millón de euros…
Conocedora de la particular psicología de Lloris, Júlia le dejaba a su aire, escuchándole como si profesara admiración por él. Sabía de su complejo de inferioridad intelectual, de sus ansias por imponer sus puntos de vista, de su desesperación por erigirse, al menos verbalmente, en líder incuestionable. Cuando acababa, apenas se había desahogado, Júlia le daba la razón. Nada de contradecirle, nada de contrariar a la bestia que tenía dentro. Y enseguida lanzaba el argumento que le decidiera a reflexionar sobre la imposibilidad de llevar a cabo una rebaja de las peticiones que, aunque abusivas, estaban obligados a aceptar. Preocupada, también le recordó que Petit esperaba una respuesta. No podían retrasarla mucho. En aquellos momentos, advirtió Júlia, el ex secretario general del Front se enfrentaba a sus cuatro diputados con tal de convencerles de llevar a cabo la coalición con Lloris. Pero él no se pronunció, en un intento por no parecer demasiado voluble en sus resoluciones, esforzándose, además, para que ella no llegara a la conclusión de que con un simple rato de conversación le había convencido.
Que Francesc Petit convocara a los cuatro diputados en su propio piso le sirvió para ilustrar la precariedad económica que sufrían. Un argumento sólido, infalible, que todo el mundo entendía aunque sus reticencias ideológicas los mantuvieran firmes en su decisión de renunciar antes que integrarse en la candidatura de Lloris. A corto o largo plazo lo aceptarían, pensaba. En cualquier caso, estaba decidido a quedarse solo, si hacía falta como único militante del nuevo partido, Democràcia Valenciana. A pesar de todo, prefería evitar el acontecimiento público -noticiable, de gran repercusión- de que le abandonaran los pocos que habían permanecido fieles a él. No era una buena tarjeta de presentación política. Prefería invertir en una sinopsis contundente. Es decir: sin dinero, sin una sede de referencia, sin prácticamente ninguna estructura organizativa, a pocos meses de las elecciones… ¿Veinte años intentando construir una alternativa nacional, veinte años de sacrificios y de penas, tenían que irse a la mierda por un prejuicio político que, por cierto, otros no habían respetado al hacer sus coaliciones? Petit calló y provocó un silencio que no obtuvo respuesta. ¿Significaba aquello que volvían al redil o que aún persistían sus reticencias? Más bien se resistían, observó en las caras de los diputados. No he dicho en ningún momento, añadió, y ni siquiera lo he insinuado, que nos fusionemos con el partido de Lloris. No tendría sentido perder nuestra identidad. Es una especie de coalición coyuntural a la que nos vemos empujados por las especiales circunstancias que sufrimos.
Entonces uno de ellos habló. Dijo que temía el exacerbado populismo de Lloris, sus tics autoritarios, aquel lenguaje que incitaba inconscientemente a la violencia, un primitivo a la altura de otros que desgraciadamente han poblado la geografía valenciana y que creíamos ya superados por otra forma de hacer política. No es que sea de derechas lo que nos molesta, sino su estilo zafio y de baja estofa. Así que es una cuestión estética, reflexionó en voz alta Petit. Pues bien, debéis saber, porque así lo he exigido -entonces los diputados se enteraron de que él, sin consultárselo previamente, ya había iniciado las negociaciones-, que quiero que sea más sutil, que deje los temas más estrictamente ideológicos en nuestras manos y se dedique en exclusiva a aquellos sectores que estén fuera de nuestro alcance. ¿No os dais cuenta de que no nos queda otra salida? Conservadores, socialistas y Guardiola conformarán una estrategia para evitar que gane Lloris. O nos unimos a él o desaparecemos. No hay otro camino, no nos dejan elegir. ¿Acaso pensáis que a mí me entusiasma la idea de la coalición? Cuando lo hicimos con los conservadores, a los que posibilitamos el acceso al Govern con nuestra abstención, fue, como ahora, por imperativos de supervivencia política. Son las circunstancias lo que nos presiona, lo que nos ha llevado a escoger el mal menor. Recordad, a propósito de esta situación, las críticas que recibimos cuando decidimos cambiar el rumbo ideológico del Front; y, sin embargo, gracias a nuestra valentía, a la personalidad que demostramos, el Front logró lo impensable: pasar de marginales a parlamentarios. Ahora nos encontramos ante el mismo dilema: seguir haciendo política desde las instituciones, el único lugar pragmático para hacerla, o convertirnos en un despreciable grupúsculo sin referencias sociales, condenados al ostracismo. Entiendo y comparto los temores que albergáis, pero os pido, una vez más, que confiéis en mí. ¿No merece algo de crédito mi trayectoria? La situación es clara: si me equivoco tendremos tiempo para reflexionar; si optamos por quedarnos al margen, desapareceremos del mapa político. Escuchad, dijo con energía de líder en campaña, yo me juego más que nadie. Soy yo quien tendrá que soportar la presión mediática y la responsabilidad de la decisión. Pero me da igual. Lo asumo con todas sus consecuencias. Si hubiera querido una salida personal, los socialistas y los conservadores me la ofrecían. Pero no he pensado en mí, sino en un proyecto que se inició hace ya veinte años, cuya herencia no quiero malgastar. Para mí habría sido más fácil aceptar un puesto de asesor bien remunerado y dejaros tirados. No soy hombre de renuncias. No soy de los que se amedrentan ante las primeras dificultades. Os prometo, tenéis mi palabra, que volveremos a ser un partido clave en cuanto a decisiones políticas importantes. Dadme el margen de actuación que necesito y quitádmelo si al cabo de un tiempo os decepciono. Es eso y únicamente eso lo que os pido: confianza en alguien que hasta ahora ha cumplido todo lo que se ha propuesto. No tengo nada más que decir. No le dijeron nada. Asintieron con un silencio que podía ser tanto un signo de confianza como una advertencia de que delegaban en él toda responsabilidad derivada de una decisión sin duda polémica.
En un piso de la avenida de Aragón que Juan Lloris había usado como despacho privado de alguna de sus empresas, el candidato recibió a Toni Butxana. Apenas hacía una hora que le había convocado y el detective aún no había tomado asiento cuando ya le preguntaba por qué no tenía ningún informe redactado. No hay nada digno de mención, respondió el detective, o, mejor dicho, todo cuanto hasta ahora le pueda decir usted ya lo sabrá. Dímelo, le hostigó. Pues mire, se ve por partida doble con Francesc Petit. Explícame eso. Pues por la mañana negocian cuestiones políticas, por la tarde follan. ¿Follan? Sí, señor. De no ser así, no tendría ningún sentido que el mismo día se vieran al aire libre, en un sitio discreto, y luego se convocaran en su piso. Si están liados, deberías habérmelo advertido. Esperaba a tener más detalles para hacerle un informe más completo. No es excusa, objetó Lloris. Si han empezado por follar no tardarán en hacerme la cama. Por cierto, ¿se lo monta con alguien más? Que yo sepa, no. Te pago para que lo sepas. ¿No la controlas durante las veinticuatro horas del día? Más o menos. Cuando ella duerme, yo también lo hago.
A Lloris no le gustaba el tono irónico del detective piojoso. De un estuche de cuero marrón sacó un puro. Quedaban dos más, pero no le ofreció ninguno. ¿Con quién más se ve? ¿Qué hace el resto del día cuando no está conmigo? Todo lo que hace se relaciona con su trabajo político. Lo organiza desde el despacho, le prepara la agenda de entrevistas, negocia con Petit… ¿Estás seguro, le interrumpió Lloris, de que no se reúne con socialistas o conservadores? ¿No se ha visto, añadió, con ningún empresario? No, señor. Pero Lloris desconfiaba: Todo eso no encaja con su modo de hacer las cosas. Sé que prepara algo. Entonces señaló a Butxana con el puro: Si en dos semanas no me traes nada interesante, te despido. Si a usted le apetece, despídame ahora mismo. No puedo inventarme los informes. Si cree que no soy bueno, me paga y me largo. Te concederé dos semanas, ni un día más. Vete. Con Butxana en la puerta, Lloris aún le dio otra orden: recuerda que quiero fotografías de sus movimientos más significativos. Ya tengo alguna, respondió el detective.
Casi tenía un álbum bastante completo de las actividades de Júlia, pero no le informaría de nada hasta que descubriese toda la trama. Quedaban cabos sueltos. A pesar de todo, mientras tomaba una cerveza en la cafetería del edificio, Butxana pensaba hasta qué punto Lloris desconfiaba de Júlia. ¿Tanto como para imaginarse que sería capaz de matarle? Aquella pregunta le llevó a otra: su hijo tenía el móvil del interés patrimonial, la riqueza de su padre, pero ¿cuáles eran los motivos de ella? ¿Políticos? ¿Despecho sentimental?
La figura del candidato despertaba odios en otros empresarios. Odios y envidias que se verían multiplicados si alcanzaba la posición privilegiada que constituía la alcaldía para sus negocios. ¿Tenía Júlia el encargo de urdir la trama? En cualquier caso, el detective estaba ante hechos extraordinarios que sin duda le reportarían una paga excelente, quizá el trabajo mejor remunerado que hubiera tenido jamás. Pero ¿quién era el chico que seguía a Júlia? Empezaría a tener cuidado por si también le seguían a él. Todo era muy extraño. Demasiada gente movilizada con un solo objetivo.
Cuando Júlia salió del despacho en dirección a la cervecería Madrid, local a escasa distancia de la sede del partido, Albert inició el seguimiento casi encima de ella. Tordera sonrió desde la acera de enfrente. Tenía poca pinta de sabueso, el chaval. No era del oficio. ¡Casi le pisaba los talones! Pero, de repente, pensó en la posibilidad de que fuera un guardaespaldas. Con tantas personas siguiéndose unas a otras, quizá Júlia hubiera solicitado protección. Escrutó a aquel tipo. Su indumentaria, su físico, su aire más bien ingenuo, le descartaban como protector.
Júlia entró en la cervecería. A aquellas horas, Tordera intuyó que no habría muchos parroquianos. Le extrañó que el chico también entrara. Él se quedó fuera, un poco por debajo del hotel Victoria. Júlia se dirigió a la planta superior. Abajo, dos tipos charlaban en una mesa. Salvo ellos y Albert, que se quedó en la barra, no había nadie más. Entonces Albert pidió un café con leche. Mientras se lo servían subió al piso de arriba y, como si buscara a alguien, echó un vistazo a la planta. Francesc Petit recibía a Júlia de pie. Ninguno de los dos vio a Albert, que volvió a la barra, se tomó su consumición y se fue. Tordera le siguió.
Para empezar, Petit le planteó a Júlia que no podía esperar más a que Lloris tomase una decisión. Había convencido a sus diputados, pero si la respuesta se demoraba las dudas volverían a hacer mella en el grupo. Se trataba de darles hechos consumados, embarcarles en el proyecto antes de que tuvieran tiempo de reflexionar, rectificar. Júlia le convenció tranquilizándole de que el asunto estaba bien encarrilado, prácticamente resuelto; de que las resistencias de Lloris sólo pretendían una rebaja de sus peticiones. Al candidato no le gustaba el segundo puesto que él exigía. Sin embargo, Petit se mantuvo en sus trece. No renunciaría ni a esa exigencia ni a las demás. Y todavía más: necesitaba que sus cuatro diputados estuvieran colocados en puestos de salida de la candidatura. Si uno de ellos se quedaba fuera, se convertiría en una manzana podrida en el cesto. En cuanto al dinero, le recordó que se había quedado corto, pero le compensaba el hecho de que Lloris se hiciera cargo de los gastos de buena parte de la campaña. Júlia se quejó de que no le facilitara el acuerdo. Todo sería menos complicado, le dijo, si rebajase un poco sus pretensiones. Le puso un ejemplo: los empleados liberados que pedía podía tenerlos en los grupos de asesores que el Ayuntamiento presupuestaba para los concejales. Petit conocía muy bien a Lloris. No le bastaría con una mínima rebaja. Él sabe que le necesitas, respondió Júlia. La situación es muy sencilla, replicó Petit: si no llegamos a un acuerdo, aceptaré cualquier oferta de conservadores o socialistas y dejaré la política. Hazle entender que el hecho de coaligarme con él me reportará muchísima presión. Y eso ya es suficiente rebaja. Júlia: ¿renunciarías a tu trayectoria política? Estoy más que decidido a hacerlo. La única forma de mantener unido mi grupo es demostrándoles que vendemos nuestra experiencia política por el precio de rearmarnos políticamente. No entenderían cualquier otro lenguaje. Y otra cosa: ya te diré yo cuándo debe hacerse público el acuerdo. Pero recuerda que no me queda mucho tiempo.
Tintín Albert esperaba a Antoni Guixà charlando con sus colegas de la sección de política, mujeres en su mayoría. A una en concreto, a Isabel, la invitaría gustoso a cenar si el obstáculo de su poder adquisitivo no se lo impidiera. Le preguntaron si trabajaba en uno de aquellos reportajes que, de vez en cuando, le encargaban los jefes de redacción, extrañados por verle en la oficina. Albert lo solucionó poniendo como excusa que Guixà le había encargado un medicamento proporcionado por un veterinario amigo suyo. Albert trató de averiguar qué sabían los redactores de los movimientos políticos que se proyectaban a raíz del anuncio de la candidatura de Lloris. La respuesta le dejó satisfecho: de momento no pasaba nada, no pasaría gran cosa. Según sus colegas especialistas en política local, Francesc Petit, a causa del resultado en la asamblea extraordinaria del Front, estaba acabado. A lo mejor se iría a casa. En cuanto al impacto electoral de Lloris, aún lo desconocían. No había encuestas públicas y, de las privadas hechas por los partidos, nadie podía fiarse. Pese a todo, cuando se aclararan los movimientos, el periódico encargaría una. ¿Te gusta la política?, le preguntó Isabel, de la que se rumoreaba que había dejado al novio. Procuro informarme, pero no sé demasiado. Antoni Guixà venía del despacho del director. No vio a Albert, abstraído en unos papeles mientras andaba sin ganas, con pasos que parecían taladrar el suelo. Se recluyó en su despacho. Cerró la puerta. Albert se despidió amablemente de Isabel.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Guixà.
– Les he dicho que me has encargado una medicina para Rocky.
– ¿Qué les dirás la próxima vez?
– Cualquier cosa… no lo sé. Por ejemplo, un encargo sobre las opciones ideológicas de los jugadores del Valencia y del Levante.
– La próxima vez nos veremos fuera de la redacción. ¿No habíamos quedado así?
– No me acuerdo.
– Ten cuidado, una indiscreción lo echaría todo a perder.
– Oye, ¿sabes que tus redactores no tienen ni idea de lo que está pasando?
– Apenas llevas unos días y ya te crees el mejor. Un buen periodista debe ser humilde… y discreto. ¿Qué traes?
– La coalición entre Juan Lloris y Francesc Petit es un hecho.
– ¿Cómo lo sabes?
– Bueno, está a punto de consumarse.
– La diferencia entre una cosa y otra es sustancial.
– Se han reunido un par de veces.
– ¿Ellos dos?
– No. Petit y Júlia Aleixandre. Según mi informador, Lloris aún muestra reticencias, pero está casi zanjado. ¿Me das permiso para publicarlo?
– No.
– ¡Es una primicia!
– Si levantas la liebre, pondrás en alerta a toda la prensa. Además, si lo publicas y luego, por los motivos que sea, no fructifica la coalición, habré hecho el ridículo.
– Entonces, si hay acuerdo y convocan una rueda de prensa, no tendremos primicia.
– Pero sí que tendrás, en el caso de que tu informador esté situado en un lugar privilegiado, todos los detalles internos. Debes esperar. No creo que hagan público enseguida el acuerdo, para evitar que otros preparen estrategias conjuntas.
– Me ilusionaba ser el primero en publicarlo.
– ¿Dónde se han visto?
– En el piso de Petit y en la cervecería Madrid, pero esta mañana mi informador ha escuchado la conversación que al respecto han mantenido Lloris y Júlia.
– Aún necesitarán más reuniones. La noticia de que se hayan coaligado es importante, pero los detalles del acuerdo, que ellos intentarán mantener en secreto, lo son aún más. Todo el mundo especulará con lo que ha tenido que darles Lloris. En cambio, tú publicarás un informe completo.
– Ya… pero cuando se haga público quemaremos la fuente.
– Da igual. Ya no te servirá. De todos modos, él no será el único sospechoso. Tardarán en descubrirle. Entonces tendrás que hacer que se mantenga en hibernación durante un tiempo. Debes tener paciencia. A veces, tirando de un hilo aparece toda la madeja. Una tía como Júlia es una caja de sorpresas. ¿Conoces su trayectoria?
– Más o menos.
– Pues puedes hacerte una idea. Es la bestia negra de la derecha y de la izquierda. Y a saber si acabará siendo también la de Juan Lloris. Ideológicamente, por prestigio político, a Petit no le conviene esa coalición, a no ser que lo haga por una estrategia que vaya más allá de eso. Quizá los encuentros que mantiene con Júlia sirvan, además de para llegar a un acuerdo electoral puntual, para asentar las bases de una proyección de futuro. Eso sí que sería el auténtico reportaje. Si quieres ganarte el respeto de tus colegas debes ser riguroso. Tienes la base, no lo estropees.
– Me dedicaré a ello en cuerpo y alma. Te informaré puntualmente.
– Estoy seguro de que harás un buen trabajo.
– Gracias por tu confianza, Toni.
Su confianza en él era bastante escasa, pero no perdía nada al controlar la información. Guixà no entendía que el informador, alguien tan cercano a Lloris o a Júlia Aleixandre, se hubiera decidido por un neófito en un asunto de tanta importancia. Tintín salió del despacho con la moral reforzada. Empezaba a notar el respeto que su autoestima de periodista exigía imperiosamente. Se imaginaba publicando el reportaje de su vida, la admiración de todo el mundo, el ascenso profesional que no tardaría en obtener, un puesto de trabajo fijo, un aumento salarial en consonancia, e incluso la publicación de un libro con todos los pelos y señales de la política valenciana. Fue al lugar que ocupaba Isabel.
– Bien… -dijo-. Ya se lo he dado. Hace días que el pobre Rocky tiene la barriguita hecha polvo.
– Ya es mayorcito.
Tintín recibía la dulce voz de la redactora como música suave en un día lluvioso de invierno, ante la chimenea, intercambiando confidencias íntimas en los instantes previos del asalto final al fortín sexual que para él representaba Isabel. La presentía afectuosa y entregada. Frente al ordenador, ella intentaba encajar un titular; él observó su culito, que parecía esculpido por un artista genial. El tono claro de los pantalones remarcaba las líneas de unas braguitas minúsculas. Tintín apartó la vista.
– Mi aspiración -dijo Albert- es trabajar algún día en esta sección. Creo que es la más importante, la que más prestigio da.
– El prestigio de esta sección es directamente proporcional al de los políticos valencianos. Desengáñate, Albert.
– Siempre será mejor que informar de la regional preferente.
– Un trabajo, al fin y al cabo.
– Dicen que tú sabes mucho de política.
– Eres muy amable.
– A mí me gustaría saber.
– ¿Sí?
De repente vio la ventana abierta.
– Ya lo creo. Si tienes tiempo libre, estoy dispuesto a pagarte un café donde quieras para que me lo enseñes.
La redactora hizo un movimiento con su silla giratoria y le miró con innegable compasión y una pizca de ternura:
– Ligas fatal, Albert.
Acto seguido, Isabel manifestó en su rostro una reacción que podía ser tanto una leve sonrisa como un bostezo incipiente.