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Liam Yeats aún permaneció una semana en Andorra, pero el día que decidió marcharse del país, el último momento en que contemplaría los paisajes de Ordino, lo hizo sin despedirse del español Martínez. Durante una semana Martínez le había mostrado los rincones más bellos. Fueron días de tristeza contenida, de gestos ensayados, de hábitos adquiridos con los años que llevaban frecuentándose. El irlandés prefirió evitar un abrazo efusivo, las palabras del amigo al que amaba, la última mirada donde yace inexorable el adiós definitivo. A las ocho de la mañana del día de su marcha ni siquiera osó echar un vistazo a la casa de Martínez.
En Andorra la Vella buscó un parking. Tras desayunar se dirigió a la entidad bancaria en la que tenía una cuenta corriente y una caja de seguridad. Preguntó por el director. Se entrevistó con él para formularle ciertas peticiones. El director le comunicó que dos días antes había recibido un ingreso de Valencia. Liam asintió. Ya lo sabía. Entonces el irlandés le pidió que reclamara el importe de dos cuentas corrientes más, en distintos países, para que se lo ingresaran en la cuenta de Andorra. Lo haría enseguida. Luego le dio el nombre de Martínez, Francesc Romeu i Magrinyà, para comprobar si era cliente del banco. En el ordenador, el director buscó los apellidos. Hacía años que el señor Romeu conservaba una libreta de ahorro en la entidad, no demasiado cuantiosa. De hecho, el señor Romeu pasaba muy pocas veces por allí. Liam sacó algo de dinero y firmó una transferencia con el resto para destinarlo a la cuenta de Martínez. Asimismo, cuando recibiera el dinero de las otras dos cuentas, también debía transferirse a dicho cliente. Aquella transferencia la firmó en blanco, dado que, según le contó, estaría de viaje unas semanas. Tales operaciones sorprendieron al director, pero el irlandés no añadió nada más, salvo un agradecimiento por su buen trato y por la discreción que siempre habían mantenido con él. La discreción es nuestra bandera, contestó el director, que, al fin y al cabo, perdía a la persona pero no al cliente, ya que su dinero seguía en el banco. Aún quedaba la caja de seguridad, que Liam quería cancelar. El director llamó por teléfono a un empleado. Le esperaban en la quinta planta. Se dieron la mano. Liam buscó el ascensor acompañado por el director, que de nuevo se despidió de él. Cogió la caja de seguridad y, en una cabina privada cuyo acceso se hallaba resguardado por una cortina oscura, la abrió. Sólo contenía un pasaporte irlandés caducado con su nombre y una escasa cantidad de fotos de su adolescencia y juventud. Una a una, mientras las introducía en el bolsillo interior de su americana, las observó brevemente. Llevaba mucho tiempo sin verlas. Miró un rato la foto en que estaba con su amigo Charles Breslin, al que el ejército británico había matado junto a los hermanos Devine, en Strabane, su pueblo. La foto le traía malos recuerdos, pero no había querido deshacerse de ella, como una autoflagelación, como si el mero hecho de tenerla evocara que el paso del tiempo no era sino una forma, también, de aplazar el pago de cuentas pendientes. Quizá fuese el momento apropiado para llevarla consigo, como prueba capaz de demostrar, cuando le mataran en Irlanda, que un día u otro asumiría las consecuencias de sus actos. El hecho de que fuera veinticinco años después añadía aún más determinación a su retorno. Porque Liam Yeats ya no creía en nada, el horror y el error de lo vivido habían desterrado toda fe de su espíritu.
En la frontera de Andorra, a una hora del día sin apenas tráfico, un policía español le indicó que se detuviera. Liam bajó del coche y abrió el maletero, con dos grandes bolsas de viaje. El policía le preguntó si llevaba bebidas alcohólicas y tabaco. Soy fumador y bebedor, pero no tengo nada que declarar. En realidad, le había hecho parar porque se aburría, quizá para entretenerse un poco a lo largo de una jornada laboral que intuía tediosa. Echó un vistazo a las bolsas y dejó que se fuera. Entonces Liam buscó la dirección a Ponts, donde puso gasolina y se comió un bocadillo. Antes de retomar la ruta consultó un mapa. El trayecto más corto aconsejaba pasar por Tárrega, Montblanc y, a la altura de Tarragona, entrar en la autopista A-7 rumbo a Valencia.
Hacia las doce del mediodía, Martínez llamó por teléfono al hotel. Temía que Liam se hubiera ido, y se lo confirmaron. El irlandés le había dicho que tardaría dos días en marcharse, de modo que el judío le había propuesto dar una vuelta completa al país el día anterior, con su vehículo, sin ninguna parada pero con la oportunidad de contemplar los rincones que no le había dado tiempo a enseñarle, y con el broche de oro, el último día, de una excelente comida en el restaurante de Jordi Marquet, el local gastronómico al que, como despedida, quería invitarle.
Colgó el auricular y suspiró mientras negaba con la cabeza. Debería habérsele ocurrido que ni siquiera le dejaría una nota. No estaba enfadado, pero sí un poco triste, no tanto porque no se hubiera despedido como por su convencimiento de que ya no volvería a verle. La partida de Liam le conmovió más de lo que había imaginado. En su trabajo había conocido a hombres y mujeres a quienes apreciaba, pero el irlandés era distinto. A lo largo de los años le había llegado al alma de un modo natural. Es sorprendente cómo llegamos a querer a personas prescindiendo de normas que en principio nos las harían rechazar radicalmente. A veces nuestras pautas morales, el contenido ético que las reviste, adoptan actitudes autónomas y entonces nos dejamos llevar por el indomable instinto de la adhesión incondicional. Probablemente sólo tipos con la vida de Martínez fueran capaces de entender vidas como la de Liam. Solidaridad de solitario, quizá; quizá aquella comprensión humana del fondo de una cuestión que manejaba un destino con un proceso y un desenlace inapelables. Por su trágica tradición familiar, por experiencia propia, Martínez sabía del significado de los destinos irreversibles. Pese a todo, enseguida, decidió escribirle a Eddy Yeats.
En la cárcel de Long Kesh, en la sala de visitas, en una de las grandes mesas que de cabo a rabo alineaban a presos y familiares, Ian, el hijo de Eddy, le habló de la carta de Martínez, en la que le explicaba la determinación impermutable de Liam de volver a Irlanda. Ignoraba en qué fecha lo haría, pero sospechaba que pronto regresaría. No le contaba detalles de la vida de su hermano que ya conocía por la correspondencia que, a espaldas de Liam, habían mantenido. Sin embargo, Martínez puso especial énfasis en describir la integridad con que Liam se había comportado respecto a él, el sentimiento de culpa que le asilaba y que jamás le había abandonado durante sus años de ausencia, el deseo de expiarla con su propia muerte pese a los intentos de persuadirle de lo contrario. Pero el tiempo, amigo Eddy, debería ejercer en nosotros el sentimiento de la consideración, al menos matizar todo cuanto hay de inmutable en los dogmas en que, equivocadamente o no, creímos y a los que hemos servido sin cuestionarlos. No somos dioses con la verdad absoluta, con la obligación innata de impartir justicia. Somos humanos con errores, con flaquezas, con éxitos y fracasos. Quizá seamos soldados en retirada incierta a los cuarteles que creíamos fortines inexpugnables. Ahora que el IRA ha decidido tomar el camino de la autocrítica, de la reflexión sobre la viabilidad de métodos que parecían inamovibles, también es la hora del perdón. Siento la necesidad de disculparme por esta carta, que sin duda, como hermano, te llenará de angustia, pero la he escrito llevado por el deseo de interferir en un destino que como hombre comprometido me niego a admitir; llevado, también, por un sentimiento de amistad.
Ian Yeats calló y miró a su padre. Eddy guardó silencio, con la mirada perdida en algún punto de la mesa. ¿Pensaba o no tenía ninguna respuesta? Ian confesó que la carta le había estremecido. Era uno de tantos jóvenes irlandeses que habían crecido, por fatiga, sin la abnegación por la causa que les habían inculcado. Para él, la vida estaba por delante de Irlanda, por delante de los numerosos ejemplos de heroicidad de la conciencia mítica irlandesa. La muerte, la tragedia, la cárcel… estaban demasiado presentes por doquier como para no darse cuenta de que en el baúl de las teorías inmutables tan sólo quedaba el poso de un drama secular. Pero los viejos soldados aún se aferraban al crédito de una existencia entregada sin ningún sacrificio inferior a la propia vida, y a cambio imponían el quid pro quo del compromiso hasta las últimas consecuencias, generación tras generación, como la parte legítima de una herencia que se aceptaba sin posibilidad de rechazo.
Eddy levantó la cabeza. No miró a su hijo, evitaba unos ojos que parecían exigirle una respuesta que no estuviera mediatizada por imperativos ideológicos, por actitudes taxativas. Eddy observaba algunas de las mesas con compañeros que sufrían largas condenas; militantes de la causa que no pudieron ser jóvenes, a los que habían impedido disfrutar de su relación con mujeres cuyo destino había sido esperar o un triste retorno tras una larguísima ausencia o la muerte del hombre al que amaban. Si su hijo quería una respuesta, la tenía al lado. Pero era un espejo en el que Ian no se vería nunca reflejado. Un espejo que en el momento presente, en 2005, estaba agrietado por todas partes.
– Si quieres me voy -le dijo Ian.
Sin embargo, Eddy necesitaba darle una respuesta. Ciertas palabras que le defendieran de la incomprensión; frases, sin embargo, que no pareciesen creadas expresamente desde la disculpa genérica. A pesar de todo, sabía que Ian no haría el esfuerzo de entenderle. Matar o sacrificar la propia vida era un muro insalvable que los separaba, que no daba lugar a ningún argumento. Pero respondería con sinceridad a su hijo. Le contó que, cuando aquello tuvo lugar, él mismo pidió matarle. En el último momento desistió, para darle la oportunidad de ser él mismo, Liam, quien limpiara una traición cuya única posibilidad de enmienda residía en el hecho de que volviera, de que asumiera el daño causado. Murieron tres militantes y cinco más pasaron veinte años en la cárcel. Si miras a tu derecha, tres bancos más hacia allí, verás a un hombre de mi edad, de cabellos plateados, que ha venido a visitar a su hijo, militante como él. Se llama Gary Reilly y nos criamos juntos, en el mismo barrio. Desde que tuvo lugar aquello no me ha dirigido la palabra. Por culpa de Liam pasó veinte años en la cárcel. Hay heridas que no cicatrizan con el tiempo. Por no haberle matado tuve que enfrentarme a la organización, confiando en que volvería. En consecuencia, me convertí en culpable.
Así pues, Ian comprendió que su padre no había matado a su hermano por una simple cuestión de honor familiar, por un código ancestral, inamovible, que no entendía de cambios de contexto social. Ian se esperaba aquella respuesta. Eddy le dijo que nunca podría evitar que cualquier familiar de los muertos o algún miembro de la organización le matara. Al perdonarle la vida perdí el crédito que tenía. Creyeron que les había engañado. Ian preguntó si advertiría a la organización de su retorno. Hace años que Liam dejó de ser problema mío, es lo mejor que puedo hacer por él. ¿Eso es todo?, preguntó su hijo. No había más palabras. No añadió nada más. El muro insalvable se interponía de nuevo entre ellos. Se levantó. Aún sentado, su hijo le miró fijamente. No era una mirada de desprecio, sino más bien de compasión, como la de quien observa impotente un mundo de extrañas concepciones edificado en un laberinto de locura. Entonces Eddy apoyó las manos sobre la mesa y bajó la cabeza con un suspiro, como si tratara de expulsar una ansiedad que le oprimía. Acto seguido se apartó el pelo pausadamente, evidenciando un rostro ojeroso, una mueca abatida que remitía a siglos de fatiga.
– Adiós, Ian. Vuelve cuando puedas.
Se fue.
– Papá… papá… -Eddy no se dio la vuelta.
Ian intentó ir tras él. Familiares y presos que estaban en su misma mesa se dieron cuenta de la situación. En el límite de la zona permitida a los visitantes, un funcionario detuvo a su hijo. Aún volvió a llamarle. La sala entera los observaba, de repente en silencio, de modo que el eco y la tensión de la voz de Ian quedaban suspendidos en el aire. Eddy siguió caminando.
– Sólo quería decirte que me hubiera gustado conocerle.
Eddy no lo oyó. Estaba demasiado lejos.