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La profesión de periodista de Albert le planteaba un grave problema a Toni Butxana. Reunidos en el piso del detective, elegido como base de operaciones, intentaban dar con la fórmula para evitar que la publicación sobre lo que se estaba urdiendo echara a perder sus proyectos de investigación. Había otro problema, además: cómo demostrarle a Juan Lloris la existencia de un complot criminal contra él. Butxana había tomado la precaución de hacer fotografías, pero no las consideraba material suficiente. Establecieron un orden de prioridades. Antes que nada deberían descubrir hasta dónde sabía el periodista. Así pues, repasaron los últimos números del periódico. No encontraron ningún indicio. Quizá esperasen a tener más detalles para elaborar un reportaje más completo. Lo que sabía era algo que sólo podían descubrir entrevistándose con el propio Albert.
Por la mañana, ambos se situaron cerca de la sede del partido de Lloris. Eran las diez, hora a la que aproximadamente Júlia Aleixandre solía acudir. Tres cuartos de hora más tarde, Albert entró en un bar justo enfrente de la sede. Pidió una Coca-Cola y empezó a leer un diario. Tordera y Butxana fueron directamente a su mesa. Ambos se sentaron delante de él.
– Buenos días -le saludó Tordera-, ¿serías tan amable de identificarte?
– ¿Yo? ¿Por qué?
Entonces Tordera le enseñó una vieja placa de policía por un brevísimo instante. Sorpresa y mueca de terror de Albert. Cerró el periódico sin dejar de observarlos. Dio un torpe sorbo del vaso de Coca-Cola. Los cubitos tropezaron con su nariz. Butxana se aseguró de que los clientes no prestaban atención a la escena.
– Hemos detectado que sigues a la señora Júlia Aleixandre. ¿Quién eres? -preguntó Tordera, en el mejor estilo policial.
– Soy periodista.
– Acreditación.
– No la llevo encima.
– El deneí.
Albert palpó sus bolsillos.
– Tampoco.
– Tendremos que arrestarte.
– Un momento… un momento… -Albert se levantó. Butxana hizo que volviera a sentarse presionando sus hombros-. Oigan, trabajo en El Liberal. Ahora mismo llamo por teléfono al director o a mi jefe de sección y ellos les confirmarán quién soy. -Albert se dio cuenta de que era demasiado pronto, aún no habrían llegado a la redacción-. Hacia las doce del mediodía ya estarán allí. Entonces…
– No tienes carnet de periodista, no llevas el de identidad, nos dices que es demasiado temprano para contactar con el diario… En fin -dijo Butxana-, tenemos que detenerte, no nos queda más remedio.
– ¿Podré llamarles desde comisaría?
– Claro, hombre, te ampara la Constitución. Levántate tranquilamente, paga la bebida y vámonos.
– Les aseguro que es un error.
– Todos los criminales dicen lo mismo -sentenció Tordera, y Butxana le clavó la mirada para advertirle que no exagerase.
En la calle, Albert reflexionaba sobre el error que supondría llamar por teléfono al director o a Antoni Guixà. Se enterarían de la situación creada. Por una parte, el director preguntaría por qué ninguno de los dos le había informado de lo que llevaban entre manos, por otra Guixà se enfadaría muchísimo y le retiraría enseguida el encargo, por no mencionar que, por su culpa, el jefe de sección se vería obligado a dar explicaciones.
– Voy a decirles la verdad. Yo sólo seguía a Júlia Aleixandre porque estoy trabajando en un reportaje sobre los movimientos políticos que provocará la candidatura de Lloris.
Ni Butxana ni Tordera añadieron nada. Entraron al parking de la plaza de la Reina. Subieron al coche del detective. Tordera detrás, Albert delante.
– ¿Para hacer un reportaje político tienes que seguir a alguien? -Butxana, enérgicamente.
– Claro. Así sé con quién se entrevista.
– ¿Con quién se ha entrevistado?
– Con Francesc Petit. El ex secretario general del Front y Lloris están planteándose llegar a un acuerdo.
– Eso es una chorrada. Cuando alcancen un pacto convocarán una rueda de prensa. No hace falta seguir a nadie. Además, ¿cómo es que aún no has publicado nada acerca de los encuentros entre Júlia y Petit?
– Me interesan los detalles internos. Como usted ha dicho, todo lo demás se hará público.
– ¿Poniendo micrófonos? -ironizó Tordera.
– No, tiene un informador -dijo Butxana.
Albert calló. Si hablaba, quizá también detendrían a Miquel.
– No nos hagas perder el tiempo. ¿Quién es tu informador? -Tordera elevó su tono de voz con la intención de presionarle.
Albert no se decidió. Pensaba que quizá fueran a hacerle el numerito del poli bueno y el malo. Pero ambos eran malos.
– Si no nos dices quién es el informador, irás ajuicio por intromisión en la vida privada de una persona. Un delito actualmente tipificado como muy grave.
– Diez años -añadió Butxana.
– Es un amigo -confesó al acto Albert.
– Quién.
– El asesor cultural del señor Lloris.
– O sea, alguien muy cercano a él -afirmó Butxana.
– Casi todos los días le da clases.
– Interesante -dijo Tordera.
– Así que sabes todos los pasos que dan y los detalles internos del pacto.
– Sí, señor.
– Incluso podrías saber más cosas.
– Aparte del proceso del pacto, ¿qué más sabes? -preguntó Butxana.
– De momento, nada.
– No me lo creo.
– Ni yo -baza complementaria de Tordera.
– Si son policías, ¿por qué llevan un coche normal?
– Camuflaje -respondió Tordera.
– Usted no me ha mostrado su placa de identificación -Albert a Butxana.
– ¿No te basta con una?
– No me fío de ustedes. ¿Por qué quieren saber cosas al margen del pacto?
Ahora eran ellos dos quienes no tenían respuesta.
– ¿Quiénes son? -Albert se volvió hacia Tordera-. Vuelva a mostrarme su placa. Antes lo ha hecho muy deprisa. Estaba nervioso y no me he fijado.
– Somos guardaespaldas de la señora Júlia. Mi compañero es un agente de policía retirado. Pero tú eres quien debe respondernos.
– No diré nada más.
– Has dicho bastante. Ya verás lo contento que se pondrá el señor Lloris cuando le digamos que su asesor cultural filtra información.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo Albert, molesto-. Les doy mi palabra de que no volveré a seguir a Júlia Aleixandre.
– ¿Y tu amigo?
– Dejará de informarme.
– De eso nada. Estáis los dos implicados. Mira, os propondremos un pacto.
– ¿Un pacto? -Albert, sumamente sorprendido-. ¿Qué pacto?
– Llama por teléfono a tu amigo. Queremos que venga.
– ¿Estás seguro de lo del pacto? -preguntó Tordera a Butxana, y probablemente la pregunta se relacionaba con la economía del caso.
– No nos queda otra salida.
Albert no entendía nada. Llamó por teléfono a Miquel.
Acostumbrado a cualquier trazado urbano, incluso a los más caóticos, Liam Yeats llegó sin problemas al centro de la ciudad. Se instaló en el Astoria, cerca de la plaza del Ayuntamiento, un hotel con gran afluencia de clientes durante todo el año, con una cafetería llena de tertulianos autóctonos que la preferían como punto de encuentro habitual. En la recepción se registró con su nombre y pidió una habitación exterior. No deshizo ninguna de las dos bolsas. Las introdujo en un armario, bajó en seguida y preguntó por la oficina de telefonía móvil más próxima. A mano izquierda, dos calles más abajo, encontraría una. Contrató un número y llamó a Manuel Gil para concertar la cita previa al encargo. Gil tardaría una hora, más o menos. Le citó en su habitación.
Mientras esperaba dio una vuelta por las calles adyacentes al hotel. En un bar se tomó una agua mineral con una Buscapina, a fin de atenuar el dolor estomacal causado por los dos bocadillos que se había comido durante el viaje. Luego, en un estanco, mató el tiempo observando con curiosidad la amplia gama disponible de tarjetas postales de Valencia, algunas tópicas, como la imagen de una gran paella exhibida con complacencia por dos mujeres vestidas con el tradicional traje de fallera y la barraca al fondo, y otras que mostraban la fachada del IVAM o la Ciutat de les Ciències. Con los clientes ya atendidos, su compañera afuera haciendo un recado y el estanco vacío, la empleada miraba a Liam. Intentaba averiguar de qué país venía. En inglés, le preguntó por su nacionalidad.
– Canadiense. ¿Hablas inglés?
– Estoy aprendiendo. Aunque, si no vas al país de origen…
– Es cierto. Yo hablo unos cuantos idiomas porque viajo mucho. Incluso sé un poquito de valenciano.
La última frase la pronunció en el idioma autóctono, algo que sorprendió a la dependienta.
– ¿Conoces el valenciano, pues? -en inglés.
– Bueno, he pasado temporadas en Andorra.
– Es un catalán distinto.
– Sí, supongo que el acento, los modismos y todo eso. Me gustaría aprenderlo. Tengo facilidad para los idiomas.
– ¿Cuántos conoces?
Liam intentó recordarlos.
– Inglés y francés correctamente, español bastante bien, y conocimientos básicos de alemán, algunos dialectos africanos y un poquito de catalán.
– Aquí lo llaman valenciano, ya sabes.
– Tu inglés no está nada mal.
– Me falta práctica.
Liam le calculaba entre treinta y treinta y dos años. Era alta, de constitución delgada, con unas gafas que le impedían mostrar una belleza que, sin embargo, tenía, pero que resaltaban su aspecto de mujer vivamente interesada por todo lo cultural. Le habría gustado decirle que se ofrecía para darle clases de inglés coloquial, con charlas informales. Fue al escaparate y le pidió un paquete de Reig Minor, una especie de puritos que toleraba mejor que los cigarrillos. La dependienta le cobró el importe mientras le miraba como si quisiera decirle algo.
– Bien… -dijo Liam-, me ha gustado conocerte.
– A mí también, no tengo muchas ocasiones de hablar en inglés.
– Adiós -en valenciano.
– Adiós -en inglés.
Liam se encaminó hacia la puerta. Justo en el momento en que decidía volver al escaparate, ella le llamó.
– ¿Cómo te llamas?
– Liam.
– ¿Liam? ¿Es canadiense?
– Mis padres eran irlandeses.
– Es un nombre bonito.
– ¿Y el tuyo?
– Maria. Es muy tradicional.
Para él no lo era tanto. De nuevo se quedaron mirándose. Liam dudaba, Maria también. El irlandés se atrevió a romper el hielo.
– ¿Qué hay de interés en esta ciudad?
– Muchísimas cosas -Maria lo dijo con entusiasmo-. ¿Has venido por negocios o por turismo?
– Por turismo, pero sin descuidar los negocios. Siempre encuentras ideas curiosas.
– ¿Te importaría que fuera tu guía?
– Lo estaba deseando.
– Con la condición de que hablemos en inglés.
– Es un buen precio. ¿A qué hora sales?
– A las ocho -con cara de asco.
– Te esperaré en la puerta.
– Muy bien. Hasta las ocho.
A Miquel y a Albert se los llevaron al piso de Toni Butxana. Durante el trayecto Miquel se empeñaba en preguntarle a su compañero en qué clase de lío andaban metidos. Dado el carácter de Albert, se imaginaba lo peor, pero el periodista respondió que no sabía nada, evitando decirle que, supuestamente, eran guardaespaldas de Júlia. Mientras discutían, ni Tordera ni Butxana intervinieron. Sólo cuando ya habían llegado al barrio del detective, apenas aparcó, Butxana les convenció de que no estaban metidos en ningún fregado. Subirían al piso, porque necesitaban un espacio íntimo para hablar.
Tanto Tordera como él procuraban mostrarse delicados. Butxana llevó cuatro cervezas a la salita con cuatro vasos que había sacado de la nevera. Le gustaban muy frescas.
– Miquel -dijo el detective-, sabemos que eres el garganta profunda de Albert. ¿Es así?
Miquel no respondió. Miró a Albert.
– Di que sí -le ordenó su amigo.
– Sí.
– También sabemos que Albert se ha dedicado a perseguir a Júlia…
– Sólo la seguía.
– En todo caso, es una intromisión en la vida privada de alguien. Así que los dos habéis hecho algo muy feo. Si nosotros se lo contáramos al señor Lloris tendríais un problema incluso judicial. ¿Sí o no?
– Pero, ustedes, ¿quiénes son?
– Ésa es la cuestión.
Butxana se levantó con su vaso de cerveza en la mano. Dio un trago largo y lo dejó en la mesa, aunque todavía permanecía en pie, como un profesor que intentara hacer entender una lección complicada a sus alumnos expectantes.
– Mirad, voy a hablaros con total sinceridad. Pero debo advertíroslo: si alguno de los dos se va de la lengua, lo pasaréis mal. Muy mal. Tanto a vosotros como a nosotros nos interesa la discreción. Todos saldremos ganando.
– ¿Qué ganaremos nosotros? -Albert.
– La exclusiva de tu vida.
– ¿Lo dice en serio?
– Tutéame. Sí, muy en serio. Pero las cosas se harán como yo diga. Es el trato.
– ¿Nos vais a decir, de una vez, quiénes sois? -Miquel.
– Ahora mismo. Aquí el compañero -señaló a Tordera- es comisario retirado. Yo, detective contratado por el señor Lloris.
– ¿Con qué finalidad?
– Saber qué hace Júlia Aleixandre, de día y de noche. Por eso te hemos pillado.
– Por eso y porque no sabes hacer un seguimiento -añadió Tordera.
– No entiendo por qué Lloris hace que sigan a Júlia.
– Quieres saberlo todo, periodista.
– Si vamos a formar un equipo…
– Un equipo que tendrá que ser compacto como una roca.
– Tienes nuestra palabra.
– Y también el chantaje, por si no os portáis como debéis -sonrió Butxana-. Con todo, prefiero la confianza mutua. -Cogió el vaso de cerveza, dio otro trago, volvió a dejarlo en la mesa. Sonó el timbre de la puerta-. ¿Quién será a estas horas?
– Sea quien sea, cierra la salita y abre -resolvió Tordera.
– No tengo muy claro que deba hacerlo.
Del cajón de una cómoda, el detective sacó una pistola. Viendo la inquietud que el arma provocó en Miquel y Albert, el ex comisario trató de calmarlos:
– Precauciones gremiales.
– Tordera, abre tú.
– Ni lo sueñes. Sólo soy tu ayudante.
– Si pasa algo estaré detrás de la puerta.
– Si pasa algo, dará igual dónde estés.
El timbre volvió a sonar, dos veces.
– Vamos, abre -le hostigó el detective.
– Detrás de la puerta me pondré yo. -Le cogió el arma.
Miquel y Albert se situaron en un rincón de la salita que no podía verse desde la entrada del piso. Butxana fue a la puerta, Tordera se escondió detrás.
– Voy a abrir -le dijo avisándole en voz baja.
Abrió. Apareció Núria.
– ¿Qué haces aquí?
Tordera se relajó, aún con la pistola en la mano. La puerta de la salita se cerró.
– ¿Qué hay entre nosotros, Toni?
Al entrar al piso, Núria se asustó al descubrir a Tordera con el arma.
– Buenos días, señora… señorita -saludó el ex comisario.
– ¿Quién es? -preguntó Núria con una mano en el pecho, como si controlara su respiración, aún con el miedo en el cuerpo.
– Ya te dije que tengo un encargo importante.
El ex comisario se guardó el arma en el bolsillo. Núria miraba la puerta de la salita, que había visto cerrarse.
– Tordera, ayudante de Toni -se presentó Tordera.
– Soy Núria.
El ex comisario la saludó con una leve inclinación respetuosa y se dirigió a la salita.
– Volved a sentaros. Es mi novia -les dijo a Miquel y a Albert.
Cerró la puerta. Butxana y Núria se quedaron en el vestíbulo. El detective suspiró.
– ¿Has dejado el trabajo para venir?
– He pedido permiso.
– ¿Cuál es el problema, es que no te fías de lo que te dije?
– Tenía mis dudas.
– Si quisiera acabar con nuestra relación te lo diría.
– ¿Por qué tu ayudante llevaba una pistola?
– Por precaución.
– ¿Estás en un lío?
Butxana decidió cortar por lo sano:
– Es un encargo peligroso, por eso no quiero verte. Intento que no te vinculen a mí. ¿Lo entiendes?
– Ahora sí.
– Me alegro.
– ¿Quién está en la salita?
– Un equipo de vóley de brasileñas… Núria, no quiero mezclarte en mis problemas. Son un par de ayudantes que necesito para mi trabajo. Es mejor que no te vean. Cuando todo haya acabado te llamaré. Vuelve a la oficina y no te preocupes.
La meció por los hombros, la rodeó con un gesto afectuoso y le dio dos besos de amigo. Ella no se soltaba.
– He pasado unos días horribles.
– No tienes por qué. -Le dio unos golpecitos en la espalda, como si tuviera hipo.
– Me gustaría saber que todo va bien.
– Te llamaré de vez en cuando.
– ¿Lo harás?
– Palabra.
Entonces ella le besó en los labios mientras le acariciaba el pelo.
– ¿Estás más tranquila?
– Sí.
– Pues vete. Tengo que volver a la reunión.
La acompañó al rellano.
– Avísame si vuelves a venir.
– De acuerdo, Toni.
Butxana se encontró con la mirada reprobatoria de Tordera cuando entró de nuevo en la salita. Pero la obvió.
– ¿Por dónde íbamos? -preguntó.
– Por la confianza que estos dos nos merecen -apuntó el ex comisario.
– Confianza imprescindible y básica para el buen funcionamiento del grupo -advirtió Butxana-. Es un asunto sumamente delicado. Os lo resumiré: siguiendo a Júlia Aleixandre he descubierto un complot, creemos que criminal, contra Juan Lloris.
– ¿Quieren matarle? -Miquel.
– Yo diría que sí.
– Yo también -redondeó Tordera.
– ¡Eso es extraordinario! -exclamó Albert.
– No puedes negar tu condición de periodista -se indignó el ex comisario, con un pasado repleto de problemas con el gremio-. Mataríais a una criatura indefensa por una buena exclusiva.
– Contención, Tordera. -Entonces Butxana se enfrentó a Albert-: Entiendo que una noticia de este calibre debe de ser extraordinaria, pero recuerda que aquí mando yo. Ahora soy tu director, tu jefe de sección. Ni una puta línea hasta que yo lo ordene. Léeme los labios: hasta que yo lo ordene.
– Entendido. Pero ¿qué pintamos nosotros en todo esto?
– Pues que si quieres la exclusiva tendrás que ayudarnos. Sólo nosotros tenemos los instrumentos necesarios para descubrirlo todo.
– ¿Cómo?
– Trabajando para mí. Tenemos al garganta profunda, al periodista y el medio de comunicación, al policía y al detective. Un equipo perfecto, en principio.
– En principio -dudó Tordera.
– Os agradezco mucho que contéis con nosotros. Pero ¿por qué nos necesitáis?
– Más que necesitaros, intentábamos que tú no lo enviaras todo a la mierda publicando algo que lo echara a perder. Ignorábamos cuánto sabías. Pero, siendo personas prácticas, le hemos dado la vuelta a la situación y ahora formamos un equipo. Nosotros cobraremos más por lo que le contemos al señor Lloris, al que facilitaremos una información impagable, y tú tendrás tu exclusiva.
– ¿Y yo? -preguntó Miquel.
– Si la paga de Lloris es la correcta, te prometo una compensación.
– ¿Cuánto sería?
– Chaval, eso me lo pregunto yo cada hora -dijo Tordera.
– Primero, el éxito en el trabajo. Luego ya pensaremos en el reparto.
– A mí me basta con la exclusiva.
– Y nosotros te estamos profundamente agradecidos -añadió el ex comisario.
– Bien -intervino Butxana-, ahora el plan de trabajo. -Miró su reloj-. Quizá comamos antes, son casi las dos. Invita la casa.
De un brinco se plantó en la cocina. Abrió los armarios e hizo una reaparición estelar en la salita con tres o cuatro botes.
– Tengo fabada asturiana, lentejas con chorizo, potaje… ¿Qué bote os apetece más?
A elegir.