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Antes de entrevistarse con Liam Yeats, Manuel Gil mantuvo un breve encuentro con Lluís Lloris para informarle de que el irlandés ya estaba en Valencia y la operación se ponía en marcha. Le dio el móvil de contacto y el nombre del hotel donde se alojaba. Acto seguido le aconsejó que se fuera unos días de vacaciones, a una ciudad europea; pero Lluís prefirió quedarse. Adujo que, en caso de una investigación a fondo de la policía, todo aparentaría ser más normal si permanecía en la ciudad, con sus costumbres cotidianas, la vida que habitualmente llevaba, distanciado de su padre. Era público y notorio que no se hablaban desde que se había divorciado de su madre. Como favor especial, bien remunerado, le rogó que no advirtiera a Júlia acerca de la presencia del irlandés, al menos de momento. Gil comprometió su palabra en el encargo, como también lo había hecho con Júlia, que un rato antes, en conversación telefónica, se enteraba del inicio de la ejecución del plan. Si bien quería permanecer al margen, deseaba informarse de los detalles imprescindibles, consciente de que desempeñaba un papel testimonial, quizá como mucho de cierta importancia, pero dejando lo más evidente en manos del hijo de Lloris.
Liam recibió a Gil en su habitación con un reproche por los diez minutos de retraso y los armarios abiertos con la ropa colgada, como si aún estuviera ordenándola. Quedó impresionado por el carácter seco y arisco del irlandés, uno de esos tipos resueltos que no admiten ningún error. Sin siquiera decirle que tomara asiento, ni invitarle a una copa, revisó el dossier con fotos de Juan Lloris: horarios habituales, varias de las direcciones en las que pernoctaba, las entrevistas con distintos colectivos que tenía programadas para las semanas venideras, la dirección de una amante a la que visitaba dos veces por semana. Lentamente, de pie, Liam releía el informe. Gil osó aconsejarle el lugar y el momento oportunos. Entonces el irlandés sintió la necesidad de hacerle callar, pero le miró con una vaga expresión de desprecio y volvió a la lectura del dossier. Al cabo de un rato cerró la carpeta y se la tendió, ante la extrañeza de Gil. ¿No se la queda?, le preguntó. No. Y añadió: nadie debe saber en qué hotel estoy, sólo te pondrás en contacto conmigo cuando te lo pida, y harás la transferencia del resto del pago al día siguiente del cumplimiento del encargo a este número. En un papel le escribió los datos de la cuenta corriente. Si en dos días no la he recibido, te haré responsable. Sólo soy el intermediario, dijo Gil con ostensibles gestos de preocupación. Sólo te conozco a ti, le espetó Liam. Puedes irte. Si te necesito, te llamaré. Gil se fue decepcionado y muerto de miedo. Quizá se había convencido de que el irlandés le recibiría como un hombre agradecido, afable, explicándole con todos los detalles cómo ejecutaría el encargo. Le pareció un tipo extremadamente peligroso. De pronto se cuestionó su papel de intermediario, el hecho de que no le compensaba la esperanza de una empresa de seguridad propia. Pero ya estaba metido en el ajo. Seguramente el irlandés disponía de un completo dossier sobre él. No en vano le había amenazado con que algo le ocurriría si no le pagaban en seguida. Sin duda, sabía cómo localizarle. Seguro que tenía un ayudante, alguien que controlaba todo su campo de actuación. De hecho, el francés le había advertido de que se trataba de un profesional serio. Un profesional riguroso, pensaba Gil, no dejaba nada a la improvisación. Era un asunto en el que no tenía salvaguardas, excepto la de obligar al francés a protegerle. Al pisar la calle se sintió vigilado.
Liam descolgó la mitad de la ropa y la plegó con cuidado en una de las dos bolsas. Deshizo la cama, dejó algunos objetos del neceser sobre la pila del lavabo. Miró su reloj. Aún tenía tiempo, antes de las ocho. Se trasladó a la calle de Xátiva, a un edificio con apartamentos para citas amorosas clandestinas en los que no se pedía ninguna acreditación, uno de los cuales había alquilado por unos días pagando una semana por adelantado mediante el sistema de introducir el dinero en un buzón.
Acto seguido, con la intención de dejar pistas falsas, cogió un taxi rumbo al barrio de Nazaret. Comprobó la dirección anotada en un papel y llamó a la puerta de una de las muchas casas viejas. Le recibió un individuo que hablaba en tono sombrío un inglés con acento sudamericano. Liam entró. El tipo andaba como si acabara de bajarse de un caballo. Al fondo había otro, sentado en el extremo de una silla. Le saludó. La casa estaba sucia, con signos de humedad por todas partes. Tenía un patio con un armario semidestruido que ocultaba un agujero en la pared, una salida de emergencia que comunicaba con otros patios, otras casas, quizá habitadas por mujeres y niños. Ambos se producían con esa especie de amabilidad tan falsa que es mejor obviar. Sólo eran dos asesinos convertidos en traficantes de armas a escala menor. A Liam aquellos tipos le causaban una fatiga tan profunda, los tenía ya tan vistos… La purria del ambiente. Los más indeseables, los más baratos para cualquier trabajo.
Le hicieron pasar a una habitación. Quizá fuese la única que estaba en condiciones aceptables. En una gran mesa, se esparcían distintos fusiles de precisión, bastante malos, y unas cuantas armas de corto alcance. Aquéllos eran los comerciantes de armas a los que, según el español Martínez, no debía visitar. El andorrano no pudo aconsejarle ninguno de confianza. El más cercano estaba en Almería. Pasó un rato comprobando algunas de las armas: la mira telescópica, la facilidad con que se montaban y desmontaban, comprobando el espacio que ocupaban las piezas, la marca, preguntándoles por el precio de cada una… Les dijo que aún no había decidido con qué arma se quedaría. Los dos tipos se mostraron afables, incluso rebajaron el precio inicial notablemente. Un buen precio, reconoció Liam. Pronto volvería. Eligió una y adelantó una cantidad como señal de su voluntad de comprarla. Es todo de momento, dijo el irlandés. Pasaré a por ella un día de éstos, prefiero no llevarla encima hasta que tenga que utilizarla. Entendido, amigo, dijo uno de ellos, que arrastraba las palabras con una respiración pesada a consecuencia del tabaco y el exceso de grasa acumulado. Le recordaba a un proxeneta que había liquidado de un tiro en la nuca en el puerto de Génova. Tenían la misma pinta, más o menos. El otro se ofreció gustoso a llevarle al centro de la ciudad. Pero Liam les rogó que pidieran un taxi. El irlandés aparentaba ser un hombre agradable, incluso extrovertido, como alguien que se tomara su trabajo de forma un poco frívola. Requirió de los dos individuos locales de ocio para divertirse. En el espacio en blanco de un viejo diario le anotaron la dirección de varios prostíbulos. De lujo, añadieron. Niñitas modelos entre los dieciocho y los veinte años. ¿Un poco de farlopa?, dijo el gordo, de nuevo sentado en una silla. Regalo de la casa. Perfecto, respondió el irlandés. Se la envolvieron en un trozo de papel de aluminio. El taxi ya estaba en la puerta. Demasiado rápido se había presentado, pensó Liam. Les dio un apretón de manos y se predispuso a una buena tertulia con el chófer, de cuya relación con aquellos dos no tenía ni la menor duda. Cuando llegó al hotel le obsequió con una espléndida propina. Desde el hall observó que se perdía calle arriba, en dirección a la plaza del Ayuntamiento. Salió. Echó la cocaína en una papelera de donde sobresalía un folleto que hacía un llamamiento para conmemorar el Día Mundial de la Tierra, de la asociación ecológica AVET. Intentó leer en valenciano los problemas que originaba el trasvase del río Júcar a la Albufera. Lo dejó estar, pero se fijó en un anuncio que había en un recuadro de la parte de abajo: «Durante los meses de abril y mayo, comprando cuatro bricks de Dietisoja, podrás ganar un Renault Clio.» Faltaban diez minutos para las ocho. Dio una vuelta antes de pasar a recoger a Maria.
La capacidad organizativa de Butxana era directamente proporcional a su fijación por cambiar de planes continuamente. El análisis que en su piso hizo de la situación ubicaba a Manuel Gil en la base de toda la trama. Así pues, él mismo le seguiría. Miquel Pons continuaba en su mismo puesto, a la espera de las conversaciones entre Júlia Aleixandre y Juan Lloris. Albert se encargaría del seguimiento de Júlia aleccionado por Tordera sobre el modo más conveniente de llevarlo a cabo. Tordera se ocuparía de los franceses. Y fue allí, en la explanada del parking del pub, donde Butxana y el ex comisario coincidieron, dado que Gil llevó al detective. Al llegar, Butxana entró en el vehículo de Tordera.
– ¿Novedades?
– Ninguna -respondió Tordera-. En toda la tarde, el otro no ha salido del pub.
– Pues yo tengo una. Gil ha ido al hotel Astoria con una carpeta. Media hora más tarde se ha marchado.
– ¿Llevaba la carpeta?
– Sí.
– Pues no ha encontrado al individuo que buscaba.
– O quizá la llevase vacía. De algo estoy seguro. El hombre que buscamos, el individuo que cumplirá con el encargo, está en el Astoria. Pero es imposible saber quién es.
– Si le hubieras seguido, ahora sabríamos en qué habitación está.
– No me ha dado tiempo. Tenemos que cambiar los seguimientos. Situaremos a Albert en el Astoria y Miquel tendría que vigilar al hijo de Lloris.
– ¿Crees que la conexión más probable es la de Gil y el hijo de Lloris?
– Uno es el intermediario; el otro, el que paga.
– ¿Y Júlia?
– Tendrá una implicación marginal. Es un personaje público. No se arriesgaría a hacerse visible.
– ¿Y tú y yo?
– Lo decidiremos sobre la marcha. Pero la clave es el tipo del Astoria.
– Pues no dejes eso en manos de Albert.
– No habrá muchos clientes que viajen solos. Tiene que fijarse en los solitarios. Imaginemos que haya diez en todo el hotel.
– Si con su inexperiencia Albert pasa más de tres días rondando por el hotel, los empleados sospecharán. Es un trabajo para mí.
– ¿Quién controla a los franceses?
– Albert. Que venga con una amiguita todas las tardes. El pub está lleno. No llamará la atención.
– No es mala idea. ¿Entramos?
– En el coche guardaremos mejor la discreción.
Butxana echó atrás el asiento del acompañante hasta dejarlo casi en línea recta y, suspirando, se estiró con las dos manos en la nuca y la mirada fija en el techo. Tordera bajó las ventanillas un par de dedos.
– Me alegro de verte más animado -le dijo.
– Necesitaba un poco de acción. Es un encargo distinto.
– Últimamente estabas como ausente, arrastrado por la desidia y el pesimismo. Supongo que a causa de la muerte de Barrera.
– Fue un golpe inesperado. No sólo perdí a un amigo; también un referente. Además, esa forma tan estúpida de morir lo volvió todo aún más amargo e incomprensible.
– A veces el destino juega malas pasadas.
– El destino es reversible. Quizá ahora nosotros tengamos una oportunidad.
– ¿Eso crees?
– Si fueras millonario y un individuo te salvara de la muerte, ¿no le estarías inmensamente agradecido?
– Yo, sí.
– Pues espero que Juan Lloris nos regracie como sólo puede hacerlo alguien rico: con dinero.
– Esa cantidad, ¿cambiará nuestro destino?
– Lo mejorará.
– Me parece que tienes demasiadas esperanzas puestas en eso. Como mucho será una buena paga, una propinilla.
– Ya me ocuparé yo, de la propinilla. Para un rico, la vida tiene un precio muy alto.
Sonó el móvil de Butxana. Miró el nombre que aparecía en pantalla.
– ¿Quién es?
– Núria.
– ¿No contestas?
– No.
– Dile algo. Estará sufriendo.
– La llamaré mañana. -Bajó el volumen del móvil.
– Pobre mujer. Me da pena. ¡Te quiere tanto!
– Pobre mujer… -repitió Butxana-. Pobre de mí, querrás decir.
– Parece buena persona.
– Lo es, pero engaña a su marido. Y si le engaña a él, ¿por qué no debería engañarme a mí? Quien cree saberlo todo sobre las relaciones de pareja es porque no se lo han explicado bien.
– ¿Crees que también tiene a otro, además de ti?
– No me refería a eso. A veces creo que las parejas se chantajean sentimentalmente al insinuar que están o pueden estar con otros.
– ¿Con qué finalidad?
– Con la amenaza de que pueden perderle. El amor es un suflé, pero siempre proporciona la seguridad de la compañía, de no quedarse solo. Les da pereza cambiar de vida, por la inseguridad, los bienes patrimoniales, la familia y todas esas mandangas. Si un hombre o una mujer cree que su pareja está en peligro reacciona, porque entonces valora lo que tiene, que quizá no sea nada, y, además, lo compara con una aventura que no sabe adonde le llevará. Vete a saber si yo, en el fondo, no soy el medio para chantajear al otro, la advertencia.
– Es un problema que nosotros no tenemos. Nos hemos acostumbrado a la soledad.
– ¿No te da miedo?
– ¿La soledad? No. Me da miedo morir solo, en una residencia inhóspita. Tengo sesenta y ocho años y no puedo evitar pensar en esas cosas.
– Sin decírnoslo, Héctor y yo también pensábamos en eso.
– Aún erais jóvenes.
– Sin él, me siento más solo.
– Tienes a Núria.
– Es una mujer de transición en mi vida. Ella nunca dejaría a su marido. ¿Qué puede ofrecerle un tipo como yo, sin ingresos regulares, con una vida acostumbrada al caos, sin el vínculo de los hijos ni la tradición familiar tan arraigada en ella?
– El cariño.
– ¿El cariño? Hace unos años, escuché cómo un abogado aconsejaba a una joven rica que pronto iba a contraer matrimonio: «Señorita, si se casa por amor haga separación de bienes.»
– Estaría especializado en divorcios.
– Y yo en desastres sentimentales y no tengo ni un euro. La soledad crea vicios y manías muy personales. Pero prefiero una mala vida solo que un buen aburrimiento acompañado. Entras cuando quieres, te vas cuando quieres, te acuestas a la hora que te da la gana, si llegas en plena madrugada no das explicaciones, te evitas el habitual polvo de los viernes…
– Una maravilla, vaya.
Butxana se incorporó. Le llevó un rato poner el respaldo del asiento en posición normal.
– ¿No tienes familia, Tordera?
– Tenía un hermano en Oviedo, pero murió. Manteníamos una buena relación, pero ni su mujer ni sus hijos se acuerdan de mí, ni siquiera para felicitarme por Navidad. Creo que ha vuelto a casarse.
– Ya les avisará el notario cuando tengan que heredar.
– Sólo tengo un piso en propiedad. Quizá lo dé a una oenegé.
– Yo vivo de alquiler.
El ex comisario Tordera, que tenía las manos sobre el volante y la mirada en la entrada del pub, logró dar la vuelta a su orondo cuerpo a duras penas, situándose justo de frente a Butxana:
– ¿Alguna sugerencia?
– Sólo pretendía informarte.
No era el Renault Clio del sorteo entre ecologistas con que la marca Dietisoja celebraba el Día Mundial de la Tierra.
Era más viejo, el coche de Maria. De unos doce años, más o menos; ideal, no obstante, para conducir por una ciudad que tenía en la circulación un problema irresoluble. Desde el primer instante de su encuentro, Maria habló con un inglés que de repente parecía haber recuperado. Donde no llegaba con la frase exacta, lo hacía mediante gestos. Liam respondía de forma pausada, dándole tiempo para que se habituara a su acento. Desde el centro hasta la avenida de Blasco Ibáñez, Maria le comentaba los lugares de mayor interés, primero un edificio singular, luego una pequeña barbarie urbanística. Al irlandés le sorprendía la coexistencia de unos edificios con otros, fruto, según ella, de los distintos poderes políticos que habían regido la ciudad. Antes de entrar en Maduixes, un restaurante vegetariano que Liam aceptó de buen grado, caminaron un rato.
El paseo sirvió para que Maria hurgara en la vida de Liam. El irlandés se había tomado un año sabático. Compartía un negocio de importación-exportación con un amigo, con el que había llegado al acuerdo de tomarse, después de tantos años de trabajo, una larga temporada libre de obligaciones laborales; apenas acabara él, su socio emprendería la suya. El negocio funcionaba, de modo que podían permitirse ese lujo. Importaban y exportaban todo tipo de mercancías, pero siempre como intermediarios. De hecho, sólo tenían seis empleados, cuatro en la oficina y dos en un almacén no muy grande.
Liam estaba habituado a urdir relatos en los que constantemente emergía de un pasado distinto. Llevaba seis meses fuera de Canadá, dos pasados en África. África, exclamó Maria. Era uno de sus sueños aún, por motivos económicos, sin realizar. Entonces el irlandés se entretuvo hablándole de la belleza y la tragedia del continente. Aquello le llevó el tiempo que les costó pasar por cuatro manzanas, durante el que tuvo ocasión de comprobar que la contaminación acústica de Valencia le obligaba a levantar la voz, con aquella enervante costumbre de hacer sonar el claxon en cualquier momento. Tantos habitantes en las sociedades urbanas y tan poco cerebro. Después de África, Liam narró su breve estancia en Irlanda, para conocer el pueblo de sus padres. María se interesó por el conflicto irlandés, pero de aquello Liam apenas sabía nada. Al contrario que a ella, no le atraía la política; así pues, pasó en seguida a ciudades como París, Londres o Munich. También había estado en Sevilla y Madrid. Quizá hiciese una breve escapada a Barcelona. Un par de días o tres. Valencia sería la última ciudad que visitaría antes de ir a América del Sur. Desde allí volvería a Canadá.
Maria quiso saber qué le había llevado a Valencia, por qué le había atraído su ciudad y no otras. La pregunta cogió desprevenido a Liam, que se encogió de hombros a la vez que respondía que no la había elegido por nada en concreto. Entonces se dio cuenta de que hallaba una extraña irrealidad en sus propias palabras. Quizá el mar… el clima… no lo sé exactamente. Y acto seguido se arrogó el turno de preguntas, porque cuanto más hablara más tendría para recordar en sus próximas citas. La vida de Maria, no obstante, era más bien simple. No era, dijo con gesto impávido, una mujer con mucha suerte. Integrante de una familia de cinco hermanos, había tenido que trabajar desde muy jovencita, siempre como dependienta. Ahora intentaba cursar la carrera de derecho, estudiando durante su tiempo libre y sus vacaciones. Como no podía asistir a las clases, había optado por matricularse en la universidad a distancia. Poco a poco, con dos o tres asignaturas por curso, quizá dentro de cuatro o cinco años obtendría la licenciatura, circunstancia que le permitiría mejores perspectivas laborales, muy distintas de su actual estatus, abocada a contratos temporales de plazo muy breve y a salarios ínfimos. Le contó que su situación era similar a la de miles de personas sin cualificación alguna. Por eso debía esforzarse por sacarse la carrera, con la ventaja, añadió, de que aún era joven. Tenía todo un mundo por delante y la firme voluntad de ganárselo. Ahora bien, ese esfuerzo le impedía llevar la vida normal que por su edad le correspondería. Treinta y un años, dijo abriendo un paréntesis. Mientras sus amigas ya habían tenido tiempo de casarse, la mayoría de separarse, algunas ya con hijos, ella se había visto obligada a renunciar a cualquier relación que comportara el abandono de su objetivo de formarse. Necesitaba todo el tiempo para sí.
Dicho eso, calló. Sus esfuerzos por calcular un inglés lo más exacto posible resultaban agotadores en una conversación que debía ser fluida. ¿Estás casado?, le preguntó volviendo a donde habían aparcado el coche, justo enfrente de la calle del restaurante. No. Nunca lo he estado. Tampoco he tenido tiempo para dedicárselo a una relación estable. ¿Si lo echaba de menos? Liam se tomó su tiempo para responder. En su vida había echado tantas cosas de menos que el hábito de no tenerlas le había llevado al total abatimiento de la indiferencia. Pero ella esperaba una respuesta. Liam se decidió por fin a expresar una duda: a veces sí, otras no. Había tardado traicionado por un pensamiento que durante unos instantes le transportó a la situación real. Era una pregunta que no había tenido nunca el derecho a plantearse. La inocencia, la sinceridad de la gente normal, le desarmaba. Involuntariamente se entregaba a la confianza, a la necesidad de volcarse. Entonces era consciente de que no podía decir nada que no fuera de circunstancias.
A lo largo de la cena, Maria, mientras hablaba o escuchaba, observaba en él a un hombre distinto; no sabía exactamente por qué. Quizá fuese la dureza que reflejaba su rostro, la fatiga vital que irradiaba, que no era indiferencia o desinterés por ella. No parecía un viajero en año sabático, un turista accidental. ¿Había sufrido un desengaño amoroso y dedicaba un tiempo a olvidarlo? Le daba la sensación de estar ante un hombre que buscaba un refugio sin encontrarlo por ninguna parte. Una actitud que la atraía, y debía evitarlo. A pesar de todo, él captaba cierta ternura; un sentimiento que no esperaba y del que prescindía. Pero a veces era como un bumerang: por muy lejos y muy fuerte que se lanzara, siempre volvía.