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Amigo Martínez,
Me hallo en un callejón sin salida. Al hecho de que la Interpol me busca se ha añadido la orden que ha recibido Gérard Zaharie, el francés del que te hablé, de matarme si no abandono el encargo que me llevó a Valencia. En el periplo de mi exilio fuera de Irlanda, mi instinto de perseguido me ha salvado de situaciones delicadas, pero la de ahora es distinta porque, como ya sabes, estoy enormemente fatigado al no entrever ninguna esperanza de evitar un destino que no deja de acecharme a cada paso. Antes que nada quiero darte las gracias por tu amistad, la única de que he podido disfrutar. También por la deferencia y la discreción que en los últimos años has mantenido respecto a mis actividades, que estoy en disposición de afirmar que no aprobabas. Pero aún tengo que pedirte un último favor. Desde hace seis años me ocupo materialmente de un niño, llamado Rubén, del que cuidan en la Escuela de Acogida de Lima. Es más bien un acto de mala conciencia; paradigma quizá de todos los actos de mala conciencia que la memoria no ha abolido (supongo que el hecho de ocuparme de él me ha resuelto el problema de la justificación). En 1999 me desplacé a Lima con el encargo de matar a un empresario. Tras estudiar los distintos modos de llevar a cabo aquel trabajo, en un país que desconocía absolutamente, me decidí, pese a no ser ningún especialista, por poner una bomba-lapa en su coche y hacerla detonar por control remoto. Elegí el lugar más oportuno, en la rasante de una carretera poco transitada de las afueras de Lima. El día también era el más idóneo: el empresario prescindía de su chófer, que se encargó, previo pago, de la colocación del explosivo en los bajos del vehículo, un Mercedes que, al ser blindado, requería de una bomba potente. El sitio desde donde tenía que accionar el artefacto me ofrecía una visión perfecta del Mercedes, pero no del coche en el que iban, en dirección contraria, los padres de Rubén, dos personas de economía modesta que por una funesta casualidad se cruzaron con mi objetivo. Los padres de Rubén murieron al instante; el empresario, pese a sus heridas de consideración, se salvó.
Hasta ahora he enviado dinero periódicamente para que la escuela se ocupe de la salud y la educación de Rubén. Te ruego que sigas encargándote tú y hagas lo que yo tenía previsto: al cumplir los dieciocho años, edad en que la escuela ya no puede hacerse cargo de él -porque necesitan el espacio para otros niños-, enviarle una suma de dinero para que pueda iniciarse en la vida sin dificultades. A tal efecto, en una de tus cuentas de Andorra te hice una transferencia antes de venir a Valencia. Si puedo seguir adelante con este encargo, también recibirás el dinero pendiente. Sé que lo harás y con eso habrás dado un poco de sentido a mi vida, por paradójico que sea en mi caso; una vida que a punto ha estado de dar un giro que quizá me hubiese brindado una oportunidad con una mujer a la que empezaba a querer, y creo que ella a mí también, pero que los acontecimientos han hecho que se fuera al traste. Con tal de dejarla al margen de mis actividades, para cortar cualquier relación conmigo -que habría hecho que una investigación posterior la implicara-, me despedí de ella con mentiras indisimulables que la han decepcionado y entristecido. Es delgada, alta, de unos treinta años. Se llama Maria y trabaja en el estanco de un callejón de cuyo nombre no puedo acordarme, pero es paralelo, por el lado este, a la principal plaza de la ciudad. Si alguna vez vienes a Valencia, y te apetece, cuéntale lo que no me atreví a contarle yo. Que he sido terrorista, mercenario y profesional del crimen. Dile, aunque no se lo crea viniendo de un asesino, que no dude de la sinceridad de mis intenciones. En mis circunstancias, un hombre no tendría que haber iniciado una relación, ni menos aún haber mostrado el afán de profundizar en ella. Pero la quimera de una búsqueda desesperada azuzó mi egoísmo sin que pensara en el daño que podía causarle. No quiero que lo hagas por mí, sino por ella. Para mitigar si es posible su tristeza, evitarle la sensación de haber sido una mujer engañada. En cierto modo ha representado para mí un espejismo de felicidad. Nada más. Si logro salir de aquí, mañana o pasado volveré a Irlanda. Me alojaré como un extranjero en el hostal de mi pueblo, pasearé por sus calles y esperaré, con veinticinco años de retraso, el veredicto aplazado de una bala en la nuca.
Un abrazo de tu amigo,
LlAM
Pulsó la orden de envío. A continuación eliminó el mail y destruyó la cuenta de correo nueva que había creado expresamente para enviarlo. Incluso formateó el disco duro para desinstalar el sistema operativo. Miró qué hora era. Pasaban unos minutos de las seis y media de la tarde. El periódico informaba de que, a las siete, el candidato Lloris mantendría una charla-coloquio en la sede de la Agrupación de Peñas Valencianistas. Se preveía la asistencia de casi todos los presidentes de peñas de la ciudad. El acto acabaría a eso de las nueve de la noche. Liam había planeado esperarle en el piso de su amante. Luego, con el coche, se desplazaría hasta Barcelona. Desde allí, con un tren que salía a la una de la madrugada, iría hasta La Coruña, donde negociaría un pasaje con el capitán de un barco mercante que le trasladase a Irlanda.
Ocultó el ordenador en un cajón del armario. De inmediato dio un repaso por el apartamento en busca de algún objeto que Maria hubiese olvidado. Preparó su bolsa de viaje y recuperó un fajo de billetes que tenía bajo la alfombra del dormitorio. Se encendió un cigarrillo, se quitó la americana y se sentó en una esquina de la cama. No quería pensar en nada. Todas las determinaciones estaban tomadas y lo único que faltaba era esperar. Sus caladas ininterrumpidas e intensas hicieron que el cigarrillo se consumiera en poco menos de un minuto. Últimamente fumaba en exceso y notaba un fuerte peso en el pecho. Respiró hondo mientras apoyaba medio cuerpo en la cama, con la vista perdida en el techo, el pensamiento inevitable de lo que había sido su vida, pero con la cautela de no lamentarse.
Por un momento la cara se le iluminó con el recuerdo de Maria, con el brillo franco y resplandeciente de sus ojos; pero lo rechazó como alguien sin derecho a la evocación, castigado a ser hostil consigo mismo. Ahora debía seguir el orden de lo impuesto, como un actor que se prepara para representar las escenas finales, las que redondean la estructura del argumento. Se tendió en la cama con un gesto de abandono. Al cerrar los ojos notó el latido de su corazón y el peso de sus párpados. De haber podido, hubiera dormido hasta el día siguiente; hubiera dormido para siempre, quizá para vivir dentro de aquel sueño. Pero entonces oyó el ruido inequívoco de una arma con silenciador contra la cerradura de la puerta. Hizo el movimiento instintivo de coger la pistola de su americana. Pero se quedó quieto a un palmo del bolsillo, con el brazo tendido, inmovilizado por los gritos de los dos hombres que con rapidez habían penetrado en el apartamento. Con lentitud, dominado por la sorpresa, se volvió para enfrentarse a la mirada de Gérard, pero se encontró con dos rostros desconocidos, que, sin embargo, le eran familiares no sólo por sus rasgos físicos, sino también por la seguridad que acompañaba sus acciones. Le apuntaron con una arma cada uno, desde distintos ángulos del dormitorio. Liam se incorporó. Le indicaron que levantara las manos, que separara las piernas. El que más cerca estaba sacó el arma de la americana de Liam. La lanzó al corredor. Uno le apuntaba a la cabeza, el otro al pecho. No parecían nerviosos, pero mantenían las pistolas en alto con demasiada rigidez, con miedo a fallar pese a la escasa distancia. Se hizo el silencio. Le miraban fijamente. Quizá pretendieran que les suplicara clemencia, quizá que efectuara una de aquellas proclamas de arrepentimiento. Pero a Liam le invadió una sensación de placidez, como si lo irreversible de enfrentarse a la muerte fuera un favor largamente esperado.
– ¿Sabes quién soy? -le preguntó el rubio de la cara llena de pecas.
– No.
– ¿Recuerdas a los hermanos Devine?
– Sí.
– Patriotas que perdieron la vida por Irlanda -añadió el otro.
También recordaba a su amigo Charles Breslin, muerto el mismo día, en las mismas circunstancias, y cuya foto llevaba en la americana. No eran recuerdos lo que le faltaba. Pero, de nuevo, el silencio; otra oportunidad para que Liam respondiera algo que, aunque le mataran igualmente, sirviera para redimirle en el último instante. Pero no decía nada. Al contrario, no quería alargar un diálogo inútil. Deseaba encarnizadamente que le liquidaran de una vez. Aquella actitud, que no era más que una autoflagelación, todavía inyectaba en ellos más repulsa, porque la entendían como un gesto chulesco, desafiante, impropio de un traidor por culpa del que murieron tres militantes y cinco más fueron encarcelados. Ignoraban que Liam se había sentido culpable durante veinticinco años, y no tenía ninguna frase solemne, ninguna palabra, capaz de redimirle. Al fin y al cabo, habían hecho un viaje en balde. Con esperar sólo dos o tres días le habrían liquidado en Irlanda. Su regreso, aunque muchos años después, sí que hubiera tenido el mínimo sentido purificador que le exigían. Pero ya daba igual, y no someterse a un arrepentimiento impuesto era una cuestión de decencia consigo mismo.
Se llamaba John y era sobrino de los hermanos Devine, le informó, altivo, satisfecho de pertenecer a un clan de prestigio. Mientras se acercaba a él le recordó el nombre de los tres muertos y de los cinco encarcelados. Uno a uno, lentamente, como si cada cual tuviera que ser una bala en el cuerpo del traidor.
– Date la vuelta -le ordenó.
Liam se dio la vuelta. Iban a matarle como a un cobarde. A través de la cortina veía, difuminado, el hormigueo de gente que transitaba por una de las aceras de la calle de Xátiva. La vidriosidad luminosa del día se apagaba. La situación presentaba aquella paradoja: alguien a quien poco antes de morir se le ofrecía, como última voluntad, observar una multitud de vidas; todas aquellas vidas que durante muchos años había deseado vivir. Notó el arma de John en la nuca, su respiración audible. ¿Era su primer asesinato, la prueba que le confirmaría como militante de la causa? Su modo de entrar en el piso, su forma rapidísima de evitar los movimientos, constataba, sin embargo, buena preparación. Gente decidida. Los Devine podían sentirse orgullosos.
– Ya que no quieres luchar por Irlanda, morirás en su nombre.
Pero no fue Irlanda quien mató a Liam, sino el odio perdurable; fueron los valores inmutables de los hijos elegidos de la patria irlandesa los que apretaron el gatillo. Liam cayó contra la ventana, aferrándose a la cortina. La inercia del cuerpo hizo que su rostro se orientara hacia ellos. Los dos jóvenes observaron los movimientos de sus labios, como si quisiera articular vocales y decir algo con grandes esfuerzos. Al fin se desplomó con las rodillas hundidas, aún con un hilo de vida. Otro disparo y, de repente, la palidez mortal, definitiva. Si le hubiera quedado una brizna de conciencia habría notado el escupitajo que la Irlanda de John Devine soltó en su cara.