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Dos años después de que el Front hubo decidido, con su abstención en el Parlament valenciano, que el Partido Conservador gobernara la Generalitat, Francesc Petit debía afrontar un congreso extraordinario en el que tendría que vencer la tesis de Horaci Guardiola, de la facción más izquierdista, que, con una intensa campaña interna, había alcanzado más del veinticinco por ciento de las firmas de los militantes, requisito indispensable para convocarlo. Había sido una campaña en que los socialistas, a través del incombustible Josep Maria Madrid -secretario de finanzas-, habían tenido una participación activa, con la movilización en las comarcas donde los simpatizantes de Guardiola tenían una presencia, si no notoria, al menos cualitativa a fin de convencer al resto de los afiliados del Front, que se mantenían neutrales o reticentes ante la política autonómica de la derecha, que pretendía hacer del litoral, y lo estaba consiguiendo, un lugar donde la construcción más arbitraria campara a sus anchas, con absoluta impunidad.

Concentrado en sus tareas parlamentarias y obcecado porque el Front tuviese chance en la asignatura pendiente de las elecciones generales, Francesc Petit había desatendido el poder en el seno de su propio partido, circunstancia que aprovechó su opositor más encarnizado; una oposición que iba más allá de lo ideológico para convertirse en un asunto personal que se remitía a años atrás, cuando Petit, dueño y señor, abortó cualquier intento de Guardiola por llegar a acuerdos puntuales en ciertas comarcas. Horaci Guardiola sintetizaba lo que había hecho del Front un partido con ínfimas probabilidades de erigirse en alternativa a las dos formaciones mayoritarias, pero ahora Francesc Petit, ante una derrota más que previsible en el congreso, se esforzaba por alcanzar una entente de suma dificultad. No obstante, un día antes de la celebración del congreso, apuraba hasta el último momento en el reservado de un restaurante, lejos de la prensa, por ser en las últimas semanas su objetivo más buscado.

El aún secretario general albergaba pocas esperanzas. Como mucho un as en la manga: de los siete diputados del Front en el Parlament, contaba con el apoyo de cuatro (una fidelidad a la espera de recompensa). Era lo único que, ante el cariz que habían tomado los acontecimientos en el partido, había conseguido salvar. Pero en el comité ejecutivo, y en el consejo nacional, la encuesta previa revelaba un avance significativo de Guardiola pese a que a la mayoría de sus miembros no le entusiasmaba la figura política del candidato, un hombre gris y poco carismático. La presión que recibían por el apoyo de su partido a los conservadores pesaba más que la aventura de dar apoyo a un representante de ideas arrinconadas en el baúl de los recuerdos del Front.

Francesc Petit había sido el impulsor ideológico del radical giro político que en la última década había experimentado el Front, partido que desde el extremismo ideológico y nacional inició un proceso de moderación hasta erigirse en un grupo que albergaba la esperanza de ganarse a la pequeña y mediana empresa y a ciertos sectores sociales que, pese a no comulgar con el nacionalismo, entendían que un partido de reivindicación valencianista favorecía los intereses autóctonos.

Petit, llevado por esa convicción, había renunciado a su vida profesional e incluso personal. Demasiado joven para retirarse de la política y demasiado viejo y falto de conexiones para retomar un oficio, el de historiador, al que apenas había llegado a dedicar unos meses, recién licenciado. La actividad que conocía y en la que se reconocía, que le apasionaba, a la que había dedicado años, esfuerzos y sacrificios, era la política. La política profesional. Los conservadores, conscientes del fin de Petit (pensaban que fuera del Front no tenía vida), prudentes y confiados en que él y sus parlamentarios fieles siguieran dándoles un apoyo imprescindible, le propusieron un puesto de trabajo bien remunerado al acabar la legislatura. Un cargo de asesor, con tal de aprovechar su experiencia. Sin embargo, animal político, no se veía en otro sitio que no fuese en primera línea; un luchador empecinado en la única política que creía posible y necesaria. Aun así, otros no le creían tan necesario. Horaci Guardiola le trató como a una especie en peligro de extinción, pocos minutos antes de sentarse a la mesa del reservado, con treinta minutos de retraso respecto a la hora convenida. Le aseguró que no se ensañaría con su derrota, y le dio una prueba de ello: la presidencia de honor del partido.

Francesc Petit guardó silencio. Lo consideró un insulto. La primera muestra de la soberbia de alguien incapaz de administrar la victoria. Horaci ignoraba que su silencio no era más que un esfuerzo por reprimir su impulso de levantarse; pero Petit prefirió llevar a cabo un último intento, debatir argumentos políticos. Como Guardiola creyó que lo pensaba, se apresuró a ayudarle a tomar una decisión: la buena imagen del Front, añadió, saldría reforzada si alcanzaran un acuerdo sin tener que celebrar un congreso que, a su parecer, no sería agradable para Petit. Se cerraba un ciclo y empezaba otro. Pero era precisamente ese supuesto nuevo ciclo lo que durante años había resultado desastroso para el Front, refutó el secretario general.

– Las condiciones políticas han cambiado -replicó Guardiola.

– Para lo que pretendes, ahora son peores.

– La militancia no lo cree así.

– La mayoría de nuestros militantes se ha visto presionada por una política que a corto plazo es impopular, pero que acabará resultando beneficiosa para el partido. El debate está entre la pureza ideológica minoritaria y el pragmatismo que nos ha llevado a la normalidad. Las cifras son claras. Lo que tú quieres, marginalidad; lo que hemos hecho hasta ahora nos ha llevado al Parlament y, además, como partido bisagra.

¿De qué sirve un partido bisagra si no somos capaces de frenar la política de especulación de la derecha?, se preguntó Horaci, y provocó una respuesta contundente de Petit: si nosotros no los vigilásemos, aún sería peor. Pero la facción opositora exigía un cambio en el Govern.

– A ver cuándo te enteras de que en este país manda la patronal de la construcción. Son el poder real. El otro, el político, sólo puede matizarlo. Tal como están las cosas, por una dinámica que te recuerdo que iniciaron los socialistas con la creación de los Planes de Actuación Integral, planes en principio bienintencionados pero de resultados desastrosos, si la construcción se para originas un grave problema social, ya que se ha convertido en la principal actividad, la locomotora de nuestra economía. O llegas a acuerdos puntuales para evitar un cataclismo ecológico o te enfrentas con un gremio que, sin él, hará que todo se eche a perder. No se trata de lo que queremos, sino de lo que es posible. Ten en cuenta esta reflexión: ¿conoces algún municipio, más o menos importante, en el que no haya en marcha un plan urbanístico que aproveche las abundantes fisuras que permiten los Planes de Actuación Integral? Incluso en los pueblos en los que gobernáis, o de cuyos consistorios formáis parte, los hay. No te lo reprocho. Al contrario, opino que es imprescindible hacerlo, porque de ese modo se controla una actividad inevitable. Pues bien, lo que pasa en los pueblos es lo mismo que está pasando en todo el país.

– Razón de más para controlarlo desde el Parlament.

Así opinaba también Petit, pero no con los socialistas en el poder. Con ellos nos disputamos sectores sociales electoralmente imprescindibles para nosotros. Sin embargo, Horaci estaba convencido de que los militantes entendían mejor que apoyaran a los socialistas. El poder nos lo dan los electores, adujo Petit. Nuestro problema prioritario es no desaparecer, añadió. Que no nos fagociten los socialistas. Pragmatismo que chocó de frente con el idealismo personalista de Horaci:

– Visto así, más vale morir con nuestras ideas que subsistir siendo comparsa de la derecha.

Nada de morir, se enojó Petit, que en absoluto echaría por la borda lo que tantos años había costado conseguir. Hay una diferencia sustancial entre dejar que gobierne la derecha o mezclarnos con los socialistas. Políticamente, la derecha no nos quita votos. Sin embargo, corremos el peligro de diluirnos si nos unimos al Partido Socialista. Están como locos porque desaparezcamos y ocupar así nuestro espacio electoral. Todo el mundo sabe que no somos igual que los conservadores. Es más, criticamos muchas de sus actuaciones con tal de no hacernos responsables de las acciones del Govern. Pero no todo el mundo sabe que somos distintos de los socialistas. Es cuestión de supervivencia. Es un gran partido, de ámbito estatal, y si asume nuestra política entonces nosotros somos prescindibles.

– ¿Y la cuestión nacional?

– En este país, la cuestión nacional nos aporta un tres por ciento. -Las cifras de Petit eran incuestionables.

– Depende de cómo manejes la situación, de los acuerdos que firmes.

– Firma lo que quieras, harán lo que les interese para quedarse como única alternativa del electorado progresista. Un partido nacional debe tener vida propia. Vosotros, admiradores incondicionales de Esquerra Republicana de Catalunya, deberíais comprenderlo. Su decisión de gobernar con el PSC fue política de partido. Erigirse, desde el poder, en el referente nacionalista. Es lo que yo intento con las diferencias contextuales pertinentes: que el referente valencianista no sean los socialistas. No tiene sentido de otro modo. Es cierto que hay coyunturas políticas que nos obligan a adoptar acuerdos impopulares, pero trabajamos a largo plazo.

– ¿No te das cuenta de que al Front lo está salpicando toda la mierda de la derecha?

– Lo único real es que el Front ha dejado de ser un partido extraparlamentario, está vivo.

– Está sucio y ha llegado la hora de devolverle los valores que nunca tendríamos que haber perdido. Con los socialistas acordaremos políticas que todo el mundo sabrá que son las nuestras.

– Una pregunta: ¿os presentaréis con la marca del Front o incluidos en sus listas?

– Eso lo decidirá la militancia.

– Y por supuesto, si todo va mal, te salvarás del suicidio colectivo pasándote al Partido Socialista, con un buen cargo político por los servicios prestados.

– Te diré algo, Francesc. Mañana tengo la intención de debatir contigo argumentos políticos, pero un solo indicio sobre lo que acabas de mencionar y sacaré a la luz las ofertas de trabajo que te ha hecho la derecha. He venido a ofrecerte una salida digna…

– ¿Una salida o una retirada de dinosaurio?

– Si quieres guerra, la tendrás.

Llamaron a la puerta del reservado. Un camarero lustroso y uniformado apareció para recoger las cartas.

– ¿Qué van a tomar los señores? -dijo observándolos fijamente, con un matiz imperioso en la mirada, como si hubiera pasado demasiado tiempo esperando en la puerta.

Ambos se dieron cuenta de que habían estado allí desde el principio. Horaci Guardiola abrió una. Francesc Petit dejó la otra sobre la mesa.

– Ya he tenido bastante con el aperitivo.

Se levantó de un plumazo. Cerró la puerta del reservado con energía al marcharse. Guardiola siguió repasando la carta. Tenía la sensación de que la espantada de Petit era algo ensayado. El camarero se encontró de lo más incómodo. No sabía qué hacer. Era una situación cómica, en cierto modo. Forzó una breve tos de circunstancias mientras se ajustaba la pequeña corbata.

– Tráigame un arroz caldoso con cigalas -pidió Guardiola.

– Disculpe, señor, pero lo hacemos para un mínimo de dos personas.