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Por matar el tiempo (mientras el tiempo le mataba), Liam Yeats decidió pasear por la ciudad. En Dar es Salaam, los sábados eran más tranquilos. A causa de un caótico trazado urbanístico, el tráfico era un embrollo durante los días presuntamente laborables, y aprovechó que la jornada -menos monstruosa en lo relacionado con la densa humedad africana- era más soportable para hacer algo de turismo. Como ejercicio, caminar le distraía y a la vez le ayudaba a pensar. La idea de retirarse se le pasaba por la cabeza, probablemente condicionada por su retorno a Irlanda, por su cuenta pendiente. La cuestión le provocaba dudas: la duda de Irlanda, de enfrentarse al pasado, con lo que ello implicaba para él de obligación moral; la duda, por otra parte, de olvidar, de escapar de sí mismo y barajar las distintas posibilidades de adoptar una residencia fija, siempre descartando un país africano, pues, aunque en general ofrecían un nivel de vida barato, su inestabilidad económica y política no garantizaba un retiro sin sobresaltos.

Conocía África desde sus años como mercenario y miembro del Mossad, sabía de la tragedia del continente, más pobre aun a finales del siglo XX que a principios de éste. Los intereses económicos de las multinacionales y las potencias occidentales hacían del continente un lugar inseguro, donde las situaciones podían cambiar radicalmente de la noche a la mañana. En 1985 participó, junto a las guerrillas del NRA de Yoweri Museveni, en el derrocamiento del gobierno ugandés de Milton Obote, dictador corrupto que en 1980 había vencido de forma aparentemente democrática a otro corrupto, el general Idi Amin Dada, que mucho antes, en 1971, había depuesto al propio Obote mediante un golpe de Estado. Numerosas empresas inglesas y norteamericanas dedicadas al tráfico de armas y a la intervención militar con ejércitos privados tenían una presencia en la zona no sólo inquietante, sino también sigilosa, sin apenas repercusión mediática en el resto del mundo. Desde Patrice Lumumba, asesinado con la implicación del gobierno belga, los intereses occidentales abortaban cualquier posibilidad de resurgimiento de líderes carismáticos que reavivaran una conciencia colectiva africana. Era un continente sin reglas de juego, donde la vida tenía escaso valor. Liam lo sabía muy bien, por activa y por pasiva. Coexistía con sus responsabilidades. Todo el mundo tenía responsabilidades.

Pasó por delante del monumento Askari, una escultura de bronce que recordaba a los soldados africanos que perdieron la vida en la primera guerra mundial. Lo observó sin dejar de andar hacia el nordeste por la avenida de Samoa, rumbo al jardín botánico, algo descuidado, en el que tampoco se detuvo. Poco después se halló en el Museo Nacional. Entró pagando tres dólares, pero apenas pasó allí un cuarto de hora. Sólo los hallazgos arqueológicos de fósiles en el desfiladero de Olduvai despertaron su curiosidad. No llegó a contemplar la exposición de piezas de la civilización Shirazi de Kilva. Salió de nuevo a la calle, consultó la guía y decidió visitar el antiguo hospital de Ocean Road. Le sorprendió no ver ningún transeúnte por la calle, y recordó que en el hotel le habían advertido del peligro inherente a los lugares solitarios de Dar. Tanzania es un país pobre con un orden social canalla que empuja a sus habitantes a la delincuencia. Hombre aclimatado a situaciones extremas, no le preocupaba la sensación de aislamiento o desprotección. Se cruzó con dos individuos sudorosos que le escrutaban desde la acera de enfrente. No los miró, pero volvió sobre sus pasos para pedirles fuego. No llevaba nada de valor encima. De hecho, se había acercado para que lo comprobaran. De ese modo impedía que le siguieran. Las circunstancias que le habían llevado a Dar aconsejaban evitar cualquier incidente. Les dio las gracias en swahili y los demás cigarrillos del paquete. Llegó a otro tramo de calle tras cerciorarse de que ambos negros fumaban satisfechos. Entonces giró a la derecha y siguió observando los edificios que, bajo el espeso relieve de la suciedad, dejaban adivinar una firme e incuestionable belleza colonial.

Un puesto de comida en la esquina de la avenida Garden le recordó que era la hora del almuerzo. Pasó de largo por delante de restaurantes hindúes y tanzanianos. Los baratos precios de los menús, alrededor de los quinientos chelines, le hicieron desistir y se decidió por repetir en el Chef's Pride, local que conocía y donde preparaban una pasta excelente y servían un vino tolerable por tres mil quinientos chelines. Después de comer regresó al hotel. En su habitación de la tercera planta esperó a que dieran las seis o las siete de la tarde, horas en que la brisa del mar suavizaba el pegadizo calor de Dar.

A las seis y cuarto, antes de salir a la calle, comprobó el correo electrónico. Tenía un mensaje con las descripciones físicas, la edad y el nombre del hombre al que tenía que matar. Room 315, añadía el mail. Bajó a recepción, miró el casillero de la habitación y se aseguró de que la llave no estuviera allí. Entonces volvió a subir a la tercera planta, fue hasta la 315, llamó a la puerta y con rapidez se desplazó hasta el extremo del pasillo, dio media vuelta, demoró el paso mientras jugaba con su encendedor, como si viniera de la calle. La puerta de la 315 se abrió. Extrañado, el huésped miró a izquierda y derecha. Liam le saludó mientras se dirigía a su habitación. El huésped cerró la puerta, molesto. Por su aspecto parecía que hubieran interrumpido su reposo. Verificada la identificación. El irlandés le conocía por haberlo visto aquellos últimos días en el restaurante y la cafetería del hotel. Entonces planeó todos los pasos que daría. Antes que nada encendió el ordenador para asegurarse de que el cliente había ingresado la cantidad acordada en una de sus cuentas corrientes. Luego esbozó cuándo y cómo llevaría a cabo el encargo. Por último proyectó su salida del país. Lo haría en tren, el domingo a mediodía. Aunque Dar es Salaam era el principal punto de llegada de vuelos internacionales, la irregularidad de los horarios, con retrasos escandalosos, e incluso los cambios repentinos de itinerarios, que se decidían sobre la marcha según la voluntad mayoritaria del pasaje, le aconsejaron el tren, un transporte más previsible. Además, los paisajes africanos le cautivaban. Aún llevaba grabado en la memoria el cráter del Ngorongoro, en Kenia. Al fondo, la llanura se erigía con una belleza como jamás había contemplado, repleta de animales salvajes: ñus, elefantes, rinocerontes, gacelas, búfalos… Recordaba haberse embriagado de perfección natural y de una sensación de libertad absoluta, gracias a la insistencia de un integrante de la tribu masai que por pocos dólares se había empeñado en llevarle. El tren le permitiría recrearse con el descubrimiento de rincones que desconocía de la inmensa y sorprendente África. Llamó por teléfono a la estación de Tazara y reservó un billete. Tuvo suerte de que quedara alguno. Normalmente había exceso de reservas. Pidió un compartimento de primera clase. Era barato, sólo tenía un acompañante y era más difícil que le robaran nada, siempre que adoptara la precaución, durante las paradas, de cerrar la ventanilla para evitar que los niños se metieran dentro desde el andén.

Llevaba casi una semana en Dar. Durante buena parte del día, el clima de la ciudad le resultaba molesto y el encargo, a primera vista, parecía sencillo. A primera vista, claro. A veces todo se complicaba por detalles que escapaban a su control. Pese a todo, Liam decidió cumplir con lo previsto aquel mismo sábado. Analizó la situación y en principio no veía dificultad alguna. Tan sólo una, en realidad. El huésped de la 315 estaba acompañado por una joven del país. La había visto por la mañana, en la cafetería. Quizá pasara todo el día con él, y también la noche, por escasos dólares. Lo cierto era que una africana no representaba ningún problema añadido. Al contrario, le sería de ayuda. Incluso acabar con él en el hotel era la mejor opción. Mucha gente entraba y salía del edificio y, además, por puertas no necesariamente visibles desde la recepción. Sus conocimientos de la ciudad no le garantizaban una cobertura adecuada, si bien le ofrecían el móvil de un robo, algo tan habitual en Dar. No obstante, descartó liquidarle fuera del hotel. La experiencia le aconsejaba el recinto cerrado, con tal de evitar los testigos por sorpresa, los que por casualidad pasan por ahí justo en el momento menos oportuno. La joven africana. Pensó de nuevo en ella y de nuevo se convenció de que no supondría ningún escollo insalvable. Al menos le brindaría la oportunidad de no serlo: un puñado de dólares incuestionables para aliviar su penuria económica. ¿Y el otro inglés que iba con él? Prefirió tomar algunas precauciones. Envió un correo preguntando por su nombre y apellidos. Mientras esperaba la respuesta se dio una ducha fría. Como en Estambul, lo hacía cuatro o cinco veces al día para quitarse de encima la permanente sensación de humedad que empapaba su piel. Mientras se secaba comprobó el correo: sabían su nombre y su apellido, pero ignoraban en qué habitación se hospedaba. Era suficiente. Llamaría a recepción. Lo hizo. Estaba en la primera planta.

Liam miró qué hora era. Por la tarde, en las épocas más calurosas, los occidentales prolongaban la siesta hasta la hora de la cena. Durante gran parte del día era ostensible que afuera el sol refulgía en los cristales y ablandaba hasta las piedras. Luego aprovechaban el escaso ocio nocturno hasta la madrugada. Sacó un arma de la maleta y la introdujo en su macuto. También puso mil dólares. La diferencia entre un aficionado y un profesional es que mientras el aficionado lo piensa el momento pasa, el instante supremo de tomar decisiones queda atrás. En este tipo de trabajo la primera idea es la que cuenta; si la rechazas, las dudas acaban comprometiéndote. Salió al pasillo. Un turista con síntomas de ebriedad venía desde el otro extremo. En África, los turistas solitarios o se emborrachan o follan. Ambas cosas son baratas. Al cruzarse con Liam, el turista, un australiano de mediana edad al que identificó por su acento, le dijo que era su cumpleaños mientras le cogía torpemente del brazo. Por muchos años y que haya salud, le felicitó el irlandés. Su salud se podría haber echado a perder de repente si hubiera seguido cogiéndole del brazo, articulando frases entrecortadas, pero Liam se limitó a empujarle un poco para que siguiera andando. A duras penas llegó al ascensor y desapareció. No había nadie más en el corredor de la planta. El ruido de la calle llegaba hasta allí amortecido. Ante la habitación 315 aspiró profundamente en un par de ocasiones y llamó a la puerta. Tres golpes. No estaba nervioso, pero el oficio de matar es algo a lo que uno nunca acaba de acostumbrarse. El inglés abrió. Liam pronunció su nombre y el otro asintió.

– ¿Qué quiere? -le preguntó al irlandés.

– Tengo un recado para usted.

Sin mirarle, Liam introdujo la mano en el macuto y entró en el cuarto. Primero el inglés se mostró sorprendido y en seguida protestó por la intromisión en su intimidad. En la cama, la joven africana despertó. Estaba desnuda, boca arriba, ajena a todo lo que pronto iba a ocurrir. El inglés continuaba protestando, pero de forma tan británica que apenas levantaba la voz. El problema de Liam era ella. Así pues, se le acercó y sin dar tiempo a nada más le tapó la boca con una mano. Con la otra apuntó al inglés y le incrustó una bala en la frente. Sólo una. Cayó sobre la cama, a los pies de la negra. Liam notó los gritos ahogados que ella profería. Estaba aterrorizada. Unía sus manos con tanta fuerza que la piel que tenía bajo las uñas palidecía. Con el pie, Liam alejó la pistola unos metros. Se frotó el hombro, acariciándose el pinchazo que le había producido el acto de extender con energía y rapidez el brazo del arma.

– Cálmate -le dijo en swahili.

No se calmó, circunstancia previsible que al irlandés le pareció normal. Le presionó la boca con más fuerza.

– Cálmate -repitió con rostro sereno y un tono de voz persuasivo.

La africana tenía la mirada fija en el agujero que había en la frente del inglés. De allí emanaba un hilo de sangre. Sin quitarle la mano de la boca, Liam apartó el cuerpo de la víctima de su campo visual. Se oyó el ruido seco de la cabeza contra el suelo. El corazón de la joven latía con presteza, pero ya no se resistía con las piernas. Un primer síntoma de sensatez. Aflojó un poco la mano y dejó pasar unos segundos.

– ¿Ya? -le preguntó.

A la africana le salió un sí tembloroso, entumecido a causa de la enorme mano de Liam, todavía en su boca. La levantó un poco y esperó tanteando su estado de ánimo. No gritaría. Entonces le acarició los hombros con suavidad, como quien recompensa a su perro tras obedecer una orden. Con lentitud Liam se levantó diciéndole que estuviese tranquila.

– ¿Lo estás?

– Sí.

No lo estaba, pero al menos se le había pasado el lógico histerismo inicial. Buscó el arma y le quitó el silenciador. Una prueba de que no tenía intención de matarla. La joven se incorporó a medias en la cama mientras se cubría hasta los pechos con la sábana. El irlandés sonrió.

– Destápate.

Lo hizo con temor, con aquellos ojos que cuanto más terror muestran más extraordinarios resultan: grandes, brillantes, escrutadores.

– Tienes un cuerpo hermoso.

Poco a poco bajó la sábana hasta el ombligo. El irlandés le hizo una señal para que se descubriese más. Entonces lo hizo hasta las rodillas. Tenía un cuerpo perfecto. Veinte años, más o menos, una piel suave, oscura, brillante, lisa. Liam se sentó a su lado tras introducir el arma y el silenciador en el macuto. Él mismo le dio la sábana para que se cubriera.

– ¿Qué te pagaba por estar con él?

– Cincuenta dólares.

– Toma -le tendió un fajo de billetes-. Aquí tienes mil. Son una buena ayuda para tu familia. -Ahora le hablaba en inglés, poco a poco, remarcando cada palabra-. Cuando me vaya avisarás a la policía. Les dirás que estabas en el lavabo, que has oído una discusión y no has salido por miedo. Contarás que te costaba entender lo que decían. Tu inglés no es bueno.

La africana respondió que prefería marcharse. Lo cierto es que su inglés no era muy bueno. Conocía al chico de recepción y no habría problemas. Le daría doscientos dólares.

– No, no -dijo Liam-. Haz lo que yo te diga. Te evitarás quebraderos de cabeza.

– Policía problemas.

– Hay gente que te ha visto con él. De todos modos, la policía te buscará para interrogarte.

Insistió en que tendría inconvenientes con las autoridades por haber hecho de mujer de compañía.

– Eso es un problema menor que te he pagado con mil dólares.

Pero la africana trató de convencer a Liam de nuevo. De repente el irlandés comprendió que se había convertido en un obstáculo. Todo sería más fácil si la liquidaba. Recordó las palabras que años atrás, en Ciudad del Cabo, le había dedicado un agente del Mossad: «Si no eres parte de la solución, eres parte del problema.» Si se lo dijera, ¿sería capaz de entenderlo? ¿Captaría el dilema que a él se le planteaba si se empecinaba en no seguir sus instrucciones? Lo entendió sólo con la mirada que observó en Liam.

– Haré lo que digas.

Sin mediar palabra, el irlandés se lo agradeció.

– Cuando pasen cinco minutos, llama a recepción.

La africana estaba temblando, pero tendría tiempo de calmarse. Mil dólares eran una fortuna, la posibilidad de que la liquidase era tan palpable que le compensaba el mal trago del interrogatorio policial. Liam aún le dedicó una última mirada de advertencia, una señal perceptible de lo que era capaz. En el pasillo de la tercera planta no había nadie, pero el ruido de la calle era más intenso. Ya en su cuarto, de olor crónico a lugar cerrado, se desvistió hasta quedarse en calzoncillos. Se despeinó ligeramente, deshizo un poco la cama, abrió el correo electrónico y envió un mensaje. Luego eliminó los anteriores y a continuación se sentó en un sofá con un libro sobre África cuyo punto de lectura estaba en un capítulo dedicado a la reserva natural de Amani. Leyó con interés, como si hubiera pasado horas consultándolo. Al oír voces salió al corredor, como la mayoría de los huéspedes de la planta. Al contrario que ellos, no se movió de la puerta de su habitación. No estaba muy lejos, desde allí podía observarlo todo. Le preguntó a una señora en albornoz que se dirigía a la 315. «Un horror -le dijo-, han asesinado a un inglés.» Con el libro en la mano se acercó hasta allí. Se detuvo unos metros antes. Un policía de paisano interrogaba a la joven, que, conmocionada y con la voz entrecortada, respondía a sus preguntas. La intimidaba obligándola a que le diera alguna pista. Liam se situó en un lugar lo bastante discreto para que la africana le viera y a la vez para no hacerse notar. La joven imploró clemencia, se encontraba mal, simuló estar a punto de vomitar. Le permitieron entrar al lavabo.

El otro inglés apareció por el extremo opuesto del corredor, pero no le dejaron entrar a la habitación. Querían evitarle la imagen del amigo muerto. Liam pensó que a lo mejor era el cliente, el hombre que le había hecho aquel encargo. Era el único huésped de otras plantas presente, aunque cabía la posibilidad de un aviso desde recepción. En cualquier caso, Liam estaba tranquilo. El cliente no sabía quién era él. Dadas las características del trabajo, había impuesto el requisito de un setenta por ciento de adelanto. El resto, unas horas después de haber cumplido con lo ordenado. Quizá hubiese venido a ratificarlo.

El director del hotel le contaba a quien quisiera escucharle que nunca había ocurrido nada semejante. Todo el mundo podía estar tranquilo, pero el personal estaba muy alterado. Con la cortesía propia de los países pobres, la policía rogó a los huéspedes de la tercera planta que permanecieran en sus habitaciones. Hablarían con todos para concretar algunos detalles que pudieran ser de ayuda en la investigación. Una minoría se quedó en el pasillo, comentando un incidente que con toda seguridad sería motivo de tertulia una vez hubieran vuelto a sus países.

Liam volvió a su habitación tan pronto como un agente se llevó a la joven africana a un hospital para que le recetaran unos tranquilizantes. Aún le dolía el hombro. Seguramente la ficharían por dedicarse a la prostitución, un problema que se resolvía con una multa mínima. En su habitación, el irlandés abrió de nuevo el libro. Se tendió en la cama y empezó a leer esforzándose por distanciarse del incidente mientras esperaba la visita del comisario, que, con educación y respeto, le preguntaría si había visto u oído algo anómalo durante la tarde. Imposible, con el ruido de los aparatos de aire acondicionado. Lo puso en marcha. Gracias y perdón por las molestias.