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Hubo un tiempo en que el Mossad tenía intereses estratégicos en África Central. La intervención de los israelíes en el continente se inició cuando John Okello, un autodenominado mariscal de campo, preparado y dirigido por los cubanos, tomó la isla de Zanzíbar, que a partir de entonces se convirtió en la pista de despegue de Fidel Castro para, en palabras del dictador, cubanizar África. El régimen cubano organizó una operación a gran escala con el fin de ayudar, junto a la agencia de espionaje china, a los grupos revolucionarios de liberación. Miles de revolucionarios armados a escasas horas de distancia de Israel pusieron en alerta al Mossad.
En primer lugar, ordenó a sus agentes, los conocidos katsas, que se mantuvieran alerta sin involucrarse activamente. Pero la entrada en escena del KGB radicalizó el panorama. Israel reforzó el número de katsas. Tiempo después, Liam Yeats pasó a integrar sus filas. Su objetivo era trabajar con sigilo, eliminando sin contemplaciones a cualquier adversario. Entonces África Central se convirtió en un campo de batalla incesante, con un Mossad que aprovechaba al máximo las diferencias estratégicas e ideológicas entre rusos y chinos. De la mano de los israelíes, Liam Yeats aprendió a sobrevivir en un ambiente hostil en todos los frentes, incluida la propia geografía, repleta de todo tipo de peligros naturales. La dureza del Mossad, la agencia de espionaje más implacable, acostumbró a Liam a la actividad de aniquilar con rapidez y efectividad a sus enemigos. Aquello nada tenía que ver con la lucha armada del IRA, al menos en lo referente a los métodos que, a veces, se utilizaban. Uno era el «efecto psicológico», regla que todos usaban sin excepción y que consistía en el envío al rival de filmaciones con agentes capturados sometidos a torturas inimaginables, como la de ser lanzados a un estanque lleno de cocodrilos. El precepto bíblico «ojo por ojo» se veía cumplido a rajatabla por los katsas, que lograron no sólo la rendición de los chinos, sino también su ayuda para reducir la influencia del KGB.
El español Martínez, un judío que había trabajado como falsificador para el Mossad, se hizo cargo de Liam cuando abandonó Irlanda. No fue un encuentro casual. Eddy, el hermano de Liam -que conocía a Martínez-, le pidió que se ocupara de él, y el judío, con el visto bueno del departamento de inteligencia israelí, al superar él varias pruebas -por ejemplo, servir de correo con información para katsas residentes en varias ciudades europeas-, le reclutó. La información que llevaba Liam era de escasa importancia o falsa, pero tenía el valor de constatar la fidelidad del irlandés. Luego fue enviado a África, donde, apenas el Mossad estableció relaciones permanentes con distintos gobiernos -a los que auxilió desde la retaguardia sofocando rebeliones-, jubilaron, «durmieron» o hicieron volver a Israel a la mayoría de los katsas para destinarlos a otros frentes más prioritarios. Liam pasó a la reserva, un katsa «dormido» (como Martínez), pero hasta ahora el Mossad no le había necesitado, aunque el irlandés mantenía su relación con el español, la única persona, por amistad y motivos profesionales, a la que veía con relativa frecuencia.
El falsificador vivía en Ordino, Andorra, en un reducido chalet en las afueras de la población, en la carretera que subía hasta el hotel Babot, que gozaba de excelentes vistas del valle y en el que Liam, aunque no siempre, solía alojarse. Al llegar envió un mensaje con el móvil a Martínez: «Saúl ha vuelto.» Si el español respondía «Saúl es bienvenido», podían verse. Significaba que Martínez, apellido falso, no tenía clientes que observaran las compañías que le frecuentaban. El domicilio de un falsificador es como una casa de citas: se agradece la discreción entre sus usuarios. Mientras deshacía la maleta recibió la respuesta de Martínez. Quedaron a mediodía en un restaurante de Ordino.
Ocho días antes estaba en Dar es Salaam y ahora estaba en Andorra. Así era su vida, sin domicilio fijo. Además de tener una de sus cuentas corrientes y una caja de seguridad en el mismo banco, iba allí más a menudo por Martínez y porque le gustaba el país. El contraste entre el consumo desaforado y la paz montañesa del interior abría ante él un abanico de ocio variopinto. Le parecía un buen lugar para vivir, pequeño y anónimo. Un país en el que nadie le buscaría; un país cuyos ciudadanos eran en su mayoría extranjeros, en el que su presencia no despertaba interés alguno. Pese a no sentirse perseguido, las precauciones eran algo vital en su oficio. Le gustaba el clima, con un frío que no le era ajeno y un calor benigno. Y la montaña, los largos paseos mientras aspiraba aquel aire plácido y puro. Pero también a Andorra había llegado la locura de la construcción. Cada vez que volvía, los chalets, algunos enormes, ganaban terreno a la naturaleza, lo cual le disgustaba. Probablemente, la permisividad fiscal del país propiciaba la inversión de dinero negro. Un pequeño solar para edificar una casa tenía precios prohibitivos a causa de la especulación de gente a la que le daba igual pagar grandes sumas. Pero aún quedaban tierras; paisajes excepcionales con abundantes rutas para senderistas. En Andorra se reencontraba con las dudas de su pasado como activista irlandés y también con esa vida distinta que desde hacía un tiempo estaba pensando en adoptar.
Era sábado. Desde el martes, cuando comprobó que había recibido el resto de la suma del encargo de Dar, no había abierto el correo electrónico. Lo hizo deseando no haber recibido ninguna petición de trabajo en cualquier parte del mundo que pudiera malograr sus planes de pasar unas semanas de relax en Ordino. Lo aceptaba casi todo, pero el último encargo de peso lo había llevado a cabo en París, donde liquidó a un narcotraficante colombiano porque los socios de su propio cártel no se atrevían a hacerlo. Bien remunerado, pero poco recomendable. Matar a un narco implicaba correr el riesgo de que sus sicarios le buscaran. Prefería trabajos más limpios, como el de Dar, u otros en los que una mujer o un hombre le pedían liquidar a su marido o a su esposa, o bien los que requerían liquidar a un socio o a un accionista que era un obstáculo para cierta empresa. Si le parecía conveniente, hacía desaparecer el cadáver. Sin muerto no había crimen, circunstancia que beneficiaba a quienes habrían integrado el círculo de sospechosos y añadía una tarifa aparte. Trabajos cuya remuneración era buena, aunque no extraordinaria, por cómodos que resultaran para un profesional con su experiencia.
Tenía un mensaje de la Escuela de Acogida de Lima. Le informaban de que Rubén pronto empezaría a escribir. Poco a poco superaba los problemas psicológicos causados por la pérdida de sus padres. Era un niño inteligente que demostraba un gran afán por aprender. Le faltaba una semana para cumplir diez años. En un archivo adjunto le enviaban la factura desglosada del odontólogo y a la vez agradecían su contribución, ya que, como sabía, no disponían de subvenciones institucionales. Respondió al correo. Se alegraba de los progresos de Rubén; también de que se hubiera solucionado el problema dental, y aprovechaba para comunicarles que le hicieran saber cualquier otra cosa que pudiera necesitar el niño, dado que a veces su trabajo, siempre de acá para allá, le distraía de aquella responsabilidad asumida con la que estaba dispuesto a continuar. Añadió que «hoy mismo» le compraría un regalo y que confiaba en que lo recibiría a tiempo. Firmado: Henri Bouvé.
Al bajar al restaurante aprovechó la altitud para contemplar el paisaje. Bajo el nombre de «jardín de Andorra», Ordino había sabido preservar su carácter pirenaico gracias a un orden urbanístico que evitaba la proliferación de edificios y fomentaba el uso de la piedra del país y de la pizarra en los tejados. A Liam le recordaba los pequeños pueblos suizos, con aquellos barreños alargados en grandes balcones repletos de flores de colores vivos. Aspiró el silencio y el aire fresco, y acto seguido miró qué hora era antes de volver al coche. Aminoró la velocidad al pasar junto a la casa de Martínez. Observó que la familia canina crecía. El viejo y severo pastor alemán soportaba con estoicismo la compañía de dos perros más jóvenes, sin raza definida, que jugaban a su alrededor. No estaba el coche del español y siguió adelante. Aparcó frente al local. El judío le vio llegar a través del ventanal del restaurante y sonrió.
Liam ignoraba que el español lo sabía prácticamente todo de él. Conocía la primera etapa de su vida a través de su hermano Eddy, la actual por los comentarios de algunos katsas con los que mantenía correspondencia o que pasaban por su chalet. Pero no hablaban de todo eso, aunque Liam imaginaba que Martínez tenía alguna noción de ello como proveedor de documentos falsos como los que necesitaba. La confianza entre ambos era básica; ambos ejercían oficios clandestinos. Ambos llevaban una vida solitaria, conscientes de que la amistad de dos personas con profesiones convencionales estaba fuera de su alcance; tarde o temprano, la gente se implica en tu vida.
Por un reflejo involuntario, Liam echó un vistazo a los clientes de las otras mesas antes de dirigirse a la de Martínez, que también por una precaución innata había elegido el rincón de la entrada, siempre la que ofrecía una visión más amplia del exterior.
– Shalom, irlandés.
Se abrazaron. Decidieron hablar en inglés.
– Tu aspecto… Pareces cansado.
– Lo estoy -respondió Liam-. En cambio, tu pacto con el diablo sigue dando sus frutos.
Martínez tenía sesenta y siete años. Era un hombre vigoroso, delgado, no atlético pero con una figura sana y estilizada que le quitaba diez o quince años de encima. Seguía una dieta que, pese a no ser estricta, mantenía con cierto rigor. Jamás había fumado y sólo bebía vino. El ejercicio regular al aire libre y su costumbre de ducharse con agua fría hacían el resto.
– Hagas lo que hagas, aún eres joven para retirarte.
Fue decirlo y darse cuenta de que quizá no había sido el consejo más adecuado. Martínez se había expresado de forma instintiva, con una de esas frases tópicas que se pronuncian por cortesía, por la costumbre de evitar invadir la intimidad de Liam. Si algo deseaba era que el irlandés pudiera dedicarse a otra cosa. Tantos años frecuentándose, el hecho de que pese a no ser judío hubiera actuado limpia y fielmente con el Mossad, suscitaron la simpatía y el afecto del español por Liam.
El irlandés no respondió. Dibujó una mueca de ineludible aceptación de sus ocupaciones profesionales, sobre todo para seguir manteniendo la discreción imperante entre ambos. Dijo que tenía un hambre atroz. En África no se suele comer muy bien, añadió. Martínez llamó al dueño del restaurante. Liam pidió una sopa y un entrecot; el español, una ensalada y pescado. ¿Vino tinto o blanco? El irlandés recordó que Martínez sólo tomaba tinto, pero le daba igual que fuera de Burdeos, la Rioja, catalán o chileno. Ya no se hacen vinos malos, dijo. El dueño les informó de que había recibido un excelente vino valenciano: Maduresa. Tenía interés en que lo probaran.
– Nunca he estado en Valencia -dijo Liam.
Pronto serían necesarios sus servicios allí.
– Tráelo -consintió Martínez.
El dueño se dirigió a la cocina.
– ¿Has venido de vacaciones o necesitas algo de mí?
– Ambas cosas.
– Tú mismo, te atenderé bien.
– Querría renovar los documentos.
– Claro, debes hacerlo regularmente. ¿El señor quiere ser canadiense, francés… o alguna nacionalidad en especial?
– ¿Qué es lo más adecuado ahora mismo?
– Menos ciudadano de Israel, lo que quieras. Por ser judío ya serías sospechoso.
– ¿Cómo es que un judío como tú nunca ha pensado en irse a vivir a Israel?
– Israel es mi patria, pero no mi tierra. Un judío como yo vive tranquilo en Andorra. Si algún día llegan los acuerdos, me lo replantearé. Hasta entonces me conformaré con alguna visita esporádica. Pero si debo serte sincero, y a pesar de mi buena salud, no albergo esperanzas de verlo. Andorra tampoco está mal.
– A mí me gusta. Si pudiera encontrar una casita como la tuya, a lo mejor la compraba. Pero los precios…
– Son una locura. Sin embargo, un piso pequeño de segunda mano en un pueblecito es más factible. Si quieres, puedo preguntarlo.
– Hazlo. También necesito un médico de confianza.
– ¿El clima de África?
– Más o menos.
El español consultó la agenda de su móvil. Le dio el nombre y el teléfono de una clínica particular.
– Es discreto y de confianza. Di que vas de mi parte.
Quizá fuese un informador del Mossad, o uno de sus colaboradores logísticos, un médico de urgencia capaz de atender a un agente al que en otras clínicas le formularían preguntas difíciles de responder. Liam le visitaría por la tarde.
– ¿Algo más? Puedo resolvértelo todo salvo el cansancio. En cualquier caso, Andorra tiene buenos balnearios.
– Mi fatiga es mental.
Lo dijo y enseguida guardó silencio. Martínez le observó. Le habría gustado aconsejarle, pero esperó a que fuera él quien decidiera contárselo.
– No sé qué es tener una vida normal, pero la echo de menos.
– Yo tampoco la tengo, pero reconozco que disfruto de una vida más estable.
El dueño del restaurante les sirvió el vino en dos copas enormes. Permaneció ante la mesa hasta que Martínez lo probó. Le felicitó por la elección. Se marchó satisfecho. El español era uno de sus parroquianos. Salud, se desearon.
– Querrás volver a Irlanda, supongo.
Martínez se atrevió a incidir en la conversación. No se planteó si era oportuno o no. Al fin y al cabo, parecía que esta vez Liam venía con ganas de soltarlo todo.
– Para mí, Irlanda es como tu Israel. No me sentaría tranquilo a la mesa de un restaurante.
Martínez ensayó un gesto de sorpresa.
– Sabes que puedes confiar en mí.
– Lo sé.
Pero, aunque el irlandés abrió de nuevo un paréntesis de silencio, como si estuviera analizando el mejor modo de contárselo, Martínez prefirió no obligarle y le preguntó qué actividades tenía previstas durante los días que pasaría en Andorra. Era cuestión de tiempo, reflexionó el español mientras Liam le detallaba sus planes de relax, que en un momento u otro el irlandés sintiera la necesidad de confesarse. Nadie podía soportar la presión de una vida como la suya. El español lo sabía muy bien por el número de vidas similares que había tratado. Sabía qué mal sufría Liam: fatiga psicológica, soledad, melancolía, nostalgia, la ansiedad por el constante deseo de normalizarse… No hay nada que mate más deprisa a un hombre que una vida asediada por circunstancias que trazan un círculo cada vez más reducido.