38492.fb2 Juicio Final - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Júlia Aleixandre tenía un plan. Tan pronto como ella se lo anunció, Francesc Petit se adelantó unos metros y giró hacia la derecha, por el margen de una pequeña acequia que pedía a gritos una limpieza profunda en sus bordes: observó que el agua fluía con dificultades. Reflexionó sobre la agricultura valenciana, de qué forma tan burda los políticos, incluido él mismo, habían acabado con el sector, que décadas atrás había sido punta de lanza económica. Recordó la extinta polémica sobre si la falta de industria valenciana en la España franquista había impedido una burguesía moderna, como la catalana.

Lamentaba la debacle del campo valenciano, con todo lo que implicaba: la destrucción sistemática del paisaje, la deserción por parte de los jóvenes de un patrimonio emblemático y natural, con los campesinos obligados a vender terrenos de tradición secular para el desarrollo de Planes de Actuación Integral. Todo estaba en venta en una carrera de locura imparable. Desde cualquier sitio podían verse enormes grúas. Volvió la vista hacia los pueblos del interior. De un vistazo contó dieciséis. Júlia le miraba, esperaba. Él la hacía esperar. ¿Quizá creía que el tener una estrategia le cegaba? Esta vez exigiría un elevado precio por sus servicios, aunque estaba convencido de que sólo tendría vida política al lado de Juan Lloris, junto a alguien que, políticamente, no le haría sombra, aunque tendría que explicar con argumentos claros por qué aceptaba apoyar a un populista, un hombre que, manga por hombro, tenía como únicos objetivos el poder y la riqueza.

Volvió a la carretera. Había empezado a soplar viento. Llevaba el puro apagado. Quitó la ceniza seca frotando la punta con la suela de su zapato y volvió a encenderlo.

– Explícame el plan -dijo con una mueca escéptica, el gesto oportuno para dar a entender lo extraordinaria que debería ser la propuesta para que se embarcase en una candidatura que tenía más de episodio aventurero que de objetivo político.

– La mayoría de los candidatos que figurarán en la lista de Lloris son míos. Gente de confianza.

– A propósito, los cuatro diputados que me han sido fieles tienen que ir en buenas posiciones. He dado mi palabra de que los reubicaría cuando dejaran el Parlament.

– No hay problema. Miel sobre hojuelas, para un plan que básicamente consiste en cargarse a Lloris cuando la situación sea tan insostenible que no nos quede otra salida.

– ¿Y qué pasará si no tenemos bastantes concejales?

– Que nos apoyarán o conservadores o socialistas durante lo que quede de legislatura. Ahora mismo estarán acordando evitar que Lloris sea alcalde. Lo tengo previsto, pero nunca gobernarán juntos, ni siquiera se abstendrá uno de ellos para que el otro gobierne.

– Para quitarse de encima a Gil y Gil se pusieron de acuerdo en Marbella.

– Lo harían con Lloris, pero no contigo. Sus electores no entenderían un pacto público entre ambos. Y además, nosotros les pediríamos que nos apoyaran con la promesa de que contarían con nuestros votos en las próximas elecciones.

– ¿Y darles el Ayuntamiento a los socialistas? En mi caso, sería contradictorio.

– Cuando llegue el momento, tu electorado no será el mismo que has tenido mientras dirigías el Front. No te disputarás con ellos los votos.

– ¿No me votarán los nacionalistas?

– Lo que quiero decir es que los nacionalistas que te han votado estarán convencidos de que es la única política posible, además de decepcionados porque las expectativas de Guardiola con los socialistas no se habrán cumplido. Contigo, por lo menos, les reconfortará tener el primer alcalde nacionalista de Valencia.

– Están muy cabreados. Tendrías que haber visto el congreso extraordinario.

– El poder cierra muchas bocas. A unos porque lo ostentan, a otros porque, como militantes de una causa, ven realizado un sueño largamente esperado. Es más: no tengo ninguna intención de cumplir la promesa de apoyar a quienes nos apoyen. Sólo será una estrategia para reorganizarnos y ganar tiempo.

– No es algo muy ético.

– Tampoco lo será que conservadores o socialistas rompan el pacto existente entre ellos para ayudarnos a seguir en el poder a cambio de obtenerlo en la próxima legislatura. Somos tiburones en piscinas de tiburones. La única ética posible.

– Dirán que lo han hecho para que Lloris ya no gobierne.

– Que digan lo que quieran, pero lo habrán roto con el consiguiente enfado del otro. Si entre ellos no cumplen el pacto, ¿por qué tendríamos que hacerlo nosotros? Los electores pasan de disputas políticas internas y se concentran en los proyectos visibles. Ésa es la realidad.

– ¿Qué hay del sentido de la responsabilidad política? Porque es obvio que Lloris, mientras haya estado en el poder, habrá hecho reventar todos los sentidos posibles.

– En efecto, eso nos será útil. Pero tendremos que moderarle para que no nos salpique a todos de forma irreparable.

– No te lo crees ni en sueños, que le moderarás.

– Se trata de dotarle de un barniz humano. ¿Quieres un detalle? Ha contratado a un asesor cultural. Se lo he traído yo.

– A ver si le desnaturalizas tanto que pierde el carisma ante aquellos que le valoran precisamente por lo que es y representa.

– Al contrario, con cultura tópica y sensiblera llegará mejor a esos sectores. Un toque más autóctono, al estilo de González Lizondo, que entusiasmaba a ese público. Una imagen de hombre emprendedor y a la vez preocupado por las tradiciones más folklóricas.

– Ya veo que lo tienes todo planeado.

– Todo no, por eso te necesito. Hay cosas que no puedo controlar.

– ¿Cuáles?

– Lloris ha contratado a un detective.

– ¿Dossiers?

– Sí, de todos los primeros candidatos y especialmente del actual alcalde, el más perjudicado por su candidatura pero también su rival más directo.

– ¡Pero si la vida personal de Lloris es la más turbia de todas!

– Lo suyo es público, al contrario que lo de los demás.

– ¿Qué piensa hacer con los dossiers?

– No lo sé, pero me preocupa.

– Sinceramente, Júlia: me extraña que una persona como tú lo esté.

– Me preocupa que los utilice bien.

– A mí me preocupaba tu ataque de honestidad, entre otros motivos porque no me lo creía. Si llegamos a un acuerdo para formar una sociedad que resulte ventajoso para mí, sería conveniente que nos mostráramos tal como somos, con las cartas sobre la mesa. ¿No te parece?

– Sé lo que todo el mundo piensa de mí, pero me da igual. Mira, Francesc, yo soy la persona que degüella al pollo para que otros -iba a decir «como tú», pero lo evitó- se lo coman. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio, siempre tan necesario.

– El trabajo sucio no podría haber dado con alguien más idóneo. Te encanta urdir tramas.

– Cada uno tiene talento para algo en especial. Y no creo que te importe dejar que haga ese tipo de cosas.

– En absoluto. Por cierto, ¿en qué estado se encuentran tus negocios con Lloris?

– ¿Es obligatorio contártelo? Son asuntos personales.

– En tus estrategias no hay nada personal. Además, todo influirá en la decisión que deba tomar. Y no intentes engañarme, porque lo descubriré. De modo que te conviene ser franca si realmente te intereso.

– Muy bien, te lo contaré. Estoy atrapada.

– Detállalo.

– En las sociedades que compartimos, él es el accionista mayoritario. Hace lo que quiere sin tener en cuenta mi opinión.

– Sabe de negocios.

– Bastante, sí. Pero tengo la necesidad de vender algunos terrenos y obtener una plusvalía, que ahora son excelentes. ¿De qué me sirve hacer negocios si no puedo quedarme con las ganancias que generan? A él no le hace falta vender. Está podrido de billetes, pero a mí me gustaría dejar el piso y hacerme una casa… en fin, disfrutar cómodamente de unos beneficios en los que he tenido una intervención decisiva.

– Véndele tu parte.

– Ni te imaginas a qué precio las compra. En ese aspecto es un hombre poco agradecido y sin escrúpulos.

– En ese aspecto, hacéis una pareja extraordinaria.

– Excelente opinión.

– Hace años que te conozco.

– Pero te da igual negociar conmigo. ¿Quizá soy la única posibilidad política que te queda?

– Es posible, pero te recuerdo que tú me necesitas más.

– Tienes el segundo puesto y altas probabilidades de ser alcalde.

– No es suficiente.

– ¿Qué más quieres?

– Dinero.

– ¿Dinero?

– Para infraestructura, no para mí.

– La infraestructura la pondremos nosotros.

– Ya lo sé, pero también quiero la mía propia. No quiero que la gente piense que he provocado una escisión en el Front para diluirme en una candidatura de Lloris. Tengo que demostrarlo con hechos palpables, implantándonos no sólo en la ciudad, sino también por todo el país. Eso cuesta dinero, mucho.

– ¿Cuánto?

– Todo el que haga falta.

– Lloris no transigirá si la cantidad es desorbitada.

– Quizá Bancam sí.

Júlia rió.

– ¿Bancam? Los socialistas no permitirán que los conservadores te la den.

– A la patronal tampoco le gusta Lloris. Y ellos mandan más que los partidos.

– No convirtamos esta negociación en un circo.

– No lo pretendo, pero la candidatura de Lloris es circunstancial, hasta que se canse o consiga lo que quiere. Nosotros somos un partido que quiere estar muchos años haciendo política, siendo decisivo en los proyectos del país. Y eso tiene un precio elevado.

– Pídemelo y trataré de conseguírtelo.

– No quiero que lo intentes, quiero que me lo des. Las elecciones son inminentes y podría quedarme fuera.

– Sabes que te necesitamos.

– Pues no me hagáis perder el tiempo. -Sacó el móvil del bolsillo interior de la americana-. Lo llevo apagado, pero seguro que tengo mensajes convocándome a reuniones.

Seguro.

– Lloris ya te dio mucho dinero en las pasadas elecciones.

– El dinero no es problema para él; le sale por las orejas. Además, yo le ayudé a ser presidente del Valencia, algo que le permite tener posibilidades de llegar a la alcaldía. Estamos en paz. Sin embargo, ahora la situación es distinta.

– Pide.

– Una sede, empleados liberados y dinero para mantenerlo todo sin agobios, por no hablar de que necesito una campaña de promoción personal para rehacer mi imagen tras la derrota del congreso.

– Ignoro a cuánto dinero asciende.

– Calcúlalo. Para empezar, la sede puede salirle gratis a Lloris. Tiene muchos locales vacíos en la ciudad. Céntrica y con un alquiler barato, por favor. Ahora que lo pienso, no quiero pagar alquiler. Eso sí, con un contrato de redacción pulcra que elabore un abogado de confianza. En nuestro partido hay unos cuantos. En fin, echad cuentas. Es vuestra especialidad. Hoy es domingo, pronto quiero una respuesta. Durante unos días me comprometo a no atender ciertas llamadas. Esperaré ansioso la vuestra. -Júlia quiso responderle-. Tenéis unos días.

– ¿Cuántos?

– Pocos.

– Llamaré a Lloris para que venga hoy mismo.

– Perfecto. -Mientras hablaba había olvidado el puro, que de nuevo tuvo que encender-. ¿Qué haces esta tarde? -le preguntó con voz imperativa.

Aunque sorprendida, supo aprovechar la oportunidad con buenos reflejos.

– ¿Quizá te gustaría pasarla conmigo? -dijo con complicidad de mujer halagada.

– Siempre que no hablemos de política.

Política, al fin y al cabo.

* * *

Domingo tranquilo en la redacción del diario El Liberal. El fragor y las prisas se instalarían allí por la tarde, cuando los redactores de guardia, en su mayoría destinados a deportes, llegaran a partir de las cuatro. Sin embargo, a las doce del mediodía, Albert, «Tintín» para los colegas por lo de su parecido con el personaje del tebeo, ya estaba allí, repasando toda la prensa dominical, la valenciana y la estatal, suplementos incluidos, que cayera en sus manos. Hojeaba un periódico en busca de secciones y titulares que le atrajeran, casi cubierto por el resto de diarios amontonados. El congreso del Front y los articulistas de prestigio polarizaban su atención.

Pese a su edad, veintiocho años, le quedaban asignaturas pendientes en casi todos los cursos de la carrera. No le apetecía estudiar, pero la titulación era obligatoria en el gremio de periodistas. De familia de economía precaria, trabajaba los fines de semana para costearse la matrícula, el ocio y las vacaciones.

Era muy cumplidor, Tintín. A cualquier hora que le llamasen estaba disponible. Lo hacían desde todas las secciones, para sustituir bajas por maternidad o enfermedades, o para que se encargara de tareas de las que los redactores más veteranos huían como de la peste. Vivía para el periodismo, feliz por sentirse útil dentro de la profesión que, ya siendo adolescente, tenía clara: «Seré periodista», dijo a sus padres a la más que tierna edad de once años. Muy satisfechos, sus padres le dijeron que fuese lo que quisiera, pero que se pusiera a trabajar lo antes posible. Así pues, ante la primera oportunidad que se le presentó, tuvo la suerte de que le admitieran por su entusiasmo, superior al de cualquier otro candidato. Su nómina mensual, sin ser nada del otro mundo, estaba bien para un joven al que llenaba de gozo el simple hecho de ejercer y ser reconocido como periodista.

Aquel domingo, Albert Tintín acudió a la redacción más temprano que de costumbre. Eran las diez y media, e incluso las señoras de la limpieza, todas ecuatorianas, se sorprendieron al verle. A menudo se lo encontraban cuando ya les había llegado la hora de irse. Las invitó a un café poco consistente de los que servían las máquinas que la empresa editora había instalado en una sala aparte, donde antes los fumadores empedernidos consumían cigarrillos con ansiedad de adictos. Ya no se podía fumar en ninguna parte, aunque en ciertos lavabos permanecía aún el olor a tabaco rubio de fumadores resistentes. Lo había hecho al principio, con dieciocho años, pero lo dejó por el escandaloso gasto que suponía para él.

Tintín había ido más temprano para hablar con el jefe de la sección de política, Antoni Guixà, también de guardia, que solía pasar por allí algún rato por la mañana durante los fines de semana, ordenar y distribuir el trabajo y volver por la tarde, tras haber comido con su familia en el pueblo de Torís, donde disfrutaba de una sencilla casa rural con terreno suficiente para cultivar hortalizas y otros productos de consumo casero. Un buen número de periodistas valencianos, de edad cercana a los cincuenta, eran hijos de campesinos y heredaban la vocación de aficionado o la frustración familiar de no haberse dedicado a la sentimental labor de la agricultura.

La presencia de Antoni Guixà en la redacción se hizo visible pasados diez minutos de las doce. Como siempre, por las mañanas, venía acompañado de su perro Rocky, de aquellos tan pequeños que siempre hay que andar con cuidado para no pisarlos, porque iba de acá para allá con una velocidad sorprendente. Enseguida, Tintín fue al despacho de Antoni.

– Buenos días, Toni.

– Buenos días -contestó el responsable de política mientras hojeaba los primeros papeles de la mesa. Encendió el ordenador-. Si te llevas los diarios, haz el favor de devolverlos.

Albert se los devolvió y esperó a que resolviera algunos asuntos. Tintín acarició el lomo del perrito. Éste le lamió los dedos no sin desconfianza. Estaba harto de que lo pisasen.

– Esta noche ha tenido diarrea -Guixà, cliqueando en el ordenador.

– Pobrecito, pobrecito… -Tintín le pasó la mano por la barriguita.

Se preguntó cómo una criatura que tenía el vientre casi pegado a la espalda podía sufrir una diarrea. Lo dejó estar. Rocky era el ojito derecho del jefe de la sección de política.

– Mi hija -dijo, distraído- tiene la costumbre de darle golosinas y toda clase de porquerías. Creía que la diñaba. Como es tan delicado…

– Claro, es muy pequeño.

– Pues ahí donde lo ves tiene doce años.

Tintín no veía el momento de entrarle a Guixà con el asunto que pensaba proponerle. El jefe de redacción no apartaba la vista del ordenador.

– ¿Doce años? Eso es como si una persona tuviera… -Multiplicó por siete-. ¡Hostia, ochenta y cuatro!

– No seas animal. ¿Cómo quieres que tenga ochenta y cuatro? ¡Sería una momia!

– Él no, las personas. Dicen los veterinarios que un año de perro vale por siete de los nuestros.

– ¡Qué coño sabrán los veterinarios! Rocky nunca ha pasado por una clínica. Le he dado unas hierbecillas y mira cómo está. -Dejó el ordenador-. Rocky, bonito, ven con papá.

De un salto, el perrito se plantó en el regazo de Guixà. Ochenta y cuatro años y está más ágil que yo, pensó Tintín. Las hierbecillas.

– Todo está en la naturaleza. Una infusión y enseguida está hecho un pimpollo. -Guixà besó la testa de Rocky.

– ¿Sabías que hoy en día hay psicólogos para perros? -le preguntó Albert.

– ¿Ah, sí? Tengo curiosidad por saber qué les preguntan.

– Pues… ahora que lo pienso, no lo sé.

– A ver, dime qué quieres y déjate de mariconadas. -Otro beso a la testa del perrito y dijo, como si se dirigiera a un bebé-: Mi Rocky con un psicólogo…

– Quería pedirte un favor.

– Los asuntos económicos a gerencia.

– No, no, quiero trabajar…

– Pero si tú eres un enfermo del trabajo.

– Quiero colaborar en la sección de política.

– ¿Ya te has cansado de deportes?

– Me paso dos días seguidos reescribiendo crónicas de la regional valenciana. ¿Puedes creer que el domingo pasado un corresponsal me envió una que empezaba diciendo «El partido se inició con cero a cero en el marcador»?

– Por lo que cobran…

– Es un poco frustrante. Estoy preparado para algo más serio.

– ¿Y crees que la política es seria?

– Hombre, como mínimo es más gratificante.

– Cómo se nota que no has comido con políticos.

– No, pero tengo un contacto de puta madre. Aprovechándolo, puedo sacar mucha información de todos los movimientos que se están produciendo.

– ¿Quién es?

– Eso es asunto mío.

Guixà dejó al perro en el suelo y se levantó, algo irritado.

– ¿Qué significa que es asunto tuyo? ¡Trabajas aquí!

– Perdona. Quería decir que es un contacto secreto, y además, me gustaría trabajármelo personalmente.

– No tienes ni puta idea de política.

– Leo todos los periódicos del día.

– Por eso mismo.

– Toni, no te decepcionaré.

– Tienes mucha fantasía.

– Es un gran contacto, una persona situada justo en el centro operativo.

– Si cuando yo digo que tienes fantasía… -miró a Rocky, como si se lo dijera a él-. ¿Qué crees que es la política, un asunto de espionaje cinematográfico? ¡Pero si tenemos a los políticos más tirados del mundo!

– Están en marcha grandes operaciones.

– Nada, hombre, cuatro pactos y mandarán los de siempre.

– ¿Y qué me dices de Juan Lloris?

– ¿Le has metido un micrófono en el culo?

– ¿No te parece que su anunciada candidatura lo ha puesto todo patas arriba?

– Bien… sí… ya veremos.

– ¿No te gustaría disponer de información de primera mano de lo que se cuece?

– De primera mano, sí; producto de una imaginación desbocada, no. Llevo muchos años en este diario y espero jubilarme aquí. Si no quieres decirme quién es tu contacto, ¿cómo quieres que te dé el trabajo?

– La discreción es fundamental. Una filtración y todo se va a la mierda.

– Y una tontería tuya y el que se va a la mierda soy yo.

– No publicaremos nada que no sea contrastado.

– ¿Lo dudabas?

– Entonces, ¿aceptas?

– ¿Me has oído algún sí?

Albert se desanimó. Había puesto muchas ilusiones en su propuesta. Se despidió con desgana y se dirigió a su mesa de la sección de deportes. Pero Guixà reflexionó: Tintín era impulsivo, quizá fuese mejor controlar a un fantasioso que dejarle a su aire. Le conocía y le creía capaz de trabajar por su cuenta. ¿Y si era cierto que tenía un buen informador? No costaba nada probar. Si la investigación resultaba exitosa, él obtendría la parte del mérito que por justicia le correspondía. Salió al pasillo. Aún no había nadie en la redacción.

– Eh, ven.

Casi corrió hacia el despacho.

– ¿Es un sí?

– Con condiciones.

– Las acepto.

– Ni una palabra a nadie, y menos aún al director. Todo lo que se publique será contrastado y bajo mi supervisión. Si ese día no estoy, te esperas a que llegue o vienes a buscarme a donde esté. Y la última…

Albert escuchaba con mucha atención.

– Y la última -repitió Antoni Guixà con gesto amenazante-, si se te desborda la fantasía te corro a hostias por toda la redacción. ¿Entendido?

– No sabes qué alegría me das.

– ¿Entendido?

– Perfectamente.

Salió con rapidez del despacho, rumbo a la calle.

– ¿Adónde vas?

– A hablar con mi contacto.

– ¿Y tu trabajo en deportes?

– Por la tarde…

Antoni Guixà lo oyó desde lejos, cuando el eco de su voz se perdía a causa del ruido que el propio Albert hacía al bajar por la escalera como un rayo.

Miró a Rocky. El perrito parecía aterrorizado, con sus patitas tendidas hacia adelante y la cabeza gacha. Una caquita líquida se esparcía en un rincón del despacho.

– Mal augurio -dijo el redactor al darse cuenta.

* * *

Por la explanada de la catedral paseaban en domingo muchos extranjeros. Algunos aún eran reconocibles por su peculiar forma de vestir. A Miquel Pons, licenciado en matemáticas puras, le sacaba de quicio observar a un individuo con sandalias y calcetines de lana. Los pantalones largos disimulaban aquel atentado contra la más elemental estética, desastre en perfecta armonía con la oferta turística. En una plaza tan bonita, tan italiana, con la parte gótica de la catedral presidiéndola, rodeada de edificios extrañamente respetuosos con el entorno y con el Palau de la Generalitat -justo enfrente-, causaba daño a la vista aquel grupo de guiris repleto de colores chillones que se fotografiaba con el fondo de una fuente de aires franquistas, presidida por una especie de Neptuno que representaba el Túria y siete mujeres desnudas que simbolizaban un homenaje a las siete acequias que regaban la huerta de la ciudad. Del autor de la fuente sólo se sabe que jamás sufrió presidio. Sostenía Pons que no había forma de acostumbrarse, pese al empeño de las sucesivas autoridades, a los buñuelos monumentales que invadían la urbe por doquier.

Lo contemplaba tomándose un café en la terraza de la cafetería Roma, aunque el tiempo no acompañaba ni se sentía cómodo con la presencia de un matrimonio oriental en la mesa de al lado, pareja que se había separado del grupo y disfrutaba de una horchata con churros. Una horchata embotellada, además. Claro que él tampoco se comería pescado crudo. Casi le entraron arcadas. Tenía que tragar mucho, el licenciado Pons, brillante estudiante en paro, ganándose la vida como asesor cultural del candidato Juan Lloris, representante de una esencia que se enorgullecía de monumentos como la fuente de la plaza. Abrió el libro que contaba la historia de la ciudad y buscó la página de la Seu y sus alrededores, a fin de contárselo a Lloris, generoso en el pago pero algo zopenco en su aprendizaje. Se esforzaba muy poco. Quería ir al grano, exigiendo lo más superficial, la síntesis de contraportada. Con paciencia, Miquel le detallaba, como un profesor particular efectúa un repaso para un alumno particularmente inepto, los símbolos más emblemáticos, y a la vez procuraba que su valenciano trufado de barbarismos, e incluso de neologismos de cosecha propia, fuera del agrado de la audiencia que le seguía y no maltratara la sensibilidad idiomática, que, si bien escasa entre la población, al menos era significativa entre los sectores intelectuales.

Pons seguía vivo, no obstante. Y quería conservar la vida que al fantasioso de su amigo Albert le daba igual poner en peligro con los encargos que le hacía. ¿Por qué le había contado lo de su nuevo trabajo?, se lamentaba. Claro que lo había hecho, en primer lugar, porque estaba contento, ganaría unos euros fundamentales. Luego, por la singularidad del puesto. Y en última instancia, porque lo más normal era que un amigo le contara a otro cualquier acontecimiento nuevo. Pero no todo el mundo tenía amigos tan peculiares, tan cotillas e irresponsables. ¿Lo hacía por vocación profesional, con el afán de convertirse en un buen periodista, o por espíritu aventurero? De Albert se lo podía esperar todo. Pero era su amigo. El único, el de siempre. Pons tenía que reconocer que Albert le ayudaba mucho. Cuando no tenía un euro se hacía cargo de todas las copas. Y también de los extras, esa comida excepcional que de vez en cuando se regalaban en restaurantes de precio asequible. Gran mérito de Albert, sin duda, ya que Pons era de peso evidente y hambre ostensible; veía el deporte como un enemigo del que había que huir y era tímido con las mujeres, como Albert. Cuando estudiaban en el instituto, casi nunca les invitaban a las fiestas. Precisamente aquello les convirtió en amigos. De hecho, ambos temían enamorarse por lo que suponía de abandono del otro. Como hermanos, en definitiva; un pequeño clan en el que la voz cantante, por ser más lanzado, era la de Albert. Pons se dejaba llevar. No tenía tanta iniciativa y, además, era tranquilo, amante de la paz y de no buscarse problemas innecesarios. Ahora tenía dos: Lloris y Albert, aunque se confundían.

Llegó Albert, nervioso, satisfecho, con esa sensación tan humana de creerse indestructible. Se sentó a su lado. Se levantó de repente. Todo en un segundo.

– ¿Por qué no vamos dentro? ¡Hace frío!

– Yo no tengo. Y no me digas que es por mi grasa. No soy una foca.

No se lo dijo, estaba acomplejado.

– Dentro no nos verá tanta gente.

Ya estamos otra vez con las fantasías. Pensándolo bien, Pons consideró que quizá el asunto exigiese cierta discreción. Eligieron una mesita del fondo del local. El camarero los atendió. Un café con leche para Albert. Pons le enseñó la tacita vacía que se había traído desde la terraza.

– ¿Cómo ha ido todo? -le preguntó.

– ¿Cómo quieres que vaya? -exclamó Albert, y enseguida bajó la voz-. Se han vuelto locos perdidos con mi propuesta.

– ¿Lo saben todos?

– No, hombre, no. El único que lo sabe es el jefe de la sección de política. Me ha felicitado.

Pons ponía entre paréntesis todo lo que le contaba Albert. Aunque lo cierto era que la propuesta merecía, como mínimo, ser escuchada.

– Supongo que no has revelado tu fuente.

– En absoluto. Era una condición irrenunciable.

– ¿Seguro?

– Miquel, yo no te mentiría.

No estaba tan seguro.

– Ten en cuenta que me juego el sueldo.

– Soy un profesional, no te preocupes.

Miquel suspiró, estaba acojonado. Su vida, que transcurría sin sobresaltos, adquiría de repente una dimensión desconocida en manos de un conocidísimo amigo quimérico. Una vez, Albert quedó, por motivos laborales, con dos modelos para hacerles un reportaje. Pues bien, le llamó convencido de que irían de fiesta con ellas, pero ellas, ni siquiera con la promesa de dedicarles una página entera en la sección de sociedad, con todo lo que implicaba como promoción, aceptaron tomarse una Fanta. Tenían compromisos. Ineludibles, eso sí. Albert era inasequible al desaliento. Le sobraban fe y perseverancia. ¿De qué falta de realismo sufría, que era incapaz de ver la diferencia de ambiciones estéticas entre las dos mujeres y dos pardillos con las mujeres? Desde la perspectiva de Miquel, era un tipo extraño: creía en sus posibilidades, alimentadas por su inconsciencia.

– Bien, suéltalo ya -dijo Albert.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Lloris se tira a Júlia Aleixandre?

– ¿Eso es importante?

– Básico, primordial, trascendente…

– Vale, vale…

– Si un tío que ha estado liado con una mujer la deja, ten por seguro que se vengará.

– Supongo que lo sabrás por experiencia…

– Por lógica. Tú que eres matemático podrías imaginártelo.

– No entiendo por qué las personas tienen que ser tan enrevesadas.

– No te pierdas. ¿Se la tira o no?

– No.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por lógica. No le hace caso. Lloris va a su aire, aunque a menudo hable de mujeres. Las mira como un baboso. Va bastante salido.

– Como nosotros.

– Nosotros tenemos motivos.

– En cualquier caso, si puedes cerciorarte, confírmamelo.

Miquel no imaginaba qué tenía que hacer para cerciorarse. Pese a todo, no dijo nada, daba por válido su argumento.

– A partir de ahora entramos en una nueva fase, más práctica, más de acción. Debes llevar a cabo un seguimiento de Júlia. Qué hace, adónde va, con quién habla…

– Ella me conoce. Me contrató. Mi figura rellenita, visible a dos kilómetros, no es la idónea para seguir a nadie.

– No eres el único gordo que hay en Valencia.

– Pero soy el único gordo que le da clases a Lloris.

– Sí -admitió Albert-, tienes razón. Iremos los dos.

– Sigo siendo visible.

– Tomaremos precauciones. Empezaremos hoy mismo. ¿Sabes dónde vive?

– Sí.

– ¿Cuándo verás a Lloris?

– Mañana lunes.

– Cojonudo. Ahora que caigo, hay un problema. Tengo que alternar con esto mi trabajo en los partidos de la regional valenciana. La primera parte del seguimiento la harás tú. Yo me añadiré luego.

– ¿A qué hora?

– Cuando termine te llamo.

– Y si sale de casa en coche, ¿cómo me las arreglaré?

– Te dejaré el mío. Quiero un informe completo. Bien, no hace falta que me lo redactes, pero toma notas, detalles que creas importantes. En fin, todo lo que pueda indicar por dónde irán los tiros. Te aseguro, Miquel, que la política valenciana nunca ha estado tan convulsa. Quiero adelantarme a la competencia en todos los detalles de los pactos. La clave es Júlia Aleixandre. Dicen que es la persona más intrigante de la ciudad. Prepara algo. Según mis cálculos, Lloris, aunque goza de mucho tirón entre los electores, no tiene mayoría absoluta. Y cualquier otra cosa no le sirve para ser alcalde. A la fuerza tienen que moverse. La pregunta es hacia dónde.

– La escisión del Front…

– ¿Francesc Petit? Sabrás mucho de matemáticas, pero de política no tienes ni puta idea.