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28 DE ABRIL

El cielo de la tarde cambiaba de color sobre las glicinas que llenaban los jardines romanos de perfumados ramilletes como racimos de uva. El intenso aroma se respiraba por todas partes y le traía a la mente imágenes de días pasados, palabras oídas y dichas a otras personas, un mundo diferente del que Bora ya no formaba parte porque había desaparecido por completo.

En el hospital del Santo Spirito no encontró a Borromeo, que probablemente no quería oír su segunda condición. Una monja regordeta le tendió un sobre cerrado. En su interior, un mensaje mecanografiado y sin firma rezaba: «Pregunte por la señora Murphy. Ella no sabe nada, pero tiene la carpeta.»

Sin saber qué pensar de aquel arreglo, pero menos decepcionado ahora por la ausencia del cardenal, preguntó por la señora Murphy. Aguardaba en el vestíbulo cuando la voz de una mujer joven llegó hasta él desde una puerta doble.

– Se dará cuenta de que no debería estar aquí de uniforme…

Bora la reconoció por el acento y dio media vuelta. Unos pasos más allá, la señora Murphy sostenía una bandeja con vendas manchadas de sangre.

– Tiene razón -admitió él-. Lo siento… vengo directamente del trabajo.

Ojalá hubiese sido menos bella. Bora la miró con expresión triste, y ella le devolvió la mirada.

– ¿Qué hace aquí, mayor Bora?

– He venido a instancias del cardenal Borromeo.

– Muy bien. -Ella entregó la bandeja a una monjita que pasaba presurosa, atravesó una puerta y volvió con un sobre marrón cerrado, que le tendió sin acercarse a él-. Según tengo entendido, debe devolverlo dentro de tres horas como máximo. Puede sentarse aquí. Por favor, pida a la hermana que me avise cuando haya acabado.

Bora intentó apartar la mirada de ella.

– Gracias.

– Buenas tardes, mayor.

Bora se dirigió hacia la pequeña habitación, pero se detuvo en el umbral para mirar a la señora Murphy, que se alejaba por el vestíbulo. Bajo la luz eléctrica su cabello tenía un tono rojizo; era muy diferente de Dikta, que era rubia y hermosa como podía serlo una yegua, fuerte y alta. La señora Murphy no era frágil, pero sí menuda y delicada; caderas torneadas, tobillos finos y una adorable curva allí donde la espalda se unía a las nalgas. Mientras la miraba Bora se sintió solo, añoró la necesidad de él que en el pasado tenía su esposa, y deseó que alguien le necesitase de aquella forma.

Tardó dos horas en el leer el diario. Cuando hubo acabado, notó que la red entretejida en torno a él era tan tupida que ni siquiera había lugar para el deseo instintivo de huir que había sentido en Ara Coeli. Aparte de mencionar frecuentes encuentros con Pontica, es decir Marina Fonseca, Hohmann (que no había considerado oportuno hablarle abiertamente en vida) le comprometía después de muerto, y no indirectamente, ya que había trazado planes que era preciso continuar.

Abatido y presa del dolor, volvió a su hotel. De no haberle hecho señas Dollmann, no habría reparado en su presencia en el bar. Se sintió obligado a acompañarle, aunque educadamente se negó a tomar una sambuca; le parecía que sabía a jabón y le desagradaba el aspecto lechoso que adquiría cuando se le añadía agua.

– No hemos tenido oportunidad de hablar desde que salió de la iglesia ayer -dijo Dollmann. Con un dedo dibujaba lentos círculos siguiendo el borde de la copa, un gesto que Bora había visto hacer a muchas mujeres y que en éstas, Dios sabía por qué, siempre encontraba atractivo.

El ayudante de campo pidió agua mineral y desistió de dar con una forma de tomar las aspirinas sin que Dollmann le hiciese preguntas. Así pues, dejó cl bote sobre el mostrador, le quitó la tapa, sacó tres pastillas y se las llevó a la boca, todo con la mano derecha. A continuación bebió un trago de agua.

– Me alegro de que no eche la cabeza hacia atrás al beber -se limitó a observar el coronel-. Algunas personas lo hacen. Me parece de idiotas.

Con Dollmann nada ocurría por casualidad, Bora lo sabía muy bien. Nada de lo que decía era accidental. Cuando sus codos casi se tocaron, Bora evitó el contacto. Se sentía muy inseguro cerca del SS, no sólo por razones de índole sexual, sino también políticas. Sabiendo lo bien informado que estaba siempre Dollmann, cuán implicado estaba en todo cuanto ocurría, mantuvo una actitud distante, no hostil, sino vigilante. La prudencia sólo dejó paso a la ira cuando el coronel comentó:

– Es una suerte que no tuviese nada comprometedor en su agenda.

– ¿Acaso alguien esperaba que lo hubiese? Soy un oficial que respeta las consignas.

Dollmann meneó la cabeza. Dejó la agenda en la barra y, como Bora no hizo movimiento alguno para cogerla, la empujó hacia él.

– Copie rápidamente las direcciones que más le interesen. Tiene que devolvérmela. No diga que no le advertí.

– Me advirtió acerca de mi diario. En cuanto a cualquier otra cosa que pudieran estar buscando, no la encontrarán.

Aun después de que Dollmann se hubiese acabado la sambuca, Bora seguía percibiendo su intenso olor a jabón. La copa era pequeña y el SS volvió a llenarla.

– Bora, ¿cómo se le puede seducir? A la mayoría de los hombres les gusta que les seduzcan.

– Kappler lo intentó antes que usted, coronel.

– ¿Se atreve a comparar mis motivos con los de Kappler?

– No, pero la seducción es lo que es.

– Entonces, le hablaré con toda franqueza: a menos que se haga algo para recomponer la estructura rota por la infortunada muerte de Hohmann, sobrevendrá un desastre en el Vaticano, el palacio de Letrán, San Pablo y todos los lugares donde hay judíos escondidos.

– Usted es amigo de Himmler.

Dollmann unió las muñecas, con los puños cerrados, en un gesto elocuente.

– Usted tiene una sola mano, pero es libre.

Aquélla no era una telaraña que Bora pudiese romper. Se sentía como si en su interior un animal salvaje intentase husmear la trampa para reconocer el olor del cazador. Se resistió a Dollmann hasta el punto de evitar su mirada, aunque no era propio de él hablar sin mirar a la cara de su interlocutor.

El coronel apoyó los codos en la barra y le dijo casi al oído:

– ¿No ha puesto usted en peligro su carrera y su vida por Guidi, que no es nada para usted, igual que su esposa no era nadie para usted? ¿No se está arriesgando demasiado por un sacerdote muerto? Es el momento de que se una a los suyos.

– Nadie es «de los míos», que yo sepa.

– Excepto yo.

Bora oyó la frase, que se introdujo subrepticiamente en su interior, y se sintió herido por ella de una forma inesperada, personal.

– Entonces, demuéstremelo. Usted sabe igual que yo quién está detrás de la muerte del cardenal. ¿Qué va a hacer al respecto?

Dollmann dejó escapar una risa borboteante.

– Ese no es un buen movimiento, Bora. Retire el peón y colóquelo en otra casilla… no le penalizaré por ello.

Luego permaneció en silencio un rato, durante el cual la tensión creció entre ellos. La gente iba y venía de la barra, y para ellos debían de parecer solamente unos oficiales que tomaban una copa, una vez acabado el servicio. Al cabo Dollmann volvió a hablar, muy serio:

– Escúcheme. Le hablo desde su lado umbrío… no el oscuro, sino el que recibe menos luz. Yo estoy más cerca de lo que usted anda buscando que cualquier hermano sustituto. Guidi no está a su altura; yo sí. El es débil porque no se atreve y carece de pasión, y por lo tanto no puede ser su amigo y no lo será. Es un hombre aburrido. En cambio, usted y yo somos de la misma clase; somos personas cerebrales, dominamos el juego. Hemos estado jugando a él desde que nos conocimos y podíamos haber sido enemigos fácilmente, pero tenemos demasiado en común. Existe entre nosotros cierta afinidad.

– ¿Y qué saldrá de eso?

Dollmann le puso la agenda en la mano y Bora vio que había un trozo de papel metido en el centro. Lo sacó cuidadosamente con el índice y el pulgar. Lo desdobló y vio que era una lista de las SS, una relación de las familias a las que iban a arrestar a la mañana siguiente. Por los apellidos supo que eran judíos.

– ¡Este es un documento confidencial!

– En efecto.

Bora tragó saliva.

– ¿Y qué espera que haga? ¿Que me duerma sabiendo esto?

– No. Lo que quiero es que se sienta incómodo.

Qué bien funcionaba la trampa. Bora estaba lo bastante cerca para oler el acero de sus resortes. Mirando al SS a la cara dijo:

– Coronel Dollmann, quizá haya sido distinto para usted, pero en los últimos cinco años he tratado de considerar que esta terrible experiencia tiene la única cualidad que redime a toda guerra: los temas quedan en ella claramente definidos y la lealtad es incuestionable. Yo tenía mis dudas, y Dios sabe que me enfrenté a ellas lo mejor que pude, pero la horrible elección moral no desaparecerá. No necesito que venga aquí a recordarme que todos estamos colgados de esa soga.

– Muy bien expresado. ¿Le apetece ahora una sambuca?

– No, por favor.

Dollmann metió el trozo de papel en el bolsillo de Bora. Le volvió la espalda mientras el mayor copiaba unas pocas direcciones en su libreta.

– Representan Tosca, con Maria Caniglia. ¿Quiere venir conmigo?

Bora le devolvió la agenda fríamente.

– ¿Y quién interpreta a Cavaradossi?

– Gigli, por supuesto.

– Entonces iré.

29 DE ABRIL

El sábado por la mañana, la secretaria de Bora sacó unos fajos de documentos de los cajones de su escritorio, recogió sus escasas pertenencias y preguntó al general Westphal si podía irse.

– ¿No quiere esperar hasta que el mayor vuelva de Soratte? Falta menos de una hora.

La joven respondió que no. Westphal sintió pena por ella, pero la dejó marchar.

El profesor Maiuli comentó a Antonio Rau que creía que no había hecho ningún progreso durante las semanas que llevaba estudiando latín. A aquel paso, todavía estarían en la segunda declinación cuando llegase el ferragosto. Tenía que aplicarse, qué demonios. Cobrar dinero por unas lecciones que no parecían penetrar, como dijo, «más allá del pabellón auditivo» era casi como robar. Rau se disculpó y prometió esforzarse; en cualquier caso, ir allí era todo un privilegio, aunque sólo fuera para escuchar a alguien que conocía el latín mejor que un antiguo romano. Además, tal vez pudiera intensificar su estudio. Como su madre se había puesto enferma y, después del ataque a via Nomentana, unos parientes se habían mudado a su casa, que se había quedado pequeña, se preguntaba si podía alojarse allí durante un par de semanas. Estaba dispuesto a pagar cien liras al día, y se contentaría con dormir en el sofá del salón.

La signora Carmela, que había estado escuchando, dijo que, por supuesto, la decisión correspondía al profesor, pero que ella pensaba que era mucho más equitativo calcular una cantidad mensual y luego dividirla por la mitad. Rau se sintió insultado. Ni hablar del asunto.

– ¿Acaso da la sensación de que no puedo permitírmelo Además, no sé cuánto tiempo me quedaré. Puede ser menos de dos semanas, puede ser más; todo depende de mis parientes, ya sabe, de si encuentran otro alojamiento. Tengo permiso de las autoridades para trasladarme. -Y si a ellos no les importaba, añadió Rau, llevaría tres o cuatro maletas que pertenecían a sus familiares. No contenían ningún objeto frágil y podían meterlas debajo de cualquier cama.

Para los prudentes Maiuli, cobrar mil cuatrocientas liras significaba la posibilidad de comprar carne y queso en el mercado negro. Y todo en aquel acuerdo les aconsejaba no informar a Guidi, por el momento.

30 DE ABRIL

A las ocho de la mañana, en un domingo en que el hospital de piazza Vescovio estaba inusitadamente tranquilo, el capitán Treib le dijo:

– Puede volver a la circulación. La prueba de Wassermann es okey.

Que lo expresara de ese modo hizo sonreír a Bora, no sólo por lo que significaba, sino por la concesión informal a la manera de hablar de los norteamericanos.

– Vamos a mi despacho -añadió Treib a continuación-. Hay algo más de lo que quiero hablar con usted. -Una vez sentado tras el escritorio metálico, preguntó-: ¿Cada cuánto tiempo siente usted dolor? ¿Todos los días?

No tenía sentido mentirle, pensó Bora.

– Casi cada día -reconoció.

– No va a mejorar, supongo que ya lo sabe. Estoy seguro de que en el norte se lo dijeron, e incluso trataron de arreglarlo. Habrá que abrir de nuevo.

Por un momento fue como estar sentado ante el médico italiano, cinco meses antes. Bora se encendió un cigarrillo.

– No puedo permitirme pasar un tiempo en el hospital.

– La cuestión es si puede permitirse ponerse enfermo en el trabajo. -Treib le miraba con expresión serena, con el respaldo de la silla apoyado contra la pared gris de la habitación-. Cuando esto termine, volverá a su regimiento, estoy seguro… le vi bajo las bombas en Aprilia. Este entreacto dedicado a las tareas diplomáticas le ha servido para recuperarse. -Bajó la vista cuando Bora le miró fijamente-. Bueno, ¿qué me dice de ese dolor? ¿Es usted uno de esos a los que la suerte hace sentirse inmortales?

Bora sonrió.

– Dos años en Rusia, con captura por parte del Ejército Rojo y huida incluidas, apenas sin un rasguño. Era dificil aceptar que el mismo cuerpo invulnerable podía resultar herido en una carretera rural de Italia.

– ¿Y ahora?

– Ahora me pregunto si un hombre que tiene dolores actúa como lo haría en circunstancias normales o reacciona a su propio sufrimiento proyectándolo. ¿Es el bienestar un requisito para la contención? -Bora esbozó una media sonrisa-. Mantengo el equilibrio, pero no sé a costa de qué. Mi mujer dice que soy un estoico, pero no es cierto. Sencillamente rechazo los problemas. Los niego. Si digo que no hay dolor, por Dios que no lo hay.

– Pero está ahí.

– Sí. Por otro lado, es cierto que lo que deseo es el servicio activo. Ahí la vida es real.

– Sólo porque lo contrario de la vida también lo es. -Treib levantó la mano para enseñarle la cicatriz que le había dejado la bala disparada por la resistencia junto a Albano-. Como averigüé yo mismo hace dos meses.

Bora se alegró de poder dejar a un lado el tema de la intervención quirúrgica.

– Por cierto, ¿qué fue de los prisioneros que escaparon durante el ataque? -preguntó.

– Escaparon, es lo único que sé. Eran dos de los heridos que habíamos capturado en Salerno, uno de ellos por segunda vez.

– ¿Herido dos veces?

– No. Capturado dos veces. -La sonrisa de Treib no disimulaba el cansancio que expresaban sus ojos-. Pero consiguió escapar dos veces, así que estamos a la par. Aun con una hala en el muslo, saltó como un conejo por encima de un laberinto de setos v se largó.

– Todos corremos cuando nos persiguen. -Bora pensaba en Rusia, cuando logró huir por los pelos, pero no lo mencionó. Apagó el cigarrillo después de una última y larga calada y preguntó-: ¿Qué puede usted decirme sobre el coma diabético?

Treib actuó como si no se diera cuenta de que Bora quería cambiar de tema.

– ¿Se refiere al coma diabético o al hipoglucémico? Es distinto.

– No sabría decirle.

– Bueno, el segundo aparece cuando el azúcar en la sangre cae por debajo de un cero coma siete por ciento, con la aparición de los primeros síntomas: debilidad, sudor, nerviosismo, midriasis o pupilas dilatadas. Cuando se llega al cero con tres por ciento, se pierde el conocimiento y se entra en coma. El primero está ocasionado por una insuficiencia de insulina y entre sus signos figuran sequedad cutánea, un aliento típico de acetona y pupilas contraídas. Sin tratamiento (y en ocasiones incluso con él) ambos conducen a la muerte.

»Vamos, Bora, ¿qué me dice? Estoy deseando operarle el brazo; le daré el alta al cabo de un par de días. No podré ponerle la prótesis de inmediato, pero se encontrará mejor.

– Si tengo un fin de semana libre, vendré. Así pues, si se administra una dosis excesiva de insulina, ¿se podría inducir un coma hipoglucémico?

– Sí. En cuanto a la operación, tómese unos días libres… En cualquier caso, todo está perdido, ¿no se da cuenta?

– No. -Era lo último que Bora deseaba oír, e interrumpió de inmediato al médico-. En el norte, no. Queda al menos un año de lucha en las montañas.

– De acuerdo, un año quizá. ¿Quiere ir tirando a base de morfina?

Bora desvió la vista. También había oído aquello antes.

Aprovechando el momento, Treib enderezó la silla y consultó su calendario.

– Nos veremos aquí dentro de dos sábados, a las cinco. No coma nada ese día. Traiga una muda y los artículos de afeitado. Y un libro para leer, si le apetece.

– Tendré que estar fuera al cabo de veinticuatro horas.

– Le echaré de aquí en cuanto me asegure de que no tiene una hemorragia secundaria.

MAYO

El lunes, desde los puntos más elevados de la ciudad se veían fuegos ardiendo en las colinas no demasiado distantes, en la llanura de Velletri e incluso en el este, hacia Tivoli. En la relativa tranquilidad del monte Soratte, Kesselring escuchó a Bora enumerar los tesoros históricos de las pequeñas ciudades al norte de Roma. «Haré lo que pueda -decía de vez en cuando, o bien-: Ésta es la última guerra en la que se salvan cosas como ésas.»

La reunión estaba a punto de finalizar y el mariscal de campo se mostraba indulgente con su afán de insistir en los detalles.

– Me aburre con esa información, Martin, cuando tengo unas noticias que, en comparación, podrían ser buenas para usted. Este mes, la guerrilla antipartisana de Italia pasará a mi mando y estará controlada por los oficiales del ejército en el campo de batalla. Desde luego, todavía somos un híbrido (mi cabeza y la del jefe supremo de las SS en un solo cuello), pero el reconocimiento de los partisanos se encomendará a personas como usted.

– ¿Y qué hay de Roma?

– Sigue a cargo de los hombres de Kappler en la ciudad.

***

Guidi encontró despreciable el entusiasmo de los romanos ante la última distribución de alimentos de primera necesidad por parte del general Maelzer. El martilleo constante de los ataques aéreos en torno a la ciudad daba al día primaveral un eco de tormentas que se aproximaban. El único hecho positivo había adoptado una forma inusitada: la visita de un miliciano, que le había informado de que estaba en el vecindario cuando «mataron a la chica alemana». Era la primera vez que un testigo se refería a la muerte de la joven como un asesinato. Aunque estaba seguro de que era el mismísimo hombre que Merlo había enviado a espiar al capitán Sutor, de la entrevista había sacado información que podía resultar concluyente.

Sentado de espaldas a la ventana (no quería ver las paredes de las casas de enfrente, llenas de cicatrices de metralla después de la bomba que había explotado hacía casi seis semanas), releía sus notas. Sutor había acompañado a Magda Reiner a su casa, pero no se había marchado de inmediato. Había permanecido al menos quince minutos en su apartamento, de donde salió alrededor de las siete y cuarto. Magda lo acompañó y al parecer discutieron. Sutor subió al coche y se sentó mientras ella, presumiblemente, volvía al piso. Entonces el SS volvió a entrar. «Y se quedó dentro.» Con el alboroto que se produjo en la calle después de la muerte de la joven, el miliciano no sabía si el alemán había abandonado el edificio, pero estaba seguro de que se hallaba dentro cuando Magda cayó por la ventana.

Guidi estuvo tentado de llamar a Bora, pero se lo pensó mejor. ¿Por qué darle una vez más la oportunidad de hacerse cargo de todo y tergiversar los datos a su modo? «No, esta información es mía. El policía soy yo. No pienso compartirla con Caruso ni con Bota.»

Aquella tarde, buscaba premiarse con la paz impostada de via Paganini, cuando vio a Antonio Rau cómodamente instalado en el salón de los Maiuli. El joven se mostró cortante, incluso maleducado. Cuando Guidi intentó convencerle de que salieran fuera para aclarar las cosas de una vez, él repuso:

– ¿De qué tenemos que hablar? Pago el alquiler igual que usted.

La cena fue más abundante que de costumbre, pero tensa. Los Maiuli comían corno ratoncitos discretos e intercambiaban miradas de vez en cuando. Francesca y Rau charlaban con una alegría forzada. Cuando el joven pronunció una frasecilla en latín para sacar al profesor de su mutismo, Guidi consideró que ya había tenido bastante. Se levantó de la mesa y se fue a su habitación.

Tendido boca arriba en la cama, miró la mancha de humedad del techo, que durante los cuatro meses anteriores le había parecido una especie de rana con la lengua fuera. De modo que aquél era el «amigo» a quien Francesca quería alojar allí. La llegada de Rau suponía una amenaza más inmediata aún para la casa. Seguramente las SS mantenían una vigilancia estrecha sobre sus traductores. Debía de estar al tanto de la ausencia del joven de la ciudad y ahora de su mudanza, por mucho que hubiese obtenido permiso para el traslado. Lo poco que había comido le volvió amargamente a la garganta, mientras pensaba que se veía arrastrado a aquel juego, él, a quien los alemanes habían estado a punto de matar en las Fosas. De todos modos, Francesca tenía razón; al final había que elegir de parte de quién se estaba.

La mancha en forma de rana que había en el techo pareció balancearse cuando movió la cabeza en la almohada. Rau le había evitado aquella noche, pero tendría que hablar con él al día siguiente. Desde luego. ¿Y después? El que estaba atrapado era él, Sandro Guidi, porque no podía hablar y tampoco quedarse callado. Se levantó de la cama al cabo de un rato, se dirigió al comedor y anunció que abandonaría la casa a finales de aquel mes.

El doctor Mannucci, que se había quedado en su farmacia hasta tarde, como de costumbre, fue a cerrar ambas puertas cuando Bora le formuló la pregunta.

– Ya me parecía a mí que había venido muy lejos sólo para comprar Cibalgina -comentó. Luego, volviendo a la pregunta, añadió-: Puede averiguar lo de la receta a través de los Hermanos de la Caridad; son ellos los que llevan la farmacia del Vaticano. Apuesto a que la dama adquirió el medicamento allí, ya que es difícil conseguir insulina. Marca Sagone, ¿verdad?

– No lo sé.

– Tiene que ser ésa. Belfanti, Erba y las demás desaparecieron de las farmacias hace meses.

– A pesar de mis relaciones en el Vaticano -repuso Bora, que tuvo la desfachatez de mencionar el nombre de Montini y Borromeo-, dudo que los buenos hermanos me digan si a ella se le habían acabado las recetas. A usted le harían mucho más caso, dadas las circunstancias.

Mannucci retiró al gordo gato del mostrador.

– Baja, Salolo, baja. -Negó con la cabeza cuando Bora hizo ademán de pagarle el analgésico-. No le prometo nada, mayor. Deme un par de días antes de volver a llamar y veré qué puedo hacer.

Sin embargo, Bora no tuvo que esperar tanto. El viernes por la tarde, el farmacéutico le telefoneó. Le había costado un poco, pero al final el hermano Michele había accedido a explicarle que la receta de la Fonseca se había renovado recientemente. Solo en su oficina, Bora vio cómo la pieza encajaba en el rompecabezas y sintió un escalofrío.

Todo cobraba sentido. Los fragmentos de ampollas de cristal en el baño de Marina que le había mencionado el policía lombardo, quien le había comentado entre dientes: «Me pregunto qué será todo esto, ya que no hay envases ni jeringuillas por ninguna parte.» Las marcas de pinchazos en los brazos de Marina. Sus pupilas dilatadas.

– Estoy en deuda con usted, doctor Mannucci -dijo Bora. -No es nada.

– No; insisto. Hasta el punto de que voy a permitirme darle un consejo. Recuerde a sus parientes políticos, si es que tiene alguno y si residen en largo Trionfale, que se anden con mucho cuidado en estos tiempos difíciles. Nuestro ejército es menos inquisitivo que otros acerca de las armas de fuego escondidas, pero tenemos nuestra curiosidad.

9 DE MAYO

El mismo día que los rusos tomaban Sebastopol, el general Wolff organizó una cena. Bora tuvo que asistir en nombre de Westphal, el único representante del ejército en una mesa llena de SS. Nadie le habló y él no habló con nadie.

Dollmann, que le había mirado de vez en cuando desde la mesa de Wolff, después de la cena le aconsejó:

– Procure que nuestro querido Westphal le envíe al Vaticano con cualquier excusa mañana. Wolff tiene una audiencia privada con el Papa, y habrá politiqueo en acción.

Bora había dormido mal y estaba muy susceptible. Justo antes de amanecer había soñado que le habían vaciado la habitación, registrado el uniforme y robado el diario. Pero era su habitación de Lago, meses atrás; el uniforme era el de invierno de los días rusos, y en el diario sólo había escrito el nombre de Dollmann. Estuvo a punto de rechazar la propuesta. Sin embargo, sería una oportunidad de hablar en privado con Borromeo sobre el cardenal Hohmann, de modo que decidió pedir permiso para ir.

Fiel a su costumbre de no tomar nunca la misma ruta, indicó a su chófer que al día siguiente lo recogiera en el cuartel general a la hora del almuerzo y lo llevase al Vaticano por corso Italia, via Salaria, via Paganini, via Aldovrandi, viale Mazzini y viale Angelico.

10 DE MAYO

El disparo no se oyó en el piso, en parte porque la signora Carmela tenía la radio encendida. Guidi estaba en casa por casualidad entre viaje y viaje a Tor di Nona, donde la investigación de las actividades del mercado negro era una causa absolutamente perdida.

No se oyó el disparo, y tampoco el chirrido de los neumáticos del Mercedes en el pavimento y su frenazo después de subirse al bordillo en el recodo de via Paganini. Lo que siguió fue un barullo en las escaleras, e inmediatamente unos frenéticos golpes en la puerta. Guidi se apresuró a abrir. Antonio Rau entró como un rayo, atravesó el recibidor hacia el cuarto de baño y salió por la ventana de éste hacia la parte de atrás. Menos de diez segundos después, apareció un soldado alemán con una metralleta, que hizo el mismo camino y saltó también por la ventana.

La signora Carmela se quedó petrificada, pero no tanto como para no levantarse y chillar. El profesor salió de la cocina en mangas de camisa y, amplificada y más áspera por el eco de la escalera, Guidi reconoció la furiosa voz de Bora, que ordenaba a un grupo de soldados armados hasta los dientes que entrasen en uno de los pisos.

No pudo evitar gritar:

– ¿Qué demonios está pasando, mayor Bora? ¿Qué es esto? El mayor ni siquiera le miró. Estaba al pie de las escaleras e indicaba a los soldados que subieran.

– ¡Quítese de mi camino, Guidi!

Y ni Guidi ni los demás hicieron otra cosa cuando el mayor en persona se abrió paso hacia la casa de los Maiuli. Sin preguntar, buscó el teléfono con la vista y dijo unas palabras en el auricular. Desde las escaleras llegaron los agudos gritos de Pompilia Marasca, a quien los alemanes debían de estar sacando a la fuerza de su piso.

– ¿A qué viene esto? -preguntó Guidi.

Había tal angustia en su voz que Bora respondió:

– Si quiere ser útil, diga a los demás inquilinos que vayan a la calle. Acaban de disparar a mi coche ahí fuera… Han roto una ventanilla y los cristales me han caído en el regazo, maldita sea; luego el hombre ha echado a correr y ha entrado en este edificio.

Guidi palideció al pensar en Antonio Rau. Sacaron a los Maiuli junto con Pompilia, que se resistió de tal modo que tuvo que sujetarla un robusto y joven soldado, a quien los pechos de la mujer golpeaban mientras lo hacía. Con la pistola en la mano, Bora subió al segundo piso, seguido por el inspector, que intentaba razonar con él aun a sabiendas de que era imposible.

– ¿No habríamos oído el tiro si hubiese venido…?

– Cállese.

Los soldados arrancaron la lista obligatoria pegada a la puerta. Una por una, empujaron y sacaron de sus habitaciones a todas las personas, y a los pocos minutos llegaron a toda prisa más soldados de la calle y empezaron a registrar los pisos. Guidi temía lo que pudieran encontrar en el dormitorio de Francesca. Miraba con impotencia a los soldados, que provocaban una tormenta de tintineos en las urnas de cristal del salón e invadían la cocina y las habitaciones. Desde la de los Maiuli llegó una exclamación que hizo que un soldado subiera corriendo por las escaleras en busca de Bora. Sacaron dos maletas al salón y las abrieron sobre el suelo para que las viera el mayor. Estaban atiborradas de ropa vieja, pero por la forma en que los alemanes tocaban y olían las prendas Guidi dedujo que las manchas de grasa revelaban que recientemente se habían escondido armas entre ellas.

Bora no quiso oír nada más. Ordenó que subiesen los Maiuli. La signora Carmela no parecía entender la relación entre las maletas y un peligro inmediato, pero el profesor sí. Dirigió una mirada avergonzada y desesperada a Guidi. Dio a Bora su palabra de honor de que desconocía la presencia de armas, pero estaba dispuesto a responder por ello como dueño de la casa.

– Desde luego que lo hará -le interrumpió Bora-. ¿Quién más vive aquí? -Se volvió hacia Guidi-. ¿Usted y quién más? ¿Su novia? ¿Quién más?

– Un hombre que se llama Rau, un estudiante -intervino Maiuli.

– No estoy hablando con usted. Guidi, ¿quién más vive aquí?

– Nadie más, mayor.

– ¿Dónde está la mujer?

– Ha salido. No sea ridículo, está embarazada de nueve meses. ¿Qué puede querer de ella?

Bora salió del salón y Guidi fue tras él. Los soldados estaban registrando la habitación de Francesca y solo cuando la hubieron examinado de arriba abajo entraron en el baño, donde Bora les ordenó que lo registraran todo, incluso la cisterna que había encima del inodoro. Y valió la pena. En su interior hallaron, protegida por una funda impermeable, una pistola.

– Será mejor que encontremos al tal Rau o su novia lo pagará, embarazada o no.

Obligaron a formar una fila en la estrecha calle a todos los hombres adultos, incluidos los estudiantes, el viejo pianista y el profesor. En cuanto a Pompilia, los soldados la subieron al camión con sonrisas contenidas cuando la mujer dejó que se le levantara la falda floreada por encima de las rodillas y asomaron los cierres de las ligas en sus muslos.

Guidi se quedó de pie en la puerta, lejos de los demás. El Mercedes de Bora se había detenido al otro lado de la calle, ante el edificio de enfrente. Parecía imposible que el proyectil que había abierto el enorme agujero en la ventanilla lateral no le hubiese dado. El chófer barría los fragmentos de cristal del asiento posterior. ¿Cómo no habían visto los atacantes el camión del ejército que seguía al automóvil del estado mayor? Probablemente el vehículo pesado había aminorado la marcha para coger bien la curva, en un lugar donde una serie de garajes privados estrechaban la calzada. En cualquier caso, dos soldados conducían a Antonio Rau, con las manos cruzadas en la nuca, de vuelta desde via Bellini.

Cuando Bora se sentó en el asiento del pasajero del Mercedes y cerró la portezuela de un golpe, Guidi se acercó y empezó a aporrearla.

– ¿A mí no me arrestan como a los demás? -exclamó.

El alemán bajó la ventanilla sólo lo suficiente para que se oyera su voz, cargada de desprecio:

– Usted no se atrevería a dispararme.

En la desolación de la casa, las mujeres se congregaron en el salón de los Maiuli para lamentarse, sin saber que allí se habían encontrado armas. Cuando la signora Carmela, aturdida, les informó, Guidi tuvo que entrar para evitar que la atacaran. Apelaron a él; era policía, ¿no podía hacer nada? El inspector sabía que no podía hacer nada hasta que la cólera de Bora se aplacara. Y lo más probable era que la ira del mayor se desatara al saber que Rau era traductor de las fuerzas de ocupación alemanas.

Francesca regresó a las cinco en punto. Por el estado de la casa era evidente lo que había ocurrido. Fue de habitación en habitación y finalmente se detuvo ante la puerta de la suya, con la cara pálida y angustiada. Guidi se acercó a ella. La joven le susurró atropelladamente:

– No es culpa mía que ese idiota se dejara coger. Ahora debo preocuparme por mí misma, si habla.

En el desordenado salón, la signora Carmela lloraba.

– ¿Cómo ha podido Antonio hacernos esto, Francesca? Supongo que fueron sus parientes quienes metieron las armas en las maletas… pero ¿cómo fue a parar una a la cisterna del baño?

– Deje de llorar -espetó Francesca con irritación-. No sirve de nada. -Luego se volvió hacia Guidi-. ¿Por qué sigues aquí? ¿Los alemanes consideran que no representas ninguna amenaza?

Guidi dejó que demostrara su nerviosismo a su manera, enderezando los cuadros y colocando las urnas de nuevo sobre los santos. Su frialdad ante el peligro le impresionaba.

– ¿Quieres que te lleve en coche a algún sitio? -preguntó.

– No.

La joven se sentó en el sillón del profesor, lo que hizo que las lágrimas volvieran a brotar de los ojos de la signora Carmela. Sólo cuando la anciana se retiró para llorar a solas hasta quedarse dormida, pudieron hablar con total libertad. Francesca esbozó una sonrisa enigmática.

– ¿Qué puedo hacer? Si los alemanes vienen por mí, no podré salir corriendo. Y me temo que no dudarían en disparar a una mujer embarazada.

– Maiuli no durará ni una semana si le ponen a limpiar escombros o a arrastrar cuerpos.

– Podrían haberse negado a que Antonio trajera las maletas. Nadie puede hacerse responsable de la estupidez de los demás.

– ¿Y si Antonio habla?

– Se armaría un buen lío. Sabe mucho. Las SS lo reclamarán, seguro… bueno, ellos le conocen.

– ¿Y qué te ocurrirá a ti?

– Con suerte, le matarán antes de que hable.

– ¡Dios mío, Francesca, ésa no es una respuesta!

La joven volvió a esbozar aquella sonrisa extrañamente serena.

– Si tienes miedo por mí, pierdes el tiempo. Lo que tenga que ocurrir ocurrirá. -Se apretó el abultado vientre y miró a Guidi desde el sillón-. Está bajando. Dentro de un par de semanas habrá salido y entonces podremos hacer el amor de nuevo.

El inspector retrocedió, acongojado al oír sus palabras y por haberle dado motivos para pronunciarlas. No tenía ni deseos ni impulsos en aquel momento, y todo cuanto sentía se hallaba envuelto en la tristeza de lo que se avecinaba.

11 DE MAYO

Bora estaba solo en la oficina cuando llegó la noticia del ataque masivo a la línea Gustav. Al instante le brotó un sudor frío. Era la batalla final que preveía Kesselring y había empezado con el fuego simultáneo de más de mil grandes cañones, desde Cassino hasta el mar. Qué momento para que Westphal se tomara un permiso, junto con varios jefes del ejército. Borró de su mente el hecho de que había tenido que entregar a Rau a las SS y empezó su ronda de llamadas al mariscal de campo y al despacho de Maelzer, mientras buscaba también una forma de localizar al general Westphal.

De pronto era cuestión de días. Tres semanas, dos, quizá menos. Seguía los procedimientos metódicamente, se concentraba en una cosa cada vez; de ese modo los acontecimientos no perdían su gravedad, pero al menos lograba valorarlos en su justa medida. Los aliados sólo tardarían tres días en romper la línea. Por la tarde voló a Soratte, donde se enteró de que, tan pronto el baluarte de Cassino cayese, las tropas se replegarían en la periferia de Roma. Bora tuvo que salir de la sala de conferencias para serenarse. Westphal, que acababa de llegar, intercambió una mirada adusta con él; por primera vez parecía a punto de desmoronarse.

De vuelta en Roma al día siguiente, Bora supo que después de un contraataque las lineas alemanas habían cedido en torno a las cimas fuertemente custodiadas que daban al valle, enfrente de Cassino, y las tropas marroquíes entraban en tropel. Cuando Sutor le llamó para comunicarle lacónicamente que los guardias se habían visto obligados a matar a Antonio Rau antes de poder sacarle ninguna información, fue como un anticlímax. El mayor se echó a reír.

Durante todo el viernes Guidí no dejó de plantearse si debía tragarse su orgullo y hablar a Bora del profesor, a quien había visto carretear desechos en la orilla del Tíber con un pañuelo atado a la cabeza calva para protegerse del sol. Un soldado alemán de no más de dieciséis años estaba sentado en un bidón de gasolina vacío, a pocos pasos de distancia, sin preocuparse por la velocidad con que se efectuaba la operación. Aun así, era un trabajo muy duro para alguien que nunca había levantado nada que pesara más que un libro.

A pesar de las noticias alentadoras que transmitían las emisoras de radio «libres», la signora Carmela se había sumido en un estado de muda apatía y casi había que darle de comer en la boca. Hablaba del profesor como si hubiese muerto y había colgado una cinta negra en la puerta de entrada. A la hora de la cena, Francesca recibió una llamada de una mujer que, sin identificarse, se limitó a decir: «El vino se ha agriado.»

Por su reacción Guidi supuso que era algo grave.

– ¿Buenas o malas noticias?

– Buenas -respondió Francesca con voz temblorosa-. Antonio ha muerto sin delatarnos.

El sábado, dos montañas más a lo largo de la línea Gustav cayeron en manos del enemigo, después de cuatro horas de duros cornbates. El monte Majo fue tomado por los franceses a las tres de la tarde. A las cinco Treib telefoneó desde el hospital para recordar a Bora que tenían una cita. Fue Westphal quien atendió la llamada.

Lárguese -dijo al mayor con irritación-. No va a salvar el frente quedándose aquí en lugar de acudir a la cita que tenía.

***

Guidi se sintió aliviado al enterarse de que Bora no estaba, porque así podía decirse que al menos lo había intentado. Del ordenanza evasivo que descolgó el teléfono en el cuartel general recibió una información no solicitada:

– El mayor ha dejado el siguiente mensaje para usted, inspector: «Tengo noticias importantes. Póngase en contacto con el capitán Hanno Treib en el hospital de piazza Vescovio si no he vuelto el lunes.»

14 DE MAYO

– Bien, aquí está el gato curioso, sin la pata que perdió con la manteca.

Al volver la cabeza en la almohada Bora notó que se agudizaba el dolor en la sutura del brazo izquierdo.

– Adelante, coronel Dollmann.

Este se quedó de pie junto al lecho.

– ¿Por qué no me dijo que iban a operarle? Le he buscado por todas partes. Le he traído un libro de poesía. -Se sentó y observó la figura de Bora bajo la fina colcha.

– Gracias. Si los puntos se curan bien, saldré esta noche o mañana por la mañana. Dígaselo al general Westphal, por favor.

– Westphal está en Soratte. Me manda decirle que se lo tome con calma.

– Saldré mañana, como muy tarde.

Dollmann se fijó en el grueso vendaje que remataba el brazo de Bora, que tenía apoyado sobre una toalla doblada para que la muñeca reposase ligeramente por encima del nivel del codo. El brazo era fuerte, con vello rubio, musculoso. Bora cerró los ojos para no ver cómo le miraba Dollmann.

– ¿Hay novedades en el frente?

– Estamos perdiendo terreno rápidamente. Santa Maria Infante será lo siguiente. Los hombres están haciendo milagros, pero los milagros ya no pueden detener esto. -Dollmann se puso en pie. Fue a cerrar la puerta y caminó de nuevo hacia la cama

Dios mediante, el mariscal de campo convencerá al führer de que no queme toda Roma.

Bora abrió los ojos.

– ¿Se contemplaba esa posibilidad?

– Dada la situación, sí. Mire, Bora… tengo sólo unos minutos y no he venido sólo para preguntar por su salud. No me gusta hacerlo de esta forma, pero ahora está inmovilizado y bastante débil, de modo que tendrá que escucharme. -Dollmann se inclinó hacia él, con el torso en ángulo, como un sacerdote que oye atentamente la confesión más que como alguien a punto de revelar un secreto-. Sé más de lo que cree, de todo. Sé lo que Borromeo le está obligando a hacer sin darse cuenta o preocuparse por los riesgos que ello entraña. Sé cosas de Polonia, de Lago. No niegue nada, lo sé.

Bora sintió náuseas, contenidas sólo porque ya había vomitado todo lo que tenía dentro, hasta la saliva.

– Me gustaría que me dejara en paz, coronel.

– Ni hablar. No sé que sospecha que le ocurrió a Hohmann, pero le ruego que lo deje, en vista de lo que tengo que decirle. Me dirijo a usted porque le conozco y por su visita a Foa, y espero que escuche más atentamente que nunca en toda su vida. Es el último acto importante que llevará usted a cabo en Roma, porque en todos los demás sentidos estamos derrotados. Bora, hay un informante que lleva varias semanas denunciando judíos a Kappler. Le pagan por ello. Cientos de personas (no; no me interrumpa), cientos de personas que podrían haber sobrevivido han sido entregadas para su deportación. Ambos sabemos lo que eso significa, que Dios nos perdone. Hohmann consiguió contrarrestar la operación hasta cierto punto, pero ahora ha desaparecido. El esperaba que usted continuase el trabajo.

– Coronel, el cardenal Borromeo ya…

– No estoy hablando de una intervención humanitaria, Bora. Compréndame. Y no me conteste nada a menos que esté dispuesto a hacer algo al respecto.

Dollmann no apartaba la vista de los ojos de Bora, quien observaba atentamente sus rasgos. El mayor consiguió apaciguar su respiración. La herida reabierta y los nervios recién cortados le producían un dolor agudísimo, despiadado, que lo debilitaba. La muerte, igual que aquel mediodía en Ara Coeli, pasó presurosa entre ellos, como la sombra de una nube ante el sol mengua la luz del día. Una oscuridad transitoria que ambos percibieron, una pena viril, diferente en cada uno de ellos pero no menos masculina. La necesidad de rebelarse que sentía Bora cedió ante esa pena. Movió la cabeza, sin llegar a asentir.

– Comprendo. ¿Cómo se puede hacer?

Dollmann tenía la frente perlada de sudor, una reacción que no parecía corresponder a un rostro tan controlado y sarcástico. Impulsivamente puso la mano en la rodilla de Bora.

– Gracias a Dios, Bora. Gracias a Dios. No esperaba otra cosa de usted. Por ahora es suficiente, ya hablaremos de los detalles. -Echó hacia atrás la silla y lentamente apartó la mano de la pierna de Bora-. Antes de marcharme, dígame si puedo hacer algo por usted.

Bora estaba ansioso por quedarse solo y borrar de su mente lo que habían dicho.

– Sí -repuso-. Hay algo. Haga lo que pueda para conseguirme una copia de esto. -Tendió una nota manuscrita al SS-. No tengo ni idea de dónde puede haber una, pero la necesito con la mayor urgencia. También necesitaré el nombre y el número de teléfono del jefe de los archivos del campo de detenidos en tránsito de Servigliano.

Dollmann asintió, ya de pie.

– ¿Debo informar a Guidi de que está aquí?

– No.

– Muy bien. -Desde los pies de la cama, donde lo había dejado, el coronel acercó a Bora el libro que le había llevado-. Los poemas son de ese encantador fascista estadounidense, Ezra Pound. Lea «El desván» cuando me vaya. Yo… bueno, estaremos en contacto.

Bora tragó saliva, un movimiento que envió dolorosísimas punzadas a su brazo. Observó cómo Dollmann llegaba a la puerta sin volverse y se alejaba. Su brazo parecía ansiar una boca con la que gritar, y recordó un antiguo dicho estoico: «A las partes asediadas por el dolor, permíteles, si pueden, dar su opinión sobre él.» Su cuerpo quería gritar. Combatió la necesidad de hacerlo respirando hondo. Su alma quería gritar también, por lo que Dollmann le había dicho.

El libro de poesía que tenía bajo la mano derecha era delgado, una buena edición. Tocó el lomo, abrió el libro y lo hojeó con movimientos suaves, hasta que llegó a «El desván». Era un poema corto, que terminaba así:

Ni en la vida hay cosa mejor que esta hora de clara frescura, la hora de despertarnos juntos.

Qué bien le comprendía Dollmann. Con él todo ocurría así; la seducción ante la que Bora había sucumbido estaba en su interior como deseo y sólo necesitaba un ligero estímulo para manifestarse. En ningún momento el SS había violentado su mente. En el frontispicio, con tinta negra, el coronel había escrito, en lugar de una dedicatoria firmada, el amargo chiste: «Roma, Kaputt Mundi.»

Francesca se cansó pronto del abatimiento de la signora Carmela. Además, quería comer caliente.

– Tendrá que animarse -le dijo con impaciencia-. Tiene suerte de que su marido esté todavía en Roma. Si no fuera tan inútil, podría llevarle algo para comer, en lugar de quedarse aquí sentada sin hacer nada.

– No puedo ir sola al otro lado de la ciudad…

– Pues tendrá que hacerlo si quiere verle. -Como la única reacción de la anciana parecía consistir en encogerse de hombros, Francesca buscó algo para distraerla-. ¿Quiere sentir cómo se mueve el niño?

La signora Carmela nunca había pensado en esa posibilidad.

– ¿Sentir cómo se mueve el niño…?

Se acercó vacilante a Francesca, que llevaba un fino vestido plisado en la parte delantera y cuyo ombligo se destacaba en la tela.

La signora Carmela no se atrevía a tocarla, de modo que la joven le guió la mano hacia el vientre.

– Espere. Ahora.

La signora Carmela se quedó asombrada. Durante toda la mañana le tocó el vientre una y otra vez, curiosa como una niña.

– ¿Le duele? Tiene que dolerle. ¿No le duele?

– No; no duele. ¿Por qué no nos prepara un poco de sopa? Al niño le gustaría.

El lunes, Bora se encontraba físicamente peor que nunca desde que estaba Roma. Había confiado en salir hacia el mediodía, pero tuvo una hemorragia a las cinco de la madrugada. Después de una breve lucha para contenerla, Treib no quiso ni oír hablar del alta.

– Si se está quieto y hace lo que le diga, quizá le deje salir el miércoles. Si llaman preguntando por usted, les diré que no pueden verle hasta entonces.

Así pues, Bora se resignó a quedarse allí y procuró no malgastar su energía. Dejó que las enfermeras le lavaran, le afeitaran, le dieran de comer, le tomasen la temperatura y la presión arterial, le pusieran inyecciones, le preguntaran si quería algo para aliviar el dolor. Sólo a esto dijo que no, porque quería mantener la cabeza despejada. Intentó dormir y se sumió en un duermevela lleno de imágenes extrañas del que enseguida salió. Detrás de la puerta de la habitación había un calendario con la loba romana (una compañía de gas lo usaba como reclamo publicitario) y se quedó dormido mirándola.

En su sueño, la loba de bronce estaba en su cama, pero no como un perro guardián, sino como un animal dispuesto a impedir que se levantase, que saliera de allí. El precio para que le dejara marchar era (él lo sabía) su mano derecha, y Bora dijo: «No puedo, no puedo… ¿qué haría yo?» Entonces era la señora Murphy la que estaba sentada a su lado, y ella le besó y a él le pareció tan hermoso que pensó que seguramente nunca amaría a ninguna otra persona. Dollmann entró en su sueño a continuación, con un extraño uniforme blanco de verano, de modo que parecía un comandante de la marina muy atildado. Pidió a la señora Murphy que saliera y dijo a Bora: «No podrá tenerla hasta que haya hecho lo que debe hacer.» Luego él veía que le faltaban las dos manos y la loba estaba sentada en la puerta, con sus medallas en la boca.

Pompilia Marasca volvió el lunes por la tarde y la recibieron unas caras ansiosas asomadas a las puertas. No tenía peor aspecto después de la detención, incluso llevaba un par de medias nuevas, con las costuras marcadas en las gruesas pantorrillas. Sólo cuando un inquilino del segundo le preguntó cómo le había ido, alzó la vista al cielo con el entrecejo fruncido como una mártir, señal de que estaba dispuesta a que la interrogaran sobre su suplicio. Explicó que la habían llevado a la prisión femenina de Mantellate y había pasado allí la noche imaginando toda suerte de horrores. Le habían hecho preguntas y al final la habían soltado.

– ¿Ha visto al profesor? -inquirió la signora Carmela desde su puerta.

– No; porque separaron a los hombres y las mujeres, y yo era la única mujer. A los hombres se los llevaron a trabajar. -Pompilia se volvió hacia otro vecino curioso, con los rojos labios apretados-. ¿A mí? No; no me han hecho trabajar. Estoy muy mal de los nervios. Enseguida se dieron cuenta.

– Entonces -insistió un tercer vecino-, ¿dónde ha estado desde que la soltaron?

Pompilia no respondió.

– Necesito descansar. -Echó la cabeza atrás con gesto de sufrimiento y entró en su piso. Pero los que insistieron lo suficiente averiguaron que al parecer, en un discreto hotelito cerca de la estación Termini, y para gran satisfacción de sus captores, a su modo Pompilia había llevado a cabo un duro trabajo.

17 DE MAYO

Cuando Bora salió del hospital el miércoles por la mañana, Guidi lo aguardaba sentado en la sala de espera. Le explicó que había llamado el lunes, tal como habían quedado, y que el capitán Treib le había indicado que volviese aquel día. No dijo nada al verle el brazo en cabestrillo y sin la prótesis, y el mayor no hizo ningún comentario acerca de su salud.

– Me alegro de que haya venido, Guidi -fue su saludo, como si no se hubiesen separado una semana antes de la peor manera posible-. Conseguí telefonear a los padres de Magda Reiner antes de ingresar.

Con el mismo tono, Guidi repuso:

– Supuse que eso era lo que quería decir su mensaje. ¿Averiguó algo útil?

Una hilera de sillas incómodas se alineaban contra la pared de la sala de espera. Bora colocó su maletín encima de una y lo abrió.

– El padre de la niña era un norteamericano.

– No creo que ese dato nos sirva de nada.

– Yo tampoco. -Bora sacó un libro grande del maletín-. Cortesía del coronel Dollmann. El hombre en cuestión fue finalista de la carrera de obstáculos. Magda le puso su nombre a la niña.

– Muy bien, pero sigo sin ver…

Después de mostrar al inspector el título del libro (Die Olympischen Spiele, 1936) Bora lo abrió por las páginas ilustradas dedicadas a la carrera de los 110 metros valla.

– Aquí. Por favor, mire. El medallista de oro y nuevo récord del mundo fue Forrest Towns, de Estados Unidos, con catorce coma dos segundos. Otro estadounidense, Pollard, ganó la medalla de bronce con catorce coma cuatro segundos. Después del canadiense O'Connor, que llegó en sexta posición, iba un tercer estadounidense, William Bader. Los padres de Magda no sabían su apellido, porque ella nunca se lo dijo, pero el nombre de la niña es Wilhelmina.

– En fin, mayor… William no es un nombre tan raro, ¿no?

– No. Willi, el nombre que aparece en las cartas de Magda, es un diminutivo cariñoso alemán de Wilhelm o incluso de Wilfred, no de William. Creo que resulta interesante. Los padres me dijeron que el atleta era de Saint Louis, una ciudad de Missouri.

Guidi tenía tantas preocupaciones (Francesca, las consecuencias de la muerte de Rau, el odio que le profesaba Caruso…) que el reciente interés del alemán por la vida amorosa de Magda le ponía furioso.

– Muy bien, ya sabemos quién es el padre de la niña, mayor -susurró-. ¿Por eso me ha llamado?

– En los próximos días espero averiguar muchas más cosas. -Bora volvió a guardar rápidamente el libro en el maletín y con éste en la mano salió con Guidi del hospital-. Además, querría que me hiciera un favor. -Le tendió una lista escrita a mano-. Tenemos que conseguir información sobre todo lo que se arrojó a la basura en el barrio de Magda Reiner la noche de su muerte. Seguramente, como el mercado está cerca, los basureros rebuscan en los cubos.

Guidi se guardó la lista en el bolsillo sin leerla.

– Supongo que no le interesa oír lo que he averiguado en los días pasados. -En el aire soleado de la primavera se sintió vivo y rebelde, igual de asqueado de Roma que de la guerra, de Bora, de los alemanes e incluso de los norteamericanos, que podían ganar medallas olímpicas pero parecían incapaces de romper las defensas nazis.

El mayor dejó el maletín en el asiento trasero del Mercedes, que lo esperaba junto a la acera.

– Se equivoca. Tengo mucha curiosidad y francamente, sin su enfrentamiento con Caruso, me habría sentido tentado de arrojar al ras Merlo a sus compatriotas. Por favor, cuénteme qué ha descubierto, pero no aquí. No me gusta hablar en la calle.

Se dirigieron en el Mercedes (la ventanilla lateral todavía carecía de cristal) hacia el centro de la ciudad, y durante todo el trayecto Bora criticó la construcción de edificios modernos entre las villas que en otro tiempo se hallaban en las afueras. Guidi guardó silencio hasta que llegaron al Latour's, en via Cola di Rienzo, ya que estaba claro que el alemán se moría por un café y pensaba tomarlo en el mejor local. Ante una taza humeante, y decidido a no informarle de que Sutor estaba dentro del piso en el momento del crimen, anunció:

– No fue Magda quien compró la ropa. Por la descripción, fue Hannah Kund.

Bora le miró con verdadero interés.

– Quizá fuese porque Hannah habla italiano y Magda no.

– En cualquier caso, Hannah no me lo dijo cuando hablé con ella. Por otro lado, los vecinos habían observado que Magda se paraba a menudo junto a los cubos del mercado, camino del trabajo, y echaba basura que sacaba de una bolsa de papel. En estos tiempos de escasez la gente se fija en esas cosas, ya que por lo visto gastaba más latas de conservas que las que cabe esperar que consuma una sola persona. Y me he adelantado a usted en lo que concierne a las pruebas que pudieron arrojarse allí la noche de su muerte.

– Excelente. ¿Hay una manta en su lista?

– Una manta del ejército alemán, que se quedó un basurero… Sí, la tengo en mi despacho. El hombre dice que la encontró en el mismo cubo que una pila de revistas militares alemanas, algunas de ellas rotas en tiras, al parecer para usarlas como papel higiénico… también se las llevó a casa. Le enseñé unos números recientes que tenía a mano y reconoció las cabeceras del Signal, Adler y Wehrmacht.

Guidi miró fijamente a Bora, que se limitó a comentar:

– Está claro que al menos pensaban arrojar al inodoro todos los ejércitos de las fuerzas armadas. ¿Qué más?

– Una botella cerrada de agua mineral, tres latas de carne sin abrir, un abrelatas y un par de braguitas de fantasía. Las revistas han desaparecido, y también la botella y las latas. El abrelatas y las braguitas están en mi despacho, con la manta. Todo ello estaba metido en una funda de almohada.

Bora no trató de ocultar su júbilo.

– Qué interesante. ¿Y qué sabemos del llavero?

Guidi meneó la cabeza.

– Probablemente lo arrojaron en otro sitio o se lo llevó otra persona.

– De todos modos está muy bien. Pero ¿por qué hemos tardado tanto en obtener esta información?

– Sus colegas del ejército alemán destinaron al basurero asignado al barrio de Magda a limpiar los escombros de los ataques aéreos hasta hace una semana. Le ha costado mucho soltar el botín, sobre todo las braguitas, que había regalado a una chica.

Bora se había terminado el café. Sacó una cajetilla de cigarrillos, ofreció uno a Guidi y, tras un momento de vacilación, la guardó sin coger uno para sí.

– Le agradecería que me entregase el material en mi despacho -dijo-. Aunque no me hace ninguna gracia, la ropa interior quedará en mi posesión, ya que tendré que enseñársela a Merlo y Sutor. Estaremos en contacto por teléfono en los próximos días.

Por la tarde Bora estaba en el monte Soratte. Horas antes, el mariscal de campo había dado órdenes de evacuar Cassino. El jueves por la mañana visitó a las tropas en Valmontone, junto a la carretera 6, que estaba amenazada. Se encontraba débil y sentía fuertes dolores, pero los acontecimientos eran demasiado graves para pararse a pensar en ello. Cuando regresó al cuartel general, informó a Westphal, que parecía agotado, y salió de la oficina alrededor de las ocho, a tiempo para cenar con el coronel Dollmann y emprender el largo camino de vuelta a Soratte.

Mientras viajaban a cubierto de la noche, hablaron de la desesperada situación de las tropas en Fondi, sobre todo porque ninguno de los dos quería ser el primero en reanudar la conversación iniciada en el hospital.

– Borromeo me ha dicho que encontró usted un hueco para reunirse un momento con él ayer -dijo Dollmann cuando se agotó el tema de las defensas en peligro-. ¿Hay alguna novedad?

– Para él, los disturbios en torno a los comedores de caridad del Vaticano.

– ¿Y para usted?

Bora había accedido a conducir la primera mitad del trayecto y, aunque conocía bien la carretera, estaba muy atento al asfalto que surgía de la oscuridad ante ellos.

– Le dije que creo que sé lo que les pasó al cardenal Hohmann y a Marina Fonseca. -No le sorprendió el silencio de Dollmann, de modo que continuó-: Por si acaso, se lo conté en confesión.

– Bueno, no me interesa el descargo de su alma inmortal. ¿Dónde está la nota de suicidio? Devuélvamela.

– La tiene Su Santidad en persona. En cuanto a mi hipótesis, coronel, debería oírla. Si ambos la conocemos, cuando acabe la guerra uno de los dos podrá informar a Gemma Fonseca.

Dollmann refunfuñó en la oscuridad.

– Qué fastidio. ¿Por qué no se lo cuenta a Guidi?

– Porque él ya tiene sus problemas en determinados círculos. Dejé de hablarle del tema cuando me di cuenta de adónde conducía. Por ahora no es más que una hipótesis, como le he dicho, pero más verosímil que el escenario a lo Mayerling que nos prepararon. ¿Qué diría, coronel, si le dijera que el siete de abril la baronesa Fonseca, habiéndose reunido con el cardenal en casa de un amigo políticamente afín, cerca del Panteón, entre la una y las tres, tenía que volver a su domicilio para administrarse su segunda dosis de insulina diaria?

– No diría nada.

– ¿Y si añadiera que el cardenal, corno disponía de tiempo de sobra para volver a su residencia y prepararse para la reunión de las cinco menos cuarto con usted, la acompañó, ya que la dama a veces se sentía algo mareada justo antes de su tratamiento?

– No le sigo.

– Lo hará si añado que unos desconocidos que estaban escondidos en el piso de la ciudad de Marina Fonseca, con una Beretta que habían robado en su villa de Sant'Onofrio, prácticamente inaccesible, y cargada para la ocasión, sorprendieron a la pareja al entrar.

– Qué fantasía tiene usted -comentó Dollmann.

– ¿Ah, sí? Creo que una mujer enferma y un octogenario constituyen una presa muy fácil. Supongo que la obligaron a escribir la nota de «suicidio» pero, a pesar del terror, la baronesa tuvo el coraje suficiente para dejar un mensaje de angustia al usar la mano derecha para escribirla. Y no creo que sea abusar de su pacienciaagregar que a continuación le inyectaron una dosis excesiva de insulina que le hizo perder el conocimiento casi de inmediato. La desnudaron y la tendieron en el lecho. Con un anciano tan frágil como el cardenal, Dios sabe… un golpe no demasiado fuerte pero en el lugar correcto pudo bastar para derribarlo. Después sólo era cuestión de dejar las huellas de Marina Fonseca en la pistola, arreglar el desagradable escenario y simular el asesinato y posterior suicidio con la misma arma.

– Es más fantástico todavía, Bora.

– Menos fantástico que el hecho de que unos amantes clandestinos dejen tanto la puerta del piso como la del dormitorio abiertas en tiempos de guerra, o que una diabética use de una sola vez las dosis que debían durarle hasta después de las vacaciones y deje las ampollas vacías para que las encuentre la policía, pero no la jeringuilla. Y ciertamente menos fantástico que la súbita locura asesina de una terciaria de una orden religiosa.

Bora no añadió nada más y Dollmann se quedó callado como una tumba a lo largo de los diez kilómetros siguientes. Entonces se limitó a comentar:

– Lo tiene todo excepto los asesinos.

Esta vez fue Bora quien guardó silencio mientras se alejaban de los sombríos barrios de la periferia de la ciudad. Llegaron a la solitaria bifurcación de la carretera junto a los olivares de Fiano antes de que hablaran de nuevo.

– También los tengo pero, como el policía cuyo despacho alguien registró, igual que registraron de arriba abajo mi habitación, no soy tan iluso como para ir tras ellos ahora mismo.

Sandro Guidi no lamentaba haber avisado con treinta días de antelación de que pensaba mudarse. Gracias a Danza, había encontrado un nuevo alojamiento en via Matilde di Canossa, junto a via Tiburtina, adonde pronto trasladaría sus escasas pertenencias. En realidad estaba deseando irse.

El viernes, después de levantarse, a través de la puerta entornada vio que Francesca se daba masajes en las piernas, sentada en la cama, con cara de encontrarse mal. Últimamente sudaba mucho, a menudo tenía náuseas y no se molestaba siquiera en cambiarse de camisón.

– ¿Necesitas algo? -preguntó el inspector al pasar, y la joven le dirigió una mirada de asco.

– Cierra las malditas ventanas de tu habitación. Me entran ganas de vomitar con el apestoso olor del asfalto.

Era cierto, vomitaba a menudo, y cada media hora se dirigía al baño con unos andares de pato que él no podía conciliar con la delgadez adolescente que mostraba Francesca pocos meses antes. El doctor Raimondi, cuya esposa se había prestado a adoptar al niño, la había invitado a alojarse en su casa hasta el parto, pero Francesca le dejó bien claro que no tenía la menor intención de que la encerraran hasta que llegase el momento. Así pues, se pasaba los días entre el dormitorio y el baño, leyendo revistas y haciendo caso omiso de las lamentaciones de la signora Carmela por el profesor. Apenas hablaba a Guidi pero, cuando lo hacía, él se comportaba como si no le importase nada marcharse de allí al cabo de menos de una semana.

Mientras se dirigía al trabajo en aquella mañana que parecía de esmalte, Guidi sólo pensaba en que quería salir de aquella situación. En cuanto al caso Reiner, había entregado la manta, el abrelatas y las braguitas como se le había indicado, pero Bora no le había llamado ni se había dejado ver.

20 DE MAYO

Dollmann y Bora se hallaban a menos de media hora de Soratte cuando el coronel, que estaba al volante, le tendió sin decir nada un expediente que había sacado del maletín de piel que tenía al lado. Bora lo dejó sobre sus rodillas y lo abrió. En la delicada luz de primera hora de la mañana, mientras subían hacia el reducto, la fotografía sin nombre del informante y la página mecanografiada con algunos datos parecían una necrológica. Casi había olvidado el tema, pero Dollmann se lo recordó.

– Como le prometí -dijo mirándole de reojo para ver su reacción-. Devuélvame el material en cuanto lo haya memorizado, antes de que volvamos. -Lo único que advirtió fue que Bora apretaba la mandíbula.

– ¿Esto es todo lo que sabemos, coronel?

– Es todo lo que necesita saber.

– ¿Podemos confiar en que el informante acudirá?

– Por completo. Hasta ahora nunca ha faltado a ninguna cita.

– Así que el próximo viaje es el veintiuno.

– Domingo, correcto.

Bora medía las palabras al hablar, con la vista clavada en el expediente.

– Estaré allí.

– ¿Cómo planea hacerlo?

– Usaré mi pistola desde una distancia de seis metros, no más.

– Es arriesgado.

– Todo es arriesgado si no se hace bien. Y esto se hará bien.

Al ver en el retrovisor que se aproximaba una fila de carros blindados, Dollmann se detuvo en la orilla de la carretera para dejarles pasar y levantó la voz para hacerse oír por encima del ruido de los motores.

– ¿Y si algo sale mal? Ya sabe que no podré ayudarle…

– Como todos los instigadores, usted no aparecerá si hay peligro.

– Creo que los dos hacemos esto para fastidiar a Kappler.

– Yo no.

Dollmann limpió la ceniza de su cigarrillo que había caído en el salpicadero con un movimiento melindroso de sus dedos enguantados.

– ¿Y cómo sabe que no le delataré después?

– No lo sé. Seguramente ni siquiera me importa. Todos nos vamos a dormir con nuestra conciencia y debemos enfrentarnos a ella a la mañana siguiente. Después de estar en Stalingrado no voy a venirme abajo y preocuparme por Kappler.

Acabaron de pasar los carros blindados, tan llenos de polvo que pronto se confundieron con el paisaje de la ladera de la colina mientras avanzaban ruidosamente. Dollmann bajó la vista y agitó los dedos para quitarse la ceniza.

– ¿Qué pensaría Wolff? Me remuerde la conciencia cuando me acuerdo de él.

– Fue Wolff quien, para complacer al Papa, sacó de la cárcel a Vassalli, aunque es socialista y jefe de la resistencia. Me parece que vamos haciendo nuestras propias leyes sobre la marcha.

Dollmann encendió el motor del coche y se incorporó de nuevo a la carretera. Bora le miró con expresión divertida.

– Desde luego -añadió-, yo no pienso denunciarle, coronel, pase lo que pase.

No volvieron a Roma hasta la mañana del domingo 23, cuando Gaeta había caído ya ante las tropas norteamericanas y los británicos habían tomado -y perdido- el aeródromo de Aquino. En lugar de comer, Bora telefoneó al ras Merlo a la oficina de la Confederación Nacional de Sindicatos Fascistas Profesionales y Artísticos.

Merlo le reconoció de inmediato. Se oyó un ruido de fondo, que podía significar que había ido a cerrar la puerta, y a continuación acompañó su saludo de un ansioso:

– Bueno, mayor, ¿ha cogido ya al asesino de Magda?

– Estoy en ello. -Aunque Bora sabía que debía añadir algún tratamiento de deferencia, no lo hizo-. Debo hacerle una pregunta delicada en relación con el asunto que tenemos entre manos. No, por desgracia no tengo tiempo de reunirme con usted, debe bastar con el teléfono. -Mientras hablaba con el receptor apretado entre el cuello y el hombro, deshizo el paquete de papel marrón que contenía los objetos que Guidi había recuperado del cubo de basura. Dejó a un lado el abrelatas y pasó la mano por la manta del ejército, que estaba doblada-. Sin duda -añadió- se dará cuenta de la importancia de que responda con sinceridad.

– ¡Claro que sí! -Merlo parecía nervioso al otro lado de la línea-. ¿Cuál es la pregunta?

– Quiero que me diga si hizo usted el siguiente regalo a la signorina Reiner. -En el interior del paquete Bora había encontradola ropa interior femenina. Sin querer tocarla, la miró mientras la describía-: Unas braguitas de seda color hueso, con dos tiras de encaje gris. -Sin embargo, tuvo que tocarlas para ver si tenían etiqueta-. No llevan etiqueta. Así pues, parece que fueron hechas a medida.

Merlo no dijo nada. Bora observó la delicada prenda, de puntadas meticulosas; el objeto más extraño que podía imaginar en su austero escritorio. En realidad deseaba pasar los dedos por la seda, palpar el fino encaje, pero no era ni el momento ni el lugar. Estaba a punto de insistir cuando Merlo preguntó con tono airado:

– ¿Y dónde las ha encontrado? Exijo saberlo.

Quizá porque se había excitado, Bora se irritó.

– Usted no está en posición de exigir nada, secretario general. ¿Compró usted esta prenda o no?

Merlo resopló por el teléfono, impaciente.

– ¿Y qué pasa si lo hice? No es ningún delito hacer un regalo.

– Desde luego que no. ¿Lo hizo usted?

– Sí. Hice que le confeccionaran un conjunto, después de que ella eligiera la seda en via Tritone, en ISIA. Esas eran las braguitas que llevaba el día que murió. Nosotros… bueno, basta con decir que sé que las llevaba, mayor. Y es mejor que esta indignidad sirva para algo.

Magda Reiner no las llevaba debajo del camisón cuando murió.

– Seguro que sí -repuso Bora, y colgó el auricular.

A unas pocas calles de distancia, Francesca dijo a la signora Carmela que no se encontraba bien. Guidi volvía de comprar la edición dominical del periódico cuando, para su sorpresa, Pompilia salió corriendo del apartamento de los Maiuli.

– ¿Tiene su coche ahí fuera, inspector?

– Sí, ¿por qué?

– Tiene que llevar a la signorina Lippi al doctor, rápido. ¡Ha roto aguas!

– ¿Agua? ¿Qué agua? -Guidi buscó las llaves en el bolsillo.

– ¡Es igual! ¡Traiga el coche junto a la puerta!

– ¿Dónde está la signora Carmela?

– En el salón, rezando a san Judas, la muy boba. ¿Quiere traer el coche de una vez?

Francesca estaba doblada en el borde de la cama, en su habitación. Pompilia vaciló, y Guidi sólo se fijó en que el lecho estaba empapado de líquido, al igual que el suelo, pero no había sangre. Francesca rechazaba la ayuda con una mano y se balanceaba sin enderezarse, lanzando roncos gritos entre las palabras que pronunciaba con tono lastimero:

– Me muero… me muero… me muero…

– No te estás muriendo. -Pompilia le apartó el cabello del rostro, mientras Francesca se inclinaba-. Sólo estás pagando la diversión que tuviste. -Se volvió hacia Guidi, que se había quedado plantado allí, al parecer incapaz de moverse, y le indicó-: Coja un edredón y ayúdeme a sacarla.

Resultaba difícil mantener en pie a Francesca, a la que llevaron casi a rastras por todo el pasillo y el salón, donde la signora Carmela se tapaba los oídos con las manos. Fue más difícil aún hacerla pasar por la puerta del piso, de modo que Guidi salió primero, de lado, luego Francesca, que tenía las rodillas dobladas v cuyo cuerpo grueso rozó la hoja fija, y finalmente Pompilia. Los vecinos estaban en fila a lo largo de las escaleras y su presencia sólo consiguió provocar más gritos y escándalo por parte de Francesca.

«Lo hace a propósito -pensó Guidi, impasible-. Es muy propio de ella. O quizá es que le duele de verdad.»

– ¿Cuánto tiempo tengo para llevarla?

– Llévela ahora mismo… y no se pare por el camino.

Sentaron a Francesca en el asiento delantero, tapada con el edredón. La joven sudaba y tenía la cara roja. La vecina dijo:

– Mientras grite de esa manera es que está bien. Si empieza a contener el aliento para empujar, será mejor que acelere.

La plaza de San Juan de Letrán estaba dividida en luz y sombras por la gran mole de la basílica y sus anexos. Unas palomas esperanzadas moteaban el cielo en busca de comida. En un banco de madera verde había dos soldados alemanes sentados, jóvenes y perdidos en sus uniformes de campaña de un gris desvaído, que les venían grandes. Un viejo sacerdote, que parecía una seta negra bajo su sombrero de ala ancha, subía por las escaleras hacia la iglesia. Los grandes apóstoles estaban encaramados como suicidas paralizados en el borde de la imponente fachada, en dos filas que flanqueaban a un titánico Cristo en la cruz.

Bora había dejado su coche en la esquina de via Emmanuele Filiberto y caminaba por la sombra azul que proyectaba el palacio de Letrán, esperando. Procuraba no pensar en lo que debía hacer. Disfrutaba de la mañana, de la ciudad. Rebosaba de amor por la ciudad aquella mañana, un amor juvenil, irresponsable y romántico. Allí estaba la estrecha entrada a via Tasso, entre los bloques de edificios que cercaban la parte septentrional de la plaza. Había un camión del ejército aparcado al principio de via Merulana; desde donde estaba, Bora no veía a los pocos soldados que lo ocupaban. Salió de la sombra tras consultar su reloj. Le dolía mucho el brazo en cabestrillo, pero era un dolor diferente del anterior, nuevo, tosco, soportable. Y llevaba la funda de la pistola desabrochada.

En tiempos de guerra y más en domingo, no había tráfico en las calles, lo que Guidi agradeció mientras circulaba a toda velocidad, con un pañuelo blanco metido entre el cristal y el borde superior de la ventanilla para indicar que se trataba de una emergencia. Había estudiado el itinerario, por si acaso, y conducía con seguridad hacia via Morgagni.

Francesca no respondía a sus intentos de distraerla. Tenía el rostro desencajado y dejaba escapar profundos gemidos mientras se apretaba el vientre.

– Deprisa, deprisa -le decía con voz ronca-. Me muero, corre… -Luego se ponía a llorar y gimotear otra vez.

Habían llegado a la mitad de viale Liegi cuando Guidi vio que la calle estaba bloqueada por los alemanes, que cerraban los cruces con via Tagliamento v viale della Regina. No había más remedio que detenerse y buscar frenéticamente los papeles para enseñárselos a los soldados. Pero éstos no querían verlos; estaban allí para desviar el tráfico de viale della Regina. Guidi salió del coche y mostró sus credenciales de policía, pero eso no les impresionó. Sí, polizei, muy bien. Pero ni siquiera la policía podía pasar.

– ¡Tengo una mujer de parto en el coche!

Al verlo gesticular los alemanes recelaron y empuñaron las armas que llevaban al hombro. Uno le empujó hacia el automóvil y Guidi le respondió con un empellón. El cañón del arma se le incrustó en la boca del estómago, y luego un teniente del ejército cruzó la calle para ver qué ocurría. Guidi intentó explicárselo. El teniente comprendió y le habló con un fuerte acento del Tirol italiano.

– No son más que excusas… hemos visto muchas mujeres embarazadas con cojines. Atrás, atrás.

– Haga el favor de mirarla.

– No; vuelva atrás.

– ¡Si no me dejan pasar tendrá el niño aquí mismo! Un agudo grito de Francesca hizo que Guidi se acercara al coche; el teniente lo siguió con cautela.

– ¡Aaaaah, que viene, que viene…! -exclamó la joven.

El alemán estaba ahora menos rígido, pero aún no convencido. Entonces ella hizo lo impensable: se levantó el camisón y le enseñó el abultado vientre. El teniente se ruborizó.

– Lo… lo siento… -tartamudeó-. Adelante, pasen… -Se volvió hacia los soldados y les indicó-: Nur heran!

Con la extraña escolta de un motorista del ejército alemán, Guidi llevó a Francesca hasta la casa de los Raimondi. Todo sucedió con gran rapidez a su llegada. El doctor y su esposa ayudaron a entrar a Francesca y la llevaron a una habitación que ya tenían preparada.

– ¿Llega ya? -preguntó Guidi, nervioso.

– No, todavía no.

– Pero ella ha dicho…

– Dice que lo ha hecho para que los alemanes les dejaran pasar… Desde luego, está de parto, pero tardará unas horas todavía.

Guidi no pudo evitar pensar que Clara Lisi, en Verona, podía estar pasando también por aquel suplicio, dando a luz al hijo de su amante ejecutado. Otro caso criminal, otra decepción al descubrir la verdad. Qué cerca había estado entonces de enamorarse también.

– ¿Debo esperar? -preguntó al doctor Raimondi.

– No hay motivo alguno para que se quede. Francesca está en buenas manos. Le llamaremos cuando haya dado a luz.

Eugene Dollmann se puso en pie de un brinco cuando Bora entró en la solitaria sala del fondo de la Birreria Albrecht, en via Crispi, tan tranquilo en apariencia que el coronel pensó que todo había salido bien.

Sin embargo, el mayor dijo:

– El informante no ha aparecido. He esperado casi una hora y al final he tenido que irme. ¿Está seguro de que esto no es cosa de Kappler?

– Estoy seguro. No entiendo qué ha podido pasar.

Bora no tomó asiento.

– Mañana pasaré todo el día en Soratte -explicó-. A menos que se produzca algún imprevisto, volveré a San Juan el domingo que viene.

Mientras lo conducía hacia el venerable salón, la condesa Ascanio le dijo que estaba muy pálido. De hecho Bora empezaba a dejar escapar la tensión acumulada mientras esperaba en la plaza y estaba un tanto aturdido. Se desabrochó la guerrera sin quitársela. Sentado en su silla favorita, dejó que los gatos se restregaran contra sus botas y se le subieran al regazo. A instancias de la anciana, guardaba algunas prendas de ropa en la casa; sin darle tiempo a que le preguntara nada, le pidió:

– Por favor, ayúdeme a cambiarme, donna Maria. Tengo prisa y necesitaré que me eche una mano con la camisa y la corbata.

***

Vestía de paisano cuando vio a la señora Murphy en el hospital del Santo Spirito, a las cuatro y media del domingo. Se preguntó si la mujer pasaba alguna vez el tiempo con su marido. Aunque ella sabía que Bora había pedido ver al cardenal Borromeo, mientras se acercaba a él desde el umbral de una puerta preguntó:

– ¿A quién espera?

Bora se puso en pie para responder y ella le escuchó mirándole con su habitual franqueza.

– ¿Cuándo le han operado el brazo? -inquirió ella-. No debería ir por ahí haciendo recados.

– Eso no importa, ¿verdad?

– No, pero cuadra muy bien con esa idea infantil de heroísmo que alimenta su gobierno.

Bora se habría irritado si hubiese sido otra persona quien hubiera pronunciado aquellas palabras.

– La verdad es que tiene más que ver con el trabajo que con el heroísmo. -Le devolvió la sonrisa.

– Como quiera. El cardenal pasará por aquí un momento… pero tendrá que esperar.

– Esperaré.

Esbelta y segura con su traje primaveral (Bora sabía muy bien que las mujeres hermosas siempre se muestran seguras con los hombres que se sienten atraídos por ellas), la señora Murphy se apoyó contra el marco de la puerta.

– Hemos tomado Gaeta. ¿Se ha enterado?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo tardará en caer Roma?

La seguridad del mayor también aumentó un poco.

– No lo sé. Hasta ahora han avanzado una media de trescientos metros por día desde la costa. El río Melfa está al menos a cuatro veces esa distancia de Anzio. Podrían tardar un año y medio.

Ella sonrió y se apartó de la puerta.

– No miente bien en inglés.

– Miento aún peor en alemán.

– Le diré al cardenal que está aquí.

***

Guidi descolgó el auricular cuando llegó la llamada. Era poco después de las seis y había pasado las siete horas anteriores en el salón, que por fin la signora Carmela había abandonado para ir a rezar a los santos en su habitación.

– Francesca ha dado a luz hace diez minutos -explicó, feliz, la signora Raimondi-. Es un varón, muy guapo. Pesa por lo menos cuatro kilos. Ella está bien. Todo ha ido estupendamente. Si me disculpa, tengo que ir a ayudar a mi marido. Buenas tardes.