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23 DE ENERO

El domingo parecía que los alemanes se habían desvanecido por ensalmo. Sus vehículos grises no patrullaban las calles. Incluso las feroces bocas de los tanques se habían retirado de todas las avenidas y las plazas recoletas. Rumores disparatados de liberación corrían por la ciudad y se negaban, pero el retumbar sordo de la artillería hacia el oeste no mentía. Guidi se sorprendió al oír la educada voz de Bora, quien le proponía por teléfono tomar juntos un almuerzo tardío.

– Imposible, mayor. -Decidió rechazar la invitación-. Tengo trabajo.

– Muy bien. Entonces iré a verlo.

Guidi no tuvo oportunidad de decir nada, porque el alemán ya había colgado. Durante los diez minutos siguientes se dedicó a ordenar el escritorio, pues sabía que Bora no tardaría en llegar a via Boccaccio desde via Veneto. Pronto el Mercedes negro se detuvo junto a la acera y el ayudante de campo se apeó con aire despreocupado, con el abrigo doblado en el brazo izquierdo, y subió por la escalera con su andar rígido y rápido.

– Deje la puerta abierta -indicó a Guidi-. He pedido que traigan la comida.

– ¿Aquí?

– ¿Por qué no? -Bora no dijo que apenas había probado bocado en los dos últimos y frenéticos días-. Tengo hambre.

Los hombres de la comisaría desaparecieron discretamente. En cuanto a Bora, consciente de que nadie se atrevería a preguntarle por la situación militar, se mostró más despreocupado de lo que la situación requería. Preguntó amablemente a Guidi por su nuevo domicilio y si podría serle de ayuda «ahora que al parecer trabajaremos juntos».

Guidi observó al alemán, plantado junto a la ventana, de espaldas a ésta con evidente desprecio de toda prudencia, y sospechó que tal vez intentaba ocultar las señales de la falta de sueño o la preocupación. Se acercó a él para verle mejor la cara.

– ¿Quiere decir que no lo sabía en nuestro primer encuentro?

– Claro que no, me enteré hace sólo una semana, pero me alegro. -Para mirar al inspector a la cara, Bora se volvió hacia la luz del día, que estaba algo nublado. En su fino cutis las arrugas desaparecían cuando cambiaba su expresión-. ¿Por qué me mira de esa forma? -Se echó a reír.

Guidi se encogió de hombros.

– Pensaba que quizá no sea buena idea hablar junto a la ventana -se limitó a contestar. Retrocedió unos pasos y señaló una silla-. ¿Quiere tomar asiento?

– No, gracias. Mi trabajo en Roma me obliga a pasar demasiadas horas sentado.

Había tal despreocupación en aquella respuesta que Guidi se sintió tentado de creer que los rumores de invasión no podían ser ciertos. No obstante, Bora parecía cansado, eso era evidente.

Mientras comían, conversaron sobre el caso Reiner.

– Roma es nuestra. -Bora dejó caer aquella insinuación política como si estuviese hablando de una propiedad inmobiliaria-. No permitiremos que el asesino escape… si es que hay asesino. Queremos atraparlo.

– El Rey de Roma quiere atraparlo -apostilló Guidi con ironía-. No es posible que sienta usted aprecio por Maelzer, mayor. Es un zopenco y un borracho. Los romanos no lo soportan.

– Bueno, yo no soy romano.

– Le conozco demasiado bien para creer que simpatice con él. Bora comía despacio, sin levantar la vista.

– Usted no me conoce en absoluto.

Mientras Guidi, al ver aparecer las viandas, descubrió que tenía apetito, el alemán parecía haber perdido el interés por la comida. Se reclinó en su asiento, sacó una llave del bolsillo y la dejó encima de la mesa.

– Tengo una agenda muy apretada, así que visitaremos la casa de Reiner en cuanto acabemos.

– Si no le importa, iré en mi coche.

– Bien. Yo preferiría ir mañana a primera hora, pero estaré un poco ocupado. -Bora quitaba hierro a su misión (como hacía a menudo), ya que de hecho tenía que visitar el frente de Anzio en nombre del general Westphal. De todas maneras, su calma era genuina, porque no tenía miedo-. Sin embargo, mañana después de trabajar iremos a ver una obra de Pirandello. Ya le explicaré luego por qué.

En el apartamento de Reiner, en via Tolemaide (una bocacalle de via Candia, en el barrio de Prati), Bora se asomó por la ventana y miró la acera, cuatro pisos más abajo.

– ¿Alguien la vio caer? -preguntó a Guidi.

– No. El toque de queda era a las siete entonces, y pasaba de esa hora. Tal como está prescrito, todas las luces estaban apagadas. Un vecino dice que oyó gritar a una mujer entre las siete y media y las ocho, pero no está seguro de que tuviese que ver con el incidente.

Bora se volvió.

– No es un invierno demasiado frío comparado con los de Alemania, pero desde luego hace frío. ¿Por qué tendría abierta la ventana del dormitorio?

– Quizá porque pensaba quitarse la vida. A pesar de que no se hayan encontrado las llaves (alguien pudo cogerlas en la calle, si las llevaba encima cuando cayó), no podemos descartar el suicidio, ni siquiera un accidente. Investigaré todas las posibilidades.

Mientras Guidi empezaba a registrar la habitación, Bora se quedó junto al alféizar de la ventana observando con aire taciturno los pequeños restos de vida que había allí: excrementos de paloma, una pelusa, unas pavesas llegadas de Dios sabía dónde. «Qué poco queda después de nuestra muerte», pensó. Su siguiente pregunta sonó despreocupada por encima de la vibración de los cristales que producía la artillería lejana:

– ¿Qué ropa llevaba cuando murió?

Con la cabeza metida en el armario, Guidi sacó un sobre del bolsillo y se lo tendió.

– Aquí tiene las fotos. Quizá prefiera verlas cuando haya pasado más tiempo desde la comida.

Bora las miró de inmediato.

– Son horribles.

– Ya ve que llevaba un camisón y una bata. Ahora me preguntará si había alguien aquí con ella, y la verdad es que no conozco la respuesta. De los doce apartamentos de este edificio, sólo dos más están arrendados. Había una fiesta navideña en el piso de abajo, y ruido suficiente para que la gente no se enterara de lo que había pasado. Un policía la encontró a las siete cincuenta y cinco. Aunque era evidente que ya no podía hacerse nada por ella, la trasladaron a la farmacia del barrio. Su propietario, el doctor Mannucci, tuvo el sentido común de asegurar que estaba muerta. -Mientras hablaba, Guidi abría cajones y husmeaba en su interior-. Por cierto, mayor, alguien ha estado aquí antes que nosotros. Salvo la cama (falta una funda de almohada, ¿no se ha dado cuenta?), han arreglado la habitación.

– Preguntaré al respecto -afirmó Bora.

– Sería interesante saber qué fama tenía la víctima en su comunidad. Veintisiete años, soltera o separada legalmente (en este punto los informes discrepan) y «no demasiado guapa pero sí llena de vida». Así es como la describe una compañera de trabajo en el expediente.

– No lo he leído todavía.

– Bueno, no hay demasiada información. Aquí está la foto del pasaporte de Magda Reiner.

Bora echó un vistazo al documento que Guidi le tendía.

– Algunas fuentes -dijo refiriéndose a Dollmann, que le había contado un montón de cotilleos- aseguran que parecía buscar marido o algún arreglo doméstico similar.

– ¿Entre los italianos o entre los alemanes?

– Ambos. -Bora hojeó el pasaporte y se lo devolvió-. En cuanto a la idea de que era lesbiana, surgió después de una fiesta de trabajo en la cual las cosas se salieron de madre. -Como Guidi le miraba fijamente, repitió, molesto-: Se salieron de madre. Hubo besos, caricias y cosas por el estilo.

– ¿Cómo lo sabe?

– Me lo contó un colega que estuvo allí. Pero ¿por qué me hace hablar? Según tengo entendido, ya tiene un sospechoso.

Guidi pasó los dedos por la mesita de noche, sin una mota de polvo.

– Uno a quien prácticamente no se puede tocar. Se trata del ras Merlo, uno de los últimos y más prominentes miembros del partido en Roma.

– ¿Podría ser él?

– Júzguelo usted mismo, mayor. Es un donjuán de mediana edad, calzonazos y con un montón de hijos. Su esposa es una mujer gorda a la que se conoce como la Granadera, y al parecer no se priva de atizarlo cuando se pone furiosa. Se señalan los celos como motivo, fueran o no suficientes para llevarlo a matar. Por lo visto suele pegar a sus novias ocasionales. No tenemos pruebas de que estuviese en este edificio aquel día a última hora de la tarde, pero poco después del incidente vieron a alguien que se le parecía, muy alterado, en via Santamaura.

– Paralela a esta calle. -Bora cerró la ventana. Se volvió hacia la habitación, miró la cama deshecha de Magda y apartó la vista-. ¿Y qué hacía allí?

– Estaba vomitando junto a los cubos de basura del mercado, pero debo añadir que vive en piazzale degli Eroi, no demasiado lejos de aquí.

– ¿Sabe que usted lo está investigando?

– Hemos hecho bien al jugar la carta del accidente. Puede que Merlo sospeche que hay una investigación en marcha, pero no lo sabe con certeza. Más importante aún, no me conoce. Mientras mantengamos la declaración oficial, no tiene ningún motivo para vigilar los pasos que da.

– ¿Y por qué no lo llama y lo aclara todo de una vez?

Guidi recordó que Bora solía plantear preguntas con el único ánimo de provocar.

– Está claro que ni siquiera Caruso quiere ponerle la mano encima directamente. Aunque puede que se le haya pegado de su mujer, Merlo tiene fama de ser muy vengativo con los enemigos políticos.

– Ah. Y no hablemos de lo que le haría a usted. Entiendo. En cualquier caso, mañana por la noche tendremos ocasión de verlo en el teatro. La representación lo merece, y él asistirá.

Bora no siguió al inspector en su registro del resto del apartamento, tres habitaciones en total. Cuando éste volvió, estaba sentado a los pies de la cama, cansado o melancólico, o tal vez indispuesto. Probablemente para evitar las preguntas personales, se puso en pie al instante.

– Vamos -exclamó-. No puedo quedarme aquí todo el día. -Mientras estaban frente a frente en el estrecho ascensor, explicó sin que el otro le preguntara-: Se rumorea que empezó trabajando de secretaria en Stuttgart. Era de Renningen, que está cerca de allí. Entró en el Comité Olímpico alemán en el treinta y seis, se enamoró de un atleta extranjero y la relación tuvo consecuencias. Al parecer estuvo casada brevemente con un fotógrafo del ejército, trabajó en el cuartel general del ejército y después de la separación legal consiguió un puesto en la embajada alemana en París. Llevaba seis meses en Roma y por lo visto le encantaba. «Le gustaba divertirse», según me han contado. No era más que una joven a la que le gustaba beber en compañía, poco más que un polvo fácil.

Guidi no esperaba esa explicación.

– Naturalmente -se sintió obligado a decir-, todo eso se lo han contado los hombres.

– No. -Habían llegado a la planta baja y, mientras Bora recorría el pasaje abovedado que llevaba hacia la puerta principal, Guidi dedujo, por la rigidez de su torso, que el dolor le atenazaba-. Mi primer acto oficial en Roma fue llamar a su madre. Al parecer una prima sin hijos está educando a la hija de Magda en Renningen. Pero también es cierto que no me he sentado a charlar con sus amigas. Eso es cosa de la policía.

Después de despedirse del inspector, Bora fue a la farmacia adonde habían llevado a la joven muerta. Era un edificio estrecho muy interesante en via Andrea Doria, con una placa ovalada encima de la puerta que rezaba: «Medicinas gratis para los pobres.» En el interior, con el pretexto de comprar un analgésico, empezó a conversar con el doctor Mannucci. Primero le preguntó por la colección de bellos botes de botica que exhibía, y luego por los acontecimientos del 29 de enero. El farmacéutico, un anciano robusto con un mostacho anticuado y un gran interés por las humanidades, sin duda comprendía el verdadero motivo de las preguntas, pero actuó con suma cortesía, como si se tratara de la preocupación de un amigo. Mientras cogía y apartaba con paciencia al gato bien alimentado que jugaba con plumas y papeles en el mostrador («Baja, Salolo, baja. Pórtate bien»), explicó:

– Sí, dije que la llevaran al hospital del Santo Spirito. Que la llevaran tranquilamente, sin prisas. Como comprenderá, no había motivo para correr a la sala de urgencias, porque tenía el cráneo aplastado y estaba casi irreconocible.

Bora abrió laboriosamente la caja de Cibalgina y tomó dos comprimidos. Con la pragmática solidaridad del soldado, observó:

– Después del incidente su precioso suelo necesitaría un buen fregado.

– Bueno, la sangre es menos problemática que los vómitos… y también tuvimos que limpiarlos esa misma noche.

– ¿Ah, sí? ¿Alguno de los policías que la trajeron?

El doctor Mannucci lo miró a los ojos. Ambos eran conscientes de la esencia de aquella conversación.

– En absoluto.

Al volver a casa, Guidi encontró a sus escasos moradores en un estado de euforia silenciosa. Los inquilinos de todos los pisos se habían reunido en el salón, donde Francesca estaba ovillada como un gato en el suelo y pegada a la radio.

– Tiene que oír esto. -La signora Carmela le cogió por el brazo-. ¡Los americanos han llegado de verdad!

Su marido se apresuró a completar la noticia:

– Los alemanes se marchan. Dicen que no queda ninguno en la ciudad… están saliendo por via Casia.

Guidi miró a Francesca, que seguía junto a la radio, escuchando atentamente con la cabeza baja.

– ¿Quién lo dice? -preguntó.

– ¿Qué más da? ¡Los americanos están aquí! -La mujer de los labios pintados de rojo, Pompilia Marasca, conocida como Pina, estaba extasiada-. ¡Los americanos, nada menos!

Guidi miró al extraño corrillo. El profesor anunció con una sonrisa que compraría un número de lotería con la fecha de ese día. Los dos estudiantes del piso de arriba, que por su edad pronto serían llamados a filas, se daban codazos y hacían chistes infantiles que revelaban alivio. La signora Carmela lanzaba besos a los santos en sus urnas de cristal.

– Siento tener que decirlo -exclamó Guidi-, pero los alemanes no se han ido. Puede que vengan los americanos pero todavía quedan alemanes aquí. Vayan a verlo ustedes mismos.

– ¡Eso no significa nada! -Francesca lo miró con expresión iracunda, la extrema palidez de su rostro acentuada en la penumbra del pequeño salón-. Es el fin de los alemanes, ¿es que no se da cuenta? ¡Es sólo cuestión de tiempo!

– Además -susurró el profesor entre sus dientes postizos-, ¿cuánto tardarán setenta mil hombres bien armados en llegar hasta nosotros? Yo hacía carreras en bicicleta hasta Anzio y volvía.

Los estudiantes juraron haber visto el resplandor de la batalla las noches pasadas; discrepaban de la dirección y la hora, pero coincidían en que se trataba del avance aliado.

– Esperemos que tengan razón -repuso Guidi.

– ¿Y qué ocurrirá si los alemanes no se van de Roma? -preguntó de pronto Pompilia-. ¿Habrá lucha en las calles? -Eso espero.

– ¡Oh, Dios mío!

– Pero recibirán de todos los lados. -Francesca se puso en pie para irse, desdeñosa. Estaba a punto de añadir algo más (y Guidi deseó que no lo hiciera), pero se abstuvo. Se echó hacia atrás el cabello y tiró de él hasta que su rostro adquirió los rasgos de una extraña muchacha oriental. Cuando salió, la oscuridad del salón pareció acentuarse.

La perspectiva de que la batalla se desplazara a Roma dio pie a una discusión sobre si los alemanes se situarían fuera de las murallas o se harían fuertes en el Vaticano.

– Sea ciudad abierta o no, los aliados podrían bombardear Roma hasta arrasarla -opinó uno de los estudiantes.

Al oír aquellas inoportunas palabras Pompilia creyó conveniente desmayarse a los pies de Guidi.

– Que alguien apague la radio -ordenó él-. No vale la pena preocuparse hasta que lleguen noticias fidedignas. Profesor, ¿le importaría ayudar a esta dama?

Pompilia seguía inconsciente, a pesar de los suaves cachetes y de que le humedecían el rostro con agua, y sólo recuperó el conocimiento cuando Guidi decidió decir que la cogería por los tobillos si alguien la agarraba por las axilas.

– Puedo andar -susurró, y tras levantarse salió del salón.

Aquella noche, Guidi se acostó temprano. Durmió mal y soñó que los americanos habían entrado en la ciudad y que él les decía cómo llegar al despacho de Bora. Este le telefoneaba para agradecerle que le hubiese mandado a los americanos, porque así podían ir juntos a ver una obra de Pirandello. Pero los norteamericanos lo mataban.

La habitación estaba muy oscura y fría cuando despertó con el cuello dolorido. Incapaz de encontrar una postura cómoda, estuvo un rato dando vueltas en la cama hasta que su agudo oído captó que una puerta se abría en el otro extremo del pasillo. Francesca iba al baño. Oyó chirriar las bisagras de la puerta de éste cuando la joven la cerró.

Guidi se incorporó en la cama para ahuecar las almohadas. Alemanes, americanos… Tal vez Bora le había mentido y en ese mismo momento se dirigía hacia el norte con un ejército en retirada. De vuelta al norte, donde los partisanos tenían tantas oportunidades de matarlo como los americanos. «Que se pudran», pensó, pero en realidad no se lo deseaba a Bora.

Se tumbó boca arriba. ¿Por qué tardaba tanto Francesca? No había oído el agua del lavabo ni el de la cisterna, y tampoco había vuelto a abrirse la puerta. Esperó unos minutos más y se levantó. Caminó a tientas en la oscuridad, con el oído aguzado. Giró la llave en la cerradura sin hacer ruido y salió al pasillo. Por debajo de la puerta del baño no se filtraba la luz de ninguna vela. Antes de llamar con los nudillos probó su resistencia y se abrió de inmediato.

– ¿Francesca? -susurró, sin pensar en lo embarazosa que resultaría la situación cuando la muchacha contestara.

Pero no hubo respuesta. Al percibir una corriente de aire helado encendió la luz; el baño estaba vacío y la ventana que daba a la calle, abierta de par en par.

24 DE ENERO

El lunes por la noche, Bora comentó que Pirandello lo ayudaba a comprender a los italianos.

– No lo dirá en serio. -Guidi se sintió ofendido-. Sus obras son absurdas.

– Precisamente. -Desde donde estaban sentados, ahora que el entreacto les permitía ver a todo el público, distinguieron la cabeza engominada del ras Merlo, que se movía arriba y abajo junto a un sombrero verde chillón. Bora miró hacia allí con una mueca de desagrado-. Las autoridades de dos naciones le siguen la pista y aquí está ese hombre, asistiendo a una representación sobre verse atrapado con las manos en la masa.

Durante toda la velada Bora se había mostrado de muy buen humor, no del todo justificado por el sarcasmo de la obra, y a Guidi le pareció incluso relajado, mucho más de lo que jamás lo había visto. En cuanto a él, no compartía su estado de ánimo. No había pegado ojo hasta el amanecer esperando a que Francesca regresara.

En lugar de interrogarla directamente, había pedido que le pasaran un informe sobre su pasado. No sabía exactamente qué buscaba, pero se sentía apesadumbrado.

Bora se dirigió a otro palco, donde Guidi lo vio saludar a un grupo elegante, besar la mano de las damas v charlar casi hasta el final del entreacto.

– Unos conocidos -explicó al volver-. ¿Sigue aquí Merlo? No veo su cabeza pringada.

– Está recogiendo algo que se le ha caído a su acompañante.

En el siguiente entreacto Bora volvió a ausentarse del palco. Guidi lo vio en la platea, donde avanzó con paso firme entre las filas medio vacías hasta acercarse a Merlo y su acompañante. A continuación le pisó torpemente el pie y se disculpó, y así tuvo ocasión de entablar conversación con él. Incluso lo invitaron a sentarse a la izquierda de la joven, donde pasó el resto del entreacto. Se unió a Guidi cuando las luces, que milagrosamente funcionaban aquella noche, ya se habían apagado.

– ¿Está mal de la cabeza, mayor?

– ¿Por qué? Merlo no me conoce.

– Sabe que usted es un ayudante de campo alemán.

– Somos muchos, Guidi. Quería asegurarme de estar cerca por si se iba la luz. No sea aguafiestas. El tipo quedaría bien en un anuncio de brillantina Linetti, y ella… bueno, ¿qué podría decir? Merlo le dobla la edad.

– No se deje engañar por su cara de gordinflón inocente. Aunque no tenga nada que ver con el caso Reiner, participó directamente en el asunto Matteotti.

– ¿Quiere decir en su asesinato? -No había nada que pudiera desanimar a Bora aquella noche-. Una forma bastante fea de eliminar a la oposición socialista. ¿Le he dicho que estaba en Roma cuando ocurrió, hará unos veinte años? La mujer de mi padrastro me contó cómo enterraron al pobre hombre en una tumba improvisada en la Campagna. Sí, imagino a Merlo cavándola. Fue el tercer verano que pasé aquí, y todo el mundo buscaba el cadáver, pero nadie logró encontrarlo. ¿Cómo puede decir que los italianos no son absurdos? -Se reclinó en la butaca y, cuando se alzó el telón, añadió en voz baja-: Fue Merlo quien vomitó en los alrededores de la casa de Reiner, por cierto. ¿Que cómo lo sé? No todo el mundo tiene miedo de delatar al ras fascista, por lo que parece.

Cuando salieron del teatro la noche estaba clara y hacía mucho frío; incluso Bora lo admitió. Se oía claramente el retumbar de cañones más allá de la ciudad. Guidi lo miró en la penumbra y el ayudante de campo comentó:

– Qué noche más bonita. -Después de su visita al frente sabía que lo peor ya había pasado y que habían conseguido contener al enemigo. Sin embargo, no dijo nada que permitiera a Guidi aventurar conjeturas-. He recibido un telegrama de mi padrastro -agregó-. Mi mujer llegará la semana que viene.

25 DE ENERO

– He investigado lo que me pidió, inspector -dijo Danza a Guidi-. La chica figura en el registro con el apellido de su madre, Di Loreto. No consta apellido paterno. Ha asistido a clases en la academia de bellas artes, se hace llamar Lippi y dice que es estudiante de arte. Complementa los ingresos de su trabajo en una papelería posando para algunos pintores, que al parecer es como se gana la vida su madre. Poco más hay que añadir… Trabaja en una papelería en la piazza Ungheria.

– ¿Tiene amigos o amigas?

– Conocidos. Va al cine con ellos de vez en cuando. No se sabe que tenga una relación estable. Si está embarazada, ignoramos de quién ni de cuánto.

– Intente averiguarlo. ¿Algo más?

– Depende de lo que ande buscando. Podemos pedir que la sigan, inspector. Tal vez descubramos algo.

Los datos sin más revelaban tan poco como los que atañían a Magda Reiner, y el paralelismo provocó cierta desazón a Guidi. Anotó el nombre de los estudiantes y de la mujer de los labios pintados de rojo.

– No. Investigue a éstos.Danza leyó la lista y se echó a reír.

– ¡A ésta la conozco!

– ¿Qué quiere decir? ¿Está fichada?

– En la brigada antivicio. Nada importante. Prostitución callejera sobre todo. En los dos últimos años se ha portado bastante bien. Supongo que no quedan demasiados hombres por aquí.

– ¿Política?

– ¿Pina? No; nada por encima del ombligo.

De no ser por el uniforme, el teniente coronel Kappler le habría parecido un hombre insignificante. Lejos de consolar a Bora, a quien habían invitado al cuartel general de la Gestapo para hablar de las operaciones contra la resistencia, la idea en cierto modo lo angustió. El capitán Sutor, después de presentarle con una rigidez que denotaba animosidad, salió de inmediato cuando Kappler rodeó el escritorio para estrecharle la mano.

– Me alegro de que haya podido venir, mayor. Quería hablar con usted desde que nos conocimos en la fiesta de Ott. Después de todo, ambos tenemos una larga experiencia haciendo frente a las dificultades. ¿Ha oído que Graziani ha desaparecido de la ciudad?

Con la única ventana del despacho cerrada y la luz eléctrica encendida, el espacio resultaba claustrofóbico. Bora se mantuvo en guardia, pero procuró no traslucir la tensión. Era el momento de estudiar el carácter del otro, de observarse mutuamente con detenimiento y tomarse las medidas. Era consciente del escrutinio de Kappler y de la necesidad de transmitir una imagen de tranquilidad.

– No estoy destinado a los servicios de inteligencia en Roma. Mi experiencia se centra en el fin militar de las operaciones de la guerrilla, nada más.

Kappler se echó a reír.

– El general Westphal me ha hablado de su preocupación por las actividades de los partisanos después del desembarco en Anzio. Los atentados del miércoles y de ayer demuestran que tenía usted razón. Comparto su preocupación y me parece muy inteligente que coordinemos nuestros esfuerzos. Da igual lo que tarden los aliados en llegar; usted sabe que estamos aquí de prestado. Nada más.

Bora lo miró sin decir nada, de modo que Kappler añadió:

– Estimo que tardarán de dos a seis meses, quizá menos. -Como Bora seguía sin hablar, asintió con la cabeza y cogió una hoja del escritorio-. Estamos en las últimas, en lo que concierne a Roma. Por eso debemos hacer algunos preparativos.

– Yo he realizado la mayor parte de mi servicio en Rusia, coronel, y sólo algunos de los principios son aplicables a Roma. Todo depende de la cohesión ideológica de los partisanos y del apoyo social que reciban. Seguramente cuentan con la ventaja de la proximidad.

Kappler le tendió una lista de organizaciones clandestinas.

– Ideológicamente son un cajón de sastre, pero todos nos odian por igual. Vienen a ser lo mismo.

Bora leyó el papel. Sin levantar la vista dijo:

– El terreno es de lo más difícil, tanto si retrasamos dos horas el toque de queda como si no. En lo que a mí respecta, las condiciones son similares a las de la selva, y sabemos qué zonas de la ciudad se han convertido en reductos inexpugnables.

La alusión al Vaticano llevó a Kappler a apostillar:

– Y en verdaderos refugios y santuarios.

Bora levantó la vista del papel, pero no miró a Kappler sino el mapa de Roma que había en la pared.

– No cabe duda de que fuera de la ciudad los aliados les están suministrando armas. Cuando estuve en el norte, el número de partisanos se estimaba en un millar en todo el país. No tenían armas buenas, sólo granadas Brixia, pistolas baratas, ningún arsenal digno de ese nombre. ¿Cuántos calcula usted que son miembros pasivos o realizan alguna operación de vez en cuando, y cuántos están en activo y a tiempo completo?

Kappler le dio unas cifras que Bora no discutió.

– No obstante, hay muchos agentes extranjeros ocultos en Roma. Americanos, británicos… personas que, como usted mismo, hablan el idioma lo bastante bien para pasar por italianos. Se rumorea que hay por aquí cuatrocientos prisioneros de guerra aliados que lograron fugarse. Vaya usted a saber, quizá asisten a nuestras fiestas… Y con colegas como Dollmann…

Bora hizo caso omiso del comentario y sacó un fajo de documentos de su maletín.

– He traído copias de las directrices del ejército que recibimos entre finales de noviembre y principios de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno. Tome, por favor. En Rusia las unidades de la resistencia ascendían a más de quinientas. Tenían grandes extensiones de tierra a su disposición, conocían el terreno, hablaban el dialecto local y podían presumir de disponer de comandantes bien adoctrinados.

– ¿Ahorcó usted a alguno? -Ahorqué a más de uno.

– Pero ¿acaso las compañías como la suya no perdonaban la vida a los que se rendían, que era una buena costumbre del ejército al principio de la guerra?

– Yo hablo ruso. Los comandantes que desconocían la lengua estaban en desventaja a la hora de preparar panfletos de propaganda y hablar con la población. Los ahorcamientos indiscriminados sólo contribuyen a causar más problemas, a menos que se sepa mantener bien la presión. Como sabe, coronel, gobernar mediante el terror en los territorios ocupados tiene sus inconvenientes.

– En Roma no nos enfrentamos a unos chapuceros analfabetos.

– Se puede ser muy culto y al mismo tiempo chapucero. Nuestro problema en Italia está en el norte, igual que en el pasado reciente. Incluso podrían formarse «repúblicas partisanas» según el modelo soviético. En cuanto a Roma, yo prestaría atención al santoral fascista… Las tropas irregulares tienden a lanzar ataques en fechas significativas, lo que ideológicamente es correcto pero predecible.

Kappler tenía una expresión extraña, entre admirativa y maliciosa.

– En cualquier caso, debemos asegurarnos de que no surja ningún problema. Estoy hablando, creo, con una persona que comprende muy bien el peaje personal que hay que pagar en aras del valor. Es decir, creo que usted debe de sentir cierta amargura. -El silencio de Bora animó a Kappler a continuar-. Deje que le enseñe cómo hacemos nuestro trabajo, mayor.

Lo que siguió fue una visita guiada por los demás pisos del amplio edificio, donde los apartamentos se habían convertido en un conjunto de celdas. Bora se fijó en los tabiques y en las ventanas cegadas con ladrillos, y notó que el aire viciado estaba impregnado del característico olor dulzón de las salas de interrogatorios, a sudor masculino y sangre lavados con agua y jabón. En apariencia nada de eso le puso nervioso, por lo que Kappler pudo apreciar.

Cuando lo conducía de vuelta a su despacho, Kappler parecía entusiasmado.

– Tenemos otro local junto a la estación del tren: la rama italiana. No es tan eficiente, pero funciona. Todas las cosas que se hacen en este edificio tienen que ver con la vida, tal como sucede en el campo de batalla. Todos estamos alerta para conocerlas y formar parte de ellas.

– Bien. -Bora pensó que aquél era un momento tan bueno como cualquiera para trazar una línea divisoria, de modo que repuso-: Puede que yo esté alerta para conocerlas, coronel, pero no formo parte de ellas.

– Dichoso usted, que no tiene que vérselas con la realidad a la que mis setenta y tres hombres y yo nos enfrentamos cada día. De todos modos, estoy seguro de que no es eso lo que piensa. De lo contrario, ¿por qué le habría traído Kesselring a Roma? -Kappler sonrió-. A usted le seduce la disciplina tanto como a mí. Para nosotros resulta difícil distinguir la ira personal del deber. ¿No perdió usted a un hermano en Rusia?

– Sí, fue abatido en Kursk.

– ¿Desaparecido o muerto?

Bora mantuvo la serenidad gracias a su acostumbrado dominio de sí.

– Yo mismo recuperé su cuerpo.

– Qué desgracia para sus padres. Espero que tenga más hermanos. ¿No? Me asombra su entereza, mayor, y lo lamento mucho por su hermano, ya que todos somos hermanos de armas.

Bora se sintió tan vergonzosamente agradecido por aquellas palabras que notó que su sentido crítico le abandonaba. Dijera lo que dijese, hasta el final de la reunión no se dio cuenta de que estaba perdido, contaminado por las afirmaciones de Kappler, tanto si se había traicionado a sí mismo mostrando su conformidad con alguna como si no.

Lo último que dijo Kappler fue:

– Por cierto, acabamos de arrestar a ese medio judío de Foa. Comunique al general Westphal que no tendrá que preocuparse nunca más por las peroratas del vejestorio.

Cuando Bora se marchó, el capitán Sutor dio rienda suelta a su descontento por la visita.

– No soy injusto, coronel. Conozco bien el ejército. Él es el ejército, no ganamos nada relacionándonos con él, y tampoco me inspira confianza después de lo que dijo Lasser.

Kappler hizo un gesto indulgente.

– Lasser tiene cierta tendencia a la histeria. No es la primera vez que trata de crucificar a alguien con pruebas bastante endebles. El y Bora se llevan mal. Además, Lasser es un bocazas.

Sutor arrugó la nariz y se tragó su resentimiento.

– Creo que comete un error al mostrarse tan cordial con Bora, coronel. Yo no le habría enseñado nuestras instalaciones. Ahora irá derecho a ver a Westphal y Kesselring. Y a Dollmann le cae bien.

– ¿Qué otra cosa cabría esperar de Dollmann? Maniobrarán el uno con el otro como jugadores de ajedrez, y eso está muy bien. Ambos son educados, católicos… El único defecto de Bora, desde el punto de vista de Dollmann, es que es heterosexual.

– Da igual, señor, mantengo mi opinión. No me fío de ese hombre y usted lamentará haberlo hecho.

Kappler cogió la gorra del escritorio y se la puso.

– Creo que lo que le pone a usted nervioso es que pueda descubrir que salió con Magda Reiner y que su historial con las damas de París es envidiable. Vayamos a hablar con Foa, Sutor. Tiene bastante sangre judía para ser un soplón.

***

27 DE ENERO

– ¿La encuentra atractiva, mayor Bora?

– No estoy seguro de que «atractiva» sea la palabra más adecuada. No parece una loba. Más bien es como la abstracción de una loba, esbelta y sin pelo, excepto la melena. Parece alerta y amenazadora, diría yo. No hay ternura en ella, o es una ternura feroz.

Dollmann asintió. Estaban solos en la cuarta sala del museo

Capitolino, caminando alrededor de la escultura de bronce protegida con sacos de arena, y sin tocarlos pasó la mano por las flacas ubres que colgaban de su cuerpo.

– «Se acercan a los pechos de la loba y se alimentan / con la leche que no estaba destinada a ellos…»

– ¿Ovidio?

– Bravo. Además, la adición posterior de los gemelos es demasiado ornamental para la severidad de la loba. ¿Qué diría usted que representa?

Bora pensaba en el animal de sus pesadillas, pero sonrió. -El tótem tribal que cabe esperar de una sociedad de pastores. Convertimos en símbolo sagrado precisamente lo que más tememos.

– O en tabú. Observe que su postura es estática más que dinámica, mayor. Está observando un peligro que se encuentra a lo lejos, o que no es mayor que ella y está justo al lado. La protección de las crías no da a su mirada una expresión tierna, sino más bien vigilante, alerta ante el peligro. Inmovilidad, vigilancia, amenaza, preocupación. Nadie se atrevería a acercarse y, aunque no gruñe (no tiene la boca contraída ni el morro arrugado), podría arrancar de un mordisco la mano a cualquiera.

– Lo hizo -dijo Bora con calma.

Dollmann sonrió.

– No pretendía dar un doble sentido a mis palabras, pero lo cierto es que de algún modo existe una conexión entre esta loba y nuestra presencia aquí. Yo antes pensaba que ideológicamente éramos sus hijos.

– Quizá Ovidio se refería a nosotros… nosotros somos el peligro del que ella se protege.

– Creo que somos ambas cosas. Nos alimentamos de sus ubres y eso nos molesta, luego volvemos, ya crecidos, a incomodarla. Somos así de poco civilizados, así de ingratos.

Bora acercó la mano derecha ala boca de la loba, con los dedos extendidos, como si fuera a darle de comer.

– Ella se impone al final.

– Caput mundi. -Dollmann se balanceaba sobre los pies mientras observaba al ayudante de campo. Vestido de civil y con pajarita, tenía el aspecto atildado de un profesor británico, no de un SS. En la solitaria sala del museo dijo en inglés-: No es a Kappler al que debemos vigilar, sino a Sutor.

28 DE ENERO

El viernes, Guidi esperó a Francesca frente a la papelería. Si a ella le sorprendió verlo allí, no dijo nada, ni siquiera cuando la saludó llevándose la mano al sombrero y echó a andar a su lado.

– Mire -dijo él-, no sé si debería hacerle este favor, pero la he oído salir por la noche en dos ocasiones.

El chal de la joven estaba a punto de caer al suelo, y cuando él fue a cogerlo ella se apartó.

– ¿Y qué? -Se envolvió los hombros con la prenda de lana, una pobre protección contra el viento helado-. ¿Va a arrestarme por romper el estúpido toque de queda de seis a cinco? Mamma mia, ¿es que viene usted de la luna? -Cuando Guidi se disponía a hablar, ella volvió hacia él su rostro alargado-. Si voy a ver a mi novio, no pienso dejar de hacerlo sólo porque usted lo diga.

Guidi no tenía motivo para sentirse decepcionado por sus palabras. Aun así, dijo con tono desabrido:

– A causa de los sabotajes los alemanes nos han privado de dos horas más. No es la policía italiana quien vigila estas cosas. Vaya a ver a su novio durante el día.

– Por el día tengo que trabajar. Además, está casado.

Francesca esbozó una sonrisa, pero sólo enseñando los dientes, como hacen los animales, sin expresar la menor alegría. Por un momento pareció que la calavera se le transparentaba a través de la piel, lo que estropeó su belleza.

Guidi se encontró de pronto echándose un farol, utilizando el hueco lenguaje policial, porque a fin de cuentas no tenía nada que decir.

– Se lo advierto, busque otra forma de reunirse con él o tendré que denunciarla. Sé muy bien adónde va por las noches en realidad.

– Apuesto a que no lo sabe -repuso ella lentamente, pero se la veía menos segura de sí misma.

– La seguí -mintió él-. Así pues, ¿qué piensa hacer?

Francesca tenía los labios pálidos debido al frío, agrietados. Dio la espalda al viento, precavida o desanimada, o simplemente triste. No impotente, sino triste.

– Está bien -respondió, y Guidi esperó impaciente sus siguientes palabras-. No volveré a verlo por la noche.

Guidi tendría que haberse marchado entonces, pero continuó caminando a su lado hasta la parada del tranvía. Una vez allí, al ver que la joven temblaba, se quitó el abrigo y se lo puso sobre los hombros. Francesca no se movió; evitaba su mirada, parecía todavía una prisionera resentida, cuya amistad a él le resultaría imposible conquistar.

Más tarde, en el despacho, Danza intentó quitarle hierro al asunto.

– Hay muchísima gente escondida por toda la ciudad, inspector. Cualquiera puede ir a reunirse con cualquiera. En los últimos meses han venido centenares de personas de no se sabe dónde, y el doble de esa cifra desaparece como por arte de magia. Judíos, monárquicos, disidentes, lo que quiera. Desertores a puñados, escritores, oficiales de los carabinieri reales… todos escondiéndose de usted, de mí, de los alemanes, de los fascistas… ¿Qué podemos hacer nosotros? O jugamos a la policía política o lo dejamos correr.

¿Que esa chica va a ver a su novio por la noche? Pues si lo hace que le aproveche, y si no…

– No -le interrumpió Guidi-. Creo que sí, que es eso. -Le angustiaba pensar que podía estar vulnerando la ley por una mujer, como había estado a punto de hacer sólo un mes antes en el norte. Danza optó por la prudencia.

– Entonces olvídelo. Desde que los americanos han desembarcado, en una semana hemos tenido intentos de asesinato, neumáticos rajados, depósitos de gas volados, y los alemanes campan a sus anchas. Con todos los respetos, esa chica no me preocupa más que los gatos callejeros.

Al volver a casa, la última persona a la que Guidi deseaba ver era a Pompilia Marasca. Intentó evitarla, pero ella consiguió cortarle el paso cuando subía por la escalera.

– Qué susto me dieron ustedes -dijo-. Después de recuperar el conocimiento la otra noche estuve varias horas enferma pensando que podía haber combates en las calles.

Guidi se encogió de hombros.

– Quién sabe. Quizá no los haya.

– Las mujeres como yo debemos tener mucho cuidado. Soy muy nerviosa, ¿sabe? Desde que murió mi marido padezco de los nervios… Lo que usted ve no es más que un manojo de nervios.

Sus nervios estaban bien ocultos bajo las carnes de los senos y las caderas, pensó Guidi. La miró a la cara, atento a los demás ruidos de la casa: voces, pasos, el lloriqueo vacilante del niño de arriba. Francesca llegó justo entonces de la calle. Pasó al lado de ambos sin hacerles el menor caso, en dirección a la puerta de los Maiuli. Los rojos labios de Pompilia se tensaron.

– Debería darle vergüenza a esa fresca. ¿Qué se habrá creído? ¡Y encima está orgullosa!

Era el primer comentario de la mujer que interesaba a Guidi. -¿De qué está orgullosa? -preguntó impasible.

– ¿Es que no se ha dado cuenta? Dios mío, los hombres nunca se dan cuenta de nada. Incluso los Maiuli, que son de lo más inocente, se preguntan qué le pasa a esa chica. ¿Qué le va a pasar? ¡Parece mentira, la verdad! Fíjese bien la próxima vez… aún es pronto, pero ya se nota. Desde que vive aquí no me ha dicho ni diez palabras, y yo llevo ya tres años en esta casa. En fin, ¿qué se puede esperar de gente como ella?

Guidi metió las manos en los bolsillos del abrigo.

– No sé a qué se refiere.

– Su madre es judía y en cuanto a su padre… es un obispo o algo así. Por eso ha podido ir al colegio y todo eso. Más de uno la ha oído jactarse de ello.

Guidi acariciaba con los dedos el forro de lana de los bolsillos, donde Francesca había hundido sus ásperas manos mientras esperaban el tranvía.

– Lamento que se asustara -dijo-. Esperemos que no ocurra nada malo por aquí.

– ¿Nada? Pues justo antes de que llegase usted ha habido una fuerte explosión en piazza Verdi.

Guidi no se molestó en contarle que una patrulla alemana le había detenido cuando pasaba en coche junto a la Casa de la Moneda y, a pesar de sus documentos, los intolerantes guardias lo habían sacado del vehículo y le habían impedido continuar.

Pompilia hizo un mohín y se llevó las manos a la cara.

– Mire qué pálida estoy. Casi me desmayo. Cuando una es tan nerviosa, hay que hacer un gran esfuerzo para mantener la cordura.

29 DE ENERO

Bora y Guidi no volvieron a reunirse hasta el sábado a última hora, delante del Hotel d'Italia, a sólo una calle de distancia del despacho de Guidi en la Pubblica Sicurezza, en la otra punta de via Rasella. El hotel se alzaba frente a la imponente puerta de hierro forjado de villa Barberini, cuya filigrana aparecía en la oscuridad y se desvanecía rápidamente cuando los faros de los vehículos alemanes la iluminaban.

– Vamos a mi habitación -dijo Bora-. He hablado con una amiga de Magda… Tal vez le interese lo que me ha contado.

Minutos después, aprovechando que había luz eléctrica, Guidi tomaba notas en el estrecho escritorio junto a la ventana. Encima había una foto de la esposa de Bora (en todo caso, de la misma mujer cuyo retrato tenía el mayor en su mesa de trabajo), con una pequeña instantánea de un piloto alemán metida en una esquina y una flor de pie de león seca en el otro lado.

– ¿No le ha dicho de quién tenía miedo Magda, mayor?

– No lo sabe. Lo que sí es seguro es que Magda no quería que sus amigos fuesen a su casa ni que nadie la llevara en coche desde la embajada. Bebía mucho y «se comportaba de un modo extraño», pero mi informante no me explicó qué quería decir con eso. Es la chica a la que dieron un nuevo destino después de la famosa fiesta. Dice que todo el mundo estaba borracho, que los besos eran en plan de broma y que Magda conservó su trabajo porque tenía un novio en las SS.

– ¿Alguna idea de quién podría ser?

– Todavía no, pero puedo decirle quién más vivía en el edificio de Magda.

Guidi consultó su libreta.

– En la planta baja, una soprano retirada, sorda y senil, que nunca sale. En el tercer piso, tres oficiales alemanes que ya no viven allí. ¿Correcto?

– Correcto. Los oficiales están ahora en otro sitio. -Se refería a Anzio, Guidi lo sabía-. De todos modos, tenían una coartada y testigos. Estaban celebrando una fiesta en su casa, un piso debajo del de Magda. Los demás apartamentos no están arrendados y se usan como almacén de la embajada.

– Bueno, quienquiera que tuviese una llave del apartamento lo registró como un profesional antes de nuestra llegada. Dudo que fuera el asesino, pero… tanto si quería destruir pruebas como simplemente eliminar pistas que podían resultar molestas, el caso es que la investigación se ha visto perjudicada desde el principio. Magda salía con Merlo, salía con un SS, temía a alguien. De momento Merlo es el único al que podemos situar en las proximidades de su casa la tarde que murió, y debo decirle, mayor Bora, que el jefe de policía está convencido de su culpabilidad.

– Quizá tenga razón. O quizá Merlo no le caiga bien. He oído que, a diferencia de sus colegas del palacio Braschi, Merlo jamás acepta sobornos.

Se quedaron callados. Bora, sentado en el sillón que había a los pies de la cama, miraba fijamente la foto de su esposa. Siguiendo su mirada, Guidi también observó la imagen de nuevo. Una rubia de aspecto atlético y aire insatisfecho, con un peinado elegante y un perro sujeto con una cona en la calle de alguna bonita ciudad.

– Se llama Benedikta -dijo Bora.

– Muy guapa.

– Sí, lo es, gracias. No la veo desde hace un año. -Bora cogió los cigarrillos y el encendedor con una torpeza impropia de él-. Llegará el jueves en un tren de la Cruz Roja. -«Como seguramente sabrás, tu esposa llega el día 3», le había telegrafiado su padrastro. Bora no tenía ni idea de por qué debía haberlo sabido. Se colocó un cigarrillo entre los labios, un gesto que Guidi empezaba a reconocer como un antídoto contra la timidez o el nerviosismo-. ¿Quiere fumar?

– Sí, por favor.

– Bien. Tenga. Yo también fumaré. -Bora encendió el pitillo y exhaló una rápida bocanada de humo-. Podrían haberme trasladado a un hospital alemán el pasado septiembre, pero no quise poner en peligro mi misión. Creo que hicieron un buen trabajo en Verona. De todos modos, la mano no podía salvarse. Ya lo sabía.

– Parece que se defiende bien.

– Ya. -Bora sonrió-. Tendría que haberme visto esta mañana. Me rajaron los cuatro neumáticos del coche. ¿Ha intentado alguna vez cambiar una rueda con una sola mano? Bueno, pues cambié las cuatro, yo solito. Me defiendo bien, sí. -Aunque estaba sentado de cara al espejo de la pared de enfrente, Bora evitaba mirarlo-. Me pasé semanas aprendiendo a abrocharme y desabrocharme los pantalones, ponerme la camisa y abotonármela, colocar la correa metálica del reloj en la punta del larguero de una silla para poder meter la mano derecha, y todo ello en un tiempo récord. Ahora me visto más deprisa que antes con las dos manos. Me afeito, conduzco, escribo a máquina, hago flexiones, disparoun fusil. Sin embargo, estrictamente hablando, ahora no puedo lavarme las manos, aplaudir ni abrazar a nadie. También se ha acabado lo de tocar el piano, que a veces es lo que más me cuesta sobrellevar. -Dio varias caladas al cigarrillo y, animado por el silencio de Guidi, añadió-: No; eso no es cierto, claro. Lo más difícil será ver a mi mujer el jueves.

Guidi no entendía cuál era el problema.

– ¿Ella no lo sabe?

– Sí, lo sabe. La última vez que hablamos por teléfono fue en octubre.

– Estoy seguro de que está deseando verlo.

– Eso espero. -Bora sonrió con timidez-. De todos modos, está claro que quiere sorprenderme. Me he enterado de su llegada por el telegrama de mi padrastro. Se quedará ocho días. Yo estaré trabajando, por supuesto, pero gracias a Dios podré pasar las noches con ella. No hace falta que le diga lo insoportable que resulta físicamente una separación de un año.

En ese momento se fue la luz. El sonido de las sirenas, que empezaron como un gañido quejumbroso, aumentó de tono en la oscuridad.

– ¿Un ataque aéreo? -preguntó Guidi-. Yo creía que Roma era una ciudad abierta.

– Sí -repuso Bora con tono seco-. A veces las bombas también se equivocan.

– ¿Qué hacemos?

Ningún ruido que delatara movimiento acompañó a la respuesta de Bora:

– Hay un refugio en el sótano del hotel. En caso de un ataque directo, podemos elegir entre volar en pedazos o quedar entenados bajo los escombros de todos estos pisos.

– Me arriesgaré a quedarme aquí, si a usted no le importa. -No. Yo también me quedo.

Del otro lado de la puerta llegaba ruido de gente que bajaba a tientas por las escaleras. Guidi tenía la boca seca. En la oscuridad absoluta, el aullido de oscilante intensidad era como un fantasma sonoro que corría por la ciudad. «Espero que Francesca esté a salvo -pensó de pronto-. Me da igual con quién esté… pero que esté a salvo.»

La llama del encendedor de Bora parpadeó.

– ¿Otro cigarrillo?

– No; ahora no.

El ascua del cigarrillo permitió a Guidi ver a Bora en los minutos siguientes… unos minutos largos que se prolongaban y achataban en tiras de tiempo, y durante los cuales Guidi intentaba discernir si tenía miedo o sólo estaba nervioso. Desde luego, la posibilidad de morir agudizaba su sensación de soledad; era como si de repente ninguna regla fuera aplicable y toda vida resultase vulnerable. Si Bora estaba pensando que era injusto morir a pocos días de la llegada de su esposa, lo único que mostraba eran los lentos arcos luminosos que dibujaba su cigarrillo cuando le daba largas caladas. Guidi se reclinó en la silla y expulsó todo pensamiento de su mente para no sentir apego a nada cuando las explosiones recorriesen la ciudad de punta a punta.

Pero las explosiones se retrasaban. En aquel extraño silencio Bora dijo:

– No entiendo por qué tardan tanto.

Guidi lo oyó caminar con impaciencia hacia la ventana, tantear en busca del tirador y abrir. El frío aire de la noche inundó la habitación. Los reflectores barrían el cielo y su luz acariciaba aquí y allá la parte inferior de las nubes y se diluía o se reflejaba en ellas. No se oía ruido de motores ni de baterías antiaéreas, ni siquiera desde el asediado barrio de Castro Pretorio. El único ruido de artillería que sonaba a intervalos regulares procedía de Anzio.

– Sólo obuses -observó Bora-. Puede que los reflectores hayan iluminado una nube, o quizá era un avión amigo. -No cerró la ventana hasta que empezó a sonar la señal de que la alarma había pasado.

Pronto volvió la luz, se fue de nuevo y luego volvió definitivamente. Guidi se sentía avergonzado porque había tenido miedo y a buen seguro no había conseguido disimularlo.

– No ha sido exactamente un bautismo de fuego, ¿verdad? Bora tuvo la cortesía de fingir no haberlo notado.

– Demos gracias por lo que tenemos. ¿Le apetece un coñac? -Pues no me importaría.

Cuando bajaban hacia el bar, se encontraron con otros huéspedes, tanto civiles como militares, que volvían a sus habitaciones desde el sótano, algunos medio vestidos. Uno de ellos era el capitán Sutor de las SS, a quien Bora no esperaba ver allí en mangas de camisa y con una mujer, pero al que saludó con una leve inclinación de la cabeza.

3 DE FEBRERO

– Bueno, ¿por qué han detenido a Foa? -decidió preguntar Westphal a Bora.

– No hay ninguna acusación concreta, excepto que no ha colaborado con los oficiales de la Gestapo. Al parecer se negó a dar informes de algunos colegas de los carabinieri reales.

– Lo tienen en arresto domiciliario, ¿no?

– No; está en la prisión gubernamental. Francamente, es poco razonable esperar que denuncie a sus camaradas oficiales.

Westphal tomó un papel con filigrana y empezó a escribir.

– Si es listo, eso es lo que hará. Por supuesto, yo a los de las SS o las SD no les daría ni la hora, pero Foa no tiene elección. Gracias por decírmelo, Bora.

– ¿Debemos pedir que tengan un poco de consideración con él? Tiene casi setenta años.

Westphal estaba de un humor excelente por las noticias de la sangrienta derrota de las tropas americanas en Cisterna y no se enfadó.

– No. ¿A nosotros qué nos importa? A usted lo insultó por teléfono. Tome. -Le tendió la hoja de papel firmada-. Dos días de permiso a partir de mañana. Vaya a recibir a su mujer a la estación, por el amor de Dios. Faltan tres horas, pero tenerlo rondando por aquí es como tener un ternero enfermo en una granja. Ahora no me sirve de nada. A menos que llegue el fin del mundo, procuraré que nadie lo moleste hasta el lunes por la mañana.

Bora se apresuró a ir a la estación Termini.

Cuando entraba, se encontró con el coronel Dollmann, que salía sin prisas.

– ¡Bueno, bueno! -Se detuvo sólo lo suficiente para saludarlo, sin apartar la vista de las flores que llevaba Bora-. ¡Qué galantes estamos esta mañana! ¿Es legítima o ilegítima? -Cuando el otro respondió a regañadientes, se echó a reír-. También puede ser divertido. Que lo disfrute.

Bora caminó de arriba abajo por el solitario andén hasta que el tren entró por la derecha y se detuvo en las vías blancas por el hielo. La estación (mármol, piedra caliza, superficies desnudas) dejó de parecer tan grande cuando el rostro de Benedikta, borroso detrás de la ventanilla y enmarcado por su cabello rubio, apareció ante él. Notó con claridad que su corazón se encogía convulsivamente y bombeaba sangre mientras ella se apeaba. Con mirada ansiosa escrutó la plenitud de sus pechos bajo el vestido gris de lana, las piernas esbeltas, el cabello recogido flojamente bajo el ala del pequeño sombrero.

– ¡Martín!

Era evidente que no esperaba encontrarlo allí, pero Bora interpretó su sorpresa como una reacción ante sus heridas, un obstáculo que había previsto pero que ahora le resultaba insoportable. De pronto todo -su mutilación, las flores, el mismísimo espacio que había entre ellos- le sobraba. La estrechó entre sus brazos y se besaron, y desde el abrigo desabrochado el perfume del vestido de Benedikta ascendió vertiginosamente hacia él; su contacto lo excitó de inmediato v le provocó un dolor jubiloso, y la sangre aulló en sus venas mientras la vida lo reclamaba y se reafirmaba. Explorar con la lengua su boca, encontrar al instante el manantial de su saliva, el dulce borde de su lengua, lo hizo ruborizar hasta notar el rugido de la sangre en los oídos.

Los ojos de Benedikta, tan tristes en otras ocasiones, lo miraban como estrellas resplandecientes, pero él sólo vio en ellos la excitación física.

– Sigues sabiendo muy bien… -dijo ella-. ¿Cómo te encuentras? Me alegro de que hayas venido a recibirme.

Las flores habían quedado aplastadas en el abrazo y ella se echó a reír.

– ¿Por qué me dijiste que cojeabas? ¡No cojeas!

Se dirigieron hacia la salida. Bora no recordaría después si había más personas en el tren o en el andén; era de suponer que sí, pero no las vio. Dikta llenaba con palabras nerviosas el silencio de su admiración y lo observaba por debajo del fino arco de sus cejas.

– No sé por qué te ha dicho tu padre que venía. Sí, están todos bien. Mamá está bien. Tu cuñada te manda saludos. Blubo y Ulki tienen cachorros. Y tú, Martin, ¿estás bien?

Bora estaba demasiado excitado para pensar. La llevaba cogida del brazo, aspiraba su perfume y se decía que todo iba bien, porque ella estaba allí y lo quería. Respondió a la pregunta como solía, con brevedad, y ella rió de nuevo.

– Qué bien se te da.

Fuera les esperaba un coche con chófer. Dikta le preguntó adónde la llevaba y Bora contestó:

– Al Hotel d'Italia. Es donde me alojo.

Ella se volvió hacia el chófer, que estaba cogiendo sus maletas del carrito del mozo de estación para cargarlas en el portaequipajes, y le indicó:

– Cuidado con la sombrerera; no es un macuto militar. ¿Seguro que quieres que nos alojemos juntos, Martin?

– Pues claro. ¡Ni se me ocurriría otra cosa!

– Como quieras.

– Es un lugar seguro, Dikta.

Durante el breve trayecto hasta el hotel, Bora contuvo su ansiedad y respondió distraído a las preguntas acerca de los monumentos por los que pasaban. El costado de Benedikta, su musculosa cadera de deportista, se apretaba contra el suyo en el asiento; ninguno de los dos tenía un gramo de grasa, y él se estremecía con el mero contacto. El deseo desenfrenado por su esposa lo dominaba, era como si no conociera su propio cuerpo y lo que le ocurría fuese algo extraño y terrible. Se controlaba porque estaba el chófer y porque estaba acostumbrado a la autodisciplina, pero ansiaba tocarla a través de sus finas ropas, meterse debajo del vestido de lana gris. Era como si todo sufrimiento valiese la pena sólo por disfrutar de aquel momento, como si el dolor y la proximidad de la muerte y el peligro se disiparan en ella, quedaran encerrados dentro de ella.

– ¿Has adelgazado, Martin?

– No lo sé.

– Estás pálido. Se te notan las venas en las sienes. ¿Es una cicatriz lo que tienes en el cuello?

– No es nada. Del parabrisas, cuando estalló.

Ella apartó la vista. Cuando tomaron un recodo de la calle, el sol de pronto iluminó el cuello de lana de su abrigo; al ver aquello y el mohín de sus labios recortados contra el frío brillo del día, a Bora se le hizo la boca agua. Pródiga y bella, pródiga y bella. Sintió el desvergonzado deseo de lamerle el rostro lentamente, buscar su boca y romper de nuevo su sello, enloquecido por extrañas imágenes de intimidad que le hacían mudar el semblante. Dikta lo sabía, por supuesto, pero no hizo nada hasta que llegaron al hotel y cruzaron el vestíbulo, donde otros oficiales se volvieron a mirarla. En el ascensor, inesperadamente le puso una mano entre los muslos y lo besó detrás del mozo cargado de hombros.

Cuando se cerró la puerta de la habitación, él la abrazó codiciosamente. Se hablaban contra la boca del otro, pero ahora los labios, las manos y los movimientos habían perdido su delicadeza y sus cuerpos se frotaban en un frenético y silencioso roce de ropas, hasta que Benedikta dejó caer la falda y la enagua hasta los tobillos y su cuerpo cubierto hasta las caderas casi desnudas resultó escandaloso e irresistible. Bora le acarició los muslos y perdió la cabeza. Se liberó sólo de la parte del uniforme que le estorbaba y no reparó en cómo desgarraba la seda que cubría la húmeda y profunda hendidura del cuerpo de su mujer.

Más tarde, Benedikta se mostró divertida por el bochorno que él sentía. Descuidadamente recogió los jirones de su ropa interior y se dirigió hacia el baño.

– No te disculpes, Martin. Después de todo, ha pasado un año entero. Debería guardarlo como recuerdo, porque siempre eres tan comedido…

Bora se quedó de pie, avergonzado, con las ropas húmedas, viendo cómo ella se duchaba. Lamentaba que el encuentro se hubiera producido así, no sólo por su rapidez, sino porque le parecía degradante. Porque él la amaba y su corazón ansiaba un amor más lento y más completo, pero Dikta siempre calmaba su propia urgencia de forma rápida. Se excitó de nuevo al ver su cuerpo brillante por el agua, mientras ella se enjabonaba y se pasaba las manos por los pechos, los muslos y las rodillas. Se preguntó anhelante cómo se redondearía su vientre para albergar a un hijo de su sangre. Quizá la Navidad próxima… ¿Por qué no? Le daba vueltas la cabeza sólo de pensar que podía haber ocurrido ya, por aquel líquido translúcido que había pasado de él a ella. Así de rápido. La latencia de una vida, en su precariedad, hacía que todos los peligros fuesen soportables, irrelevantes incluso, y la volvía a ella mucho más valiosa aún.

Mientras la observaba, fuera de la habitación el silencio sólo quedaba roto por el rítmico paso y los cantos de las columnas de SS que, como todos los días, marchaban para su entrenamiento por via Rasella.

Como si saliera de una lluvia cálida, Benedikta se recogió el pelo y lo retorció para eliminar el exceso de agua.

– Vamos, prepárate, Martin.

Mientras iban en el coche (ella no quería comida italiana, de modo que se dirigían al Corso, a un restaurante húngaro), Bora no podía pensar en nada más. Cuando una joven embarazada entró en el restaurante, se sonrojó, pero su esposa no lo notó.

A media tarde ya estaban de vuelta en el hotel. Benedikta le dijo en tono de broma que debía mirarla menos y comer más. De la maleta abierta sobre la cama empezó a sacar su ropa. La alisaba con las manos y la colocaba a un lado. De cada prenda que desdoblaba se desprendía su perfume, como si sus propios movimientos fueran un aroma.

– Gracias por las rosas, son muy bonitas -dijo-. Y por ir a recibirme a la estación.

– ¿Cómo podías pensar que no acudiría?

Ella sonrió después de colocar en silencio algunas prendas.

– Bueno, habría sido comprensible teniendo en cuenta… En todo caso, me alegro de que no lo hayas mencionado, Martin.

– ¿Que no mencionara qué? -preguntó Bora, que creía que Benedikta estaba hablando de tener un hijo o de sexo. Encendió un cigarrillo para ella y se lo tendió por encima de la cama-. Creo que ambos estábamos pensando en eso.

– Eres estoico. Es admirable cómo te enfrentas a la adversidad.

– Ah, es eso. La verdad es que no tenía mucha elección, Dikta. Ella dio una calada y dejó el cigarrillo en equilibrio sobre el borde del cenicero. Cuando se inclinó sobre la maleta, dejó ver la deseable curva del busto bajo la blusa.

– Lo que quiero decir es que no estás enfadado conmigo.

– ¿Por qué iba a estarlo?

Esta vez, ella levantó la vista de la ropa que estaba colocando. Parpadeó, aunque seguía sonriendo.

– Bueno… por lo que te escribí, claro está.

Bora experimentó un ligero malestar, todavía no justificado, pero ya nocivo. Al mismo tiempo descendió bruscamente la excitación sexual y la inquietud ocupó su lugar.

– Me trasladaron de improviso y todavía no me han enviado el último correo -explicó-. No sé a qué te refieres.

El vestido de vivos colores que Benedikta sostenía se desplomó como un pájaro muerto en su mano.

– Oh, Martin. -Se sentó en la cama lentamente-. ¡No me digas que no lo has leído!

– ¿Qué me escribiste?

– Entonces ni siquiera sabes por qué estoy aquí…

Apagó nerviosamente el cigarrillo en el cenicero antes de volver a hablar, evitando la mirada de Bora. La habitación parecía haberse encogido ante él, como si ella fuese la única cosa que mereciese su atención, la más terrible e inquietante. Ella le asestó el golpe con rapidez.

– He pedido la nulidad al Vaticano. Es casi seguro que saldrá adelante. Comprendo cómo debes de sentirte, pero no tiene sentido discutir.

Bora no necesitaba convencerse de que había oído bien; lo sabía.

– Dios mío…

Benedikta lo miró, menos apesadumbrada ahora.

– Por supuesto, sé que los católicos no se divorcian, de modo que pensé que, como tú lo eres, así podrías ser libre para volver a casarte. Lo he hecho por ti, Martin. Podría haber actuado de otro modo, pero le he dado muchas vueltas y creo que esto es lo mejor. Además, tú siempre superas los contratiempos. Superarás éste también. Estoy segura. -Como Bora no se acercó a la cama, se encaró a él cobardemente-. No es porque estés mutilado. -Vio cómo la sangre le subía al rostro al oír sus palabras y trató de justificarse-. Bueno, sí, has perdido una mano… -En su afán por defenderse alzó la voz, que le temblaba ligeramente-. Pero yo ya había tomado la decisión antes de eso. De todas maneras, ahora no importa, ¿no crees? Tú eres estoico, yo no. No sé hacer frente a la adversidad, ya lo sabes. No me gusta, huyo de ella. Nunca me has preguntado si estaba cansada de esperar, y la verdad es que estoy harta.

– ¿Crees que yo controlo esta guerra?

– Entonces no deberías haberte casado conmigo. Sabes que pierdo el interés enseguida. Si hubieras tenido sentido común, lo habrías comprendido. -Sacó unas prendas de la maleta y las estrujó entre las manos. Sin aliento, no dio a Bora opción de hablar-. Siempre me he divertido, siempre he tenido todo lo que he querido. Lo sabías antes de casarte conmigo. Lo sabías. La guerra lo ha estropeado todo y tú estás en ella desde el principio. Estoy segura de que incluso te gusta. Pues adelante, sigue y disfruta de tu guerra, pero no me pidas que forme parte de ella. ¿Por qué me iba a sacrificar yo, cuando ni siquiera creo en los sacrificios? ¿Por qué? Tengo demasiadas cosas por las que vivir, Martin. Es así. No puedo seguir aprisionada en un matrimonio hasta que esto acabe.

A Bora le pareció increíble que ella consiguiese evitar el llanto, porque él se sentía desgarrado.

– ¡Pero tú querías casarte!

– Todo el mundo se casaba entonces, pero se suponía que la guerra duraría unos meses, ¡no cinco años!

Bora era consciente de la insoportable inutilidad de las palabras incluso mientras las pronunciaba.

– No sé en qué te he fallado, aparte del hecho de tener que estar lejos de ti… y tú sabías que sería así; sabías cuando nos casamos que era militar de carrera y que me iría. He pasado todos los permisos contigo, te he escrito cada día que he podido, incluso desde Rusia. Te he sido fiel durante estos cinco años, por el amor de Dios. ¡Vivía sólo para volver a verte, sin importar lo que ocurriese!

De pronto comprendía lo que significaba la dureza de los ojos de Benedikta, lo que su brillo significaba para él.

– Es una lástima que todo fuese sólo por parte de uno y que yo nunca estuviera de acuerdo. Y si dije que sí lo estaba, en realidad no lo sentía, lo que a fin de cuentas es lo mismo; tú eres un hombre inteligente, deberías haberlo comprendido. -Se quedó mirándolo de hito en hito-. Y no me digas que no has tenido amantes, porque todos los hombres las tienen cuando van a la guerra. Y si de verdad me has sido fiel, eso no basta. En cinco años hemos pasado dos o tres meses juntos, y nunca uno seguido. ¿Qué clase de matrimonio es éste? Nunca me han interesado las relaciones a distancia. Me niego a aceptarlas. Veo que me amas y eso complica las cosas, pero ya está hecho y sólo te queda afrontar la realidad, aceptarla, como has hecho siempre.

Bora no recordaba haber alzado nunca la voz a su esposa, pero esta vez lo hizo.

– ¿Cómo puedes decirme que acepte esto? -exclamó-. ¡Maldita sea, sabes muy bien que no puedo! Ni siquiera hemos hablado de ello… ¿Es que yo no tengo nada que decir? ¡No puedes decidir sola por los dos!

– Ya lo he hecho. -Benedikta desdobló un documento y lo dejó encima del edredón para que él lo cogiera-. Mi madre me ha llamado desde su casa de invierno en Lisboa. Es ahí adonde iré después. Estoy aquí sólo para arreglar la documentación.

Bora no tocó el papel, ni siquiera lo miró.

– ¿Seguirías conmigo si no me hubieran herido?

– La pregunta no tiene sentido, es una mera conjetura. -Necesito saberlo, por el amor de Dios. ¿Seguirías conmigo?

– Quizá, pero no podemos hacer nada a ese respecto. -Se sentó en la cama; su perfil alterado era apenas visible para él-. Habría sido mejor que murieses. Para los dos. Si hubieses muerto, yo no tendría que pasar por todo esto. Estoy intentando ser amable, pero me lo pones muy dificil al no aceptarlo, como harías si fueses un poco razonable.

– Lamento no haber muerto.

No valía la pena decir nada más, porque aquello no tenía nada que ver con la lógica, sólo con los deseos de Benedikta. Y ella no lo quería, eso era todo. La lealtad y el compromiso no significaban nada si ella nunca los había compartido. A Bora le dolía ver la mentalidad de su mujer, miserablemente desenmascarada y simple, escueta, una máquina barata. Lo que quería Dikta era vergonzosamente sencillo, pero él no podía dárselo.

Durante la hora siguiente permanecieron en silencio, ella sentada en la cama, Bora de pie junto al alféizar, de espaldas al mudo resplandor de la ventana, hasta que la luz del día se debilitó y abandonó la habitación. Todo su ser estaba hecho pedazos… hebras, cabos sueltos, piezas extrañas, y él debía recogerlos y trenzarlos para volver a dar forma a su equilibrio.

Qué distinta parecía la persona que estaba allí de la que había pronunciado aquellas palabras, pensó; se diría que se las habían arrancado, como una causa ya remota, inalcanzable. ¿Era posible hacer las paces con la persona que estaba allí? En lugar de unirse, las certezas se desprendieron de él, cayeron como la costra de una herida para dejar al descubierto la carne viva. El sentimiento de culpa dio paso al resentimiento, y éste acabó ahogado en la angustiosa sensación de ir a la deriva. Se sentía perdido, con el alféizar de la ventana como único fondeadero. Perdido, perdido. Entre él y el lecho había una distancia inmensa, insalvable, aunque pudiera recorrerla. El alféizar en realidad formaba parte del exterior, no de la habitación. Dikta era la habitación, un continente en la oscuridad, bordeado de escarpados acantilados y costas peligrosas, desconocidas en su mayor parte. ¿Por qué su corazón no se lo había advertido?

Sólo por el susurro de la ropa advirtió que Dikta se estaba desnudando y se metía en la cama, con los sonidos que él recordaba de las noches que habían compartido. A pesar de sí mismo y de la espantosa incredulidad y amargura de su mente, sintió una oleada carnal que le subía por los muslos ante el mero recuerdo, que resultaba dolorosísimo esta vez.

Se quedó donde estaba hasta que ella lo llamó. Entonces la sangre empezó a entonar de nuevo su canción oscura, que era como un murmullo, como una nota sostenida, sin palabras, que se desplazaba por sus venas hasta que todas ellas cantaron a su vez y las voces se multiplicaron en su interior. Voces conocidas que hablaban de matar, engendrar hijos y probar la propia valía. A ella nada de eso le importaba, pero en las entrañas de Bora la canción era negra y lo alimentaba, lo llenaba e impulsaba, y aun así lo dejaba hambriento. Lo enfureció que Dikta lo llamara porque temía que no volviese a invitarlo si la rechazaba ahora. Imaginó su desnudez bajo las sábanas y se odió por ser como todos los hombres, cuya determinación flaquea cuando su cuerpo se siente fuerte y enloquecido.

– Ven a la cama, Martin.

La canción que sonaba en su interior lo arrastraba. Le martilleaba, pero él albergaba el deseo desesperado y desatado de hacerla cambiar de opinión. La tristeza mortal y aquella necesidad desatada y desesperada lo llevaron a desnudarse y tenderse junto a su esposa en la cama, donde sufrió mientras ella deslizaba las manos y la boca hacia la proa erguida de su vientre.

Por la mañana, Benedikta yacía en la cama con la sábana entre las piernas y los tobillos cruzados. Recostada sobre las almohadas, su torso era rosado y opalescente a la luz de la mañana, y los pezones divergían en la cúspide de sus pechos, descarados, con las areolas pequeñas de las mujeres que nunca han dado a luz. Una fina pelusilla rubia formaba una línea en el vientre debajo del ombligo, adonde llegaba, como una ola cansada, la sábana retorcida que le cubría el sexo.

– Dame un cigarrillo -dijo.

Bora estaba sentado a los pies de la cama, de cara a ella, y aun así su voz lo sobresaltó. Ya vestido, ofrecía una extraña imagen deorden en el caos del lecho. Era la última vez, pensaba, que le desconcertaría la forma en que Benedikta buscaba la relación sexual, sin juegos previos, con una implacable necesidad de hacer el amor… cómo yacer con ella era algo ágil pero duro, no «yacer» juntos precisamente, sino una lucha muda y agotadora que los dejaba exhaustos en el húmedo espacio del lecho.

Ella todavía tenía rastros de humedad en la cara interna de los muslos, lechosa y delicada. Al verlo, Bora sintió una melancolía hueca, algo casi parecido al arrepentimiento. Encendió un cigarrillo para su mujer y se lo tendió.

– Lamento que hayas tenido que enterarte así, Martin.

– ¿Que hayas tenido que decírmelo a la cara? -Reflejado de forma inmisericorde en el espejo, su rostro recibió la luz que entraba por la ventana cuando se echó hacia atrás, y la expresión que mostraba era la adusta máscara militar Lo prefiero. -Una pequeña contracción de la mandíbula cuando hablaba fue el único cambio que Dikta percibió en su semblante-. ¿Puedo saber al menos la verdadera razón?

– Ya te la he dicho. No tenemos nada en común, ésa es la verdad.

– ¿Llevamos cinco años casados y no tenemos nada en común?

– Sólo hemos compartido tus pocas semanas de permiso, nada más. -Adivinando lo que Bora iba a decir, se apresuró a añadir-: No me interesa que me participes tus pensamientos y sentimientos, Martin. Me trae sin cuidado que me llames por teléfono o me escribas desde el frente. Lo que yo quiero es alguien conmigo ahora. Sin duda tú vivías para todos esos permisos; cuando todo estaba dicho, entonces la cosa se reducía a lo que tenemos entre las piernas, y aunque intentes adornarlo la verdad es que lo necesitas mucho. Es cierto. -Se encogió de hombros y luego los relajó-. Eres un buen amante… eso lo echaré de menos. Eres el mejor amante que he tenido.

El cumplido lo hirió, ya fuese por su fundamento mercenario o porque estaba sensible y la naturaleza animal del juicio de su esposa lo volvía vulnerable.

– No quiero que digas eso.

– Aun así, lo echaré de menos.

– Pero ¿cómo puede estar ocurriendo esto? Yo te amaba, no era sólo por el sexo.

– Lo comprendo, pero eso no cambia nada. No hay posibilidad de apelar, porque he explicado a la Iglesia mis motivos… mis faltas, si quieres, y el matrimonio quedará más que disuelto; nunca habrá existido. -Las mejillas de Dikta se ahuecaron al dar una calada al cigarrillo-. En cuanto a lo que querías esta vez… Algunas personas me lo advirtieron después de que te hirieran. En estos tiempos os pasa a todos los hombres, aunque no lo digáis. Ante la posibilidad de morir sentís el deseo frenético de reproduciros. Pobre Martin… Comprendo tu necesidad, pero yo no quiero tus hijos.

– Nunca te he dejado embarazada. -Bora buscó nerviosamente el encendedor en sus bolsillos.

Ella lo miró. Luego colocó bien las almohadas detrás de la espalda.

– ¿Por qué me dices eso?

– Porque quizá no puedas quedarte encinta, aunque siguiéramos juntos.

Ella fumó en silencio durante unos minutos, con la cara vuelta. El humo se elevaba desde su boca formando volutas y quedaba suspendido sobre su cabeza, como un halo, creando una ilusión de luz azulada en torno a ella. Casi se acabó el cigarrillo antes de volver a hablar.

– Sí lo estuve -afirmó con tal calma, con tal aparente seguridad que su marido tuvo tiempo de asimilar el golpe y fingir que se recuperaba-. Cuando viniste hace un año por Navidad fue la tercera vez. Estuve a punto de decírtelo, pero pensé que era mejor callar. Me sentía fatal y no quería tenerlo. Y no lo tuve. Había visto sufrir a la mujer de tu hermano con el embarazo, las molestias, los cambios en su cuerpo, y luego el dolor al dar a luz al hijo de alguien que ya se estaba pudriendo en Rusia. -Apartó la sábana y él no reaccionó ante su desnudez, pero su respiración era pesada y rápida-. Me libré de ellos, Martin. Es mejor que lo sepas y no preguntes nada. Sólo eran unos coágulos de sangre, no eran niños. Nada más que unos trocitos de carne que quedaron en la mesa de la comadrona.

A Bora le entraron ganas de vomitar. Se levantó y fue al baño, se acercó al frío borde del lavabo y se dobló en dos, presa de las arcadas. Sólo experimentó unas dolorosas náuseas que apenas le hicieron expulsar un poco de saliva, porque no tenía nada en el estómago, que se retorcía como un trapo sin líquido que soltar. Después lo asaltó la ira, y un sufrimiento probablemente aún mayor. Un agudo dolor físico, como cuando la granada le arrancó la mano y la sangre brotó a borbotones y le salpicó; trozos de carne, de hueso, fragmentos de su cuerpo, trocitos de sí mismo, coágulos de sangre. Apoyado contra la pared alicatada, con respiraciones irregulares dejó que el aire saliera desde los pulmones por la boca abierta; luego inspiró hondo y espiró, como había hecho para soportar la atrocidad de la mutilación sin gritar, hasta que recuperó el control infligiéndose una violencia extrema, casi como si se forzara a sí mismo. El dolor persistió largo rato. Arañas de dolor tejían en él su tela, la tensaban y retorcían, y luego se comían sus hilos de saliva y se arrastraban una tras otra por sus miembros dejándolo insensible.

Desde la ventana abierta el agradable aire de la mañana le secó el sudor frío del rostro y el cuello.

Las medias caían de las manos de Benedikta como venas de agua fangosa cuando empezó a vestirse sentada en la cama. Si ella hubiese yacido muerta sobre el colchón, si él hubiera yacido muerto a los pies del lecho, no habría pasado menos entre ambos que en aquel momento. Se puso el sostén sin mirar a Bora, como si fuera un desconocido al que uno encuentra en un probador. Sus dedos abrocharon la cinta de encaje sobre el vientre, luego la hicieron girar y la subieron hasta el pecho. Se cubrió los senos con las copas y se pasó los tirantes de raso por los hombros.

Bora no podía mirarla. Pasó a su lado para coger el arma y la pistolera de la mesilla de noche, se la ciñó y salió de la habitación. Fuera el aire estaba límpido y el cielo despejado. En las calles, las sombras formaban alfombras azules sobre las cuales la gente se volvía azul. Fue en coche hasta Villa.Umberto y entró en el parque atravesando los campos de equitación, donde el verde se imponía al azul incluso en aquella época del año. Estacionó el vehículo bajo el encaje que creaban las ramas de los pinos y se quedó sentado en él. Una hora después, se acercó un policía para averiguar discretamente qué hacía allí y le dijo que no pasaba nada, aunque tenía la Walther en el regazo; cuando más tarde apareció otro agente, Bora se limitó a apuntarle con la pistola.

La luz bañaba con su brillo los espacios abiertos al cielo, pero en la zona sombreada donde él se encontraba caía una llovizna que parecía arrojar monedas sobre la hierba helada y amarillenta, y hacía que el coche semejara la piel de un leopardo. Al cabo de un rato se volvió blanca y las sombras, todavía moteadas, se movieron sobre la tierra. Bora las miró y recordó el cielo estival sobre su cabeza cuando su hermano murió. Unos niños comían pipas de girasol alrededor del lugar donde se había estrellado el avión. «Gdye nyemetsky pilot?», les había preguntado, y con las manos se abrió camino a través del bosque frondoso, de altas flores y espinos, oyendo el crujido del barro salado entre sus dientes. Cómo corrían las sombras ya entonces. Apartó la vista del exterior y buscó una superficie neutra dentro del coche.

Allí estaba la hendidura en la tierra rusa, como si un arado la hubiese abierto a fin de prepararla para la siembra, y la humedad de los terrones se evaporaba con el calor hasta que el campo de girasoles tembló doblemente, un espejismo suspendido sobre él mismo. Flores y más flores, y más allá el timón dentado y verdoso que sobresalía como la aleta de un pez muerto.

Los chicos comían pipas de girasol y su hermano estaba muerto.

Transcurrió mucho tiempo antes de que el tañido de las campanas de las iglesias de la Trinidad y de San Isidoro llegase a través de los espacios ahora ocres y rojos. Transcurrió aún más tiempo hasta que el aire se quedó sin sombras y adquirió el color muerto de las cenizas. Entonces la luna menguante se levantó para pintar de gris la oscuridad.

Bora no notaba el frío. Tenía el cuerpo insensible y su mente pasaba ordenadamente de un pensamiento a otro con el ritmo delos mecanismos bien dentados. Pensamientos sobre Rusia, sobre la muerte, sobre Benedikta. La oscuridad se aproximaba hasta que, como una cortina, se pegó a las ventanillas y ya no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. Se pasó todo el día y la noche sentado en el coche, reflexionando.

Por la mañana, la escarcha vestía las agujas de los pinos mientras viajaba a via Veneto, con la cabeza despejada. Allí estaba el mundo cerrado que conocía, con pasillos alfombrados y el tecleo de máquinas de escribir tras las puertas, donde los ayudantes tenían rostro adolescente y los murmullos nunca creaban ecos. Dejó sus cosas a mano en el escritorio y se lavó y afeitó antes de presentarse en la oficina de Westphal.

– ¿Qué hace aquí tan temprano, mayor? -El general lo miró con expresión afable.

La respuesta fue extraordinariamente fría, carente de emoción, como si las asombrosas palabras no guardasen relación con su significado.