38508.fb2 Kaputt Mundi - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

Kaputt Mundi - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

3

5 DE FEBRERO

El tiempo todavía era frío, pero no helado.

– Ya sabe lo que dicen de los años bisiestos -comentó la signora Carmela a Guidi cuando éste se disponía a salir hacia su trabajo-. «Año bisiesto, año siniestro.»

– No puede ser peor que hasta ahora -observó Guidi-. ¿Quiere que le compre algo en la tienda?

– No, gracias. Recuerde que hoy es el día del tabaco, por si acaso le hace falta. Yo no apruebo que se fume, pero como no tengo ninguna queja de usted en todo lo demás… -La signora Carmela se tocó el pequeño amuleto que llevaba sobre el pecho, un fino cuerno de oro que le gustaba mucho acariciar-. No sé si debería preguntárselo, pero ¿qué tal le van las cosas con Francesca?

Guidi estaba con la guardia baja.

– No estoy seguro de cómo deberían ir.

– Esperábamos que usted la ayudase a abrirse un poquitín -explicó ella con un suspiro-. Es una chica muy rara. Apenas habla, come como un pajarito. Parece que no quiere tener con nosotros más relación que la propia de un huésped. Nos gustaría estar más unidos a ella, si nos dejase.

Guidi se despidió con alguna fórmula de cortesía y, como era el día en que debía informar a Caruso, se fue directamente a la

Questura Centrale. En la sala de espera le relataron con hilaridad contenida el percance sufrido por el jefe, al que habían arrestado por error en una de las habituales redadas de civiles y retenido unas horas, hasta que consiguió probar su identidad.

– Todavía está irritable, inspector. Tenga cuidado cuando entre. También está muy enfadado con el Vaticano.

– ¿Por qué? ¿Por recriminarle que haya violado el derecho a la extraterritorialidad de San Pablo?

– Dios le libre de mencionar esa operación.

Con su hirsuta cabellera, la cabeza de Caruso parecía el lomo erizado de un gato. Cuando Guidi entró, levantó el brazo derecho para indicar que reparaba en su presencia, sin despegar la nariz de los documentos que estaba leyendo.

– Sea breve. ¿Alguna novedad en el caso Reiner? -Cuando Guidi le informó de lo que había averiguado, Caruso lo miró por encima de sus gafas y ladró-: ¡Novios, novias! ¿De qué está hablando? ¡Como si pudiera dedicarse a perder el tiempo! Le han entregado en bandeja un sospechoso. Lo único que tiene que hacer es probar su culpabilidad. ¿Qué ha estado investigando por su cuenta?

Guidi seguía de pie, porque el jefe de policía no le había invitado a tomar asiento.

– Naturalmente, estoy investigando la implicación de Merlo. Hasta ahora no he encontrado razón alguna por la que quisiera matar a esa mujer.

– Está claro que no ha leído el material que le di.

– Le gustan las faldas y es celoso, doctor Caruso, pero…

– ¡Aquí tiene! -Caruso sacó del cajón una funda de piel y la arrojó sobre el escritorio-. No creía que fuera a necesitar tanta ayuda. Encontramos estas gafas en el baño de Reiner, con las iniciales y todo. No son mías, ni de sus supuestos novios alemanes, sino de Merlo.

Guidi no daba crédito.

– ¿Cuándo…?

– ¡Eso da igual! El caso es que las encontraron. Siga las pistas, en lugar de investigar a tontas y a locas. En esta oficina no nos da miedo inculpar a uno de los nuestros. Y a usted tampoco debería dárselo.

– Me habría ayudado muchísimo haberlo sabido antes. Creía que no teníamos acceso al apartamento.

El jefe de policía le dirigió una mirada llena de odio. El Osservatore Romano estaba doblado sobre su escritorio. Sin duda había leído las reacciones del Vaticano ante su asalto nocturno a San Pablo Extramuros. Guidi tuvo la osadía de decir:

– Todos sabemos que no le asustan las consecuencias, doctor Caruso. Es una gran lección para todos nosotros que arrestase no sólo a judíos y objetores de conciencia, sino también a oficiales del ejército y la policía.

Caruso no captó la ironía.

– Sí, fue una operación brillante. La Iglesia se queja, pero nunca pasa de ahí. Me he limitado a cumplir con mi deber. Ahora lárguese y haga usted lo mismo. Merlo es culpable y no hay por qué protegerlo.

Guidi cogió las gafas y salió de la oficina con la maliciosa necesidad de hacer un comentario despectivo, y los hombres que estaban en la habitación contigua, que habían oído toda la conversación, lo precipitaron al sonreír de oreja a oreja.

La condesa Ascanio parecía verde a la luz que se filtraba por las ranuras de las persianas bajadas; verde y listada, y frente a ella la figura de Bora también quedaba diseccionada por esas franjas alternas de luz y oscuridad.

– Donna Maria -dijo.

Ella golpeó las baldosas del suelo con la contera de goma del bastón y abrió los brazos en una invitación imperiosa.

– ¿A qué esperas? ¡Ven! -Su abrazo fue largo y fuerte. Luego lo apartó lo suficiente para cogerle la cara y besarlo en las mejillas (sus labios eran suaves y fríos), y añadió con voz quebrada-: Qué apuesto eres. Retírate un poco. Fammiti vedere, quanto sei bello.

Bora dejó que lo examinara, aunque sabía que su escrutinio siempre había sido muy minucioso.

– ¿Cuánto tiempo llevas en Roma? ¿Cinco semanas? ¿Y todavía no habías venido a verme? ¡Eres malo, muy malo! -La única mención que hizo a sus heridas fue-: Y pensar que había hecho afinar el piano para ti, esperando que vinieras. -Eso fue todo-. No sé por qué esperaba que lo harías. Lo sabía. Esta es tu casa y al final siempre vuelves.

Bora la dejó hablar, oprimido por la pena y luchando en vano contra ella.

– Ya se habrá enterado de lo de Peter -dijo por fin.

– Sí -afirmó ella-. Tu padrastro me escribió. Pobre Peter, con un hijo en camino. Dios nos pone a prueba, Martin… nos pone a prueba con mucha dureza. -Como Bora se limitó a asentir, añadió-: Siéntate. Dime, estás bien, ¿verdad? ¿Estás bien?

– Estoy muy bien, donna Maria.

– Aquí, siéntate aquí. Han pasado cinco años, y la última vez que te vi tenías mucha prisa por volver a casa y casarte. -Cuando sonreía, las arrugas de su rostro se multiplicaban-. ¿Y tu esposa? ¿Todavía no tenéis niños?

Bora tomó asiento. Se sentía como si fuese de arena y las amables palabras de la anciana lo erosionasen poco a poco.

– Está en Roma -se obligó a explicar-. Ha acudido al Sagrado Tribunal de la Rota.

Donna Maria apretó la mandíbula mientras palpaba el puño de su bastón. Parpadeó un par de veces.

– ¿Qué ha pasado? -Y acto seguido agregó-: Tengo que preguntarle a Nino por esto.

– Dudo que el cardenal Borromeo esté al corriente de las nulidades matrimoniales, donna Maria.

La punta del bastón tamborileó con enojo. Cuando la anciana volvió a hablar, había recuperado la serenidad una vez más.

– ¿Qué tal lo llevas?

A Bora la pregunta se le antojó despiadada, pero necesaria. Estaba preparado.

– Me temo que no demasiado bien.

– ¿La quieres?

– Sí.

– ¿Tienes una foto suya?

Cuántas veces le habían hecho esa pregunta. Sacó la que llevaba en la cartera y se la enseñó. La anciana la examinó.

– Hum -musitó-. Hum. ¿Y ella te quiere?

– Donna Maria, me ha dejado.

– A veces dejamos a las personas para liberarlas, como hice yo con tu padrastro. Por supuesto, en nuestra posición era imposible seguir casados después de que la Gran Guerra empezara en Sarajevo. Fue lo mejor que pudo pasar. Él conoció a tu madre y se casó con ella y fueron felices, y yo me enamoré de D'Annunzio -explicó con satisfacción-. Yo era la Chiaroviso de sus Faville, no la Boulanger. Pero tú… ¿qué vas a hacer?

Bora sintió que las palabras se escapaban de él y se avergonzó al pronunciarlas.

La anciana reaccionó con un imperioso golpe de la contera.

– Che sciocchezze! Qué disparate, Martin.

– Es la verdad, donna Maria.

– Mírame y dime que es verdad.

– Es verdad, donna Maria.

– ¿Por ella? ¿Por haber perdido cinco dedos? Qué disparate. Vamos, eres un joven robusto. ¡Que tenga que oírte decir semejantes disparates, Martin! Cuando acabe la guerra, y vosotros vais a perderla, igual que Su Santidad perdió Roma ante Italia en mil ochocientos setenta… sí, sí, vais a perderla. Está perdida ya, no vale la pena hablar de ello. Bueno, pues entonces encontrarás a alguien con quien tener hijos. -Lo miró sin parpadear, sin sonreír-. Tienes muchos niños dentro, ahí donde los guardáis vosotros los hombres. ¡Eres muy joven! Cuando me escribiste desde Rusia, vi tus fotos en ese lugar dejado de la mano de Dios, con la nieve hasta la cintura. Si no deseaste morir entonces, ¿a qué viene esto ahora? No te hagas el alemán conmigo.

Bora sonrió a su pesar por el malentendido.

– No estoy pensando en el suicidio, donna Maria. Quiero que me envíen al oeste, al frente.

– ¿A Anzio?

– Lo antes posible. El general Westphal no puede alegar motivos de salud para retenerme. Estoy bien. Me siento bien.

– ¿Le harías eso a tu madre? Ya ha perdido un hijo, el de tu padrastro. Es una locura. -Más pacientemente, lo miró de arriba abajo-. ¿Tienes al menos una amante? Si no la tienes, estos días deben de ser muy duros para ti.

Bora deseaba arrellanarse en el sillón, abandonarse. Sin embargo, el miedo a perder el control lo obligaba a estar sentado muy tieso, empeñado en el esfuerzo de mantener el dominio de sí. La condesa Ascanio meneó la cabeza lentamente. Apoyándose en el bastón y la mesita, se levantó y salió de la habitación.

– No volveré hasta dentro de una hora, Martin -dijo. Bora contuvo su dolor hasta que la anciana cerró la puerta tras de sí.

9 DE FEBRERO

Francesca le pidió que la llevara en coche durante el desayuno, mientras daban cuenta de las delgadas rebanadas de pan y el café aguado sobre el mantel almidonado que la signora Carmela ponía cada día en la mesa. Guidi se quedó mirándola, y también los Maiuli, que esperaban que ambos se llevasen bien. El profesor hundió la nariz en la taza y su esposa se tocó bajo el chal el amuleto en forma de cuerno.

Enmarcado por el cabello oscuro, el rostro de la joven, pálido y con expresión preocupada, era mucho más delicado que el tono de su voz.

– Hoy hace frío y tengo que hacer una entrega en la piazza Venezia.

Guidi frunció el entrecejo.

– La plaza está cerrada al tráfico civil.

– Ya lo sé. ¿Por qué cree que se lo pido precisamente a usted?

Los Maiuli intentaban con tanta desesperación pasar inadvertidos que parecían haberse hundido en sus sillas. Impaciente, Francesca se echó el pelo hacia atrás.

– Tengo que llevar una remesa de sobres a una oficina. He pensado que, como usted tiene permiso para viajar libremente, podría ayudarme, pero supongo que no es así.

– No he dicho que no pueda llevarla.

Fuera, el hielo cubría el parabrisas del pequeño Fiat de Guidi. Mientras él lo quitaba con un trozo de cartón, Francesca resoplaba de frío embutida en su largo abrigo sin forma. Primero se dirigieron a la tienda, donde ella recogió un paquete mediano, y luego indicó a Guidi que tomase corso Umberto hacia piazza Venezia. A mitad de camino por la amplia avenida los guardias alemanes los detuvieron. Tras examinar los documentos de Guidi los dejaron pasar.

Una vez que Francesca hubo entregado el paquete, Guidi se ofreció a llevarla de nuevo a la tienda. En su torpe intento de entablar conversación mencionó a su madre, que celebraba su cumpleaños ese día, y ella dijo con tono ligero:

– ¿Su madre era maestra? La mía es modelo. No es difícil; lo único que tiene que hacer es quitarse la ropa y dejar que los pintores la miren, aunque no necesariamente porque quieran pintarla. En realidad es una puta.

Guidi estaba seguro de no haber oído bien.

– ¿Perdón? -murmuró.

Ella se echó a reír.

– ¿Le escandaliza que llame puta a mi madre? Pues lo es. Se acuesta con los hombres a cambio de dinero. Alemanes sobre todo, porque tienen dinero, y cuando se trata de meterse en un agujero caliente, ¿qué más da que la puta sea judía?

Mientras miraba de reojo el semblante sarcástico de la joven, Guidi conducía a paso de tortuga.

– ¿Y su padre?

– Me mandó al colegio. Enviaba talones de vez en cuando. Gire en la esquina siguiente, por ahí. No, ahí. Lo vi un par de veces cuando yo era más joven y se hacía pasar por tío mío. Es un hombre guapo. Un hombre de Dios. Si no cambian las cosas, preferiría aceptar su dinero que el de mi madre. Apenas me llega para la habitación y manutención. -Relajó los hombros y se puso una mano sobre el vientre-. Es demasiado tarde para solucionar esto, conque… bueno, se ha ganado el derecho a nacer en este maravilloso mundo… Tendré que aceptarlo. Ni siquiera me di cuenta de que estaba embarazada hasta el mes pasado. Hacía dos años que no tenía la regla, por lo poco que como y todo lo demás.

A veces Guidi se preguntaba cómo seguía siendo tan ingenuo a pesar de su trabajo. Poco acostumbrado a las conversaciones femeninas, dijo torpemente:

– ¿Qué piensa hacer?

– Darlo en adopción. ¿Se le ocurre algo mejor?

– No sé qué decirle.

– Empieza a notarse hasta con las ropas de invierno. Creo que nacerá a últimos de mayo o primeros de junio. Lo que más me preocupa es decírselo a los Maiuli. Son muy puritanos, pero no creo que quieran perder un huésped.

– ¿Su novio no… no se hará cargo de todo?

– Vaya, qué amable es usted. No; lo más probable es que no quiera saber nada.

– Ah, ya. No me acordaba de que dijo que estaba casado. Francesca echó la cabeza atrás mientras reía.

– ¡Y usted es policía! ¿Cree todo lo que le cuento? -Bajó del coche en cuanto llegaron ante la papelería y, antes de cerrar de un golpe la portezuela, dijo-: Quizá no vaya a dormir esta noche. Dígale a los Maiuli que me quedo en casa de una amiga.

A mediodía Guidi -después de perderse sólo una vez- llegó en su coche al cuartel general del ejército alemán en el hotel Flora con la intención de informar de la inesperada aparición de las gafas de Merlo. Una joven uniformada de rostro frío le indicó que el mayor Bora había salido y no esperaban que volviese pronto. Guidi consideró que era mejor no decir que había visto su Mercedes aparcado abajo.

– ¿Puedo dejarle un recado? -preguntó.

– Sí, desde luego.

– Escriba sólo esto: «Debemos averiguar quién entró allí antes que nosotros.»

La joven se quedó mirándolo, picada por la curiosidad, pero anotó las palabras. Detrás de ella, la puerta de Bora estaba abierta y se veía todo su escritorio: papeles apilados, mapas. Faltaba algo en el despliegue de objetos, pero Guidi no sabía qué.

A lo largo de via Veneto, los vehículos blindados y las patrullas armadas y nerviosas lo disuadieron de quedarse por allí hasta que apareciese Bora. Sin embargo, si hubiese esperado diez minutos más, habría visto a Bora salir hacia la Questura Centrale, donde debía soltar una severa reprimenda a Pietro Caruso, de la Polizia Repubblicana, en nombre del mando del ejército alemán del sur.

Aquella noche, lo primero que le contaron los Maiuli fue una noticia que habían oído por la radio: un avión canadiense se había estrellado en la periferia. Lo segundo fue que Francesca no había aparecido. Guidi les tranquilizó dándoles el recado de la joven y, mientras preparaban la cena, fue a su habitación para escribir en su libreta las últimas novedades. Las notas en realidad eran preguntas. ¿Caruso había recibido las gafas de Merlo ese mismo día? Si sus hombres habían conseguido acceder al apartamento de Magda, ¿por qué no le habían entregado la llave? ¿La habían recuperado los alemanes? ¿Qué probaban las gafas de Merlo, aparte de que alguna vez había visitado a Magda?

Ahora que la necesitaba, no podía contar con la ayuda de Bora. «Desde luego, no estaba en el trabajo -pensó-. Seguro que estaba en alguna habitación del fondo con su esposa. Y la secretaria se quedó allí para cubrirle.» En su estado de ánimo negativo, Guidi sintió celos del alemán, con su bella esposa, y del uso que indudablemente estaba haciendo de «las noches con ella». Lo comparó con la falta de interés de Francesca por él… como si ella tuviese que sentirse interesada por él. «Dice que tiene un amante… ¿Será verdad? ¿Será el padre de la criatura? No me extrañaría que no tuviera ningún amante.» A la lánguida luz de la lámpara de la mesita de noche, Guidi se dio cuenta de que había escrito el nombre de Francesca en toda la página. Entonces recordó con repentina claridad que lo que faltaba en el escritorio de Bora era la foto de su mujer.

***

– Yo no le digo nada, Bora. Nunca pierdo el tiempo aconsejando a hombres adultos que aseguran saber lo que hacen. Es el mariscal de campo quien dice que está usted loco. -Sentado con los brazos cruzados, el general Westphal indicó con la cabeza un breve mensaje sobre su escritorio-. ¿No pone ahí «Dígale a Martin que está loco»? A mí me da igual que le vuelen la cabeza en Anzio. La noticia de que mi ayudante de campo ha muerto en el frente quedaría muy bien en la antepenúltima página de los periódicos de Leipzig.

Bora guardaba silencio. No quería porfiar y perder la posibilidad de que le concedieran el traslado.

Westphal se lo olió.

– ¿Sabe? Muchos hombres la emprenden contra los muebles y se emborrachan cuando les ocurre eso. Usted se ha afeitado y ha vuelto al trabajo. Eso no es bueno. Cuando descargue lo que lleva dentro, va a ser mucho peor que romper muebles.

Bora tenía ahora tal control sobre sí mismo que su propia imagen en el espejo no traicionaba sus pensamientos.

– Le aseguro al general que no «descargaré» nada, y se equivoca si cree que quiero dejar Roma porque mi mujer está aquí. Su presencia no tiene nada que ver con mi deseo de abandonar mi puesto aquí. Si el general me hubiese dado permiso, habría partido el sábado pasado.

– Sabía lo que hacía.

– Aun así, sigo queriendo que me trasladen.

Westphal le dirigió una mirada severa por encima de su corva nariz.

– No moleste al mariscal de campo con sus deseos. Está de muy mal humor después del desastre de esta mañana en Castel Gandolfo, aunque a nosotros nos viene bien. ¡Quinientos refugiados muertos en la villa Propaganda Fide y ningún alemán por los alrededores que justificara las bombas aliadas! Pasaré fuera la noche y espero que mañana haya olvidado lo del traslado. Si espera lo suficiente, le aseguro que Anzio vendrá a usted.

***

Todos los demás, hasta la secretaria de Bora, se habían marchado ya de la oficina cuando Dollmann entró con una invitación y la dejó sobre el escritorio.

– Una reunión informal en mi casa, mayor. Espero fervientemente que asista. ¿Debo entender que está, por así decirlo, de nuevo en el mercado? -Al ver que Bora, malhumorado, no respondía, Dollmann explicó-: Acabo de tener la ocasión de acompañar a su encantadora esposa a la estación de ferrocarril. Ah, no se preocupe. He cuidado bien de ella estos días. Incluso la he llevado a bailar un par de veces. Vamos, vamos, mayor, antes de sulfurarse piénselo. Mejor yo que otro. Puede confiar en mí.

– Si no le importa, prefiero no hablar de mi esposa.

– Muy bien. -Dollmann esbozó una sonrisa vacua-. Si le apetece venir a la fiesta, ya sabe que está invitado. Dios mío, no voy a decirle que lo siento por usted. Creo que en Roma se está mejor soltero. -De pronto su expresión se endureció con una desagradable mueca burlona-. He visto que su coche está ahí fuera, con el motor en marcha y el chófer esperando. Sería un estúpido si cediera y fuera a despedirla.

La punta de la pluma de Bora se dobló en el papel y se formó una mancha de tinta.

– Métase en sus asuntos, coronel.

– Ya sabe que no pienso hacerlo. El sábado de la semana que viene, a las siete en punto, con uniforme de diario. -Dollmann agitó el guante a modo de saludo y salió de la oficina.

Bora no volvió a levantar la vista de su trabajo hasta las diez de la noche, cuando la distracción que había esperado obtener con sus deberes burocráticos dio paso al agotamiento. Por desgracia, lo único que le quedó tras arrancar todo lo demás capa a capa fue el pensamiento de su mujer.

Francesca volvió a la hora de la cena. En la mesa el profesor Maiuli informó a todos de que pronto daría lecciones particulares.

– Se llama Rau, Antonio Rau. Es un muchacho que desea pulir su latín, inspector. Esta mañana pensaba que me gustaría enseñar de nuevo, en la comodidad de mi propio hogar, y esta valiosa mujercita -dijo señalando a su jorobada y menuda esposa- entra en la habitación y dice: «San Cayetano, padre de la providencia, no permitas que en mi casa falte la subsistencia.» ¿Y qué creen que ocurrió? Pues que a mediodía ya tenía un alumno. Les digo que si los americanos tuviesen a esta mujer como mascota ya estarían aquí.

Guidi sonrió.

– Bueno, consuélese con la idea de que los alemanes tampoco la tienen.

En el otro extremo de la mesa Francesca se echó a reír. Su boca, grande y sensual, le resultaba tan atractiva que por un momento Guidi lo olvidó todo acerca de ella, como si aquel receptáculo rojo y riente le enviara un mensaje de amistad.

– Y les diré algo más -siguió Maiuli-. Mi esposa estaba sentada junto a la radio, deseando que acabasen los bombardeos y atentados, y esta misma tarde dieron la noticia de que habían encontrado una bomba en el Cafre Castellino, en piazza Venezia, y que la habían desactivado a tiempo. Debía estallar a las diez en punto, cuando los oficiales alemanes lo frecuentan. Conociendo su tendencia a tomar represalias, ha sido una bendición que no explotase. Y lo único que ha tenido que hacer esta jorobada maravillosa ha sido desearlo.

Francesca todavía sonreía pero, con la misma rapidez con que una nube modifica la luz del día, la intensidad de su sonrisa se vio ofuscada. Guidi notó el cambio, pero no formuló ningún juicio. Tenía hambre y la sopa humeante en su plato recibía la mayor parte de su atención. Sólo cuando Francesca se excusó, se preguntó si las palabras de Maiuli tenían algo que ver con el cambio experimentado por la joven. ¿Pensaba que había estado con él en piazza Venezia aquel mismo día y que la explosión podía haberles afectado? ¿Estaba asustada? Después de cenar Guidi se quedó leyendo, por si ella aparecía de nuevo, pero Francesca ya se había acostado y al final él también se fue a su habitación.

***

Horas más tarde, un golpe en la puerta despertó a Maiuli mucho después de que se hubiera quitado la dentadura postiza y puesto el pijama. No había electricidad y a la débil penumbra de una vela recorrió el pasillo a trompicones. Al abrir y ver un uniforme alemán se le erizó el escaso cabello que conservaba. Aunque intentó dominarse, la llama vacilaba tanto que hacía destellar las medallas y el cordón plateado del visitante.

– Querría ver al inspector Guidi, por favor -dijo Bora.

La impaciencia de Guidi quedó de manifiesto cuando salió de su habitación abrochándose los pantalones.

– Mayor Bora, francamente…

– Vístase, Guidi.

– Estoy seguro de que lo que sea podrá esperar hasta mañana.

– Vístase.

La penumbra no permitía descifrar la expresión de los rostros. Guidi sólo veía que Bora estaba erguido, con su habitual rigidez.

– ¿Tiene que ver con Magda Reiner?

– Por supuesto. ¿Qué otra cosa iba a ser? No tengo la costumbre de sacar a la gente de la cama sólo para charlar.

– Está bien, pero tengo que pedirle que espere fuera. Ha dado un susto de muerte a esta pobre gente. -Mientras volvía a su habitación, Guidi oyó a los Maiuli cuchichear detrás de la delgada pared y atisbó el rostro desdeñoso y pálido de Francesca a través de su puerta entreabierta. Furioso, se vistió a toda prisa, cogió las gafas de Merlo y las metió en el bolsillo de su abrigo nuevo.

En el vestíbulo del Hotel d'Italia sólo había dos oficiales alemanes que daban cabezadas junto a sus copas. Guidi, que apenas bebía, tuvo que tomar dos coñacs en el bar antes de sentirse lo bastante sociable para hablar de las últimas pruebas.

– Esto es lo que he averiguado, mayor, y espero que tenga usted algo importante que añadir. -Le irritaba que Bora buscase su compañía aquella noche, cuando acababa de pasar una semana con su mujer y podía quedarse sentado ahí, tranquilo y con expresión satisfecha, sin tocar el licor que tenía delante.

– Para serle sincero, no me di cuenta de que me había dejado un recado hasta última hora de la tarde. -Bora atizó aún más su irritación-. Mi secretaria me lo dio, pero no le presté atención.

– Es lógico, tenía otras cosas que hacer.

Con el pulgar, Bora hacía girar lentamente al anillo de oro que llevaba en el dedo anular derecho, un gesto que parecía habitual y no alertó a Guidi.

– He recibido un paquete de los padres de Magda -explicó- y he hablado por teléfono con ellos hoy mismo. Creo que debería saber lo que me han contado, pero antes -añadió sacando una nota del puño de la guerrera- lea esto; es lo que he escrito en respuesta a su mensaje.

Guidi leyó el papel.

– ¿Qué significa esto: «Registraron y limpiaron la habitación no una, sino dos veces, antes de llegar nosotros»? ¿Cómo lo sabe?

– El jefe de policía hizo una copia de la llave el trece de enero. El Servicio de Seguridad alemán entró en el apartamento la misma noche de la muerte de Magda Reiner.

Animado por la bebida, Guidi se mostró dispuesto a porfiar. -Dejarse unas gafas no es lo que yo llamaría «limpiar». ¿Qué quiere decir, mayor?

– No quiero decir nada. Usted es el investigador. Yo sólo soy un soldado que lo acompaña en el camino.

La arrogancia de Bora adoptó una forma demasiado sutil para que Guidi reaccionase. Este dejó la funda alargada de piel en la barra y dijo:

– Ahora le toca a usted leer. A ver si le resulta más fácil que a mí seguir la pista del óptico de Merlo.

Bora vio el nombre grabado en la funda.

– Sciaba -leyó para sí, y repitió-: Sciaba. Magnífico. De todos los ópticos de Roma, tenía que acudir precisamente a un judío. -Roma es suya, mayor. El establecimiento de este hombre está cerrado y no hay nadie en su casa. Nadie sabe dónde está. Bora anotó el nombre del óptico.

– Lo intentaré, pero no le prometo nada.

– ¿Le han dicho algo nuevo los Reiner?

– Sin querer, han confirmado la imagen que la mayoría de la gente al parecer tenía de su hija: ambiciosa, un poco alocada y frívola sin llegar a mercenaria. En cuanto a lo de que era poco probable que tuviese motivos para estar deprimida… eso es otro cantar. En el paquete que me han enviado hay un recorte de periódico. Mire, es una lista de bajas de guerra. Al parecer Magda estaba muy interesada por este hombre, que desapareció en el frente griego el verano pasado y seguramente murió. Su madre le quitaba importancia, pero creo que en algún momento Magda pensó en el suicidio, aunque no lo intentase. -Pensativo, Bora alisó el artículo con los dedos-. En su historial laboral figura una baja médica de tres semanas poco después de la desaparición del hombre, sin más detalles. Si pensó en quitarse la vida, sin duda lo ocultó muy bien; de lo contrario le habrían retirado la acreditación.

Libre de pronto de somnolencia, la mente de Guidi trabajaba a mil por hora.

– ¿Qué más había en el paquete?

– Cartas y fotos. Están en la caja fuerte de mi despacho.

– Maldita sea. Esperaba… ¿Por qué en la caja fuerte?

– Porque es el mejor lugar para guardarlas.

Como siempre, las palabras de Bora sonaron educadas y disuadían de plantear más preguntas. Guidi no sabía qué había querido decir. No era capaz de descifrar la expresión de su rostro. Se preguntó si Bora perdía alguna vez el control, decía palabrotas o pasaba un día entero sin afeitarse dos veces.

– He traído las fotos -añadió el alemán, y sacó del bolsillo varias instantáneas que dejó sobre la barra-. Son de ella, y unas pocas de parientes suyos. El lugar y la fecha figuran al dorso.

Guidi las miró. Había muchas de los dos últimos años; Magda posando con varios amigos de ambos sexos, sentada en una calesa tirada por caballos frente al Coliseo o tomando el sol en la playa.

– Esta la hicieron en Ostia el noviembre pasado. -Bora señaló la última-. Hace tres meses, a veinte kilómetros de aquí. Si se fija bien, verá que el hombre situado detrás de ella con una revista es el ras Merlo.

– Con gafas, nada menos.

– Sí. El resto de las fotos son más antiguas: los Juegos Olímpicos, París, el tipo del frente griego, Navidades en casa. -Bora bebió un traguito de su copa y la dejó en la barra-. Estoy leyendo las cartas. Ya le informaré si encuentro algo interesante.

Guidi bostezó y echó un vistazo a su reloj de pulsera.

– Son casi las dos de la madrugada y tengo que levantarme a las siete para ir a trabajar. ¿Realmente era necesario traerme aquí?

– Sí. Estoy celebrando algo.

– ¿Sí? ¿Qué?

Bora bebió otro sorbo de coñac ambarino.

– Estuve en el Café Castellino hoy a las diez en punto. Creo que vale la pena celebrarlo.

12 DE FEBRERO

El sábado por la mañana, Francesca puso mala cara cuando Guidi salió del baño y pasó junto a su puerta.

– Debe usted de caer muy bien a los alemanes, ya que vienen a buscarle en medio de la noche.

Guidi se detuvo. Olvidando que llevaba la camisa puesta, se echó la toalla húmeda al hombro.

– Tenemos suerte de que no hayan venido a preguntarme por lo de piazza Venezia.

Ella se rió. En camisón, se sentó en la cama con las piernas cruzadas y el pelo le cayó sobre la cara como una lacia ola oscura. -No sé a qué se refiere.

– Yo creo que sí.

– ¿Me está hablando como policía? Porque si es así, será mejor que esté dispuesto a actuar en consecuencia. Lo único que hice fue entregar un paquete, y fue usted quien me llevó.

Sin importarle la presencia del inspector, se quitó el camisón por encima de la cabeza y apareció su torso desnudo; los senos azulados en las puntas e hinchados por el embarazo, el vientre redondeado, pero todavía casi plano.

– Puede estar seguro de que eso requerirá ciertas explicaciones. -Cogió una combinación de algodón que estaba a los pies de la cama, olió las sisas y luego se la puso-. ¿Vamos a la policía a contarlo todo?

Guidi abrió la boca y volvió a cerrarla sin decir nada. Recordaba muy bien (con toda exactitud) la última vez que le había ocurrido algo semejante: hacía un año, seis meses y dos semanas. Lo que no recordaba era el nombre de la mujer. Su rostro enrojeció mientras seguía plantado en el umbral de la habitación, con la toalla mojada en el hombro. Con las piernas fuera de la cama, Francesca se estaba poniendo un sencillo vestido de lana encima de la combinación. Cuando acabó, lo miró.

– ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Es que nunca ha tenido una novia a la que haya visto desnuda? ¡Pero si se ha puesto rojo!

Se echó a reír ocultando la cara en el bulto negro de sus medias de algodón. Guidi se apartó del umbral, con la respiración agitada. El tintineo de unas llaves en la puerta principal le advirtió de que la signora Carmela volvía de su misa temprana en la iglesia de Bellarmino, y su marido de su paseo diario a paso de tortuga alrededor de la manzana.

Por la noche Guidi volvió al domicilio de Magda. Traspuso la puerta principal enmarcada en piedra caliza y recorrió el pasaje abovedado que ya conocía hasta el oscuro pozo pavimentado del patio interior. No había portero, y subió por las escaleras de la izquierda hasta el cuarto piso.

Con la ayuda de Bora había elaborado una lista con algunas de las personas que habían asistido a la fiesta navideña la tarde que Magda murió. Los oficiales alemanes se encontraban ahora en Anzio o en Cassino, y los civiles alemanes habían abandonado Roma el 9 de enero. Guidi había seguido la pista de dos invitados italianos, por los cuales se enteró de que Merlo no había acudido a la fiesta. Nunca habían oído el nombre de Magda Reiner y no sabían si se esperaba que asistiese. Aquella noche, durante una hora examinó todos los detalles del dormitorio. Sabía que no podía confiar demasiado en las pistas que habían dejado los que le habían precedido en la búsqueda. El vestido de la difunta (le faltaba un botón, observó) y sus medias estaban en el sillón, como si los hubiese dejado allí para irse a la cama o se estuviera preparando para salir de nuevo. Lo único que encontró fueron algunas facturas de tiendas, un trozo de papel blanco arrugado entre la pared y el armazón de la cama y, debajo de ésta, un puñado de polvo en el que habían quedado atrapados unos hilos de tela, un pelo, unos fragmentos impalpables y finos que parecían ceniza, migas de pan o de pastel, un trocito de chocolate oscuro.

El magro expediente del ras Merlo había ido creciendo sin parar, sobre todo gracias a la habilidad de Danza para husmear en los archivos y tirar de la lengua a la gente. Incluía informes fechados de juergas en burdeles del ejército cerca de Vittorio Veneto en 1917, un par de heridas graves infligidas a adversarios políticos por la época en que desapareció Matteotti y el despotismo frustrado y mezquino que Guidi asociaba ahora con el fascismo. Aun así, parecía un hombre honrado en lo concerniente al dinero. En cuanto a su relación con Magda, Bora había averiguado por la amiga de ésta que en dos ocasiones había ido a trabajar con morados en los brazos y que últimamente le había dado por llevar un pañuelo de cuello. Era algo, pero no bastaba. Las contusiones no llevan firma. Dejó la linterna en la mesita de noche y se acercó a la ventana, probó el tirador, la abrió y volvió a cerrarla, midió los dos pasos que la separaban del lecho. La conclusión era evidente. ¿Por qué la ventana estaba abierta en una noche de finales de diciembre, si no era para arrojarse por ella?

Mientras bajaba por las escaleras, Guidi se paró ante cada puerta cerrada del edificio de apartamentos. No había rótulos con nombres ni inquilinos. ¿Qué almacenaban los alemanes en aquellos pisos vacíos? Probó la llave que tenía en varias cerraduras, sin éxito. Tras la puerta de la soprano, en la planta baja, se oía una radio con el volumen muy alto; estaban informando de que habían logrado detener el avance de la 34a División americana al sur de la ciudad de Cassino.

* * *

Bora oyó la misma noticia en el monte Soratte, donde pasaba el día con Kesselring y el general Westphal. La oscuridad se extendía ya sobre la ciudad cuando regresó, franjas violetas pintadas en un cielo claro. Pasó en el coche junto a las casas oscuras a gran velocidad, en dirección al frente de Anzio, hundido en el barro.

13 DE FEBRERO

De hecho Bora sólo llegó hasta Aprilia. Milagrosamente había conseguido circular por caminos rurales que los bombardeos habían respetado, entre cráteres, tierra levantada y árboles astillados justo cuando empezaban a brotar. Después de pasar junto a una línea férrea en desuso, al amanecer llegó a la estación de Carroceto, donde todavía se intercambiaba fuego de artillería, pero la lucha se había detenido lo suficiente para que las tropas salieran a gatas de las trincheras y recogieran a sus muertos. Un teniente con los nervios crispados y la cara grisácea le fue guiando e, incapaz de contenerse, se echó a llorar cuando Bora le ordenó que se sentase. Los muertos americanos e ingleses yacían en las calles sobre un colchón de barro ensangrentado, boca arriba, allí donde habían caído, y los camilleros parecían más bien carniceros.

– ¡Cuidado, el alambre está electrificado! -exclamó alguien.

El teniente todavía sollozaba con la cara entre las manos cuando Bora se alejó en un camión del ejército hacia Aprilia.

El humo se cernía en pálidas capas sobre la ciudad. Por todas partes se veían vehículos inutilizados, mulas muertas, carros volcados, cadáveres de civiles cubiertos de polvo y ceniza, terraplenes derrumbados, toda una geografía bélica que Bora había aprendido de memoria en otros lugares, por lo que podía moverse por ella sin desfallecer. El fuego de artillería se oía a ráfagas desde la dirección del mar, más allá de los frutales de apenas diez años y la linea zigzagueante que formaban las tapias encaladas de los huertos. Bajo los fantasmas del humo, Aprilia llevaba el nombre del mes de su nacimiento y, como otras ciudades de la tierra desecada, mostraba los habituales edificios de ladrillo que más bien parecían fábricas: ayuntamiento, iglesia, casa del fascio, algunos bloques de viviendas de trabajadores. Resultaba difícil reconocerlos en aquel momento. El fuego de artillería iba y venía.

El hospital de campaña improvisado, donde se apiñaban los heridos enemigos todavía sin interrogar, era el destino de la misión de reconocimiento que habían encomendado a Bora. Ocupaba una casa cuadrada de dos pisos construida con ladrillo barato (en la ciudad sólo había casas de ladrillo de dos pisos) y estaba abarrotado de camas y camastros entre los cuales un médico del ejército se movía con paso cansino.

Durante todo el día había percibido y reconocido los olores de la batalla, y al entrar en el hospital se sintió consternado al darse cuenta de que los había echado de menos. Dulzones, íntimos, agrios y fuertes, los olores de la carne herida y muerta eran dolorosos y obscenos, pero habían formado parte de él durante tanto tiempo que su obscenidad le resultaba incluso bienvenida. El médico (el capitán Treib, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño y una rubia barba de días en el rostro) se quedó mirando los galones de la campaña rusa que adornaban el pecho de Bora y luego lo condujo por las salas atestadas. El fuego de artillería, procedente de algún lugar al oeste (Bora sabía de dónde: la extensión llana y fangosa de tierra saneada y sembrada a la fuerza, afirmación de grandeza de Mussolini), se había recrudecido. Una explosión cercana hizo oscilar las lámparas del techo, incongruentemente ornamentadas. Los cristales de la ventana vibraron, el yeso se descascarilló y cayó. En el otro extremo de la sala, un soldado al que la explosión había amputado un miembro dijo en inglés «Dios mío», y luego lo repitió a voz en grito. Bora se volvió para mirarle.

En ese momento, cuando se enderezaba después de haberse inclinado sobre el lecho de un americano, un proyectil alcanzó la esquina del edificio. Espacio, tiempo y palabras parecieron explotar. Una palangana de metal salió despedida y se estrelló contra un anaquel; cristal, yodo y fenol volaron alrededor. Cayeron trozos de ladrillo, azulejos y piedras, una lámpara se desplomó con un montón de yeso y cables unidos a ella, las ventanas quedaron oscurecidas mientras el tejado se derrumbaba, y por entre sus cristales destrozados entró un furioso alud de escombros. Polvo, fragmentos de cristal y metal irrumpieron en el interior, mientras desde el piso superior caían cascotes que bloquearon las escaleras y la puerta. Un aullido inquieto y agudo dio paso a una segunda explosión y la onda expansiva hizo vibrar el montón de escombros de la escalera y lo derribó. Enormes nubes de humo y yeso pulverizado inundaron la habitación. El techo se hundió por el centro.

Esta vez Bora se vio arrojado de espaldas contra la pared y quedó atrapado tras un montón de vigas de madera. Por encima de los escombros vio las altas llamas que devoraban un camión aparcado junto a la ventana con los cristales reventados, y una verdadera tormenta de polvo de yeso llenó la habitación, donde la única lámpara que aún colgaba del techo se balanceaba, humeante como un incensario. Intentó liberarse pero no pudo; estirarse lo suficiente para llegar hasta el lecho medio aplastado, pero tampoco lo consiguió. Lo único que podía hacer era apaciguar la respiración y contener las náuseas. No era el miedo lo que se las provocaba. Era la repulsión física de verse atrapado, la neurótica reacción de su cuerpo a los días de Stalingrado, cuando la impotencia de ver que no había salida lo hacía vomitar antes de la acción, como si su envoltorio animal tuviese que vaciarse para reivindicar su autonomía de la inanición y la derrota. Conocía muy bien la sensación, que amenazaba con hacerle perder el control incluso mientras, con la coronilla apoyada contra la pared, se esforzaba por recuperar el dominio de sí mismo y de la respiración.

Siguieron otras explosiones, acompañadas del estrépito y los chasquidos de cosas que se rompían, se aplastaban y caían. Bora encontró espacio suficiente para deslizarse hacia el suelo y agacharse, con la espalda pegada a la pared, ahora tan dueño de sí que casi era preferible el pánico a estar constreñido interiormente de aquella manera por la disciplina, poseído por ella, incapaz de soltarse.

– ¡Oh, Dios mío! -vociferaba el soldado mutilado en la habitación destrozada.

Se levantaban y caían nubes de polvo que oscurecían hasta los objetos más cercanos. La tensión de Bora era tal que apenas era consciente del dolor en la pierna izquierda, pero cuando se tocó la rodilla palpó la sangre. El líquido cálido y pegajoso había tenido tiempo de empapar la ropa y el cuero de sus pantalones. También había llenado la bota izquierda. El dolor llegó lentamente, viajando a través de su cuerpo embotado. Se preguntó cómo era posible que no lo hubiera notado, aunque de haberlo hecho a duras penas habría podido controlar su respiración. Se llevó a la nariz los dedos manchados de sangre y aspiró ese olor íntimo, a sí mismo, tan terrorífico y conocido. El sudor frío lo invadió igual que cuando estaba en Rusia, pero esta vez no venía acompañado por el miedo. Su mente no elaboraba ni preveía nada, de modo que cada momento era un desastre en sí mismo, único, soportable por su brevedad, independiente de lo que viniera a continuación.

«Habría sido mejor que murieses», había dicho su mujer. Y tiempo atrás (ahora le parecía mucho, mucho tiempo, desde su época en Polonia y el primer silencio de Dikta) su corazón le había advertido de que ella ya no lo quería.

Se oía el rugido de los aviones. Bora reconoció el sonido de los bombarderos de medio alcance, de una precisión mortífera. Alrededor del hospital caían racimos de bombas y el eco de cada una devoraba el de la anterior, hasta que parecía no haber obstáculo alguno de cráneo o carne entre el estruendo atroz y el cerebro, y el estrépito daba la impresión de desaparecer. Con un esfuerzo sobrehumano Bora alcanzó el lecho por encima de las vigas y apretó la mano frenética del hombre que yacía en él.

La impasible secretaria de Bora miró a Guidi con indiferencia. -El mayor no está y no creo que venga hoy. No ha dejado mensajes para ningún civil.

Guidi se tomó con calma su sequedad y su italiano con fuerte acento alemán.

– ¿Ha dejado algún paquete para mí?

La secretaria lo miró con enojo. Bajo la gorra militar su cabello, cuidadosamente peinado, formaba en las sienes sendos rodetes que brillaban como si fueran de metal.

– ¿Ha dicho Guidi? -Sacó de debajo del escritorio sus torneadas piernas enfundadas en seda y se dirigió al despacho de Bora.

El inspector la oyó revolver papeles. Enseguida regresó con las manos vacías.

– Lo siento, no hay nada.

Guidi respiró hondo.

– Tendría que haber un paquete de cartas.

La mujer se sentó al escritorio y con fingido aire absorto colocó una hoja en blanco en la máquina de escribir.

– ¿Cartas? Entonces tendría que haberme dicho que buscaba unas cartas.

De un cajón sacó un sobre de papel marrón cerrado, con la indicación «Briefe» de puño y letra de Bora. Sin malgastar más palabras se lo tendió y empezó a mecanografiar.

El sobre contenía la traducción de las cartas de Magda y una nota de Bora que Guidi decidió no leer hasta salir del edificio. Nerviosos después del ataque aéreo de la mañana sobre la linea de ferrocarril que cruzaba el Tíber, los alemanes se mostraban rudos e inquisitivos, y al inspector le desagradaban en especial los uniformes de la Gestapo, que salpicaban sombríamente los vestíbulos.

Bora había anotado el nombre de pila de los dos hombres mencionados en la correspondencia más reciente de Magda. Uno, Emilio, era italiano y «muy joven, ahora ausente de la ciudad». El otro era alemán, todavía se encontraba en Roma, se llamaba Egon y era capitán de las SS. «Creo que es el capitán Sutor, pero no sé si mi mediación serviría de algo ante él -concluía la nota-. Si lo necesita, le pondré en contacto con él. Si las cosas no fructifican en los dos días próximos, póngase en contacto con el coronel Eugene Dollmann de las SS, cuyo número de teléfono mi secretaria tiene instrucciones de darle.»

Guidi leyó entre líneas que Bora, en el momento de escribir aquello, no estaba seguro de poder volver del lugar adonde se disponía a partir.

***

14 DE FEBRERO

Las cabezas de los gruesos girasoles de cara marrón se mecían formando olas sobre la tierra negra y se agitaban sobre sus larguísimos tallos. Un cielo profundo, las granjas encaladas bajo los tejados de paja como una cabellera bien cortada. Aves y aviones cosidos en el cielo como heridas, las manos apartaban los tallos y las hojas vellosas y nadie le detenía. Una risa amarilla hecha de luz parecía correr entre los girasoles mientras se doblaban y caían para dejar al descubierto más cielo y más tierra; lanzaban vítores y aplaudían con sus hojas barbudas. Se hinchaban e intentaban aplastarlo bajo el negro y el amarillo mientras caminaba, pero nada podía librar a Bora de lo que iba a encontrar.

La aleta del timón de cola se recortaba, sobria y verde, muy alta, contra el cielo.

Ojalá los girasoles lo hubieran rodeado y atrapado como a alguien que desea ahogarse. Pero se levantaban y se apartaban a un lado y nadie le detenía, nadie le detenía.

– Por el amor de Dios, Bora, ¿está vivo?

El mayor miró al hombre que lo zarandeaba y al fin reconoció al general Westphal junto a la cama. No tenía ni idea de dónde se encontraba, aunque era obvio que Westphal había conseguido llegar hasta allí. El general seguía zarandeándolo.

– Maldita sea, llevo diez minutos llamando a su puerta y al final el conserje ha tenido que abrirme con la llave maestra. ¡Pensaba que se había ido al otro mundo! ¿Cuándo volvió y, en el nombre de Dios…? ¡Pero si hay sangre por todas partes!

Con gran esfuerzo, Bora se incorporó hasta recostarse contra la cabecera de la cama. Se sentía vacío y tenía náuseas, pero empezaba a recordar.

– No he tenido tiempo de cambiarme -se disculpó-. Ya sé que llego tarde. -Y añadió algo que resultó incomprensible hasta para él mismo.

Cuando intentó levantarse de la cama, Westphal se lo impidió.

– No se mueva, idiota.

Se volvió hacia el umbral, donde había alguien a quien Bora no veía, y añadió:

– Que venga un médico inmediatamente.

16 DE FEBRERO

Según le pareció a Guidi, el «chico» a quien el profesor Maiuli había empezado a dar clases de latín hacía tiempo que había dejado atrás la edad escolar. Probablemente era un estudiante universitario, ya que se habían suspendido las clases. Guidi llegó pronto a casa y, después de cruzarse con Rau por las escaleras, preguntó al profesor:

– ¿Cómo ha evitado el reclutamiento? Es curioso que los alemanes no lo hayan cogido para trabajos forzados.

Maiuli se tocó el pecho.

– Tiene mal los pulmones. No debe preocuparse por Antonio, inspector. He visto sus documentos universitarios y todo está en regla. Vive con sus padres junto a San Lorenzo.

– Un lugar ideal para que te caiga una bomba. ¿Y atraviesa toda la ciudad para que usted le dé clases?

– Ha oído hablar de lo bueno que es el profesor -intervino la signora Carmela-. No tiene nada de raro.

Francesca se había quedado en casa porque le dolía la cabeza, aunque no tenía pinta de encontrarse mal. Había oído toda la conversación con una sonrisita indescifrable en los labios.

– El tal Rau tiene un perfil muy bonito -afirmó. Cuando Guidi se volvió hacia ella, añadió-: ¿Qué? Es cierto. -Se llevó un trozo de pan a la boca y se puso el abrigo-. Voy a ver a mi madre. No me esperen despiertos.

En las últimas horas había sonado varias veces la alarma antiaérea y el día anterior varias bombas habían caído por error en la comisaría de Monteverde.

– ¿Quiere que la lleve en el coche? -se ofreció Guidi. Llovía, estaba oscuro y era casi la hora del toque de queda cuando llegaron. No se veía gran cosa de la casa, excepto que era igual que las demás de via Nomentana, donde los restos de un horno de ladrillo marcaban los límites del casco antiguo.

Guidi bajó la ventanilla.

– ¿Quién vive aquí? -preguntó.

– Mi madre, ya se lo he dicho. ¿Por qué?

El resentimiento de Guidi iba en aumento. No sabía cómo dominarlo, y de pronto se volvió más descarado.

– No me gustaría haberla traído a ver a su amante -dijo malhumorado.

En el pequeño coche, Francesca era una melancólica presencia sin rostro hasta que la iluminaron los faros de un camión que se acercaba. Los faros tenían unas franjas maquiladas de negro y no proyectaban más que una astilla de luz de un amarillo turbio en su mejilla.

– ¿Y a usted eso qué le importa? No tengo por qué darle cuenta de lo que hago con mi vida.

Cuando se apeó del vehículo y la casa se la tragó, Guidi no se movió del sitio. Por la ventanilla bajada entraba la lluvia helada, y sin embargo seguía asomado, mirando la casa. Francesca conocía bien a Antonio Rau, eso estaba claro. Una mirada, una palabra apenas pronunciada, la forma en que se rozaban al cruzarse en el vestíbulo. Guidi había visto a Rau tres veces y no le gustaba. Era el amante de la joven, su contacto con la resistencia clandestina o ambas cosas. Tres veces había estado a punto de decirle algo y sólo lo había retenido la certeza de que Francesca estaba peligrosamente implicada, lo que suponía un riesgo inmediato para los propietarios de la casa, y de que él tendría que hacer algo al respecto. Los alemanes eran el enemigo, ahora más que nunca… No; no se trataba de eso. Sin embargo, no quería ni pensar en qué situación le colocaban los tejemanejes de la muchacha con respecto a Bora.

De vuelta en via Paganini, Pompilia Marasca le salió al paso en la escalera, con una vela en la mano.

– Quería hablar con usted -dijo, con la otra mano apoyada en la cadera.

Era difícil quitársela de encima.

– Son casi las diez. ¿No puede esperar?

– Como buena ciudadana, creo que no.

En la penumbra Guidi miró sin el menor interés su ceñido vestido negro.

– Bueno, ¿de qué se trata?

– Es sobre ese visitante nuevo con pinta de judío que reciben en su apartamento. Ha venido tres días, entra y sale libremente; vaya usted a saber qué viene a hacer aquí o a quién viene a ver. ¿Cree que los vecinos estamos ciegos? Por menos de eso se denuncia a la gente ante los alemanes. -Entrecerró los ojos y haciendo un mohín con sus labios pintados de rojo añadió-: Tendría que decir a la joven dama que tenga cuidado con sus relaciones antes de que alguien haga algo impropio de un buen vecino.

– Gracias por su preocupación -repuso Guidi secamente-. Continúe vigilando.

Procurando mantener derecha la vela, Pompilia retrocedió de mala gana.

– Si nadie hace nada, ¿para qué sirve que me fije en las cosas?

17 DE FEBRERO

El jueves, de vuelta al trabajo desde hacía dos días y cojeando de nuevo, Bora telefoneó al capitán Sutor de las SS para invitarle a comer.

Sutor se mostró receloso.

– ¿Y a qué se debe?

– ¿Aparte de celebrar nuestro desfile de prisioneros angloamericanos de ayer? Voy a ver qué daños causaron ayer los aliados en el Coliseo y el cementerio protestante. Como pasaré por ahí de camino hacia la puerta de San Pablo, he pensado que quizá quiera acompañarme.

– ¿Y por qué iba a querer? Me importan un bledo las ruinas antiguas. En cuanto a usted, suponía que después de Aprilia se le habrían quitado las ganas de ver lo que hacen las bombas.

Bora mantuvo la calma.

– He oído que lo de Montecassino fue mucho peor. Bueno, no quiero apartarle de su trabajo. Si cambia de opinión, estaré en el Coliseo a las doce.

A mediodía, cuando el Kfz 15 de Sutor se aproximó a su Mercedes en el Coliseo, por el lado del Palatino, Bora no se sorprendió.

– Me alegro de que haya podido venir -dijo, y señaló los desperfectos en los venerables arcos y, más allá, los andamios llenos de piedra pómez en torno al Arco de Constantino.

– ¿Qué va a hacer, contarme la historia del Coliseo?

– Si lo desea. Pero no era ésa mi intención. No nos conocemos, y probablemente deberíamos. Nuestra situación en Roma es bastante similar.

Sutor se quitó la gorra y se echó hacia atrás su rubio cabello.

– A mí me parece que usted se mueve bastante más que yo.

– Sólo porque hablo el idioma. Pero no confraternizo demasiado.

– ¿Qué se lo impide?

– La fuerza de la costumbre. -Bora lo miró a la cara. Ninguno de los dos prestaba atención a las ruinas-. Después de cinco años de vida de casado cuesta empezar de nuevo.

– ¿Por qué me cuenta esto? Yo no soy su confesor.

– No, pero está bien relacionado. -Empezaron a caminar despacio en torno a la formidable arena-. Iré al grano, capitán. Usted es de mi edad, lleva aquí más tiempo que yo… Pasado mañana se celebra una fiesta en casa de Dollmann y estoy seguro de que ambos estamos invitados.

– Ah, ya, usted lo que quiere es un lío. ¿Acaso no confía en la opinión de Dollmann en este tema? -Sutor sonrió ante su propio chiste-. Quizá debería intentarlo con su secretaria, mayor. Es un magnífico ejemplar. -Al ver que Bora mantenía una expresión cordial, añadió con tono jactancioso-: Sí, conozco a la mayoría de las mujeres que irán a la fiesta. ¿Qué busca exactamente?

Bora se encogió de hombros.

– Una mujer con un buen cuerpo. Atlética, ya sabe. Que no esté gorda.

– ¿Eso es todo? -Sutor se echó a reír-. ¡No puedo creer que tenga unos gustos tan sencillos!

– El físico es lo único que cuenta cuando no va a haber nada más que eso, capitán.

– ¿Rubia o morena?

– Eso me da igual. -Bora guardó silencio, deseando creer al menos una mínima parte de lo que estaba diciendo. Le dolía el brazo izquierdo. Todavía se resentía de las contusiones que le había provocado el ataque aéreo y el fragmento de metralla que tenía en la pierna había resucitado todos los dolores de sus heridas de septiembre. Dejó que Sutor lo pinchase, sin apresurarse a responder-. Ya que insiste -agregó, cuando casi habían dado la vuelta completa al Coliseo-, y hablando de secretarias, pensaba en una chica como la pobre Reiner. Como sabe, he estado preparando los documentos para sus padres. Eché un vistazo a sus fotos. No sé nada de su carácter, pero físicamente era muy atractiva.

Sutor se mostró receloso, pero inmediatamente bajó la guardia. Rubio y de aspecto felino, parecía más inteligente de lo que era; de eso Bora estaba seguro.

– Era una chica muy simpática -dijo.

– Bueno. -Bora se detuvo-. Ahí está mi coche y allí el suyo. ¿Vamos al cementerio inglés o a comer?

– Espere un minuto, mayor. ¿Se sabe ya cómo murió? Bora se dirigió hacia su vehículo.

– Ya sabrá que las puertas estaban cerradas. Supongo que se suicidó. ¿Cementerio o almuerzo?

– Eso no es todo. -Sutor lo retuvo-. Usted sabe algo más y no quiere decírmelo.

– No es cierto. Siento mucho haber sacado el tema.

– Eso significa que sí hay algo más. Mire, yo la conocía bien, de modo que creo que debería contármelo.

– No puedo decirle nada. Por favor, olvídelo. Si no le importa, preferiría que fuésemos a la puerta de San Pablo.

Sutor lo detuvo cuando iba a cerrar la portezuela del coche.

– No. Vamos a almorzar. Habíamos quedado para comer, y eso es lo que vamos a hacer.

En el restaurante (Sutor insistió en ir al Dreher) reanudó la conversación.

– Ya que ha sacado el tema, debe contármelo todo. Vamos, ¿qué ha averiguado en la investigación?

– No la llevo yo, sino el inspector Guidi, de la policía italiana.

– ¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?

– Me está incomodando, capitán. ¿Por qué quiere implicarse en esa historia tan desagradable? Ya conoce a los policías y sus estúpidas preguntas.

– ¿Y qué? ¿Cree que no sabré responder a las preguntas que me haga? Tengo una información que puede interesar a ese hombre. No tengo nada que ocultar. ¡Maldita sea, debo pensar en mi carrera!

Bora bajó la vista mientras desdoblaba la servilleta. Pensaba en las tristes salas de via Tasso y se le encogió el corazón al oír las palabras de Sutor.

– Bien, le daré el número de Guido, pero por favor no le diga cómo lo ha conseguido.

Aquella noche, Guidi estuvo trabajando hasta tarde. Cuando volvió a casa, Francesca era la única que seguía despierta, leyendo la Città en el salón lleno de santos. Era un momento tan bueno como cualquier otro, y el inspector le informó del chismorreo que le había contado Pompilia la noche anterior.

Francesca dejó caer la revista sobre las rodillas. Sus huesudos pómulos era como cuchillas contra el oscuro tapizado del sillón.

– ¿Por qué no escucha a las ratas, ya que estamos?

– Si los chismorreos ponen en peligro a los Maiuli escucharé a quien haga falta.

– ¡Ja! -La joven recuperó el buen humor-. ¿No se da cuenta de que está celosa? Igual que usted.

– ¿Por qué iba a estar yo celoso?

– Porque no le he dicho que me gusta.

– Yo tampoco a usted.

Fue una jugada inteligente por su parte. Francesca perdió la ventaja y por un momento ambos se miraron sin pronunciar palabra. Al cabo ella volvió a coger la revista y pasó deprisa las páginas.

– Si es Rau quien le preocupa, le diré que no es judío ni es el padre de la criatura.

– Pero usted le conoce. Si ocurriera algo, los Maiuli se verían en un aprieto.

Francesca arrancó la primera página de la revista y la rompió en pedacitos.

– ¿Está prohibido conocer a alguien que viene aquí por asuntos particulares? Usted es el policía. Si algo ocurre, será porque usted hará que ocurra.

Guidi recordaría su voz, que no sonaba fría sino distante, meses después, cuando todo aquello formase parte del pasado. -Y usted ¿qué cuenta de nosotros a su amigo?

– Nunca me pregunta.

Pero eso también iba a cambiar.

18 DE FEBRERO

El viernes por la mañana, Guidi notó una renovada rigidez en los andares de Bora. Por lo demás, estaba como siempre. Ni rastro de ansiedad por la batalla de Cassino, que se encarnizaba al sur, muy cerca.

– Mayor, he recibido una llamada del capitán Sutor a través de su intérprete.

Bora sonrió mientras se dirigía a cerrar la puerta de su despacho.

– ¿Se reunirá con él?

– La semana que viene. Mientras usted estaba fuera, volví al apartamento de Reiner. La prueba más concluyente de que alguien lo registró es que no hemos encontrado cartas ni trozos de papel con anotaciones. Sólo recibos de algunas tiendas.

– No todo el mundo guarda su correspondencia -apuntó Bora-. Yo, por ejemplo, no lo hago.

– Escúcheme, mayor. Es posible que eliminaran pruebas, aunque no sabemos, por ejemplo, si la funda de la almohada faltaba desde el principio o qué significa que falte. Pero hay restos de ceniza en la habitación. Ya sé que la gente quema todo lo que encuentra en la estufa, pero sólo vi cenizas en el dormitorio de la chica. -Sacó del bolsillo un frasquito de cristal con unos restos que casi parecían polvo-. No son pavesas que entraran desde la calle. Creo que en algún momento alguien quemó papeles en la habitación.

Bora recordó las cenizas que había visto en el alféizar de la ventana.

– Si así fuera -repuso-, sólo pudo ocurrir antes de su muerte. Una tercera persona pudo llevarse los documentos.

– Bueno, supongamos que por algún motivo Magda decidió hacer desaparecer cartas, direcciones, lo que fuera. Un acto prudente, podríamos decir, para una empleada de embajada. Eso indica que deseaba ocultar algo o temía que registraran sus pertenencias.

Bora se sentó en la esquina del escritorio, con la pierna izquierda extendida… vendada, dedujo Guidi al reparar en la tirantez de la tela en la rodilla. Sacó de un sobre marrón un paquete de cartas y se lo tendió.

– Son los originales que traduje para usted. Aun cuando escribía a casa, se cuidaba de mencionar el apellido de sus novios. ¿Era la correspondencia que recibía de otras personas lo que preocupaba a Magda?

– Posiblemente. Hay algo más. Por mera curiosidad, ¿qué se guarda en los apartamentos vacíos que hay encima y debajo del de Magda?

– Material de oficina. -Bora volvió a meter las cartas en el sobre-. Nada importante, pues de lo contrario no lo dejaríamos en una casa sin portero ni seguridad. Espero que me permitan acceder a esas dependencias.

– Por favor, inténtelo. Hasta ahora sólo sabemos a ciencia cierta que el día veintinueve de diciembre llegó a casa antes de las siete de la tarde, se cambió de ropa y a las ocho yacía muerta cuatro pisos bajo su ventana. Si se quitó la vida, por el motivo que fuera… bueno, caso cerrado, pero si alguien la mató, no sería tan idiota como para dejarse las gafas.

– O unas cartas.

– En el supuesto de que Merlo se hubiera dejado las gafas, aquella tarde bien pudo ir al apartamento sólo para recogerlas y encontrarse en el escenario del crimen. Lo que vio bastaba para provocar náuseas a cualquiera. -Guidi observó cómo Bora colocaba las cartas dentro de una caja fuerte empotrada en la pared-. En cualquier caso -agregó-, mi situación es comprometida. No puedo acusar abiertamente a Merlo, pero tampoco puedo exculparlo. No sé qué ocurre entre el jefe de policía y la facción de Merlo, pero yo estoy en medio. Los otros casos que llegan a mis manos son menudencias: pequeñas bandas en el mercado negro, disputas de vecinos, cosas por el estilo. Por lo visto me han traído aquí por una sola razón: para probar la culpabilidad de Merlo y asumir las consecuencias.

Bora volvió a sentarse en la esquina del escritorio.

– Eso no excluye que Merlo sea culpable. Comprobaré lo de los apartamentos vacíos, pero no le prometo nada. También intentaré localizar al óptico de Merlo.

19 DE FEBRERO

– ¿Sciaba? -En la fiesta, Kappler repitió el nombre que Bora acababa de pronunciar-. No tenemos ningún detenido llamado así. Es un poco impertinente por su parte suponer que, como ese hombre tiene un apellido judío, lo tenemos nosotros. -No obstante, parecía divertido por la pregunta de Bora.

Este estaba bastante seguro de que Sutor había hablado de Magda Reiner a su superior y se arriesgó.

– Lo busco en relación con el caso Reiner.

Kappler arqueó las cejas en señal de sorpresa o interés.

– Si rascas un poco, detrás de todo judío encuentras un mujeriego. ¿Por qué no prueba suerte en la prisión estatal?

Bora dijo que lo haría. Como Dollmann había prometido, era una reunión íntima e informal. Los invitados eran sobre todo hombres de las SS y el Servicio de Seguridad, y algún que otro miembro del ejército de tierra y las fuerzas aéreas. Maelzer no estaba y Westphal acudiría más tarde. Sonaba música americana en un gramófono, una canción de amor cadenciosa y melancólica con la que se podía tanto bailar como llorar.

– Podría haberme pedido a mí que le presentara a algunas damas -prosiguió Kappler-. Creo que mis gustos son más parecidos a los suyos que los del capitán Sutor. No parece usted una persona a quien le cueste conseguir lo que quiere. Posee una perseverancia algo caprichosa, pero así somos los militares. Las mujeres son distintas.

Dollmann, por su parte, iba de invitado en invitado.

– ¿Por qué demonios ha pedido a ese cabeza de chorlito de Sutor que le haga de celestina? -susurró a Bora al pasar por su lado.

– Necesitaba hablar con él y ésa era una excusa creíble.

– Se está jactando de ello con todo el mundo y ahora usted se verá obligado a llevarse una mujer a casa.

– Yo va no estoy obligado a nada.

Dollmann cambió de tema.

– Hemos oído hablar de su valor en Aprilia. Se abrió paso entre los escombros, a pesar de las heridas, y por los prisioneros heridos, nada menos.

– Verse atrapado como una rata no es algo apropiado para fanfarronear.

– Nosotros lo sabemos, pero usted debe decir a los demás que fue un acto de valentía. -Dollmann le guiñó un ojo-. Aquí viene una de las candidatas del bueno de Sutor. Lo dejo con ella.

Bora cogió un vaso de la bandeja más cercana antes de que la mujer se aproximase a él. Era una rubia corpulenta con cintas cubiertas de lentejuelas en el pelo y una expresión cordial y obtusa. Se llamaba Sissi, Missy o algo por el estilo, llevaba un escote más que generoso y tenía acento austriaco.

– Hola, mayor. ¿Dónde se hospeda usted?

Bora había bebido bastante, pero todavía medía sus palabras.

– En el Flora -mintió a medias, porque su oficina estaba allí.

– ¡Yo también! Qué curioso. No lo he visto allí ninguna noche.

– Es que a menudo paso la noche fuera.

– Podría quedarse en el hotel y no perderse nada de lo que puede encontrar fuera.

– Tal vez, pero usted no sabe qué busco.

La mujer sonrió abiertamente, dejando ver manchas de carmín en los dientes. Aunque todavía era joven, Bora advirtió en ella cierto cansancio de los hombres mezclado con el deseo.

– No será tan extraño que no pueda adivinarlo. Se me da muy bien adivinar cosas.

Al otro lado de la habitación llena de humo, Dollmann miró a Bora y alzó a modo de brindis el vaso que tenía en la mano. Bora bebió un sorbo de bourbon.

– A mí también.

¿De veras? -Con el rostro alzado, la mujer parecía juzgar por la expresión de su rostro si estaba lo bastante excitado para tomar una decisión-. Espero que no sea usted de los difíciles, mayor.

– Pues sí. Debería verme cuando no he tomado un par de copas. Soy testarudo. ¿Y qué puede enseñarme usted que ya no sepa?

Ella se puso de puntillas y le susurró algo al oído. Bora se echó a reír.

– Eso lo aprendí en España.

– No como lo hago yo.

Cuando Bora se dio cuenta de que estaba llegando a una fase de peligrosa sinceridad, decidió buscar una compañía más segura para el resto de la noche. Al final se acercó a Dollmann, que comentó:

– Parece que no se le da mal con las mujeres. He contado cinco hasta el momento.

– Sí, y ya he tenido suficiente.

– Probablemente sea por la bebida, no por ellas. De todos modos, las entretiene casi tan bien como yo. A ellas les apasiona la seducción y, mientras se la proporcionen en cantidad, el resto no les importa. Pero probablemente usted tampoco quiere eso.

Bora no confirmó ni desmintió sus palabras. Con mano firme encendió el cigarrillo de Dollmann y el suyo. Se sentía intranquilo, alterado por la excitación superficial que le producía hablar con mujeres disponibles.

– ¿Le dijo mi esposa por qué pidió la nulidad?

– Pensaba que no quería hablar de ella.

– Como ve, se lo pregunto.

– Lo mencionó de pasada.

– ¿Y qué opina usted?

– Una pareja inadecuada… carente de lealtad. Muy distinta de usted. Me intriga qué fue lo que los unió y mantuvo juntos, aunque sospecho qué pudo ser.

La mirada de Dollmann era como un anillo alrededor de Bora, que no hizo nada para eludirlo. Las palabras salieron de sus labios con amargura.

– Nada especial, coronel. Sencillamente la follaba mejor que los otros.

– Sabía que era eso. -Dollmann se rió de su propio comentario y de la rápida explicación de Bora-. Pero no deje que estas mujeres se enteren.

Pasada la medianoche, en el gramófono sonaba a todo volumen una música más alegre, los invitados bailaban y Dollmann tardó unos minutos en darse cuenta de que el mozo esperaba con el teléfono en la mano. Un momento después llamó a Westphal, que palideció de repente. El general se abrió camino entre las parejas que bailaban hasta Bora, que estaba apoyado contra la pared con dos actrices parlanchinas.

– Bora -lo llamó con apremio-, venga. Han empezado a lanzar bombas incendiarias sobre Leipzig.

Al cabo de unos minutos los sajones se encontraban ya en el Flora a la espera de más noticias. De pie junto al teléfono en su despacho, Bora se sentía totalmente sobrio. Era como si por su torrente sanguíneo no corriese la menor pizca de alcohol mientras esperaba saber qué barrios y zonas residenciales habían sufrido los ataques. Westphal se paseaba nerviosamente.

– El objetivo debe de ser la fábrica de aviones, Bora.

Éste le miró sin apartar el auricular del oído.

– Esperemos que así sea.

– ¿Dónde viven sus padres?

– En Lindenau.

– Yo tengo parientes políticos en Moeckern. Vuelva a intentarlo.

Bora no necesitaba que lo animasen. La comunicación de larga distancia, vacilante y entrecortada, condujo desde el cuartel general de las fuerzas aéreas a otras llamadas, otras pausas densas. Recordó los versos de Thomas Hardy, unos fragmentos significativos que en aquel momento estaban cargados de angustia. «Sobre los campos de Leipzig, salpicados de hojas y recorridos por una veta blanca, el puente de Lindenau… Hasta el cielo voló el puente de Lindenau…» Westphal seguía paseándose y Bora permanecía al teléfono.

Cuando llegó la confirmación de que el fuego enemigo sólo había alcanzado las fábricas de cazas y bombarderos de Leipzig, ya era domingo por la mañana y hasta la última de las chicas de Sutor dormía.

20 DE FEBRERO

El domingo por la mañana, menuda y contrahecha, sentada en una silla de la cocina, la signora Carmela frunció el entrecejo.

– El profesor es muy bueno y dice que no soy chismosa, y eso me enorgullece. Por supuesto, es demasiado amable conmigo y no merezco muchos de los cumplidos que me hace, pero la verdad es que chismosa no soy. Ni siquiera le mencionaría esto, inspector, si no estuviera preocupada por Francesca. El profesor y yo somos viejos, tenemos nuestra vida hecha, lo que Dios nos tenga reservado ahora bien estará, pero ella es joven y corren tiempos difíciles. La verdad, estoy muy preocupada por ella.

Guidi prefirió no preguntar por los motivos.

– ¿Ha hablado con ella?

– Es como hablar con la pared. La pared no dice ni sí ni no. Pero lo que me dejó helada fue ver cómo anoche le entregaba algo a Antonio Rau. Yo no estaba espiando, pero lo que le dio fue un fajo de billetes muy grueso. -La signora Carmela se estremeció bajo el chal-. ¿De dónde puede sacar tanto dinero una joven? ¿Y por qué se lo da a un hombre a quien acaba de conocer? Temo por ella. Me gustaría que la vigilara un poco, para que no se meta en líos.

Guidi asintió sin pensar. Su reloj de pulsera marcaba las siete de la mañana, llovía a cántaros v Francesca no había dormido en casa. Prometió «hacer algo» y de una bolsa de papel sacó el botín obtenido en una redada contra estraperlistas la noche anterior, en forma de hogaza de pan.

Los Maiuli y él se disponían a disfrutar, para variar, de un desayuno de lujo, cuando Francesca entró en el apartamento, empapada y pálida de frío. Se detuvo ante la puerta de la cocina.

– ¿Pan blanco? -exclamó-. ¡Qué bien! -Sin saludar a los ancianos se dirigió a Guidi, que en ese momento estaba masticando un trozo-. Me cambio en un momento y me uno a usted.

Minutos después volvió en camisón, una ofensa al decoro de aquella casa decente.

– Espero que no les moleste que me haya puesto cómoda. -Se quedó de pie junto a la mesa mientras cortaba una rebanada de pan.

Con el rabillo del ojo Guidi vio la consternación de los ancianos al notar el bulto bajo la holgada prenda de franela. El semblante del profesor denotó indignación cuando la joven añadió alegremente:

– Buenos días a ustedes también. ¿Qué pasa? ¿Les ha comido la lengua el gato?

1 DE MARZO

Todavía llovía a mares diez días después, cuando Bora cruzó el Tíber hacia las «nuevas prisiones» de Regina Coeli, que se alzaban frente al puente como un dique de ladrillos. Había pasado una semana fuera de Roma visitando a las tropas que intentaban recuperar Anzio, charlando con los soldados en Cisterna y otros puestos amenazados del interior, interrogando a prisioneros con rango de oficial y, en general, buscando el peligro. La vida en el cuartel general «empezaba a agobiarle», como había dicho con calma a Westphal, y éste le había dejado marchar una semana.

Entró en la prisión con un permiso firmado por Maelzer. Aldo Sciaba estaba en el ala tercera, controlada por los alemanes, donde Bora esperaba encontrar también al general Foa, pero no fue así. Sacaron a Sciaba de su celda para que se entrevistara con él en un cuarto vacío y sin ventanas. El hombre escuchó sin pronunciar palabra mientras Bora le explicaba por qué estaba allí. Cuando le tendió la funda que contenía las gafas de Merlo, las sacó para examinarlas.

– ¿Y bien? -lo apremió Bora-. ¿Las ha hecho usted?

– Sí.

Bora ordenó al guardia italiano que saliera.

– Cuénteme algo más.

– ¿Me sacará de aquí si hablo?

– No. Lo único que puedo hacer es arreglarlo para que su esposa pueda visitarlo.

– ¿Y que la arresten también?

– ¿Por qué? Ella no es judía.

Sciaba era un hombre bajito, de aspecto paciente y tez cérea que debido al largo encarcelamiento había adquirido un matiz grisáceo.

– No, no. -Agitó una mano con aire cansino-. Déjela fuera de esto. Simplemente hágale saber que estoy vivo. -Durante el minuto siguiente examinó con atención las gafas, miró a través de los cristales, las levantó ante la débil bombilla eléctrica-. Estas ya no le sirven a su excelencia -concluyó-. Son las que le hice hace dos años. Nunca ha tenido demasiado bien la vista, pero últimamente ha empeorado. Tenía que graduárselas con frecuencia. Estas no podría llevarlas ahora. ¿Dónde las ha encontrado?

Bora decidió no contestar.

– ¿Cuándo fue la última vez que se las graduó?

– En octubre, antes de que me encerraran aquí. Seguramente llevará el último par que le vendí, hace unos seis meses.

– ¿Y usted suele guardar las gafas usadas?

– Sí, señor. Estas estaban en mi almacén. Por eso le pregunto dónde las encontró.

– No las encontré. Bien, es todo lo que necesito saber por ahora.

Al ver que Bora se disponía a marcharse, Sciaba añadió:

– Por favor, diga a mi mujer que no se preocupe por mí. Dígale que me tratan bien y todo eso.

Bora asintió, con la mirada inescrutable bajo la sombra de su visera.

– Nací como ciudadano italiano. Eso debe de contar, ¿no?

Bora cogió las gafas, las guardó en la funda, que se metió en el bolsillo de la pechera, y fue hacia la puerta. Antes de llamar con los nudillos para que le abrieran sacó de la manga izquierda un trocito de papel muy bien doblado. Su mano se unió a la del prisionero sólo lo justo para efectuar la entrega.

– De su mujer -se limitó a decir.

De vuelta en su despacho, dio a su secretaria la tarde libre y llamó a la oficina de Dollmann. Este no respondió a su pregunta, sino que inquirió a su vez:

– ¿Por qué quiere conocer el paradero de Foa, mayor Bora?

– Porque con un «suicidio» como el de Cavallero basta.

– ¿Qué sabe usted de eso?

– Sólo que los generales italianos que se niegan a colaborar no se disparan dos veces en la sien derecha, y menos si son zurdos.

– Por lo que sé, Foa está vivo. -Dollmann arrastró las palabras, indicio de que no quería facilitarle la información por teléfono-. No puedo decirle dónde se encuentra. Creo que sería mejor que siguiera usted con sus visitas turísticas y fuera a la Domus Faustae.

Dicho esto, colgó, pero Bora ya había captado la indirecta en el consejo de Dollmann. El nombre latino de la basílica de Letrán sin duda apuntaba a la prisión de Kappler en la cercana via Tasso.

Antes de salir pasó por el despacho de Westphal.

– El único motivo por el que le dejo ir -le advirtió el general- es que no me gusta que los informantes de las SS denuncien a oficiales del ejército, no porque me importe un pimiento ese tal Foa. Si lo ve, convénzalo de que hable. En cuanto a lo demás, lo único que puedo darle es una petición firmada para que trasladen al óptico a la sección italiana de la prisión estatal, y eso sólo por motivos prácticos relacionados con el caso Reiner.

– ¿No deberían trasladar también al general Foa?

– No lo van a hacer, así que no me lo pida.

Sutor no estaba en via Tasso. Fue Kappler quien recibió a Bora y, tras leer la petición de traslado, prometió que haría lo posible.

– Si no hay ninguna acusación política contra Sciaba, se le puede trasladar, probablemente a finales de mes. -Invitó a Bora a sentarse delante del escritorio, frente a él-. ¿No le dije que no lo teníamos nosotros? Tome asiento, no tenga prisa. Dígame, ¿qué opina del atentado contra el vicesecretario fascista de hace dos semanas?

Bora se sentó.

– Que si se empeña en celebrar todos los santos del partido recibirá más.

– Sí. Le dije con toda claridad que no es momento de desfiles, pero no quiso escucharme. Tiene otras juergas planeadas para el diez y el veintitrés. -Señalando el cuello de la chaqueta de Bora preguntó-: ¿Dónde la consiguió?

Bora supo que se refería a la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.

– Me la concedieron en Rusia. Me llegó la semana pasada.

– Un poco llamativa, pero muy reveladora. Ayuda a compensarle por sus sufrimientos pasados. Ahora harán postales con su retrato para que las coleccionen los niños.

– El lunes, el mariscal de campo Kesselring visitó nuestro mando. -Bora hablaba con el tono más neutro que podía, sin apartar la vista de Kappler-. Cree que la suerte que corran oficiales como Foa es clave para mantener la lealtad de las tropas italianas que quedan en el norte.

– ¿Ah, sí? ¿Lo ha comentado con el general Wolff de las SS?

– El mariscal de campo tiene previsto hacerlo. Después de todo, Foa aceptó colaborar con las autoridades alemanas. Su arresto sólo se debe a su falta de disposición para revelar el paradero de otros oficiales.

Kappler, que hasta ahora le había escuchado con calma, dejó escapar una risita de indignación.

– Esos «otros» oficiales son precisamente los que se niegan a servir con usted y conmigo.

– Yo puedo arreglármelas sin ellos.

– De modo que ha venido a ver a Foa. ¿Y quién le ha dicho que está aquí?

– Nadie. -Apartó la mirada de Kappler por primera vez al oír la sirena de una ambulancia-. ¿Es él?

El otro no respondió. Tabaleaba los dedos nerviosamente sobre un cenicero y tenía contraída la estrecha mandíbula. El cenicero era un plato antiguo.

– Tendrá que venir a verle en otro momento.

Por encima de los papeles que cubrían el escritorio, Bora miró aquellas manos en torno al frágil plato sin pintar. Con los hombros relajados y la respiración regular, se le daba mucho mejor que a Kappler el juego de control fingido.

– Lo haría si no fuera porque tengo que convencer a Foa de que acepte nuestras exigencias e informar al mariscal de campo mañana por la mañana.

Kappler apartó las manos del cenicero.

– Muy bien. Lo verá tal como está. Es un agitador. Ya trató usted con agitadores en Rusia.

– He oído decir que montó un numerito en la prisión estatal y que deben mantenerlo aislado. Lo comprendo, coronel.

Bora no conocía a Foa, pero había visto fotos de su rostro de facciones angulosas, con el cabello cano peinado hacia atrás. Lo que quedaba de él en la angosta habitación que había encima del despacho de Kappler (indescriptiblemente hedionda y asfixiante) era una calavera que se transparentaba bajo la fina piel de los pómulos, extrañamente tirante. Sólo los ojos tenían vida; muy abiertos, siguieron los movimientos del visitante hacia la estera del rincón.

– General Foa, vengo de parte del mariscal de campo Kesselring.

Foa no se movió ni dio muestra alguna de oírlo. Sólo sus ojos parpadearon ante el uniforme de Bora. Estaba recostado contra un rincón, como si una sola pared no bastase para sostener la quebrada lasitud de su esqueleto. Cuando su vista se adaptó a la penumbra, Bora vislumbró manchas de sangre seca en la camisa del hombre y en sus pantalones. También había gotitas y salpicaduras de sangre en las paredes. Las heces sanguinolentas y la orina de la incontinencia causada por el dolor habían sido evacuadas, en un absurdo intento de intimidad, en el rincón menos visible desde la puerta.

Bora avanzó un paso y se sobresaltó cuando Foa murmuró:

– ¿Quién demonios es usted?

– Me llamo Bora. -Se inclinó hacia él-. Hablé con usted por teléfono en enero sobre una canción republicana. -La inane necedad de sus palabras rompió sus pensamientos como una sarta de cuentas diseminadas.

– Conque usted es el militar cerril al que chillé por teléfono.

– Cuando Foa estiró los labios en lo que Bora reconoció como una sonrisa, quedaron a la vista las hinchadas encías y la dentadura mellada; la lengua también estaba negra, como un extraño músculo enfermo que le hubiese crecido en la boca. Una barba gris y llena de costras cubría la barbilla del anciano, y en la comisura de los labios había coágulos de sangre seca.

– Señor -dijo Bora agachándose ante la estera-, debo hablar con usted.

– Si cree que voy a decirle algo, váyase por donde ha venido.

Foa seguía quieto. Había una horrible inmovilidad en vida -si es que aquello era vida- en aquel apestoso cuerpo pegado a las ropas ensangrentadas. Incapaz de soportar aquella inercia aplastante, Bora le tendió la mano para ayudarlo a sentarse.

– No me toque -gruñó Foa, lanzándole una mirada terrible e imperiosa con unos ojos llenos de vida en aquel rostro muerto.

Bora retrocedió. En cierto modo tenía que negar su sufrimiento pasado para aceptar aquello, avergonzado porque la pureza inmaculada de la sangre que una vez había brotado de él no tenía nada que ver con aquella forma de extraer la sustancia de la carne por medio de la tortura, espantosa como una profanación, impura. Le repugnaba y le condenaba por asociación, y ambos hombres lo sabían. La siguiente frase que consiguió articular sonó inconsistente a sus propios oídos, y Foa dijo no. Sin escuchar aquello que estaba diciendo, Bora continuó de todos modos, furioso con sus propios sentidos por agobiarle con la vista, el olfato y la pavorosa inminencia de la muerte.

– General, le ruego que nos permita ayudarle. Esto es un ultraje intolerable, no puede continuar…

– Deme un cigarrillo.

Bora tuvo que esforzarse para mantener la mano firme mientras le colocaba un cigarrillo entre los labios y lo encendía, con la cabeza gacha para no mirarle.

– Le ruego que lo reconsidere, general.

– Déjeme en paz.

– Un hombre de su edad…

Aquellos orgullosos ojos inyectados en sangre se clavaron en los de Bora.

– ¡De mi edad, de mi edad! Yo ya era coronel cuando usted ni siquiera tenía vello púbico. Déjeme en paz. Si tiene que matarme, máteme y acabemos de una vez. No quiero decirle nada a usted, ni a Kesselring ni a Kappler. Nada, nada, nada.

– Sólo quiero ayudarle.

– ¿Ayudarme? Este es mi país. Ustedes no son de aquí, ni usted ni los americanos. Escupo en su ayuda. Dígaselo a Kesselring. -Le diré lo que crea conveniente, general Foa.

– Entonces váyase al infierno con todos los demás.

Bora se irguió lentamente. El hecho de que siguiera allí no probaba más que un mortificante sentido de la vergüenza. Se volvió porque sabía que Foa lo estaba mirando de hito en hito y quería ocultar su turbación.

– No puedo irme sin que me dé alguna garantía.

– ¿Para que no se sienta tan culpable quizá? -Foa agitó una mano débilmente-. No. Tengo que mear. Ayúdeme a levantarme.

Bora obedeció. Lo ayudó a ponerse en pie cogiéndolo por el codo y lo llevó hasta el otro rincón, donde lo sujetó mientras Foa se desabrochaba los pantalones con movimientos torpes. Quería apartar la vista, pero el chorro era pura sangre y el prisionero se desmayó. Su cuerpo desmadejado estuvo a punto de caer al suelo y Bora tuvo que sujetarlo. Lo llevó medio a rastras de vuelta a la estera.

Cuando se marchó de la celda, se enteró de que Kappler se había ido y no volvería aquel día. Mejor, pensó, porque toda salvaguarda de discreción había desaparecido y una disputa en aquel momento podía poner en peligro lo que pensaba hacer a continuación. Cuando la recia puerta que había al pie de las escaleras se abrió, agradeció el aire fresco y tonificante de la calle y lo aspiró a bocanadas. Al otro lado de la calzada lo esperaba su coche, con el conductor en posición de firme junto a él. Comparado con las heridas y miserias de Foa, su pálido semblante juvenil parecía casi una hoja en blanco. Bora le ordenó que volviese solo al cuartel general.

Caminó bajo la lluvia evitando la seguridad de las calles amplias y las plazas, manteniéndose apartado de las imponentes iglesias varadas en húmedas playas de adoquines, pasando por zonas donde nunca se aventuraban los alemanes, mientras cavilaba qué podía decirle a Kesselring que, con la ayuda de Dios, resultase «conveniente».

Aquella noche, llamó a Guidi justo cuando la comisaría estaba en plena agitación porque habían tiroteado a un mensajero alemán en via Veintitrés de Marzo. Al enterarse, Bora recordó el paso de la ambulancia cuando estaba en el despacho de Kappler y que el coronel había abandonado el edificio a toda prisa. Preguntó si contaban con una descripción del asesino.

– Había algunos niños jugando en la calle. Ahora los estamos interrogando. -Guidi se abstuvo de añadir que se había visto a una mujer huir corriendo con el maletín del soldado.

Bora se retiró del teléfono un par de minutos, presumiblemente para informar a Westphal, y a su vuelta refirió a Guidi su visita a Regina Coeli.

– Mayor, ¿está en condiciones de garantizar que podremos contar con el testimonio de Sciaba si se celebra un juicio?

– Ni siquiera puedo garantizar que no le pegasen un tiro en cuanto salí a la calle. ¿Qué le hace pensar que yo puedo garantizar algo en esta maldita ciudad?

Guidi sabía cuándo debía dejar correr un tema.

– Me reuniré con el capitán Sutor mañana por la tarde -dijo-, y después me pondré en contacto con usted.

– Haga lo que quiera.

Hasta las nueve y media se dedicó a redactar un informe completo de las hazañas militares de Foa para reforzar la posición de Kesselring ante el general Wolff. Rara vez le dolía la cabeza, pero aquella noche la tensión le agarrotaba los hombros y el cuello, como si tuviera una varilla clavada en la base del cráneo.

Su secretaria se preparaba para irse. Se escurrió como un líquido detrás del escritorio, con sus largas y firmes piernas bajo la ceñida falda del uniforme. Bora la vio aproximarse a su mesa (lo hacía cada noche, a fin de pedir instrucciones y permiso para retirarse) con las manos entrelazadas sobre la falda.

– Buenas noches -se limitó a decir.

Volvió a bajar la vista hacia los papeles, pero con el rabillo del ojo siguió mirando las manos de la mujer, una mancha blanca sobre la oscura falda. Por primera vez reparó en que desprendía un leve aroma que, sin embargo, le resultaba familiar, inseparable de la oficina. La secretaria llevaba las uñas muy cortas, pero bien redondeadas; a la luz de la lámpara de mesa se apreciaba una pelusa muy fina y rala en sus muñecas.

Bora levantó la vista. El sereno rostro de la mujer quedaba fuera del cono de luz de la lámpara. La placidez de sus rasgos prometía seguridad. No amistad ni apoyo; sólo seguridad. Ella lo observaba con la expresión controlada de una mujer a quien no se ha invitado a ir más allá.

– ¿Algo más, señor?

Bora leyó en su rostro palabras y movimientos, y fue como si una breve embriaguez intentase abrirse paso a través de él, densa v callada. Las manos de la secretaria continuaban enlazadas en el nido de su regazo, sin anillo alguno. Bora notaba el calor de la lámpara en el rostro, suave pero ardiente, y el dolor le bajó desde el cuello por la columna vertebral. Se reclinó en la silla y ella notó la resistencia de su mente, no de su cuerpo. Inmóvil, temió perderlo de forma rápida e irremediable en aquel momento. La excitación de Bora ya se había convertido en algo más, era algo más. Volvió la vista hacia los papeles que tenía delante.

– No, gracias. Buenas noches.

En casa de los Maiuli, mientras tanto, la signora Carmela decía:

– No, inspector. No ha salido de casa en todo el día porque le duele la garganta, pobrecilla. -Sin reparar en el alivio de Guidi al oír aquellas palabras, le sirvió la cena-. No entiendo por qué no nos dijo que se había casado; le habríamos hecho un regalito.

– ¿Casada? ¿Qué quiere decir?

– Bueno, si no, ¿cómo es que está esperando una criatura? Vaya a preguntarle qué tal se encuentra.

Guidi dijo que no. No quería ver a Francesca después de que la noche anterior se hubiera negado a responder a sus preguntas sobre Rau. «Le debía dinero y se lo he devuelto», se había limitado a decir. Ante su insistencia la joven se había levantado del sillón y lo había besado impulsivamente en la boca. Eso era una respuesta, desde luego, pero no la respuesta.