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2 DE MARZO

En el monte Soratte, Bora se sintió decepcionado al enterarse de que el general Wolff de las SS ya había llegado y estaba reunido con Kesselring. Se vio obligado a dejar su documentación sin posibilidad alguna de defender la causa de Foa. De vuelta en Roma el jueves por la mañana, fue convocado al palacio Propaganda Fide, donde los cardenales Hohmann y Borromeo, coaligados en contra de su costumbre, le soltaron un sermón sobre los daños causados por los bombardeos nocturnos en los patios interiores del Vaticano y la estación de ferrocarril.

– ¿Han sido ustedes? -preguntó Hohmann con una reprobadora mirada de profesor.

Bora intentó no sentirse ofendido por la pregunta.

– ¿Por qué íbamos a bombardear Ciudad del Vaticano? La otra noche fue bombardeada piazza Bologna… Está claro que no fuimos nosotros. Nos han golpeado brutalmente en esta parte de la ciudad, eminencia.

– Una ciudad abierta debería estar libre de ocupación militar, mayor.

– No por definición. Por definición debe estar simplemente desmilitarizada.

– Y supongo que su uniforme no denota ningún carácter militar.

– Depende de si «carácter» se considera un rasgo distintivo o bien una cualidad inherente.

– Así pues, mientras esté en Roma, aducirá su militarismo accidental, más que metafísico. Soldado sólo exteriormente, ¿eh?

– Yo no participo en ninguna acción ofensiva, eminencia. -Sólo si restringe de manera engañosa su definición de «ofensa».

– Hablando de definiciones escolásticas, mayor Bora -terció Borromeo-, ¿por qué no viene a ver los libros que hemos salvado de las ruinas del palacio episcopal en Frascati? -Enseguida lo condujo a la habitación contigua-. ¿Está usted loco? ¿Qué hace tratando de emplear evasivas con Hohmann? Hará picadillo cualquier racionalización que se le ocurra a su ejército. Está exasperado por lo que ha ocurrido hoy en la prisión de trabajos forzados.

Bora se desmarcó educadamente.

– No dispongo de información suficiente para hablar de ese incidente.

– ¡Por el amor de Dios, mayor! ¿Qué se puede decir cuando matan a tiros a una pobre mujer por pedir ver a su marido? -Los libros estaban guardados en cajas de embalaje dentro de un pequeño laboratorio, adonde entró el cardenal, seguido de Bora-. Le complacerá saber que un conjunto de obras rescatadas del siglo dieciocho es de la editorial de su familia en Leipzig, con su lema Fidem Servavi y todo. El cardenal York reconoció los excelentes comentarios sobre santo Tomás de Aquino cuando los vio.

– Los nuestros no eran tan buenos como los de Grocio -repuso Bora. Dudaba que Borromeo lo hubiera sacado de la sala sólo para separarle de Hohmann, y su forzada cordialidad le molestaba.

– Debo coincidir en que su edición crítica de Spinoza era mucho mejor.

Empezaron a hojear los venerables libros, que a Bora le interesaban menos que los motivos de Borromeo para no hablar con claridad.

– Conque ya se ha aprobado la nulidad -espetó de pronto.

– Sí -asintió el religioso.Bora dejó el libro.

– Es asombroso cómo se pueden eliminar de un plumazo cinco años.

– La Iglesia ata y desata como juzga oportuno, mayor.

Hacia mediodía el cielo romano atronaba de nuevo con el rugido de los aviones que bombardeaban el extrarradio, probablemente las cocheras ferroviarias del este. El estrépito procedente de los barrios occidentales indicaba que los depósitos de munición podían ser el objetivo prioritario. La respuesta de las baterías antiaéreas sólo retumbaba de vez en cuando, poco convencidas de su efectividad. A pesar de todo, Bora estaba sereno cuando Guidi se reunió con él frente a la casa de Magda Reiner.

– Siento llegar tarde, mayor. La calle está cortada.

– No llega tarde, es que yo he llegado pronto. Aquí tiene las llaves de los apartamentos vacíos. ¿Subimos?

No había electricidad, de modo que tuvieron que subir por las escaleras. Como Bora cojeaba, Guidi lo precedió hasta el primer rellano.

– Estamos en un callejón sin salida, mayor -dijo-. Las gafas de Merlo aparecieron en un almacén requisado sólo cuando pareció que yo no era lo bastante rápido siguiendo la pista oficial. ¿La intención de Caruso es perjudicar a Merlo o proteger a otra persona?

Bora se detuvo ante la puerta y se inclinó para introducir la llave en la cerradura. Guidi reparó en las canas que salpicaban su pelo oscuro.

– Cuando lo averigüe, probablemente le relevarán del caso. Pero ¿Caruso es el único que podría tener interés en enredar las cosas?

La puerta se abrió a un recibidor pequeño y completamente oscuro. Guidi entró primero, con la linterna.

– Bueno, me viene a la mente el capitán Sutor. La trajo a casa aquella tarde y dice que la dejó en la puerta no más tarde de las siete y cuarto. Sin embargo, he hablado con un testigo, un oficial de la Polizia dell'Africa, que recuerda haber visto un coche con matrícula alemana aparcado junto a la acera al menos hasta las ocho menos veinte. Así pues, en teoría Sutor podía estar por la zona cuando Magda murió.

Excepto el recibidor, todas las habitaciones del apartamento estaban llenas de cajas casi hasta el techo. Guidi oyó a Bora trastear a la débil luz de su propia linterna y decir:

– Da por supuesto que ese coche era de Sutor. Recuerde que aquella tarde había una fiesta en el edificio, a la que asistían alemanes. Además, Sutor se ofreció a hablar con usted voluntariamente, incluso insistió.

– El capitán sabe que no puedo comprobar su coartada aunque quiera, mayor. El caso es que él y Merlo estaban por el barrio. Las pruebas pudieron ser eliminadas por las SS o por la oficina del doctor Caruso. Dígame, ¿sabe lo que hay en estas cajas? -preguntó Guidi, y Bora le mostró libros de contabilidad en blanco, resmas de papel de escribir, sobres-. ¿Alguien está cubriendo a Sutor, o protegiendo su inocencia, y haciendo lo contrario con Merlo? No se practicó a la víctima ninguna prueba de alcoholemia ni toxicológica, de modo que no sabemos si Magda estaba borracha o drogada, y mucho menos si era una suicida. Aceptaría continuar investigando y planteando las preguntas para las cuales no tengo respuesta, pero me presionan para que cierre el caso.

– Si lo desea, puedo vérmelas con Caruso.

– ¿Y también con las SS, que puede que estén detrás de él?

Bora no respondió y devolvió el material de oficina a las cajas. Fueron de habitación en habitación y de un apartamento deshabitado a otro, y en todos había montones de artículos de escritorio sin usar, los suficientes para más de un siglo de burocracia. En el último apartamento (el 7B) encontraron más de lo mismo, pero desde la cocina Bora exclamó:

– ¿Qué es esto? Enfoque aquí, Guidi.

El inspector lo hizo. La unión de los haces de ambas linternas reveló qué había pisado Bora: migas y cortezas de pan, y un corazón de manzana seco. El espacio era pequeño, no más de dos metros por uno y medio, un hueco entre las cajas, que Guidi examinó de rodillas. Se habían cuidado de no abrir las ventanas, pero ahora el inspector fue hasta la pila de cajas que tapaban la de la cocina, las quitó y abrió los postigos. Aparecieron pocas pruebas más: restos de cenizas en que había quedado impresa una pisada, pelusa de una manta. Guidi lo examinó todo y recogió cada material en un sobre de los que Bora le tendía.

Después se sentaron en el coche del alemán para hablar del hallazgo.

– Aunque no nos apresuremos a sacar conclusiones, mayor, debemos admitir que es muy extraño que alguien se pusiera a merendar en un apartamento vacío perteneciente al ejército alemán, y en el mismo edificio donde se produjo una muerte.

Bora observó que Guidi sacaba una cajetilla casi vacía de Serraglio y se apresuró a ofrecerle sus Chesterfield.

– Me costó mucho conseguir que el jefe del Servicio de Suministros me entregara las llaves. Me hizo firmar y me dijo que desde mediados de octubre no se abría ningún apartamento. Supongamos que alguien se coló en el siete B. ¿Está relacionado este hecho con la muerte? ¿Un criminal que acecha a su víctima, en un edificio propiedad de los alemanes, dejaría huellas de su paso?

– No, a menos que se viera obligado a salir precipitadamente. -Guidi aceptó el cigarrillo, más largo que los Serraglio, y lo colocó en su cajetilla para fumarlo más tarde-. Pediré que analicen estos restos, a ver si nos dan alguna pista.

Bora encendió un Chesterfield.

– Puede que no tenga nada que ver, pero resulta que el hombre del frente griego no murió en el campo de batalla. Si desapareció fue porque desertó. Me lo han confirmado fuentes fidedignas de Berlín. Por supuesto, no se sabe dónde pudo acabar, ni siquiera si sigue vivo, duda que estaría fuera de lugar si hubiera caído en nuestras manos después de su hazaña.

Por la acera, justo en el sitio donde Magda Reiner había caído, pasaba una joven bien vestida y con un ramo de hojas verdes. Ninguno de los dos hombres se interesó en ella, pero la siguieron con la vista mientras hablaban. Para Guidi, que desde el beso de Francesca se sentía flotar en una nube, todas las cosas estaban pervertidas por su creciente interés en la chica. Observó la mano de Bora en el volante, con la alianza en el dedo, pensó en lo que significaba, y la pregunta surgió sola.

– ¿Puede aconsejarme sobre un tema completamente distinto, mayor?

– Desde luego.

– ¿Qué…? Bueno… ¿Cuánta compostura considera conveniente mantener en una relación?

Bora no se mostró sorprendido o supo ocultar bien su sorpresa. Apagó el cigarrillo a medio fumar.

– Eso depende de las personas implicadas. ¿Los dos son libres para seguir adelante?

– Posiblemente. La conozco desde hace poco, pero sé que no está casada.

– Bien. La siguiente pregunta es si ella está interesada.

– Eso creo. -Como Guidi interpretó que la expresión de Bora traslucía cierta curiosidad por haberle elegido como consejero, juzgó oportuno añadir-: Puesto que lleva usted años casado, mayor…

– Además sé cómo es la educación católica.

– Le aseguro que no es tanto una cuestión religiosa como de seguridad en mí mismo. Soy un hombre tímido, como habrá observado. -Guidi se sonrojó pero, como Bora seguía impertérrito, haciendo girar lentamente con el pulgar el anillo de oro en su dedo, siguió adelante-. Ella es muy decidida, pero no sé si está demasiado interesada en mí. En ciertos aspectos es muy temperamental, pero sé que también es frágil. Nuestras conversaciones son superficiales, pero entre ambos se desarrolla otro diálogo al mismo tiempo. Creo que sabe a qué me refiero: movimientos, un cambio de expresión… Lo noto, aunque no sé de qué se trata.

– ¿Está enamorado de ella?

– No lo sé. Por cierto, está embarazada.

Esta vez Bora tardó en reaccionar.

– ¿Y quiere que le diga si puede hacerle el amor? Le agradezco que juzgue relevante mi opinión.

– Usted está casado…

– Guidi, mi esposa me ha abandonado -repuso Bora con tono afable, con un comedimiento cortés más que con el deseo de despertar compasión-. Se ha equivocado al confiar en mi consejo.

La noticia pilló desprevenido a Guidi. De repente se sintió muy avergonzado por haber envidiado a Bora durante las semanas anteriores.

– Mayor, no lo sabía.

– No importa. Tengo que hacerme a la idea. En cuanto a usted, ¿por qué no se lo pregunta a ella? Una mujer decidida le dirá lo que siente… si usted quiere oírlo, claro.

Se miraron a la cara, de pronto sin fingimientos; por una vez las diferencias entre ambos se habían limado, se habían hecho pequeñas, insignificantes. Bora fue el primero en bajar la vista, para proteger cierto espacio íntimo y lleno de pesar. Lentamente sacó un cigarrillo de la cajetilla y lo dejó sobre el salpicadero, como si no hubiese decidido qué hacer con él. Sólo cuando Guidi encendió una cerilla se lo colocó entre los labios e inhaló el humo.

– El jueves que viene se celebrará una recepción en el Excelsior -dijo-. Es una fiesta de oficiales y debería usted acudir. El general Westphal debería conocer al hombre que dirige la investigación del caso Reiner. Sería una influencia política positiva para usted, por si Caruso decidiera ponerle en un aprieto.

– Me da vergüenza decirle que quizá no disponga del atuendo adecuado, mayor…

– Últimamente he visto unas combinaciones de ropa muy curiosas, pero podemos hacer que abran alguna tienda; sólo tendría que elegir lo que quisiera y cogerlo.

– Lo dice como si no hubiera que pagar.

Guidi sonrió. En contraste, el semblante de Bora era serio tras la débil barrera del humo

– No tendrá que hacerlo. Dios sabe que los propietarios de esos comercios ya no necesitan el dinero.

***

9 DE MARZO

En los tres días siguientes hubo bombardeos diarios sobre Berlín. El primer objetivo fueron las fábricas textiles del sudoeste del Gran Berlín, y el lunes (Westphal había partido en avión para reunirse con Hitler aquel día) mil cuatrocientos aviones atacaron la ciudad. El martes, las cocheras ferroviarias romanas fueron de nuevo bombardeas y los barrios populares al otro lado del Tíber sufrieron graves desperfectos. El cardenal Hohmann telefoneó al Flora para quejarse por la falta de una defensa aérea adecuada. Bora atendió la llamada.

– La iglesia de San Jerónimo ha quedado derruida, y no hablemos del sufrimiento de los cientos de personas que se han visto arrojadas a las calles. ¿Qué se hará con respecto a esto, mayor?

– No lo sé -respondió el oficial alemán-. ¿Qué se hará con las catacumbas de Priscila?

La referencia indirecta al lugar donde mucha gente se escondía puso fin a la conversación.

El miércoles se ejecutó a diez rehenes como represalia por el ataque a un depósito de gasolina, y Hohmann volvió a llamar. De nuevo Bora le dijo que no sabía nada y le aconsejó que se pusiera en contacto con la Gestapo.

Cuando llegó el jueves Guidi ya había conseguido un traje. No en un comercio judío, como había propuesto Bora, sino en una tiendecita de segunda mano. Era un traje negro y lúgubre, y las mangas le quedaban tan largas que la signora Carmela tuvo que meterle los puños. Esta le comentó que con él parecía un enterrador y que daba mala suerte ir de negro a una fiesta.

A aquella hora el Excelsior -una mole rematada con torreones- parecía la proa ornamentada de un enorme buque a punto de ser botado, tan grande que su casco quedaba sumergido en la oscuridad. Había coches aparcados a lo largo de via Veneto y via Boncompagni, una verdadera exposición de matrículas diplomáticas, chóferes con librea y uniformes militares. La seguridad era total. Bora, que se reunió con un encandilado Guidi en la entrada, estaba impresionante con su uniforme y un verdadero desplieguede galones, medallas e insignias en la pechera derecha de la guerrera. Guidi señaló la Cruz de Caballero y el alemán se limitó a decir:

– Era de esperar. Supongo que es lo único que merezco.

En el vestíbulo que había más allá del mostrador de recepción, Bora juzgó de una sola mirada la importancia de la fiesta, que comunicó a Guidi. Allí estaban Maelzer, Westphal, Dollmann, Kappler, Sutor, oficiales de la Luftwaffe, de las SS, fascistas, diplomáticos, algunos prelados y muchos civiles. Borromeo destacaba entre la multitud de trajes de gala como un príncipe renacentista mientras charlaba con las damas desplegando su impenitente encanto. Bora saludó a sus superiores y presentó a Guidi, a quien Maelzer prestó poca atención; en cambio, Westphal lo miró de arriba abajo. El inspector italiano estaba impresionado por el rango y la belleza de los presentes. Las mujeres le parecían inalcanzables y ajenas, una raza diferente de las grises amas de casa que esperaban horas y horas en la calle para llenar un cubo de agua en la fuente. Con cualquiera de aquellos vestidos Francesca habría refulgido como una princesa. La mayoría de los italianos radicales lucía el uniforme del partido y Bora le presentó a aquellos que conocía. Guidi se alegraba de que no hubiesen asistido ni Caruso ni Merlo.

Se dio cuenta de que Bora estaba en su ambiente. El mayor se movía igual que en otros lugares, con cautela, pero también con una actitud confiada. Fueron de grupo en grupo y no tardaron mucho en llegar a Dollmann, cuya leve sonrisa le estiraba los labios más que separarlos.

– Encantado de conocerle, inspector -saludó el SS en italiano, y de inmediato desvió la vista hacia Bora-. Me alegro de que el mayor le haya traído como invitado. No deje que nuestra chatarra le intimide, somos bastante cordiales debajo de todas las águilas y los galones.

A continuación Dollmann empezó a preguntarle por su trabajo con tal afabilidad que Guidi se sintió tentado de creer que le interesaba de verdad.

Bora se había alejado y caminaba por la sala. Con un movimiento de la cabeza saludó a Kappler, que hablaba con un colega y le hizo un breve gesto para que se detuviera.

– Querría hablar con usted, mayor Bora. -Cuando éste se acercó con semblante inexpresivo, añadió-: Creo que tuvo usted escaso éxito con Foa.

– No tuve ningún éxito.

– Ya le dije que es un agitador. -Rozando la provocación, aunque sin caer en ella de forma flagrante, Kappler miró a Guidi-. ¿Quién es ese hombre que ha venido con usted? Ah. Ya lo sé. Sutor me ha hablado de él. ¿Es bueno?

– Creo que sí.

Mientras tanto, Dollmann decía a Guidi, que parecía tan incómodo como se sentía:

– Hay gente de lo más variopinto esta noche. ¿Se da cuenta de que puede haber miembros de la resistencia y agentes extranjeros entre nosotros, comiéndose nuestros pasteles y espiándonos con toda frescura? -Soltó una carcajada de desprecio-. Sí, no me extrañaría que se atrevieran. Yo siempre estoy alerta, pero ¿quién sabe? Por eso me gusta Roma. La intriga es espléndida.

A su debido tiempo Bora se acercó al cardenal Borromeo, junto al cual se encontraba la esposa de un diplomático estadounidense, «actualmente fuera de Roma». Ya se había percatado desde lejos de que el vestido que lucía era de una sencillez exquisita, un conjunto de color hueso y líneas rectas. Ahora se fijó en que no llevaba joyas, sólo una fina cadena de oro. Su rostro era juvenil y anglosajón, de expresión franca, terso y atractivo. Con su mal inglés, Borromeo se la presentó como la «signora Moorfi», y Bora se inclinó para besarle la mano sin darse cuenta de que Dollmann había aparecido por atrás y se dirigía a la mujer.

– El mayor Martin-Heinz Douglas freiherr Von Bora, señora Murphy. Mayor, la señora Murphy, Carroll de soltera, de Baltimore, cuyo marido es agregado de la embajada en la Santa Sede. El mayor es un héroe del frente ruso, señora Murphy. Su especialidad son las operaciones contra la resistencia.

Al levantar la vista de la mano de la mujer, Bora vio que su expresión se volvía fría, pero de nada servía enfadarse con Dollmann por haber frustrado sus posibilidades de diálogo. Una vez causado el daño, el coronel se alejó. La señora Murphy retiró la mano y lacolocó sobre el codo izquierdo como si quisiera crear con el brazo una barrera entre ambos.

– Y bien, mayor, ¿no tiene usted ninguna virtud?

El no esperaba la pregunta. La primera respuesta que le vino a la mente fue:

– Me gustan los niños.

– Ah. ¿En qué sentido?

– En el buen sentido, madam. Me gustaría tener hijos.

Como todavía llevaba la alianza de boda, pensó que podía decirlo sin parecer atrevido. El hecho de que ella casi se sintiera tentada de sonreír al oír el tratamiento británico hizo que Bora se relajase. Separó un poco las piernas y se distendió, pero sin resultar insolente.

– Habla inglés muy bien. La mayoría de los alemanes tiene un acento espantoso.

Bora rió y dijo:

– Nací en Edimburgo. Mi abuela era escocesa.

Ella sonrió en esta ocasión, cosa que él encontró tan seductora que la sangre se le aceleró.

– Voy a menudo al Vaticano -añadió el oficial-. Lamento no haberla visto allí.

La señora Murphy bajó prudentemente la mirada hacia la insignia dorada que él llevaba en el pecho, con unas serpientes enroscadas y atravesadas por una espada dentro de una calavera.

– Difícilmente podía verme. No me gustan las reuniones de militares. La única razón por la que estoy hablando con usted es que el cardenal Borromeo le tiene en gran estima. Me ha comentado su generosidad con los prisioneros heridos.

– Estoy en deuda con el cardenal -afirmó Bora con sinceridad. Pocas veces se había sentido tan atraído como ahora por una mujer. Casi se había olvidado de Dollmann, Guidi y la fiesta. Estar a su lado era maravilloso. Maravilloso. Pensaba que no sería capaz de retroceder hasta un estadio de placer tan elemental sólo por la proximidad de alguien.

– ¿Qué tal se encuentra en Roma?

– Pues de ninguna forma. Vivo en Ciudad del Vaticano. Ustedes tienen Roma… ¿Sabe cuánto disfrutarían muchos niños, ya que al parecer le gustan tanto, con las exquisiteces que hay esta noche en las mesas?

– Damos según nuestras posibilidades, madam. Además, no son caramelos lo que lanzan sus compatriotas.

Ella lo observó y él pensó que vislumbraría el nudo de inseguridad y dolor que tenía en su interior. La miró a su vez con su franqueza habitual, pero con cierto esfuerzo. Ella se sentía halagada por su mirada, de eso estaba seguro. Sin ternura, sus labios le interrogaban, formulaban a propósito preguntas banales que él respondía con cautela. Pero Bora sí sentía ternura, además de la necesidad impulsiva de ganarse su aprecio.

– ¿Qué más piensa de mis compatriotas, mayor?

– Encuentro superficiales a los hombres, pero admiro a las mujeres.

– A mí no me gustan los hombres alemanes.

– Eso es algo que debo lamentar, madam.

Sólo cuando Borromeo recuperó su lugar junto a ella y reanudó la conversación, Bora pidió permiso para retirarse y continuó de mala gana su ronda por el vestíbulo.

Dollmann se llevó a la boca un canapé de mantequilla y le comentó con toda naturalidad:

– Está usted excitado. -Al ver su expresión de asombro añadió-: Pero no se nota, se lo aseguro. -Recorrió con la mirada el uniforme de Bora de forma inocente y franca-. ¿Le gusta esa mujer?

– Mucho.

El coronel miró hacia donde la señora Murphy hablaba con otras damas del cuerpo diplomático.

– Es inexpugnable.

Bora bebió un largo trago de agua mineral.

– Eso la honra -repuso.

– ¡Es usted un hombre admirable!

– O un idiota.

– No, no. De buena ley, ésa es la expresión.

– Pues de poco me sirve, coronel. Cuando la virtud tiene en sí misma su propia recompensa, es que uno se está haciendo viejo.

– ¿Ha aceptado su ofrecimiento de llevarla a casa en coche?

– ¿Cómo sabe que se lo he preguntado?

– He pensado que lo haría.

– No ha aceptado.

– Qué lástima. Cuando acabe la fiesta yo llevaré a su secretaria, si no está usted interesado. Pobre chica, sólo tiene ojos para usted, pero me temo que al final accederá a contentarse con menos. -Al advertir que Bora miraba discretamente a Guidi para ver cómo se desenvolvía, agregó-: Me cae bien su colega, ese tal Guidi. Un buen tipo. ¿Se lleva bien con él?

– Sí y no. Somos muy distintos.

– Eso es culpa suya, si lo piensa bien. Es peligroso buscar un hermano.

Bora encajó el golpe, pero no bien. Había bajado las defensas mientras hablaba con la señora Murphy y ahora intentaba reconstruirlas a toda prisa, pero no con la rapidez suficiente para contestar a Dollmann. Cuando hubo recuperado la compostura, Egon Sutor, ya borracho, se acercó lentamente con otro oficial de las SS llamado Priebke.

– ¿Se divierte, mayor, o todavía está con el rabo entre las piernas?

Bora sonrió ante el doble sentido de las palabras.

– Este es un mundo muy duro, capitán Sutor.

– ¿Y qué va a hacer, dejar que siga colgando?

– La alternativa es enderezarlo. Pero ya sabe que el perro que mueve la cola se delata.

– Es un buen tipo, ¿verdad? -Sutor se volvió hacia Priebke-. No suda, no se emborracha y es fiel a su esposa, de la que está separado. Sería aburridísimo si no fuera porque es un hijo de puta en el campo de batalla, y eso que va a misa cada domingo.

Priebke esbozó una ancha sonrisa.

– Veo que ha traído a su perro policía, mayor. ¿Es para que le haga compañía o por seguridad?

– Me sobraba una invitación.

– Es el que investiga lo de Magda -explicó Sutor-. Me preguntó cosas de ella. Como si tuviera que hablar con un asqueroso italiano de las mujeres que me he follado. ¿Qué tal van las pesquisas, mayor Bora?

– Tendrá que preguntarle al perro.

En un rincón, Guidi no daba crédito a sus ojos. Mejor vestido que de costumbre, con su rebelde cabello negro bien peinado hacia atrás y su atractivo perfil recortado contra el espacio blanco de una cortina corrida, Antonio Rau conversaba de pie junto a la mesa de los canapés. Un alud de pensamientos atascó la mente de Guidi y sólo uno se salvó del atolladero: Francesca corría un grave peligro si Rau trabajaba para los alemanes. Enseguida desechó la idea de preguntar a Bora por él. Como Dollmann estaba a su lado, mirando melindrosamente los dulces que traían en una bandeja, se volvió y reanudó la conversación con él. Al cabo de un rato le preguntó:

– ¿Quién es el oficial que está hablando con ese hombre de cabello oscuro? -Así se acercaba al tema indirectamente-. Me parece que he visto su foto en alguna parte.

Dollmann miró al militar.

– Lo dudo. No es más que un oficial de enlace, trabaja en una de nuestras oficinas. Se llama Gephardt. Y está hablando con uno de nuestros traductores de italiano.

«Ah, conque a eso se dedica Rau», pensó Guido, intentando disimular su ansiedad.

– Creía que con intérpretes tan buenos como usted su ejército no necesitaría la ayuda de ningún traductor.

– Yo no hago trabajos menores. Supongo que ustedes también tienen gente que escribe mensajes y avisos para la población en italiano sencillo. ¿Ve a aquella chica de rojo? Es la secretaria del mayor Bora.

– Tuve ocasión de verla en su despacho. Es muy guapa.

– ¿Verdad que sí? -Dollmann parecía hacerle preguntas irrelevantes, sin ninguna intención-. Es una lástima, pero no consigue interesar al bueno del mayor. Como sabe, es un buen partido. -Picado por la curiosidad, Guidi siguió la mirada de admiración que Dollmann dirigió a Bora-. Y muy simpático.

Junto a la mesa de los canapés, Rau había visto a Guidi, pero continuaba charlando. Cada vez que el inspector se arriesgaba aobservarlo, recibía a cambio una atenta mirada por parte del otro. Llevaban un rato observándose mutuamente cuando Bora se acercó a Guidi.

– ¿Qué le parece la fiesta? -A diferencia de Dollmann, Bora nunca se prestaba a facilitar información y sus preguntas tenían siempre una intención.

– Jamás había visto a tantos oficiales de las SS juntos. El coronel Dollmann dice que puede haber espías, agentes enemigos e incluso algún aprovechado entre nosotros.

– Es posible.

Guidi observó que Bora llevaba en la mano un vaso lleno para evitar que le diesen bebidas que no deseaba. A él le habían cambiado tres o cuatro veces la copa y empezaba a sentir el efecto agradable pero peligroso del alcohol, que podía llevarle a bajar la guardia. Cuando miró de nuevo hacia la mesa, Rau ya no estaba.

– ¿A quién busca? -inquirió Bora-. Está inspeccionando toda la sala.

– ¿Yo? No, mayor. Es que soy un poco cateto.

Guidi se sintió pronto aliviado al ver que Rau seguía en la fiesta. Ahora se movía entre los grupos de invitados italianos. Unos pasos más allá, Bora se reunió con la elegante mujer a quien Guidi había visto que se acercaba antes. Fuera lo que fuese lo que le decía, ella le escuchaba con expresión escéptica, aunque al mismo tiempo parecía querer sonreír.

Momentos después se fue la luz, pero los candelabros ya tenían velas y de inmediato unos criados las encendieron. A su tenue luz, las calaveras de las condecoraciones y el brillo de las botas y los cinturones resultaban siniestros. Bora continuaba hablando con la señora Murphy y Dollmann se había vuelto hacia otro grupo. Rau conversaba con un civil gordo, cada uno con un plato de comida en la mano. El general Maelzer se servía una copa y Westphal observaba a Guidi, lo que causaba cierta desazón a éste, puesto que no podía comunicarse con él de un modo inteligible.

Después de la fiesta Rau se marchó solo, lo que significaba que tenía el privilegio de un salvoconducto. Guidi lamentó no haber llevado su propio coche, que le habría permitido seguirlo. Frente a él en el vestíbulo, unos minutos más tarde, con aire despreocupado Bora se ponía el guante en la mano derecha con ayuda de los dientes.

– Vamos a dar un paseo, Guidi. Necesita despejarse. Y yo también, y eso que no me he emborrachado.

Pronto Bora caminaba delante de Guidi por via Veneto, que por la noche parecía un canal bordeado de grandes edificios, árboles y jardines frondosos.

– ¿Qué hay de los restos que encontramos? No los ha mencionado ni una sola vez esta noche. -Al no obtener respuesta se volvió hacia Guidi. A la luz de la luna, en el aire frío su respiración formaba impacientes nubes de vapor en torno a su figura uniformada-. ¿Y bien?

– Nada, mayor. Los envié a la Questura Centrale y se ve que se han perdido. Mañana hablaré del tema con Caruso y es muy posible que me aparte del caso.

Bora sonrió y Guidi comprendió por qué las mujeres le encontraban «encantador», como había dicho Dollmann.

– Caruso no pinta nada -dijo con tono poco amistoso-, y tendré que recordárselo.

– Es el jefe de la policía, mayor.

– Porque nosotros queremos. Por cortesía nuestra. Tendrá que vérselas conmigo y no hay más que hablar. No me irrite, Guidi. ¿Por qué se niega a recibir ayuda?

– Por el mismo motivo que usted.

– Se equivoca. -Bora se detuvo en la acera, y Guidi también-. Yo acepto la ayuda de algunas personas. Mis heridas me han enseñado a ser humilde. No me gusta, pero he aprendido. No podía ser de otro modo, ya que una monja me ayudaba a hacer mis necesidades cuando estaba demasiado débil para tenerme en pie. Podría haberme muerto de vergüenza, pero en lugar de eso pensaba: «Es una monja, y mira lo que está haciendo.» No; hay un momento en que se debe aceptar que te echen una mano.

»Cambiando de tema, no crea nada de lo que haya podido decirle el capitán Sutor esta noche. Me ha dado la impresión de que no se tomaba demasiado en serio su conversación con usted.

Guidi se aflojó la corbata.

– Voy un paso por delante de usted, mayor. Sospecho que el capitán Sutor se encontraba en la habitación de Magda la tarde que murió. ¿Por qué, si no, estaba tan impaciente por hablar de ella conmigo? No era sospechoso y sin embargo, como usted mismo dijo, se ofreció a hablar. Reconozco que he perdido algunas pruebas por culpa de las maquinaciones de Caruso, pero los últimos tres días no he estado cruzado de brazos. He seguido la pista de un invitado más a la fiesta de aquella tarde, un italiano. Al parecer llegó tarde y, como había electricidad, subió en el ascensor. Con las prisas se equivocó y bajó en el cuarto, en lugar del tercero. Aunque no dobló el recodo del pasillo para ver qué pasaba, oyó una violenta discusión entre un hombre y una mujer que hablaban alemán. Eso fue a las siete cuarenta. No sé qué opinará usted, pero yo creo que Sutor estaba en el edificio justo antes de que Magda muriese.

Dejaron de formarse rápidas nubes de vaho ante la cara de Bora, por lo que el inspector dedujo que debía de contener el aliento. El alemán no dijo nada. Guidi miró el enorme vacío oscuro de la calle. Olió el gélido aire nocturno.

– Así pues -prosiguió-, comprenderá que quizá Caruso esté trabajando para los alemanes y su intervención, mayor Bora, tal vez contribuya a empeorar las cosas. No puedo probar que Sutor matara a Magda Reiner, pero han tendido una trampa a Merlo para incriminarlo… de eso estoy seguro. Es posible que usted no sea más que un títere, como yo mismo, y puede ser que su propia gente esté detrás de todo esto. No voy a ayudar a condenar a un hombre inocente y, ocurra lo que ocurra, continuaré investigando la muerte de esa mujer hasta que el resultado me satisfaga.

– ¿Y qué me dice del hombre que se escondía tres pisos más arriba del apartamento de Magda Reiner?

– ¿Qué quiere que le diga, suponiendo que fuese un hombre? Desde que estoy en Roma me han hablado de espías e informantes escondidos por todas partes, ¡incluso en las fiestas elegantes!

De nuevo Bora se quedó callado. Había escuchado las palabras de Guidi sin exteriorizar frustración ni resentimiento. Ahora caminaba junto a él pero casi en el borde de la acera, junto a la calzada. El cielo nocturno parecía interesarle mucho más que lo que el inspector le había dicho.

– Es Capela -dijo señalando una estrella-. La Cabra, en la constelación del Auriga. Una estrella preciosa, ¿no le parece? Se encuentra tan lejos que la luz que vemos ahora mismo fue emitida cuando mi madre tenía siete años. Y la luz que despide ahora la veremos cuando tengamos setenta y dos. -Soltó una risa apagada, cordial-. Cuando usted tenga setenta y dos, vamos. Yo no apostaría por Martin Bora. -La estrella parecía sola en una oscura y vacía región del firmamento-. Es mejor tenerme como amigo que como enemigo, Guidi.

– Probablemente lo mismo pueda decirse de casi todo el mundo.

– Algunas personas se crean enemigos inútiles.

– Algunas circunstancias hacen inútiles los amigos.

Bora se levantó el cuello del gabán para protegerse del viento nocturno.

– ¿Se refiere a la guerra? La diferencia entre nosotros es que usted no la ve como una contingencia.

Guidi ignoraba por qué estaba enfadado con Bora. Sólo sabía que no quería que conociese a Francesca ni que tuviese nada que ver con ella. Temía por la joven, aunque aparentemente no había motivo para preocuparse por Bora, que nunca invadía su intimidad. De quien debía preocuparse era de Rau. Y éste se codeaba con los amigos de Bora.

Siguieron andando. Bora sentía la dolorosa necesidad de compartir la angustia que lo acosaba, pero se contuvo. Porque no se podía o no se debía hacer, lo que venía a ser lo mismo. Caminaba junto a Guidi oyendo el sonido de sus propios pasos, pasos que se hacían más regulares a medida que la pierna sanaba de nuevo, y Bora volvía a sentir la misma fuerza de antes, pero casi neurótica por haberse visto interrumpida, una gran cantidad de energía vengativa, física e implacable. La acompañaba la sensación de virilidad, le quisiera o no Dikta, la esperanza de que, como la guerra, después de todo, ella sólo fuese algo circunstancial para él y no la necesitase.

Sin embargo, la estructura interior era débil, delgada. Los apoyos que la sustentaban no resistirían. Y la mujer americana de aquella noche… Se había sentido atraído por ella de una forma irresponsable, seguramente ella lo había notado pero había decidido no usarlo contra él, compasiva como son a veces las mujeres buenas. Bora se lo agradecía. Todavía sentía en la boca el sonido blando y líquido del idioma inglés, como un caramelo que se deshiciera lentamente, sabroso, balsámico, refrescante.

– Me han ascendido a teniente coronel -dijo como si tal cosa.

– Felicidades.

– Gracias. Añadiré una tachuela al galón del hombro el primero de junio.

Guidi caminaba con las manos hundidas en los bolsillos, sumido en sus pensamientos, que Bora desconocía, aunque tenía una mente perspicaz y percibía cosas y estados de ánimo; al final siempre los rechazaba y por eso su esposa podía decirle: «¿No lo sabías?», o «Tendrías que haberlo comprendido, eres un hombre inteligente», como si la inteligencia tuviese algo que ver con el conocimiento tal como él lo experimentaba la mayor parte del tiempo, lo aceptase o no. A veces le parecía que el mundo era espeso y él muy fino, transparente, y que atravesaba la realidad como una aguja de cristal penetra en una madera gruesa y porosa que se resiste pero al final cede.

Quizá fuese significativo que, desde que Dollmann le preguntó si tenía pesadillas («No con la guerra de guerrillas», respondió), éstas lo acosasen casi todas las noches. El animal desconocido lo perseguía incansablemente. Incluso ahora, mientras caminaban por la ciudad (la luna llena se había elevado por encima de los tejados y borraba las estrellas, las sombras se alargaban y desenrollaban alfombras ante ellos), veía el siniestro triángulo del timón del avión y la pesadilla era no llegar a él, sabedor de lo que había allí. Era impensable compartir con Guidi lo que tenía en el corazón.

* * *

10 DE MARZO

– Si hubieras estado en casa ayer, te lo habría dado.

Francesca miró el paquete plano que Guidi tenía en las manos.

– ¿Por qué? ¿Qué pasaba ayer?

– Que era tu santo.

– ¿Ah, sí? -Ella cogió el regalo y empezó a abrirlo, sonriendo al principio, pero sólo hasta que vio lo que contenía. Entonces se puso seria-. Medias de seda. Dios mío, ¿son unas medias de seda?

Guidi, que se había gastado una fortuna en ellas, y para colmo las había comprado en el mercado negro, dijo:

– Espero que no te parezca un regalo demasiado personal. -Sin embargo, deseaba que lo tomara como un regalo personal.

Francesca se chupó las uñas para humedecer las ásperas cutículas antes de deslizar la mano derecha en el interior de uno de los delicados tubos tejidos.

– Son preciosas.

Era viernes por la mañana y estaban solos en el apartamento. Los Maiuli habían ido al hospital de San Giovanni a visitar a un conocido que había resultado herido en uno de los ataques aéreos recientes. Las ventanas seguían vibrando mientras se bombardeaban las distantes cocheras ferroviarias. Guidi, que quería alertar a Francesca sobre Rau sin estropear aquel momento, permaneció de pie en medio de la cocina, indeciso. Ella interpretó que su actitud se debía a otro motivo.

– Está bien -dijo, y le besó menos precipitadamente que la otra vez, pero fue un beso superficial, sin abrir los labios.

Guidi se lo devolvió de la misma forma y luego la besó más apasionadamente.

– ¡Vaya! ¿Te enseñaron a hacer esto en la escuela católica? -Me gustaría hacer el amor contigo, si quieres.

– Ya. ¿Y qué hay de mi amante?

– No tienes amante.

– Si tú lo dices. -Francesca devolvió las medias a su envoltorio-. Llegarás tarde al trabajo si no te das prisa.

Su falta de respuesta fue una irritante decepción para Guidi. -Mira -dijo dejando súbitamente a un lado la diplomacia-, ¿sabes que Rau se relaciona con los alemanes?

Una vez más, la respuesta de la joven lo sorprendió.

– Sí. Qué agallas tiene, ¿verdad? Me ha dicho que asistió a esa gran fiesta a la que fuiste anoche. Es sorprendente la cantidad de cosas de las que se entera escuchando. No te preocupes por él. No vendrá esta semana.

– ¿Ya ha recibido suficientes lecciones de latín?

– No vendrá, eso es todo.

En su despacho, Bora leía los informes sobre el ataque aéreo de tres días sobre Berlín. El tiempo en Roma había empeorado de repente y dudaba que los bombarderos atacaran la ciudad, pero los oía volar por encima, y la señora Murphy seguramente también los oiría desde el Vaticano, como una hermosa prisionera en un laberinto. ¿Tenía hijos? Debería habérselo preguntado. Sería maravilloso tener hijos con ella. Sólo de pensarlo se le estremecían el cuerpo y el alma. Entretanto, repasaba la terrible lista de pérdidas en Berlín. La fábrica de aviones de Daimler-Benz había volado, y también las oficinas de la Bosch. Leyó acerca de esos objetivos y de los secundarios preparándose para informar a Westphal.

El cuartel general fascista telefoneó para confirmar que el desfile de aquel día comenzaría en via Tomacelli. Sí, sabía dónde caía, y no, no pensaba asistir. No iría ningún alemán. ¿Podía enviar al menos a algún representante? No. No iría ningún alemán.

De hecho, Westphal le había indicado: «Evítelos como la peste.» Bora echó un vistazo al mapa de Roma colgado en la pared. Cada vez parecía más una isla, su contorno irregular se veía erosionado por los ataques diarios. Las antiguas carreteras que partían en abanico de la ciudad (Aurelia, Flaminia, Casia, Salaria, en el sentido de las agujas del reloj hacia las más meridionales, Appia y Ardeatina) podían volverse intransitables cualquier día. Y seguía la claustrofobia del ejército y las SS. Oyó que su secretaria entraba en la habitación contigua e iniciaba sus movimientos habituales de la mañana: se quitaba el abrigo, se acercaba al escritorio, apartaba la silla para ver qué órdenes le habían dejado, las leía.

Al poco apareció en la puerta del despacho y se puso firmes.

– ¿Por qué no se toma el día libre? -propuso Bora.

– ¿El día libre, mayor?

– Se lo merece. Tómeselo.

Ella dejó de nuevo los papeles en el escritorio.

– Gracias, mayor.

– Estaba usted muy guapa en la recepción.

Ella captó no sólo la cortesía de sus palabras, pero se limitó a decir:

– Gracias, señor.

Al poco llegó Westphal con un cigarrillo entre los labios y los periódicos bajo el brazo.

– ¿Adónde va su chica?

– Le he dado el día libre.

– ¿No se estará ablandando? -El general sonrió-. ¿Se acuesta con ella?

– No, señor.

– Era una broma. Como si hubiera motivos para bromear. Bueno, ¿qué pasa con Berlín? Creo que se me va a quitar el buen humor rápidamente.

Lo que ocurría en el despacho de Caruso podía suponerse por los gritos que de vez en cuando soltaba el anciano, los puñetazos que daba en el escritorio y el generoso uso que hacía de la palabra merda, en lo que parecía ya una verdadera diarrea de insultos.

Guidi aguantaba estoicamente el chaparrón. Dejó que la andanada se intensificara, luego menguase y por último desaguara en un albañal de gruñidos, preocupado tan sólo de que la saliva que rociaba el injurioso Caruso dejase manchitas en su informe mecanografiado.

– ¿Sabe lo que es esto? ¡Esto es una mierda! ¡Son enormes trozos de mierda que usted me da esperando que me los zampe! -El informe salió volando de su mano y aleteó como un pájaroherido hasta caer al suelo-. ¡Tiene al asesino, val) tiene! Las pruebas están ahí, si tiene ojos para verlas. ¿Qué Sra todas estas tonterías de «dudas razonables» y «posibilidad de culpables desconocidos»? ¿Quién va a tragarse esto?

– Los alemanes.

– ¡Los alemanes harán lo que yo les mande!

– Muy bien, doctor Caruso. El ayudante de cacáode Westphal vendrá a las diez.

Caruso tragó saliva, descompuesto por el desprecio.

– No lo recibiré. En cuanto a usted, le prohíboar prosiga la investigación. Fuera de mi despacho.

Guidi se agachó para a recuperar el informe yCaruso exclamó:

– ¡Déjelo! ¡Eso se queda aquí y no lo verá nadiemás que yo! ¡Irá a la basura, junto con usted!

Guidi dejó caer el informe.

– Si leyera algo más que la primera página, señor.comprendería por qué he solicitado más tiempo. Quiero encontrral asesino de Magda Reiner. Lo que todavía no acierto a entendees por qué se ha intentado incriminar a Merlo, pero lo averiguaré. -Como el jefe tenía el rostro congestionado, con las venas a purde reventar en las sienes, añadió-: Al final desvelar una posible onspiración es tan importante como averiguar cómo murió esa mujer. Si hace falta, estoy dispuesto a «incriminar a uno de los nuestros», como usted mismo dijo, doctor Caruso.

Sentado en la silla, silencioso e inmóvil, Caruso tenía los ojos hundidos bajo las cejas contraídas. La única señal deactividad en su cuerpo era el desplazamiento de rayita en rayita del manecilla de oro de su reloj de pulsera. Parecieron pasar horas antes de que dijera:

– Está despedido.

Tenía que haber dicho «suspendido», pero dijo despedido», como un jefe que se siente insultado. Mientras Guido se encaminaba hacia la puerta sin hacer comentario alguno, gruño:

– Ya le reemplazará algún otro. Fuera. Fuera. ¿Se cree usted muy listo? ¡No sabe lo listo que es!

En el despacho contiguo, los policías estaban callados y de pie detrás de sus escritorios. Cuando Guidi salió, le dedicaron un aplauso mudo, sin dejar que las palmas se encontraran.

Sabiendo que Bora no era alguien a quien pudiera negarse a recibir, Caruso se fue a casa a las nueve, indispuesto.

Para entonces Guidi ya estaba de vuelta en via Paganini. La frustración y la rabia se apoderaban de él con rapidez, mucho más intensas que si las hubiera descargado de algún modo durante la discusión. Le dolía la cabeza cuando entró en el apartamento, que estaba frío y silencioso. Los Maiuli no habían regresado. Desde sus urnas de cristal, los santos eran los únicos que le contemplaban. Probó a poner la radio, pero no había electricidad.

Cuanto más intentaba aplacar su rencor, más contrariado y vengativo se sentía, harto de su propia actitud. Le mortificaba que le hubiesen echado a gritos del despacho, como si su serenidad no sirviese de nada. Maldita sea, había vivido siempre así, sin meterse con nadie. Estaba harto de eso.

Era un día nublado, el pasillo estaba oscuro y sólo la puerta de Francesca, entreabierta, proporcionaba un poco de luz al fondo. «¿Estará en casa? -se preguntó-. ¿Y qué hace en casa?» Guidi se dirigió hacia allí y estuvo a punto de llamar, pero no lo hizo; empujó la puerta hacia dentro.

Francesca estaba sentada en la cama, su piel cetrina resaltada por la blancura de las sábanas, con el pecho desnudo, como ya la había visto una vez, aunque en esta ocasión tampoco llevaba braguitas. Sólo las medias de algodón, que enfundaban sus piernas hasta la mitad de los muslos. Sobre su carne pálida, el contraste de la prenda negra causó gran impresión en Guidi, al igual que el inesperado triángulo de vello oscuro entre las piernas, que el vientre, cada vez más hinchado, no escondía todavía, aunque pronto lo haría.

Francesca tenía la inmovilidad abstraída de la modelo que aparta su mente de las cuestiones más inmediatas, como su propia desnudez y el hecho de que la contemplen. La falta de emoción que acompañaba a la exhibición de su cuerpo fue quizá lo que infundió valor a Guidi, que empezó a desabrocharse la camisa contorpe energía. Cuando iba por la mitad, ella se echó hacia atrás con los codos apoyados en el colchón, de modo que su vientre quedó levantado y aplanado por la postura y se hizo más visible el triángulo oscuro entre sus muslos. Entonces Guidi se apresuró; se desabrochó los pantalones y se los quitó, luego se desprendió de los zapatos y los calcetines, y se quedó, largo, delgado y blanco, a los pies de la cama; su piel era como la cera de una vela, clara y lampiña, con un brillo opalescente a la luz. Por último se quitó los calzoncillos, que se habían tensado en torno a la turgente protuberancia de la entrepierna.

No habría soportado que Francesca se riese, mirase a otro lado o hiciese algo distinto de lo que hizo: colocar los pies enfundados en las medias sobre el borde de la cama y separar las rodillas como un hermoso animal. Guidi se arrodilló entre ellas, pero estaba incómodo, de modo que la cogió por las caderas, la echó hacia atrás y se tendió encima. Tímido para usar las manos, intentó nerviosa y enérgicamente penetrarla embistiendo bajo el bulto de su vientre en la dirección correcta. Enseguida lo consiguió; le parecía que hacía muchísimo tiempo que no entraba en una mujer, y sin embargo todo resultaba de nuevo tan familiar que se deslizó rozando los costados del estrecho conducto hasta que estuvo dentro del todo. Cuando la penetró por completo, pudo cambiar el ángulo de los brazos y relajarse antes de empezar a moverse.

Los brazos de la joven formaban un círculo en torno a la cabeza y sus pechos eran grandes, con el pezón oscuro. El perfil de su rostro se dibujaba sobre la exuberante y lustrosa oscuridad de su cabello suelto. Guidi palpó la firmeza de sus senos y con los pulgares siguió la curva del cuerpo hasta las axilas, donde una mata de vello suave exhalaba un leve olor a vida. Entonces empezó a moverse y enseguida su cuerpo tembló y vibró sobre ella, dentro de ella; le susurró dulces palabras e intentó besarla, pero la joven no le dejó, aunque apretaba los muslos en torno a él para obligarlo a moverse mas deprisa. La sangre corrió por las venas de Guidi en frenéticas sacudidas y el placer empezó a llegarle en oleadas desde su vientre, por la frotación en el interior de ella, hasta que se puso tan rígido y duro que tuvo ganas de gritar. Y gritó por un momento, mientras daba frenéticas embestidas moviendo las nalgas, los muslos y la espalda arriba y abajo. Entonces sintió una nueva rigidez, la necesidad de volver a gritar, y arqueó la espalda e hincó las rodillas en el colchón y surgió el semen en chorros repetidos que le parecieron una gran descarga de fluido espeso, y después lo que había sido divino durante unos momentos lo abandonó. Se quedó quieto entre las piernas de ella, que también se relajó.

Su deseo enseguida cedió paso a una incomprensible pero imperiosa necesidad de llorar, de acompañar el vaciamiento del cuerpo con el del alma mediante las lágrimas, pero logró vencerla. Francesca se incorporó sobre los codos con una sonrisa que no era ni burlona ni de alegría… sólo de satisfacción de la carne. Con una palmadita en el hombro le indicó, amablemente pero sin darle alternativa:

– Ya puedes salir.

Una gran vergüenza invadió a Guidi, como Adán al descubrir su desnudez una vez despojado de toda divinidad, y sólo quedó la pálida flaccidez de la carne, que se deslizó fuera por sí sola y volvió a ser suya, unida a él de forma poco favorecedora como un apéndice, y eso fue todo. Se puso los calzoncillos, donde la humedad formó una mancha, mientras Francesca se sentaba y se limpiaba entre las piernas con la blusa, que a continuación arrojó a un rincón mientras preguntaba:

– ¿Qué hora es?

De vuelta de su inútil visita a la Questura Centrale, Bora estaba al teléfono cuando un ordenanza entró con la noticia de que los partisanos habían atacado el desfile fascista.

– ¿Han herido a Pizzirani? -Bora colgó el auricular.

– No, señor. No está claro qué ha pasado, pero el desfile se ha disuelto. La PAI se encuentra en el lugar y las SS están de camino. -Bueno, nosotros no podemos hacer nada. Informaré al generalWestphal.

Este lo había oído todo desde su despacho.

– ¡Menudos idiotas! ¡Lo sabía! -exclamó-. Sabía que se meterían en líos. ¡Espere a que se entere el general Maelzer! Bora, póngase en contacto con Kappler para que le dé información de primera mano.

Bora marcó el número de via Tasso.

– Justamente estaba pensando en usted! -dijo Kappler-. ¿Ya está al corriente de lo de Pizzirani? No, sólo su ego ha quedado algo magullado, pero se han acabado las ceremonias. Ya lo sabíamos, ¿verdad? Desde luego, la guardia republicana cargó, pero fueron mis hombres los que cogieron a un puñado de sospechosos. Voy al lugar de los hechos para echar un vistazo. ¿Por qué no se reúne allí conmigo?

Via Tomacelli discurría recta hacia el puente de Cavour, pasado el cual se encontraba piazza Cavour, que se extendía al pie de la gigantesca y monstruosa tarta del palacio de justicia.

– Típico. -Kappler habló a Bora con el pie sobre el estribo de su coche, como un cazador pisando a su presa-. Granadas y algunos disparos, y se han largado. A los fascistas les ha entrado el pánico. A nosotros nunca nos habría ocurrido.

Bora acusó la indirecta.

– Permítame que disienta. Puede ocurrirnos a nosotros, aunque no hacemos desfiles. ¿Qué espera que le digan los arrestados?

– Quién sabe. Probablemente no tienen nada que ver con esto. El problema es que las clases altas de Roma apoyan abiertamente los atentados y actos de sabotaje.

– En ese caso no hacemos más que empeorar las cosas yendo a fiestas con ellos y brindando a su salud. Atrapar a los peces pequeños no nos lleva a ninguna parte.

– Vaya, gracias -replicó Kappler con acritud-. Y yo que pensaba que estaba haciendo un buen trabajo… Los mayores delincuentes son esos amigos suyos con faldas del Vaticano. Los atacantes podían haber ido tranquilamente andando hasta el castillo de Sant'Angelo desde donde estamos ahora.

– Los mayores delincuentes son nuestros compañeros de juergas y las mujeres que nos llevamos a la cama.

– Ah. En ese caso usted y el coronel Dollmann están a salvo.

De algún modo Bora consiguió no mostrarse ofendido.

– Pizzirani nos ha informado de que planea convocar otro acto en los alrededores el día veintitrés. Quiere celebrar el día de la Fundación del Fascismo al final de esta calle, en el teatro Adriano.

– Debe de estar loco; allí no hay seguridad.

– No se inquiete por eso, coronel. Deberíamos preocuparnos sólo de nosotros mismos. Dejemos que los fascistas vuelen en pedazos al otro lado del Tíber si son lo bastante idiotas para sentarse encima de las bombas.

Kappler se echó a reír.

– No puedo creer que sea el mismo hombre que sentía debilidad por Foa.

– No tengo nada en contra de él.

– Aparte de que es judío, supongo.

Bora no dijo nada. Miró hacia el otro lado del puente, donde la achaparrada estatua de Cavour se alzaba en su alto pedestal sobre un triste oasis de palmeras raquíticas.

Más tarde, se saltó la comida para dirigirse a Santa María de la Oración y Muerte, una siniestra iglesia al final de la vieja calle que confluía con via Giulia. El único motivo por el que acudió allí fue que era el aniversario de la muerte de su padre. No tenía intención de rezar ni de ver las reliquias de la antigua hermandad que en tiempos tuvo la misión de enterrar los cadáveres abandonados. Entró y salió de la misma forma que los visitantes de Roma, que se adentran en los templos y enseguida buscan de nuevo el exterior; el tiempo justo para aspirar el olor a incienso y yeso y sentir que han cumplido con su deber.

A continuación fue a casa de donna Maria, en via Monserrato. Si había algún lugar que en aquellos momentos pudiese considerar su hogar era aquel palazzetto, de estilo casi español por su entrada barroca y su balcón de hierro forjado, donde, desde que Bora recordaba, siempre había una adelfa en una maceta. Donna Maria, conun gato encaramado al hombro, lo vio desde la ventana del salón y dio unos golpecitos en el cristal con la empuñadura del bastón. Bora la saludó y entró.

– ¡Ma come, Martin! ¡Has encontrado flores en Roma, cuando la mayoría de la gente no encuentra ni nabos!

– Donna Maria, el día que no le traiga flores sabrá que algo malo pasa.

– Hace mucho tiempo que viste mis arriates en La Gaviota. Me temo que desde la temporada pasada sólo crecen flores silvestres.

– ¿Todavía va allí en verano?

La anciana se encogió de hombros.

– De vez en cuando, pero hace dos años que no voy. Las casas de campo son para amantes jóvenes que quieren escapar. Tuvo su momento, Martin. Todavía parece un hermoso pájaro blanco, con los versos de D'Annunzio sobre los días felices encima de la puerta. Pero él murió y yo soy vieja. -Con el rostro entre las flores miró tímidamente a Bora-. Quiero que tengas la llave.

Guidi estaba poniéndose los pantalones cuando la puerta principal se abrió y a continuación se oyó la voz chillona de la signora Carmela, que se quejaba a su marido de una cosa u otra. Se quedó helado. ¿Cómo no se le había ocurrido que volverían pronto? Por un momento fue incapaz de pensar en una forma de escapar.

– No digas nada -susurró Francesca, y a él le pareció notar cierta ironía compasiva en su tono.

La joven se puso el vestido de estar por casa y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Guidi la oyó explicar a los Maiuli que el inspector había pasado por allí (tenía que justificar la presencia del maletín en la mesa de la cocina) y se había marchado de nuevo; no volvería para comer y no debían preocuparse por él. Cuando regresó al dormitorio, limpió la sábana con una toallita húmeda.

– Puede que ellos sean tontos, pero la criada no -murmuró a Guidi, que permanecía de pie con aire avergonzado-. Ahora espera hasta que se echen la siesta y entonces finges que vienes de la calle. No se enterarán de nada.

El inspector se sentó en el silloncito del rincón sin decir palabra. El orgasmo y la escena con Caruso lo habían dejado agotado; además, se sentía humillado, en tanto que Francesca parecía tranquila e incluso divertida por las circunstancias mientras, con las piernas cruzadas sobre el lado seco de la cama, empezaba a leer un giallo, una novelita policiaca, sin mirarle siquiera.

Guidi la observó. Ahora todo era diferente y su rencor resultaba inútil. Ella lo tenía en sus manos. El se lo había permitido y ahora, escondido en su habitación, se daba cuenta de que Francesca lo tenía en sus manos en más de un sentido. Intentó sentirse enfadado, pero eso era también una farsa. Observó cómo pasaba las páginas tras humedecerse la punta del dedo con la lengua. El giallo se llamaba L'inafferrabile, un título que en cualquier otro momento le hubiese parecido risiblemente irónico. Necesitaba un cigarrillo, pero ella no fumaba y temía que los Maiuli oliesen el humo y sospechasen. Francesca, que nunca ayudaba en las tareas domésticas, parecía no reparar en el ruido que hacía la signora Carmela mientras preparaba la comida en la cocina. Lleno de odio hacia sí mismo, Guidi la observaba.

11 DE MARZO

El sábado por la mañana, Pompilia Marasca estaba sacando brillo a la aldaba de su puerta cuando Guidi salió del piso para comprar el periódico.

– ¿Hoy no trabaja, inspector?

El ni siquiera levantó la vista.

– Me he tomado el día libre.

– Vaya, en esa casa todo el mundo libra del trabajo. La signorina Lippi lleva diez días sin acudir a él.

Guidi se rindió y decidió seguirle la corriente.

– ¿Y usted cómo lo sabe?

– Fui a comprar unos sobres ayer y el dependiente de la tienda me lo dijo.

– Quizá tiene unos días de vacaciones. Pregúntele a ella.

La mujer pasó cariñosamente su mano grasienta sobre el llamador en forma de pera.

– Sí, seguro que es eso.

12 DE MARZO

Era una tarde lluviosa de domingo y se celebraba el aniversario de la coronación de Pío XII en la plaza de San Pedro. Maelzer había prohibido que los oficiales asistieran al acto y se habían apostado centinelas en los puentes para asegurar el cumplimiento de la orden. Bora, a quien habría encantado ver de nuevo a la señora Murphy, oía el discurso del Papa por la radio y se lo traducía a Westphal, así como los ocasionales lemas antialemanes que coreaban las tres mil personas congregadas. Cuando llegó un ordenanza para entregar uno de los folletos encontrados en la plaza, se lo tradujo también. Estaba firmado por el grupo comunista Unione e Libertà.

18 DE MARZO

A pesar del dolor en el brazo izquierdo, más agudo que de costumbre, Bora llevaba cinco horas trabajando cuando, antes del mediodía, sonó la alarma antiaérea. Westphal se hallaba en Soratte, y sobre el escritorio había pilas de informes relativos a la línea de Cassino, que se venía abajo. Como siempre, Bora se negó a salir de su despacho, pero pidió a su secretaria que se uniera a los demás en el refugio. Al otro lado de la puerta abierta ella levantó la vista de la máquina de escribir y dijo que se quedaba también. Las bombas cayeron muy cerca esta vez. El rugido de los motores y el estrépito de las explosiones hacían difícil identificar de dónde procedían. Bora suponía que el objetivo era la vía férrea del este, pero las cargas parecían explotar incluso fuera de ese perímetro, a no más de seiscientos metros de distancia. No había nada que hacer. Después de Aprilia tenía una visión más que fatalista de los ataques aéreos. Encendió un cigarrillo y continuó trabajando.

En un momento dado la jefatura del mando alemán pareció a punto de hundirse en sus propios cimientos. Ciudad abierta o no, Bora pensó que el Flora bien podía ser el siguiente objetivo de los bombarderos. Su secretaria entró, más pálida que serena, y se sentó al otro lado del escritorio. Bora le tendió un cigarrillo y, al ver que le temblaba demasiado la mano para prenderlo, se lo encendió. Permanecieron una hora sentados y luego (eran las doce y media) el ayudante de campo subió a la azotea para ver qué barrio habían atacado. Cuando volvió, Dollmann estaba en su despacho, con su aspecto impecable de siempre. Quitándose el abrigo, el SS preguntó:

– ¿Qué ha visto desde arriba?

– Hay una columna de humo negro hacia el este, fuera de Porta Pia. Parece que han atacado via Nomentana y los hospitales universitarios. Debemos organizar alguna ayuda.

Dollmann se quedó mirándolo.

– Lo único que podemos hacer por los romanos es abandonar Roma, y ahora mismo es imposible. De hecho han atacado via Messina, y también via Nomentana, piazza Galeno y al menos un ala entera del hospital policlínico de via Regina Margherita. Es un amasijo de cristales rotos y escombros, con tuberías de agua reventadas por todas partes. La gente que guardaba cola para comprar comida ha volado en pedazos. No sé cuántos heridos hay. Es lo peor que he presenciado en Roma. En los próximos días veremos numerosos desplazados por las calles. -Cerró suavemente la puerta del despacho con el pie-. En realidad he venido en misión caritativa. Voy a librar a su viejo amigo Foa de las garras de Kappler. Incluso las manos de Caruso son mejores en este caso. -Le guiñó un ojo sin simpatía alguna-. Ahora me debe una, mayor Bora.

***

20 DE MARZO

El lunes, cuando el jefe de policía menos lo esperaba, Bora entró en su despacho sin anunciarse con una copia del informe de Guidi en la mano.

– Ha llegado a oídos del general Westphal la minuciosidad con que su oficina está llevando a cabo la investigación de la muerte de nuestra compatriota Magda Reiner. Estoy aquí para expresar el agradecimiento del general al inspector Guidi por un trabajo bien hecho.

Caruso pareció tragar un trozo de comida repugnante.

– Esta visita inesperada, mayor… -empezó, pero la actitud de Bora le disuadió de continuar en aquel tono-. Lamento no poder compartir la opinión de su jefe -dijo-. He asignado el caso a otra persona. El inspector Guidi perdió algunas pistas importantes. Cometió graves descuidos. Estoy seguro de que ustedes quieren que se haga justicia, y se hará.

Bora sacó de su maletín la declaración escrita de Sciaba y, en lugar de entregársela, la colocó ante la cara de Caruso.

– Estamos totalmente de acuerdo. Por supuesto, cualquier fechoría cometida en el seno de la policía italiana hace que nos resulte imposible confiar en ninguno de sus miembros. Tengo órdenes de asumir de inmediato un papel más activo en la investigación. Por lo tanto, estoy aquí para recoger todas las pruebas y documentos del caso.

Caruso todavía estaba leyendo.

– ¿Qué es esto? -exclamó airado-. ¿Guidi ha ido a suplicar a su puerta?

– En absoluto. -Bora volvió a guardar el documento en el maletín-. No veo al inspector desde hace más de una semana. ¿Puede decirme dónde se encuentra?

– En su casa, supongo. Está suspendido.

– Comprendo. Queremos que se reincorpore.

Con su habitual bravuconería, Caruso dio una palmada en el escritorio.

– ¡Mire, mayor, yo tengo grado de general, y le recuerdo cuál es su posición!

– Mi posición es representar tanto al general Westphal como al mariscal de campo Kesselring, cuyos deseos he expresado. Si prefiere una orden directa, puedo conseguirla también. Por favor, sea tan amable de llamar al inspector Guidi para comunicarle su restitución, mientras yo me llevo todo el material del caso Reiner.

Caruso se puso en pie de un brinco.

– ¡Esto es un ultraje! ¡No se atreverá usted a tocar nuestros archivos!

– No. Tengo dos hombres fuera que lo harán por mí.

Momentos después, la signora Carmela anunciaba a Guidi que tenía una llamada.

– Es para usted.

La última voz que el inspector esperaba oír era la de Caruso. La penúltima, la de Bora, que le telefoneó al cabo de media hora para invitarlo a comer.

Guidi comprendió que era improbable que se tratase de una coincidencia.

– Mayor -dijo con irritación-, acaban de reintegrarme a mi puesto después de retirarme del caso. ¿Tiene usted algo que ver?

– Dios me libre. Sólo me ocupo de mis propios asuntos. Le llamo porque no me gusta comer solo.

Al final Guidi agradeció la invitación. En el Hotel d'Italia todas las demás mesas estaban ocupadas por hombres de uniforme. Bora se lo hizo notar amablemente.

– Espero que no le importe que hayamos quedado aquí, donde estoy en familia, por así decirlo. Corren tiempos difíciles y nosotros tenemos una desventaja con respecto a los romanos: nos bombardean desde abajo también.

El inspector se sentó tras echar una ojeada alrededor para ver si por casualidad Rau estaba allí. Tal como Francesca había dicho, el joven no se dejaba ver desde el día 10, cuando ocurrió el atentado en via Tomacelli. Prefería no sacar conclusiones de aquel hecho. Al otro lado de la mesa, Bora parecía tranquilo y descansado, perocuando el camarero sirvió las bebidas se tomó tres aspirinas con un vaso de agua.

– Tengo que decírselo, Guidi. Le veo distinto.

– ¿Ah, sí? -El inspector se avergonzó al oír aquellas palabras, pues pensó que Bora observaba en él una especie de alivio sexual-. No imagino el motivo.

– No lo sé. Parece preocupado. Caruso debió de hacerle pasar un mal trago.

Guidi se apresuró a asentir.

– No quería mostrarme tan brusco por teléfono, mayor. El caso es que mañana vuelvo a via Boccaccio. Pensé que usted tenía algo que ver con eso.

Bora repitió que no era así. Sin embargo, su amabilidad se replegó y se tornó reservada. Comieron hablando de trivialidades, hasta que el alemán volvió a sacar el tema.

– Bueno, ¿mantendrá su decisión de investigar el caso de Magda hasta el final?

– No sólo eso. Aunque estaba relevado de toda obligación, comprobé las facturas de comercios de Roma encontradas en el apartamento de Reiner. Una es de una zapatería de via del Lavatore y la otra de una tienda de ropa que se llama Vernati.

– ¿Y?

– Bien, el primer establecimiento, cuyo lema es «Desde la muerte… a una vida fuerte y resistente», supongo que refiriéndose al cuero que usan, hace calzado de caballero y señora. Allí compró un par de zapatos de hombre con suela de goma. En cuanto a Vernati, hay tres tiendas con ese nombre, y Magda fue a la mayor de todas, Alla Primavera!, en via Nazionale. Es una tienda de ropa masculina. Compró unos pantalones, una camisa y un abrigo el quince de diciembre. Todo de buena calidad.

Bora le miró intrigado.

– ¿Ah, sí? ¿De qué talla?

– Ni la de Merlo ni la de Sutor, por lo que puedo juzgar. Más bien la suya, diría yo.

Como Bora se mostró entre divertido y enfadado, Guidi se apresuró a añadir:

– Quiero decir para un hombre más alto que la media. Además he averiguado que, a pesar de todos sus defectos privados, Merlo se muestra implacable con la corrupción dentro del partido en Roma. Esto explica algunas cosas, ¿no cree?

Bora, que manejaba el cuchillo y el tenedor con dificultad, dejó ambos con impaciencia. Por un momento la frustración se reflejó en su rostro.

– Sólo si podemos conectar con la muerte de Magda al misterioso receptor de las ropas, que puede o no ser el inquilino secreto -repuso-. No puede esperar demasiada colaboración por nuestra parte si empieza a investigar a Sutor o a cualquier otro alemán.

– Lo sé. Además, no hay motivos para suponer que Magda sabía que había alguien escondido en el siete B.

En aquel momento, mientras estaban allí sentados, Guidi tuvo la extravagante tentación de explicar a Bora el verdadero motivo de su preocupación: que detestaba tener que mentir a los Maiuli, que Francesca seguía mostrándose tan indiferente con él como antes y que la noche anterior había conseguido lo que se podría llamar masturbarse dentro de ella, silenciando cualquier sonido, temeroso de que la signora Carmela pudiese oírlos. Aunque hubiesen sido amigos, no era algo que pudiese contar a Bora mientras comían. Observó la cara bien afeitada de los alemanes sentados a sus mesas, con el cabello tan corto que dejaba al descubierto la nuca rosada y las sienes huesudas. ¿Iría Rau por ellos? De pronto estar allí sentado le produjo repugnancia. La confianza de Bora le hacía sentirse culpable, pero también le llenaba de animadversión. Veía la fragilidad de la vida humana en aquella relajación, además de la imposibilidad de avisarle, porque no quería hacerlo. ¿Y si…?, ¿y si…?, pensaba. ¿Qué haría si Francesca le dijera que el próximo al que tenían previsto matar era Bora?

– Mire, he reflexionado mucho. -La serena voz del alemán llegó a él-. Y he llegado al menos a una conclusión por lo que a mí respecta. Ante los americanos me rendiría. Ante los ingleses, quizá. Ante los rusos o la resistencia, jamás. La única forma quetendrán de atraparme es con un agujero en la cabeza, y no me importaría hacérmelo yo mismo.

Guidi miró alrededor.

– Mayor, podrían oírle…

– ¿Y qué? Tenernos que considerar todas las posibilidades. Estoy seguro de que los americanos lo hacen. Y sé que la resistencia también.