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Cuando llegó en su coche al lugar donde se oficiaba el funeral, un teniente de las SS intentó impedir que bajase. Bora lo empujó con la portezuela para poder salir y el teniente lo acorraló contra el vehículo.
– ¿Cómo se atreve a presentarse aquí después de lo de ayer? -Era un hombre muy joven y estaba furioso, tenía los ojos enrojecidos por el llanto, la fatiga o ambas cosas, y lo único que permitió a Bora deducir que no había participado en las ejecuciones fue que su aliento no olía a alcohol.
– Hágame el favor. -Bora le dio un codazo y subió a la acera. Al notar que le retenían por la manga montó en cólera. Empujó al SS y notó que volvía a agarrarlo.
Sutor le miraba desde las escaleras de la iglesia. Los parientes de los soldados muertos, que habían viajado en avión desde el Tirol, también observaban la escena. Bora apartó de un empellón al teniente, lo que habría provocado sin duda un incidente de no haber aparecido Dollmann, con su expresión sarcástica, como una quilla apuntando directamente hacia el tumulto.
– Venga, Bora -dijo desde los escalones levantando el guante que sostenía en la mano-. ¿Entra?
A regañadientes, el teniente dio un paso atrás. Bora se acercó al coronel, que lo precedió hacia el interior.
– Empiezo a pensar que ha perdido la patita por acercarse demasiado al tarro de la manteca, mayor, como el gato del refrán italiano.
– Si ése fuera el caso, ya sabe que es manteca humana a la que este gato se ha acercado demasiado.
– Chist. No se ponga impertinente. Ya tengo bastantes problemas. Está usted fatal.
– No lo sabe bien, coronel.
– He oído el informe de Kappler. Es mejor que lo dejemos correr. ¿Adónde ha llevado a Guidi?
Bora se lo dijo. Dollmann asintió.
– Quédese en Roma. Yo iré a buscarlo. Después de todo, nos conocimos en la fiesta, de modo que no creo que se asuste al ver el uniforme.
Durante el funeral, Bora deseó poder llorar por puro cansancio emocional. Se mantuvo alejado de los SS, que formaban un grupo apesadumbrado y tenían los ojos enrojecidos. No podía bajar la guardia porque suponía que habría nuevas provocaciones al final de la ceremonia. Su pena estaba provocada por un conjunto de pérdidas, tanto personales como compartidas. Todos los dolores y muertes eran un reflejo de su propio dolor; nunca acabarían. Le sobrecogía pensar en los cuerpos destrozados dentro de los ataúdes, en el aspecto que debían de tener ahora las montañas de asesinados en las Fosas. En presencia de aquellos que habían llevado a cabo la matanza, le atravesó un frío como si fuese el de su propia muerte.
Cuando salió, no hubo incidentes. Los SS se limitaron a seguir su camino y él se dirigió a su despacho.
De vuelta de Soratte, Westphal se despidió de él temprano. Bora fue a su hotel, donde durmió hasta las ocho de la noche. Entonces se lavó los dientes, se afeitó, se puso un uniforme limpio y bajó a emborracharse.
En cuanto a Guidi, llegó al portal de su casa a pie, ya que Dollmann, por discreción, le había dejado en la esquina. Dio la casualidad de que no había nadie en el apartamento. Fue a su habitación y se tumbó en la cama. Sin pensar, obligando a su mente a quedarse en blanco, como si hubiese extraído un fragmento a modo de autodefensa, el fragmento que contenía las horas transcurridas entre su arresto y el momento en que había subido al coche de Bora, aparcado en la oscura quietud de aquella noche preñada de muerte.
Durmió durante horas, como había hecho en la casa de campo adonde Bora lo había llevado. Se despertó en mitad de la noche, todavía demasiado aturdido para sentir hambre, sed o cualquier otra necesidad física, ya que todo su organismo estaba celosamente cerrado. En la oscuridad de la habitación, las palabras que había pronunciado ante la advertencia de Dollmann volvieron a él, pero recordaba la escena como si otra persona hubiese representado su papel.
– ¿Acaso espera que no hable?
El coronel de las SS no se había inmutado.
– Espero que pague la deuda que tiene con los vivos. A los muertos no les importa un comino ni usted, ni yo, ni lo que hagamos.
Luego volvió a dormirse.
Por la mañana, la noticia de su regreso se propagó deprisa. Al cabo de unos minutos todos los inquilinos salieron a sus puertas y en el salón de los Maiuli se apiñó una multitud que amenazaba con derribar a los santos en sus urnas de cristal. Las preguntas manaban como el agua de un grifo y, ante aquel torrente, Guidi se limitaba a decir que le habían detenido por error después del «accidente» del que todos habían oído hablar. Todo el mundo deseaba felicitarle. Sólo faltaba Francesca, que había salido con unos amigos. Los comentarios se sucedían.
– Dicen que el Papa pidió a las SS que no lo hicieran. -El portero cree que mataron a su primo.
Pompilia Marasca se puso muy cerca de Guidi, casi metiéndole los pechos bajo la nariz.
– ¿Sabe lo que les ocurrió a los otros prisioneros? ¡Los alemanes se los llevaron y los ataron dentro de una tumba romana y los quemaron vivos! ¡A centenares!
Guidi intentó tragar saliva, pero no podía. Levantó los brazos para apartar a la mujer y a los demás bienintencionados y salió tosiendo del salón, como si se ahogara. Después de escupir en el pañuelo que tenía junto a la cama, por fin pudo respirar, pero no volvió con los demás. Se miró al espejo y eso le proporcionó un consuelo cobarde, hasta que su rostro se tornó borroso: un hombre corriente al que, entre centenares, se le había concedido vivir.
Cuando Bora se incorporó en la cama, la cabeza le daba vueltas. Los rincones de la habitación eran como un balancín allí donde la luz se colaba por la ventana, cegadora, aunque era muy temprano. Se apoyó sobre los codos e intentó estabilizar la vista, si no el resto del mundo.
Al menos estaba en su dormitorio, fuera lo que fuese lo que había ocurrido antes. Lo último que recordaba era que había pedido ginebra inglesa, y mucha. Por fin consiguió sentarse, aunque tuvo que protegerse los ojos de la luz que entraba en la habitación. Las percepciones asomaban a la superficie como boyas que alguien hubiese mantenido a la fuerza debajo del agua: emergían y flotaban. En realidad no recordaba nada.
No acostumbraba dormir desnudo, pero lo estaba. Y había perfume en la habitación, en la almohada. Las náuseas y un fuerte dolor de cabeza lo obligaron a tumbarse de nuevo. Perfume barato. En el colchón había algo que se le clavaba en el omóplato. Cogió una horquilla de mujer. Abrió los ojos de par en par y se quedó un rato mirando el techo, que oscilaba hacia delante y hacia atrás. No tenía la menor idea de quién era la persona a la que se había llevado a la cama la noche anterior. Por una vez había sido incapaz de mantener la cordura y el control. Se incorporó de nuevo apoyándose en los codos. Mirando alrededor comprobó que no había prueba alguna de que hubiese usado un preservativo y pensó que debía de estar muy borracho. Buscó en el cajón de la mesita de noche que había a la derecha, donde guardaba un paquete cerrado…como si no se viera ya, por el estado de la cama, que no había usado ninguno.
Una cosa era sentarse en el borde de la cama con los pies en el suelo y otra levantarse para llegar al cuarto de baño. Las puertas se bamboleaban tanto como las paredes. Bora consiguió inclinarse sobre la bañera y llenarla. Había agua y estaba caliente. Se sentó dentro. Sabía que empezaría a preocuparse en cuanto se despejara lo suficiente para recordar que aquél no era el lugar ni el momento adecuados para tener relaciones sexuales sin protección.
El cardenal Hohmann, pálido y con los ojos cerrados como un muerto, se negaba a escuchar lo que Bora le contaba. Nadie había hecho nunca nada semejante. Nunca. Y nada menos que a la sombra de la tumba de Pedro y Pablo. Podía retirarse. Fuera, fuera. No había mensaje alguno para el general Westphal y el ayudante de campo debía irse. Sin embargo Bora, todavía con su resaca a cuestas, no estaba dispuesto a marcharse.
– Me permito señalar a vuestra eminencia que siete civiles italianos murieron junto con nuestros soldados, y algunos de ellos eran niños. Un chico quedó partido en dos a causa de la explosión.
– No me ponga enfermo, mayor. Como si a ustedes les importase. Así es como respetan nuestra situación de ciudad abierta…
– Eso no significa que puedan derribarnos sin una compensación, eminencia.
– ¿Diez a uno? ¿A eso llama «compensación»? -Hohmann abrió los ojos detrás de las gafas y fue como si unas puntas de metal afilado practicasen un par de agujeros en su rostro viejo y ajado.
– Lo único que queremos es que el Osservatore presente unas declaraciones ecuánimes en relación con el ejército.
Hohmann cerró de nuevo los ojos. Aquella mañana, la espléndida luz del sol sólo conseguía acentuar las arrugas de su rostro.
– Dollmann ya ha venido a pedirlo.
– Dollmann es de las SS. El ejército quiere distanciarse de lo ocurrido y por eso debemos asegurarnos de que no habrá críticas abiertas contra nosotros en su prensa. El rencor alienta acciones desaconsejables, que a su vez alientan medidas duras.
– No estoy para sofismas, mayor Bora. Vamos, suéltelo de una vez: ¿qué ofrecen a cambio?
– Retiraremos algunas tropas el miércoles -respondió Bora entre dientes.
– ¿Qué clase de tropas? ¿Aquellas de las que pueden prescindir?
– Nadie es imprescindible a estas alturas.
– ¿Cuántos?
Bora le entregó un papel mecanografiado y Hohmann lo leyó.
– ¿Conque también usted se dedica ahora al chantaje, mayor Bora?
– Tanto usted como yo hacemos lo que es nuestro deber. ¿Tengo la palabra de vuestra eminencia?
Con un gesto de repugnancia Hohmann dejó el papel en su regazo.
– Lo único que tiene es la palabra de un viejo alemán muy abatido. Es vergonzoso que esté usted aquí, y también es una vergüenza que yo le escuche. Esperaba más de mis alumnos. -Cuando Bora golpeó los tacones, Hohmann dejó escapar un profundo suspiro-. Dígame, ¿de qué trataba su tesis al final?
– Se titulaba: «El averroísmo latino y la Inquisición.»
– ¿Y cuál es su postura acerca de la no eternidad del mundo?
– Estoy de acuerdo con Tomás de Aquino, eminencia: Sola fide tenetur.
– No es sólo la fe lo que consigue mantenernos, mayor. -Hohmann le indicó que se retirara con un gesto de la mano-. Me decepciona usted mucho más de lo que puedo expresar.
Bora salió por la puerta ornamentada sin mirar atrás.
Cruzó la sala de espera de la residencia del cardenal, inundada por la brillante luz matinal de Roma, y le dio un vuelco el corazón al ver allí a la señora Murphy. Vestía de negro, y Bora se sorprendió a sí mismo esperando que hubiese enviudado, pero sencillamente llevaba el atuendo requerido para una recepción papal. La mujer le vio y respondió a su saludo con un movimiento de la cabeza. Boraestaba todavía vuelto hacia ella cuando cruzó el umbral y se topó con un grupo de monjas japonesas que esperaban para ver a Hohmann; se deshizo en disculpas, a pesar de que no comprendían una sola palabra de lo que les decía.
Guidi volvió al trabajo el lunes y se enteró de que tres de sus hombres habían sido arrestados por el ejército alemán.
– ¿Quiere decir por las SS? -preguntó a Danza.
– No, por el ejército. El mayor Bora se los llevó.
Guidi telefoneó inmediatamente al ayudante de campo. Cualquier muestra de gratitud estaba tan sepultada en su interior por la indignación y el odio que se limitó a hablar de la liberación de sus hombres.
A cambio, la frialdad de Bora era como el agua de un manantial.
– El día del ataque hubo disparos desde la comisaría. Dieron a mi coche.
– Los hombres estaban desconcertados, como todo el mundo. Bora se dirigió en alemán a alguien, secamente. Luego dijo:
– Me importan un comino sus hombres. De quien tengo que saber algo es de usted.
– ¿Y qué quiere que diga? -Guidi rumiaba su amargura-. Yo nunca le dispararía intencionadamente, mayor. Y ahora suelte a mis hombres.
– ¿Que les suelte? Ya están de camino a Alemania. -Dicho esto, Bora colgó.
El martes, cuando Guidi se dirigía hacia el trabajo, Francesca le preguntó:
– Dime la verdad, ¿dónde estuviste?
Con la excusa de que hacía una mañana soleada, le había esperado en la calle, junto a la puerta. Con la torpeza que el embarazo daba a su figura, parecía un joven apuesto al que hubiesen atado una extraña carga. Guidi deseó sentir menos cosas por ella, porque ella no sentía nada por él y lo sabía. De todos modos, ahora le interrogaba con una expresión vehemente y desengañada en el rostro. Como el inspector no decía nada, Francesca le invitó a caminar hacia piazza Verdi, donde Guidi debía coger el tranvía, y fueron despacio.
– Me he enterado por unos amigos. ¿Cómo conseguiste escapar?
– No puedo decírtelo.
Ella le cogió por la muñeca izquierda.
– ¿Te soltaron o te soltaste tú solo?
Guidi retiró la manga de la camisa con el desgarrón que Bora le había hecho al cortar la cuerda.
– No fue gracias a ninguno de los tuyos. Por lo que sé, no sólo se las arreglaron para matar a cuarenta personas, sino que diez veces más fueron asesinadas como resultado.
– Estás equivocado. Estás muy equivocado. Esto demuestra que no tienes ni idea de cómo luchar contra los alemanes. ¿Cómo sabes lo que funciona y lo que no? -Cuando un hombre se cruzó en su camino, ambos se quedaron callados, y Francesca se volvió para ver si los miraba-. Lo que funciona es matar más alemanes, no menos.
– Entonces espero que la próxima vez quienquiera que sea el responsable dé la cara después, para que lo maten.
– ¿Por qué? ¡Como si los alemanes se quedaran satisfechos matando a una o dos personas!
Guidi tenía tan pocas ganas de hablarle de sus confusos sentimientos como de mentir.
– Mira, entré en tu habitación cuando tú no estabas. Encontré cerca de mil ochocientas liras y quiero saber de dónde proceden y qué planeas hacer con ese dinero. Los vecinos hablan; un solo paso en falso y los Maiuli pueden acabar muertos.
Llegaron a la plaza, donde la fachada de la Casa de la Moneda, iluminada por el sol, brillaba como el telón de fondo de un gigantesco teatro. Francesca se detuvo y se llevó las manos al vientre.
– Tú, yo o los Maiuli no somos nada comparados con lo que está en juego. Ya te lo he dicho, delátame o cierra el pico. Además, ¿cómo sé que los alemanes no te pusieron entre los prisioneros para hacerles hablar?
– No digas tonterías. -Guidi notó que la bilis le subía a la garganta al pensar en Caruso, que le había enviado una tarjeta mecanografiada para felicitarle por haber escapado «a un error de lo más desafortunado, del cual nos ha informado de forma oficiosa el aliado alemán».
– Siempre puedes delatarme a tu amigo el alemán tullido. Si me cuelgan, con el peso adicional de la barriga todo será rápido, ¿verdad? -Francesca hablaba en voz baja, provocadora, y si no hubiese sido por el feo bulto que se interponía entre ellos, nunca habría estado más hermosa.
– Basta, Francesca.
– Debes elegir. Ahora que dices que lo sabes todo de mí, o formas parte de todo esto o nos delatas.
Las palabras de Guidi salieron de su boca sin pensar. -Ninguna de las dos cosas. Me voy.
– Bien. Conozco a alguien que busca alojamiento. Puedo decirle que hay un hueco. Francamente, todo iría mucho mejor si no estuvieras en la casa. Adelante, haz las maletas. Dime cuándo te vas para que pueda llamar a mi amigo.
Guidi se sintió idiota. No tenía ninguna intención de irse. Ahora menos que nunca.
Francesca seguía mirándole.
– No sé qué quieres de mí. Rau ha dejado de venir al apartamento. Ya no salgo por las noches. Quisiste que hiciéramos el amor… y lo hicimos.
– No hiciste ninguna de esas cosas por mí. Te convenía, y punto. Ella empezó a alejarse, un paso fatigado tras otro.
– Ahora todo es así.
En el hospital de via di Priscilla, cerca de piazza Vescovio, se recuperaban muchos de los SS heridos. Bora fue el viernes y pidió hablar con un médico.
– Mayor, ¿sabe que el período de incubación es de al menos siete días?
– Ya lo sé, ya lo sé. Ocurrió hace una semana.
– ¿Tiene algún síntoma?
– No, pero he oído decir que puede ser asintomático.
– Conoceremos el resultado del cultivo dentro de diez días, pero habrá que hacer un seguimiento serológico. Se tarda cinco semanas en obtener una serología positiva. -El médico, que había estado preparando el material, presionó con el índice el brazo de Bora para buscar una vena y clavar la aguja. La sangre espumeó en la jeringuilla-. Sería útil que conociera el paradero de la mujer.
– Podría ser una hotentote, por lo que recuerdo. Estaba muy borracho.
– No tanto como para no poder realizar el acto.
Bora levantó la vista de la jeringuilla, indignado.
– Eso no me ha ocurrido nunca todavía.
Delante del hospital lo detuvo Dollmann, que salía con el cónsul alemán después de visitar a las bajas y que pidió al diplomático que se adelantara.
– ¿Le ha informado Kappler de las últimas noticias, Bora?
– Lo último que sé es que salía un olor tan espantoso de las Fosas que tuvieron que apilar basura delante para disimularlo. Como si se pudiera ocultar el olor de la muerte.
– Y ahora va a contar a la prensa romana «lo que realmente pasó».
– Es un poco tarde para una declaración exculpatoria, ¿no le parece?
– No importa. El Rey de Roma así lo quiere. ¿Qué le pasa, Bora? Parece alicaído. ¿Todo va bien?
– He tenido algunos problemas con el Vaticano.
– No es el único. ¿Cómo cree que me fue a mí la semana pasada? Fue un infierno. Insistieron en que hiciera públicos los nombres de los rehenes ejecutados el jueves pasado. Comprendo que los parientes de los que se encuentran en la cárcel estén nerviosos, pero no podía acceder a sus deseos, Bora. Hasta el Papa me los pidió y tuve que negarme. Por favor, venga conmigo el lunes a una visita por Roma con la prensa extranjera. Nuestra baza consiste en engatusarlos; es lo único que podemos hacer, por cierto. Si usted acompaña a los españoles, yo iré con los suizos.
– ¿Y qué tenemos que enseñarles?
– La ciudad, claro, y algunas zonas residenciales.
Bora notó que Dollmann se mostraba evasivo.
– ¿Y si los españoles quieren ver via Appia?
– Los lleva rápidamente al monumento de Cecilia Metella, y de vuelta. Pero asegúrese de que el olor no llega hasta allí.
El domingo de Ramos se impuso el horario de verano, lo que significaba que Bora continuaría levantándose y saliendo de trabajar de noche. El Jueves Santo se vistió de paisano para acompañar a donna Maria a los sepulcros de San Martín del Monte, también conocido como San Martín el Pequeño.
– ¿Crees que me avergüenza que me vean con un hombre con uniforme alemán? -preguntó la anciana con tono burlón mientras él la ayudaba a subir por la rampa de la iglesia.
– Prefiero no correr ese riesgo, donna Maria.
– ¿Y por eso no vienes a visitarme a menudo?
– Sí.
– Entonces, ven a ver a mis gatos. Te echan de menos. -Se detuvo para tomar aliento mientras él le abría la puerta-. Esas historias de que han matado a muchas personas en las Fosas son sólo cuentos, ¿verdad, Martin?
– Me temo que son ciertas.
– Por el amor de Dios. ¿Tú participaste?
Dentro de la iglesia, el olor del incienso era nauseabundo. Bora respondió:
– No, donna Maria.
A las dos en punto de la noche del viernes el teléfono sonó en su habitación del hotel. Al principio Bora pensó que el despertador sonaba tres horas antes de lo debido. Luego buscó a tientas el receptor.
– Mayor, soy Dollmann -oyó-. Prepárese.
«Los americanos han llegado», pensó Bora. Durante una fracción de segundo estuvo seguro de que se trataba de eso y el programa de la hora siguiente se le representó en la mente.
– Estoy preparado -dijo.
– Han asesinado al cardenal Hohmann. Venga de inmediato. -A continuación le dio una dirección en el centro de Roma, que Bora, debido a su estupor, oyó como si le llegase de un lugar muy hondo y distante.
Via della Pilotta era una vieja calle detrás de la Fontana de Trevi, perpendicular al eje del monumento, con unos arcos bajos que la coronaban en toda su longitud y parecían reforzar sus costados como contrafuertes. Bora no conocía el lugar e identificó la puerta sólo por la presencia del coche de Dollmann y un furgón de la policía. Dentro, las escaleras estaban oscuras. Tuvo que avanzar a tientas hacia el rellano, donde Dollmann le esperaba en la cinta de luz que salía por la puerta entornada del piso.
– Es un mal asunto, mayor. Vayamos al dormitorio.
Bora pasó junto a él para entrar y de inmediato percibió el olor de la sangre. Una mirada al dormitorio le bastó, antes de que el fogonazo de una cámara de la policía lo convirtiera en un cegador espacio lleno de sonidos amortiguados. Cuando Dollmann entró detrás de él, los policías insistían en que no se tocase nada, pero Bora cubrió el cuerpo del cardenal con una bata que había cogido de los pies de la cama.
– Por favor, mayor, no toque a la mujer -le advirtieron los agentes.
– Obedezca, Bora -intervino Dollmann-. Qué horror. -Al otro lado de la cama el SS, tan pálido como Bora, se volvió hacia éste. Juntos salieron al rellano, donde encendieron sendos cigarrillos-. ¿Qué vamos a hacer? Menudo lío para encubrirlo -murmuró Dollmann-. Qué escándalo. Y en Viernes Santo precisamente…
Hasta ahora Bora no había sido capaz de decir nada.
– ¿Quién es ella? -preguntó.
Dollmann lanzó un gruñido.
– Una tal Fonseca. Una mujer muy guapa, creo… Es un asunto muy feo. De Borromeo ya lo sabíamos, pero ¿quién habría pensado algo semejante de nuestro Hohmann?
– No me lo creo.
– Vamos, Bora. Es sólo porque fue su profesor. Las pruebas están ahí.
A Bora el olor de la sangre le producía una especie de fiebre y con ese malestar, que había experimentado antes tantas veces, inquirió:
– ¿Cómo lo descubrió?
– Por pura casualidad. Tenía una cita con el cardenal ayer por la tarde en el Babington para hablar del concierto de Pascua. No apareció y me extrañó, ya que es la puntualidad en persona. Le busqué en los lugares habituales, sin éxito. Pensé que quizá estaba enfermo. No había nadie en su residencia, por lo que supuse que su secretario ya se había marchado a casa, como así era, para respetar el toque de queda de las cinco. -Dollmann miró a través de la rendija de la puerta, por donde se colaban las voces apagadas de los policías-. La cita en Babington era a las cinco menos cuarto (yo tenía que llevar al cardenal a casa después), pero cuando empecé a llamar por teléfono y localicé a su secretario eran ya las nueve. El hombre me dijo que Hohmann se había ido a la una, que tenía una cita con la baronesa Fonseca en un lugar que ignoraba.
– ¿Ah, sí? -le interrumpió Bora.
– Pues sí, y no era la primera vez que Hohmann no revelaba dónde se reunía con ella. Al ver que no volvía a su residencia, el secretario supuso que el cardenal había ido directamente al Babington. Yo le saqué de su error, le pedí que me diera la dirección v el teléfono de Fonseca y llamé aquí. La línea estaba ocupada y, después de intentarlo varias veces durante una hora y media, sospeché que el teléfono estaba descolgado, corno así era. Así pues… ya me conoce, me gusta saber lo que está pasando. Al final decidí venir en persona, pero lo cierto es que no esperaba esto.
Bora se acabó el cigarrillo y se quedó con la colilla entre los dedos, como si no supiera qué hacer con ella.
– ¿Cuánto tiempo cree que llevan muertos?
– La policía dice que seis o siete horas, y el teléfono llevaba descolgado al menos desde las nueve y media, que fue cuando empecé a llamar. Todo apunta a que ella lo mató y luego se suicidó y, dado lo que estaban haciendo, no creo que a nadie le quede ninguna duda de que fue así.
– Vamos, por el amor de Dios. ¡Eso era impropio de él, coronel!
– ¿Y usted cómo lo sabe? ¿Acaso lo sabe? -Dollmann se puso otro cigarrillo entre los labios-. Todos somos como un iceberg en lo que a moral se refiere: sólo asoma la punta, nada más.
– No creo eso del cardenal Hohmann.
Dentro, los policías casi habían terminado su trabajo preliminar. Llegaron unos enfermeros que empezaron a subir las camillas con dificultad por la estrecha escalera. Desoyendo el consejo de Dollmann, Bora les indicó que esperasen abajo y entró de nuevo en la casa de la baronesa Fonseca. Estuvo un rato hablando con los policías (un hombre uniformado que buscaba pistas en el cuarto de baño procurando no pisar unas astillas de cristal, y otro de paisano con una cámara) y, en mitad de la conversación, el SS se unió a ellos de mala gana.
El oficial uniformado decía:
– Dado el flujo de la sangre y la distribución de las manchas, no hay duda de que todo ocurrió aquí, en la cama, y que el anciano sacerdote… -¿se esforzaba por mostrarse discreto, ya que la vestidura púrpura yacía bien visible en la alfombra, junto al lecho, o bien había decidido no sacar conclusiones de ese hecho?- bueno, el anciano sacerdote estaba con ella cuando sucedió. -Era un hombre delgado, con expresión reflexiva y acento lombardo. Miró alrededor y luego añadió-: Si encontramos una nota, tal vez averigüemos el motivo. Según mi experiencia, sin embargo, en los crímenes pasionales puede ocurrir cualquier cosa con poca o ninguna premeditación. La pistola es una Beretta del ejército, de mil novecientos quince, como la que llevaban los oficiales de la Primera Guerra Mundial. Si conseguimos seguirle la pista hasta una de las víctimas, eso podría ayudarnos.
Apartando la vista del cuerpo desnudo que el oficial había vuelto a descubrir, Bora dijo:
– Será mejor que se ponga en contacto de inmediato con el ayudante del subsecretario de Estado Montini. -A continuación se dirigió a Dollmann en alemán-: ¿Cuál será la versión oficial?
Por la cara del coronel se habría dicho que acababa de tomar un brebaje repugnante.
– Probablemente hablarán de enfermedad o trastorno mental y no lo harán público hasta después de Pascua, si pueden. Sería un escándalo tremendo si se destapara ahora, ya que ella era muy querida en los círculos caritativos. La cuestión es que, si la prensa se entera, no habrá forma de detener el alud de lodo.
Los alemanes observaron con expresión adusta a los policías, que llamaron al Vaticano y mencionaron vagamente el espantoso accidente sufrido por un prelado.
– Deje de darle vueltas. Es lo que parece, conque haga el favor de aceptarlo -susurró Dollmann a Bora después, mientras lo conducía fuera del dormitorio. Ya en el rellano, sacó del bolsillo de la pechera un sobre y se lo entregó-. La baronesa escribió una nota de suicidio clara como la luz del día. Estaba en la mesita de noche cuando llegué. Me ocupé de cogerla antes de que llegase la policía, por si pudiera servir. Se lo doy solamente para que no se sienta tentado de buscar una explicación alternativa que, tristemente, no existe.
Bora no leyó la nota hasta que llegó a su hotel. Aunque ya estaba horrorizado por los acontecimientos de aquella noche, su contenido lo empeoraba todo aún más.
Queridísima hermana: el cardenal Hohmann y yo estaremos ya ante el juicio divino cuando recibas estas líneas. Debes saber que he sido la ejecutora material de este acto, pero éste, por terrible que pueda parecer, es menor que la vergüenza que hemos experimentado ante Dios y ante los hombres por los meses en los cuales hemos pecado juntos en secreto.
Ruega por nosotros,
Tu hermana Marina.
Era una bendición que entonces, a las cuatro de la madrugada, sólo le quedara a Bora el tiempo justo para lavarse, cambiarse de uniforme e ir directamente a trabajar.
Después de la reunión de la mañana, el general Westphal hizo un tímido intento de minimizar el asunto.
– En fin -dijo junto a la ventana, tras oír a Bora-, la triste verdad de los hechos. Qué forma de librarnos de nuestro difícil contacto con el Vaticano. Borromeo debe de sentir que se ha apuntado un tanto. -Abajo, los trabajadores colocaban un estrado enfrente del cuartel general para la celebración del concierto de Pascua, un «regalo al pueblo romano»-. ¿Y qué tal llevan los fascistas el interrogatorio de los estudiantes del colegio Nazareno?
Con expresión ceñuda, Bora recogió el correo del general. La visión de los cuerpos en el lecho, a pesar de las muchas muertes que había presenciado, le había puesto físicamente enfermo y tenía fiebre. Pensando en sus últimas y furiosas palabras a Hohmann, respondió distraído:
– Ahora los tiene Kappler.
– Pobre Kappler, parece que nadie aprecia sus esfuerzos de las Fosas. Incluso los adolescentes tienen las agallas de criticarleen clase. -Westphal se volvió hacia él, como si le hiciera gracia el comentario-. Menos mal que al final no se lleva a cabo la deportación de los hombres romanos; se le habrían echado encima todas las amas de casa de la ciudad con el rodillo de amasar en la mano.
Bora había empezado a abrir sobres, y se cortó con el abrecartas. Westphal observó cómo sacaba un pañuelo y laboriosamente intentaba enjugarse la palma.
– Mire, Bora, empiezo a preocuparme por usted. ¿Qué dice Chéjov de los hombres sin mujer?, ¿que se vuelven torpes?
– Dice que se vuelven estúpidos.
– Bueno, usted no lo es. Pero no se implicaría emocionalmente tanto en las cosas si tuviese algo más en qué pensar. Incluso el viejo Hohmann se había buscado a alguien, ¿no? Bien, no se lo crea si no quiere, pero el caso es que tenía una amante y ella le voló la cabeza en la cama. Ah, no hay que preocuparse por la sangre en el suelo; para eso tenemos criadas que limpian.
El sábado, el cardenal Borromeo accedió a ver a Bora después del bautismo anual de conversos en San Juan de Letrán.
– Si viene usted a llorar al cardenal Hohmann, no espere que yo diga nada más que parce sepulto.
– El no necesitaba perdón -replicó Bora, irritado-. No, eminencia, he venido a confirmar que la retirada de tropas que negocié con el cardenal se ha completado.
Borromeo le miró con ceño.
– Así pues, ¿no quiere hablar de Hohmann? Me sorprende. Aunque el pobre era un poco engreído, lo cierto es que decía cosas buenas de usted de vez en cuando. -Se daba cuenta de que Bora estaba tan apenado que resultaba cruel hablarle de aquella forma. Bebió el café de su tacita como un oso hormiguero en un termitero, a sorbitos-. Sé que ha venido a hablar de él. Siéntese, por el amor de Dios. No entiendo por qué los seglares creen que tienen que andarse con rodeos con nosotros. Yo hablo con toda franqueza. -Tras acabarse el café dejó la taza en el platillo, con la vista clavada en la mano vendada de Bora-. Decir que siento que muriese… ahora resulta irrelevante, ¿verdad? Estarnos sólo de paso y todo eso. Lamento la forma en que ocurrió, cosa que repercutirá negativamente en todos nosotros. Pero todos tenemos nuestros defectos. Qué débil es la carne. Es un extraño hecho fisiológico que el cuerpo del hombre es cada vez más débil del estómago hacia abajo.
Bora, que había releído una y otra vez la nota de suicidio de Marina Fonseca buscando en vano mensajes ocultos que diesen una pista sobre su veracidad, había llegado a la triste conclusión de que no había nada que leer entre líneas. Sin embargo, se mantuvo impasible al oír las palabras de Borromeo.
– Es interesante que acepte sin crítica alguna que el cardenal Hohmann murió tal como le han dicho.
– ¿Por qué? ¿Acaso usted no lo cree? Que Dios me libre de la curiosidad por conocer los detalles desagradables, pero la verdad es que he visto el informe policial. Es muy gráfico. Probablemente podrá usted añadir algo, ya que fue de los primeros en llegar al escenario del crimen.
– Cardenal Borromeo, espero que su pesimismo se deba a la consternación que le ha provocado la muerte de Hohmann. Seguramente tuvo usted la oportunidad de apreciar que era un buen hombre.
– Sí, desde luego, desde luego. La pregunta es: ¿cuánto le apreciaba usted?
A pesar de su dolor, Bora se puso en guardia al oír las palabras de Borromeo. La franqueza de Hohmann en las cuestiones políticas había hecho que le relegaran dentro del Vaticano, igual que la suya lo había situado entre el personal de Westphal. Ignoraba cuánto sabían allí. Borromeo le vio removerse incómodo y dijo:
– Algún día ambos expresaremos nuestro aprecio, cada uno a su manera. -Era una afirmación intrigante, pero Borromeo no hizo ningún comentario más-. En cualquier caso, debería ustedsaber que el cardenal Hohmann tenía mucha relación con Marina Fonseca… por asuntos caritativos, desde luego. Se les veía juntos a menudo, últimamente más que nunca.
A pesar de todas las pruebas, Bora estuvo tentado de retirarse, indignado.
– Tenía casi ochenta años. ¿Qué relaciones íntimas podía mantener?
– ¡Ah! Es usted muy ingenuo para ser soldado, además de doctor en filosofía. -De pronto el cardenal soltó una risita-. Hablemos de cosas más ligeras y agradables. Nuestra querida señora Murphy me ha dicho que le vio el otro día.
Bora se sintió de repente aliviado de la tensión del momento. En una reacción puramente física, inefable y grata, sintió un escalofrío al oír el nombre de la mujer y saber que había hablado de él al cardenal. Se cuidó de hacer comentario alguno, pero Borromeo no pensaba dejarle ir sin decir nada. Hizo sonar una campanita y el ubicuo clérigo bajito apareció en el umbral con una segunda bandeja de café.
– Su marido volverá a Roma esta tarde y Nora (una mujer muy culta, que vivió en Florencia de pequeña) tendrá que reducir su trabajo voluntario. El joven Murphy irá en coche a buscar a su padre a la estación.
– ¿En coche? -Bora no pudo reprimir la pregunta-. La señora Murphy es muy joven para tener un hijo adulto.
– La señora Murphy se casó con un viudo. El tiene edad suficiente para tener hijos ya mayores… y no desear más. -Borromeo se bebió la segunda taza de café de la misma forma que la primera, sorbiendo el líquido sin hacer ruido-. Creo que eso a ella le disgusta. Le encantan los niños. -Miró a Bora con expresión cordial-. En fin, todos llevamos nuestra cruz, ¿verdad?
Aquella tarde, Dollmann llamó a Bora a la oficina.
– ¿Ha leído el Unione de hoy, mayor?
– No suelo leer los periódicos comunistas, coronel Dollmann.
– Tendría que leer éste. Lo de su amado profesor ocupa toda la primera plana, junto con una enumeración de las fechorías del Vaticano en el último siglo… ¿Sigue ahí, Bora?
– Sí.
– Me quedé sin habla al verlo. He tratado de averiguar quién filtró la información a un periodicucho clandestino, pero no he conseguido nada. Lo hiciera quien lo hiciese, ya ha saltado la liebre, y ni siquiera el Papa sería capaz de volver a meterla en el saco sin resultar malparado. He oído en las noticias que la hermana de Marina se niega a comentar nada, y hace bien.
El escándalo fue enorme. Aunque la prensa oficial evitó recoger la noticia sin pruebas, cuando llegó el domingo de Pascua ya estaba por todas partes. Bora se encontró con Dollmann en el concierto y le pidió que no tocara el tema aquel día. El SS accedió amablemente y le tendió el ejemplar del Unione.
El lunes de Pascua, cuando tradicionalmente los romanos iban «fuera de las puertas» para organizar el primer picnic del año, las autoridades alemanas habían prohibido el tráfico civil en las principales carreteras. Así pues, la gente tuvo que comer sus modestos almuerzos en los balcones y los bancos de los jardines de la ciudad todavía no requisados como depósitos de material bélico. Aun así, en el distrito cinematográfico de Cinecittá, donde según Westphal la mayoría de los colegas de Bora tenía a sus amantes, mataron a tres soldados alemanes. Enviaron a Bora a investigar v hacer algunas recomendaciones.
Kappler ya estaba allí. Bora le saludó animosamente y estuvo de acuerdo en que la deportación de los hombres del barrio era la única solución.
– Y procure ponerlos a trabajar. No supone ninguna ventaja mantenerlos apiñados en las celdas.
– Pero necesitaremos mucho personal para vigilarlos mientras trabajan.
– Entonces ordéneles que les disparen sin previo aviso. Los labios de Kappler casi desaparecieron.
– Me decepciona usted, Bora.
– Francamente, coronel, el sentimiento es mutuo. Pensaba que los suyos trabajarían mejor bajo presión.
– A mis hombres les dolió verle llegar como lo hizo. Es imperdonable. Nunca más podré volver a confiar en usted.
– No puedo hacer nada al respecto.
Desde Cinecittà, aunque tenía que dar un rodeo bastante largo para volver a su despacho, Bora fue hasta Cassia. Allí, ante una casa moderna y rodeada de pinos con un jardín cerrado, llamó al timbre y tendió a la doncella su tarjeta de visita, en la que había escrito: «Un antiguo alumno de su eminencia.»
Al cabo de unos minutos la criada regresó sin la tarjeta y le informó de que la baronesa Gemma Fonseca no deseaba ver a nadie en aquellos momentos. Bora no tuvo más remedio que aceptar la negativa, y el único consuelo que se concedió fue volver conduciendo lentamente junto al serpenteante curso septentrional del Tíber.
El agua, amarillenta por el cieno, corría entre unos campos verdes y llenos de flores, cortejados por las golondrinas. El aire proporcionaba un bienestar cálido y sensual, que su cuerpo ansiaba, de modo que detuvo el coche antes de llegar a puente Salario y se sentó fuera para respirar el limpio aire primaveral. Y sintió -mejor dicho, supo- que las cosas irían mucho mejor si se permitía enamorarse de la señora Murphy.
Después del trabajo, como no quería ver las caras de siempre en su hotel, fue a casa de donna Maria. La vieja dama le habló en dialecto.
– Marti, se me vojono magna' igatti -dijo con tono preocupado-. No puedo dejarlos salir, pobres criaturas, porque los echan en el cocido. Ayer perdí a Pallino.
Bora se inclinó para acariciar a uno de los tres supervivientes de donna Maria. Durante años los gatos habían sido parte integrante de la casa y los viejos eran reemplazados por otros nuevos, de modo que aquélla era la segunda generación.
– Pallino confiaba en todo el mundo -explicaba ella-, y ése es el problema. Tendría que haberle enseñado mejor.
Entre ellos, sobre una mesa baja, había un ejemplar doblado del Osservatore, que difundía las primeras noticias oficiales de la muerte de Hohmann en un artículo bien escrito. Era un intento tardío e inútil de frenar el escándalo. Bora, que ya lo había leído, le echó un vistazo con aire taciturno.
– No nos ahorrarán nada, ¿eh? -añadió ella dejando a un lado su labor de encaje.
– No lo creo.
La anciana dama juntó las manos.
– Eso es lo que todo el mundo pensó en el ochenta y nueve, cuando ocurrió aquel otro desastre cerca de Viena. Me refiero a cuando encontraron muertos en Mayerling al príncipe coronado y a la jovencita judía. ¡Qué conmoción! Igual que ahora. Todas nos habíamos enamorado de Rodolfo en algún momento… sí, era muy apuesto, y estaba casado con aquella sosa de Estefanía. Todas las chicas pensábamos que era muy romántico que te encontrasen muerta con el príncipe coronado.
Bora se sentó frente a donna Maria y al momento un gato se le subió al regazo.
– ¿Fue un suicidio, como se dijo?
– Me temo que sí, aunque se destruyeron todos los documentos y (puede que ya lo sepas) los que participaron en la investigación juraron guardar silencio. Corrieron rumores, claro, de que el Servicio Secreto Imperial había eliminado a Rodolfo por sus tendencias prohúngaras, y no ayudaba nada el hecho de que tuviera sífilis y no pudiera engendrar más herederos.
Bora tragó saliva.
– Comprendo.
El gato le olió la venda de la mano y la tocó con el hocico. -Donna Maria, ¿conocía a Marina Fonseca?
– De vista. Era mucho más joven que yo… de unos cuarenta, creo. No la conocía, pero sabía que gastaba tanto en ropa como en caridad. Creo que una vez te presentaron a su familia, pero eras muy pequeño y puede que no te acuerdes de ella.
Bora se abstuvo de explicarle cómo la había visto por última vez, con el cabello apelmazado por la sangre seca sobre unas sábanas arrugadas, cuando la policía ni siquiera le dejó juntarle las rodillas.
– ¿Por qué querría alguien hacer lo que ellos hicieron?
– Ah, bueno… Si tienes que justificarlo de alguna manera, Martin, primero tendrás que ponerte en el lugar de la baronesa. Un cardenal es un príncipe de la Iglesia. Morir con él pudo ejercer sobre ella la misma horrible fascinación que tenía para las jovencitas de la corte en el pasado.
– No quiero justificarlo para mí, donna Maria. Me niego.
– Así que eso es lo que haces, ¿eh? -La anciana cogió de nuevo el mundillo y reemprendió el ágil trabajo que llevaba a cabo en él con los bolillos de marfil-. Tú no lloras por las cosas ni por la gente, y deberías hacerlo.
– No tengo tiempo.
– Un día de éstos tendrás que hacerlo, lo quieras o no. Bora se puso en pie.
– Donna Maria, debo irme.
– No, no tienes por qué irte. Puedes pasar la noche aquí, y lo sabes perfectamente. Tienes tu habitación siempre preparada. Esta es tu casa.
No obstante, Bora se marchó.
Por la mañana, en cuanto llegó al despacho, Dollmann le dijo por teléfono que habían encontrado a Pasquino, una de las tres «estatuas parlantes» de Roma, con un mensaje anónimo colgado de su corto cuello para que todos lo leyeran:
– ¿Qué significa? -le preguntó Westphal, unos minutos después.
– Es un desagradable juego de palabras con el nombre de pila de la baronesa, que se llamaba Marina. Dice que, mientras que en los viejos tiempos los cardenales eran el «ejército de Cristo», ahora «prefieren la marina».
– Es un buen chiste, Bora. Escríbamelo, quiero contarlo. Bueno, ¿y qué más sabemos del viejo Hohmann?
– El Vaticano prohíbe la autopsia.
– ¿Y qué hay de la mujer, Fonseca?
– Depende de su familia pero, si el Vaticano tiene algo que decir, yo no esperaría milagros. Lo mejor que podremos obtener será un simple examen post mortem. Como dice el coronel Dollmann, tenían orificios de bala en la cabeza y encontraron las huellas de ella en el arma. La pistola pertenecía a su difunto marido, que era coleccionista de armas cortas y gran cazador. Dicen que ella también era una buena tiradora.
De buen humor, Westphal asintió.
– Si la Reiner hubiese sido campeona de salto de trampolín, también tendríamos solucionado ya ese caso.
Mientras cenaban aquella noche, Francesca, que pasaba diez horas fuera de casa cada día, anunció que iba a dejar de trabajar hasta después del nacimiento de su hijo.
– He traído algo de dinero de mi familia, de modo que ya no tengo por qué seguir detrás del mostrador con este peso.
Guidi no tenía nada que decirle. En las dos semanas transcurridas desde su reincorporación al puesto había reunido toda la información posible sobre ella. El padre del hijo que esperaba era su patrón, según parecía. Había salido con él durante tres meses y, cuando el hombre le propuso casarse con ella, lo rechazó y se trasladó a via Paganini. Como le había informado Danza meses atrás, no había encontrado pruebas de ninguna actividad política, pero ahora Guidi sabía cuán selectivo o ciego podía ser el ojo de la policía romana ante la violación del toque de queda, las reuniones ilegales y cosas similares. Francesca estaba implicada, de eso no cabía duda, pero era imposible decir cuánto. El peligro procedía de las SS y de fanáticos como Caruso.
En aquellas dos semanas Bora no se había puesto en contacto con él, aunque sólo la sangrienta pendiente de via Rasella separaba su hotel de la oficina de Guidi. El tampoco había hecho ningún esfuerzo por verlo; no obstante, ahora que las pruebas encontradas en el 7B estaban de nuevo en sus manos y había hecho que las examinaran otra vez, pensaba en la posibilidad de compartir los hallazgos con él.
La cena fue escasa, y Guidi se levantó con hambre de la mesa. Francesca se fue a su habitación, donde él sabía que escondía galletas secas. En su estado, y con unas raciones de pan de cien gramos al día, él no podía reprochárselo. En cuanto a los Maiuli, se mantenían con poca cosa y engañaban el hambre acostándose temprano.
Una vez la casa quedó a oscuras, Guidi fue hasta el teléfono y marcó el número de Bora en el Hotel d'Italia. El alemán se limitó a decir: «Venga.»
Se reunieron en la habitación de Bora. Era la primera vez que se veían desde aquel jueves terrible y no mencionaron para nada el atentado.
– Siéntese -indicó el ayudante de campo.
El retrato de su esposa seguía en la mesa, con la foto de carnet del piloto metida en una esquina. Por lo demás, la cama estaba hecha y no se veía ropa ni objetos personales. Guidi tuvo la impresión de que Bora estaba preparado para irse de allí en cualquier momento.
– Mayor, las cenizas encontradas en el siete B coinciden con las que se hallaron en el dormitorio de la Reiner. Proceden de piel de cebolla o papel de escribir de una consistencia similar. No; de libros de contabilidad no. El resto (fibras de una manta de lana, un envoltorio de caramelo, pieles de frutas y el corazón de manzana) sencillamente señala la presencia de alguien en el apartamento, pero las cenizas muestran una posible conexión.
Bora ocultó su sorpresa, si es que la sentía. Estaba vestido; a pesar de lo tardío de la hora, ni siquiera se había quitado el cinturón y la pistolera. O bien había vuelto a ponérselos antes de que Guidi llegase. De pie junto a la cama, preguntó:
– ¿Y qué hay de la huella de zapato en las cenizas?
– Por lo que he visto en la zapatería, podría tratarse de una suela de goma. El envoltorio es de un turroncito italiano. Es muy probable que el asesino se escondiera en el apartamento sin que nadie lo viera y quizá incluso vigilaba a Magda desde allí. No había ninguna cerradura especial en la puerta, de modo que…
– Volví al siete B -explicó Bora-. Aunque tenía llave, intenté abrir con una navaja, para ver si se podía. No lo conseguí, pero vi que había estearina en el ojo de la cerradura.
– ¿Alguien se había hecho una copia de la llave con un molde?
– Eso parece. Pero tanto si el ocupante del siete B era el asesino como si no, sabía cómo evitar dejar huellas. A primera vista, se diría que ni siquiera usó el lavabo.
«La deuda con los vivos.» Guidi recordó las palabras de Dollmann; sin embargo, lo único que sentía era el dolor de los puñetazos y las patadas que Bora le había propinado para obligarlo a subir al coche. Era curioso cómo volvían a su mente fragmentos de recuerdos de aquella noche. Las horas previas seguían envueltas en una bendita bruma en su memoria.
– ¿Encontró algo más?
– Esto. -En la palma de la mano de Bora apareció un objeto pequeño-. Estaba metido entre los pliegues de la tapa de una caja de embalaje. Parece un botón de puño de camisa.
Guidi lo cogió.
– Déjeme verlo. -Lo examinó acercándolo a la lámpara de la mesa y luego cerró los dedos en torno a él-. No es un botón de caballero, mayor. Es de un vestido de Magda Reiner.
Bora disimuló de nuevo su sorpresa, pero esta vez no demasiado bien.
– ¿No llevaba un camisón y una bata cuando murió?
– Llegó a casa con un vestido marrón, y a ese vestido le falta un botón. Eso significa… -Guidi tuvo que controlar su emoción. Necesitaba un cigarrillo y rebuscó inútilmente en busca de tabaco y papel en su bolsillo, hasta que Bora sacó una cajetilla de Chesterfield y la puso sobre la mesa.
– Eso significa que estuvo en el siete B con el asesino.
– Quizá. -Guidi encontró cerillas en su bolsillo y encendió un cigarrillo-. Por el momento significa que estuvo en el siete B aquella tarde, posiblemente entre el momento en que el capitán Sutor la llevó a su casa en coche y el momento en que murió. ¿Y qué hacía Magda allí? ¿Había oído ruidos procedentes de un apartamento vacío y fue a ver qué pasaba? Es muy poco probable que una mujer sola hiciese tal cosa… Y, si lo hizo, ¿la dejaron pasar o tenía la llave? Ocurriese lo que ocurriese en el siete B, salió de allí, se quitó la ropa y se puso el camisón. -Guidi saboreó el excelente tabaco. «¿Seguiría teniendo yo la foto de una mujer que me ha dejado?», pensó. «¿Por qué la conserva Bora? O todavía la quiere o no desea acercarse a otra mujer»-. Desde luego, Merlo no tenía motivos para estar en el siete B, y tampoco el capitán Sutor… Seguramente Magda recibía a sus amantes en su apartamento.
– ¿Y las cenizas? ¿Quemó alguien papeles en su dormitorio o en el apartamento vacío?
– Bueno, de alguna forma pasaron de un lugar a otro. Como son muy ligeras, se quedan adheridas a la ropa o al cabello. Las del siete B, en cualquier caso, son más evidentes que las del dormitorio. Así pues, en los cuarenta y cinco minutos transcurridos entre su regreso a casa y su muerte, Magda Reiner estuvo en un lugar al que en teoría no tenía acceso (el siete B), posiblemente se reunió con alguien allí, volvió a su habitación y se preparó para acostarse. Y a continuación cayó cuatro pisos hasta la acera.
– Ese alguien era la persona a quien ella temía.
– Es posible, y alguien de quien no quería o no podía hablar con sus compañeras de trabajo. Sin embargo, estamos suponiendo que conocía a esa persona, y no tiene por qué ser así.
– Un vagabundo, un partisano, un desertor alemán, un prisionero huido, un espía… ¿Por quién vota usted? Tiene que ser uno de ésos. ¿Y con quién discutió antes de morir, con Sutor o con el misterioso inquilino?
Mientras pensaba: «Antonio Rau habla alemán», Guidi respondió:
– Si tengo que votar, elijo a un desertor o un espía. ¿Cómo se llama el hombre que desapareció en Grecia?
– Potwen, Wilfred Potwen. No entiendo cómo pudo llegar aquí, pero hay muchas cosas que no entiendo en estos momentos. -Mientras pensaba en Hohmann, en la negativa de Gemma Fonseca a recibirle, Bora empezó a desabrocharse el cinturón, que con el peso de la pistolera se soltó enseguida. Lo colocó sobre el respaldo de una silla-. ¿Se ha fijado en que en el expediente que retiré de la oficina de Caruso no se menciona ningún registro anterior al nuestro?
– Sí, pero tal vez se les olvidó anotarlo. Yo no sacaría conclusiones de eso.
– Puede que dijera la verdad cuando aseguraba que no tenía acceso al apartamento de Reiner. Sabemos que cogió las gafas viejas de Merlo del almacén de Sciaba.
– Si piensa que fue el capitán Sutor quien realizó el primer registro, estoy de acuerdo.
– Tal vez retiró algunas prendas del armario de Magda. No parece que nadie esté en disposición de sacarle si lo hizo ni por qué, y Sutor cuenta con otros medios para deshacerse de la gente.
Era la primera vez que uno de ellos se refería, aunque de forma indirecta, a las Fosas. El gesto de relajación de Bora (el hecho de que se hubiera quitado la pistola) quedó desmentido de inmediato por su postura, y que el teléfono sonase en aquel preciso momento fue un alivio para ambos hombres. El alemán se apresuró a descolgar el auricular y escuchó.
– Tengo que irme -dijo de inmediato, sin dar ninguna explicación. Volvió a coger el cinturón y la pistolera.
Guidi se dispuso a marcharse también.
– ¿Podemos vernos mañana? Examinaré de nuevo los objetos personales de Magda.
– No lo sé. Llámeme al despacho.
Salieron juntos del hotel. Al otro lado de la calle, la luna llena iluminaba la imponente y ornada puerta de la verja que protegía eljardín Barberini. Guidi, que había estado alineado junto a los demás contra ella, bajo la vigilancia de las SS, tuvo que apartar la vista. Advirtió que Bora miraba hacia la oscura via Rasella mientras abría la portezuela del coche. Entre ambos puntos, en aquel tramo de pavimento vulgar, cualquier esperanza de amistad había muerto también.
– Hace casi tres semanas -comentó Guidi.
Bora no dijo nada, pero se volvió hacia el inspector, recortado por la luz lóbrega que venía de arriba. Por mucho que deseara pedirle consejo sobre la muerte de Hohmann, aquél no era el momento adecuado.
– Fue Caruso quien puso su nombre en la lista, no las SS -se limitó a decir.
14 de abril
Un espléndido día de primavera, a media mañana, el mariscal de campo Kesselring fue a visitar al Papa, acompañado de Westphal y Bora. Fue una concesión extraordinaria que se permitiera a unos militares, aunque vestidos de paisano, acceder al Vaticano. En otro momento Bora se habría sentido privilegiado, pero había estado en Campoleone -un espantoso viaje a la realidad de la tierra de nadie-, de donde había regresado la noche anterior. Le dolía mucho el brazo izquierdo; las punzadas irradiaban como puñaladas desde el muñón hasta el hombro. Estaba nervioso por los resultados de la prueba serológica que le darían por la tarde y cumplió mecánicamente con todas las formalidades hasta que le presentaron a Patrick Atwater Murphy.
El diplomático era un hombre enérgico de la edad de Borromeo, con el rostro rubicundo y ojos brillantes. Se reía con demasiada facilidad para el gusto de Bora, pero era habitual en la mayoría de americanos que conocía.
– Un nombre interesante. Bora… ¿Alguna relación con la esposa de Martin Lutero?
– Mi familia no subraya demasiado esa posibilidad.
– Ya. Y de todos los nombres posible sus padres le pusieron precisamente Martin, ¿eh?
Bora lo miró a los ojos, sintiendo su propia juventud y soledad como una injusticia frente a la desenvoltura y locuacidad de aquel hombre. «Yace en la cama con ella y no quiere hijos. Qué desperdicio.»
– Es que nací el día de San Martín.
Entablaron una conversación tan agradable como la ocasión permitía. Con su acento de Boston, Murphy comentó su regreso al aburrimiento de una ciudad donde «todo parque público sirve de excusa para amontonar escombros paganos», y que lo que ellos llamaban «un buen bistec» ponía a prueba el sano apetito de cualquier hombre.
– Gracias a Dios, el cardenal Borromeo es un buen amigo y un excelente guía turístico. Si no fuera por él, mi mujer me obligaría a ver sólo cosas culturales, desde el capitel de una columna hasta una representación operística. En fin. ¿Y usted qué hace en la vida real, mayor Martin Bora?
«Cuántas cosas tenemos en común ella y yo», pensó el alemán. Respondió con frialdad:
– No cuelgo tesis religiosas en las puertas de las catedrales.
En el hospital, Bora no esperaba encontrarse con Treib, el médico de Aprilia de rostro cansado, quien, habiéndole reconocido al verlo desde su despacho, salió al vestíbulo para saludarlo.
– Así que volvió entero, mayor -dijo-. Sí, nos retiramos de allí también, con los prisioneros supervivientes y todo. Me alegro de estar en un sitio donde hay algodón suficiente para taponar heridas. ¿Ve esto? -Le enseñó una cicatriz de bala en la mano-. Estuvieron a punto de hacernos prisioneros a mí y a dos enfermeros cerca de Albano.
– No me diga. ¿Quién fue?
– La resistencia, supongo… bueno, no llevaban uniformes. Nos libramos por los pelos y dos americanos que tenían heridas leves consiguieron acabar con ellos. ¿Qué tal la pierna?
– Bien. Estoy aquí por otro motivo. -Bora se puso muy serio- Tengo que hacerme una prueba de Wassermann.
Treib le miró con expresión también seria.
– ¿El primer análisis fue negativo?
– Sí.
– Bien, vamos a ver.
Después el médico le entregó el resultado en la sala de espera, donde Bora llevaba una hora, sentado o paseándose arriba y abajo.
– Felicidades. La prueba de Wassermann también es negativa. La repetiremos dentro de dos semanas para estar completamente seguros. Parece que no ha cogido nada. Ha tenido mucha suerte, las mujeres están fatal. ¿Puedo recomendarle que tome precauciones si frecuenta a las prostitutas?
– No lo hago -repuso Bora secamente.
Los ojos soñolientos de Treib fijaron la mirada en la alianza de matrimonio de Bora.
– Entonces, ¿quién era la mujer?
– Probablemente una prostituta que encontré en el hotel. Si no le hubiese pagado, ella habría aparecido y yo sabría quién es. Fue la noche siguiente al lío de las Fosas, yo no pensaba en nada. Y ya no estoy casado. -Bora creyó necesario señalarlo-. Pero quiero ser capaz de tener hijos en el futuro próximo.
– ¿Le gustaría echar un vistazo a alguna muestra de sangre infectada?
– No, gracias.
– Es muy interesante ver cómo se mueven esos bichitos del demonio.
– Me lo imagino, capitán.