38508.fb2
– He considerado que debía disculparme por negarme a recibirle. Estos últimos días han sido muy duros y todavía intento evitar que mi madre se entere de lo que le ocurrió a Marina.
Por su edad y aspecto, Gemma Fonseca recordaba a su hermana. Rubia, de ojos grises. La discreta elegancia de su casa (un interior art déco de líneas suaves y lacadas) era muy parecida a la que irradiaba su persona, pero faltaba algo de chispa en ambas y había una severidad monjil en su semblante cuando le invitó a entrar.
– Debería haber sabido por lo que escribió en su tarjeta que sus intenciones eran buenas. ¿En qué puedo ayudarle?
Bora se quitó la gorra, que la criada se llevó después de hacer una reverencia. El le informó de su pesar al conocer los acontecimientos, aunque la mañana de domingo era tan resplandeciente que todo dentro y fuera de él invitaba a hablar de temas más alegres.
– Mi respeto por el cardenal me ha traído aquí -concluyó-. Podría decirse que era mi padre espiritual, de modo que es especialmente doloroso para mí enfrentarme a estos hechos.
Enmarcada por los ángulos de la puerta del salón, la mujer lo miró como preguntándose hasta qué punto podía confiar en él. La piel de sus mejillas, delicada, casi frágil, se tensaba sobre los huesos, y sus muñecas eran muy delgadas, con venas azules. Tenía un ligero estrabismo en el ojo izquierdo, que se desviaba un poco, lo suficiente para que su mirada resultase extrañamente fija, como la de un icono. Todo su cuerpo parecía sustentarse por pura fuerza de voluntad u orgullo.
– Gracias por sus condolencias. Marina y yo estábamos muy unidas.
Su tensión era tanta que Bora deseó que se sentase y se relajase.
– La falta de una autopsia completa no facilitará las cosas -dijo él con cautela para evaluar a la mujer.
Era evidente que Gemma Fonseca se sentía tentada de tomar asiento, pero no lo hizo.
– ¿Por qué?
– Porque confirma el motivo aparente de las muertes.
De inmediato, en el rostro sin maquillar de la mujer apareció una expresión desesperada, casi frenética. Buscó con la mano el sofá y se sentó en una esquina. Sólo la rigidez de sus hombros daba la apariencia de control. Empezó a llorar sin bajar la cabeza, con las manos entrelazadas en el regazo.
– Esperaba que dijera eso, mayor. Le agradezco que lo haya dicho.
«Si las monjas lloran, lloran como ella. Como un cielo que llueve y se limpia a sí mismo.» Bora, sentado frente a ella, no se sintió violento por su reacción, porque era silenciosa y carente de rabia.
– Espero que pueda ofrecerme pistas contrarias a lo que todo apunta y yo no creo.
– No sé si puedo. Hasta hoy he eludido a las autoridades, pero tendré que responder a sus preguntas tarde o temprano.
Bora tenía la nota de suicidio en el bolsillo, pero se abstuvo de mencionarla. En cambio, inquirió:
– ¿Sería tan amable de enseñarme alguna muestra de la caligrafía de su hermana?
Pensara lo que pensase de aquella petición, sin hacer ninguna pregunta Gemma cogió una elegante caja de plata que había en la mesita baja, sacó un sobre azul pálido y se lo tendió.
– La envió el viernes por la mañana y llegó a la mañana siguiente de su muerte.
Era el mismo papel fino de la nota de suicidio, y con un breve examen del contenido -una amable e inocua carta familiar- vio que estaba escrita por la misma mano. Se transparentara o no su profunda decepción, el caso es que Gemma Fonseca finalmente preguntó:
– ¿Me dirá la razón de su petición, mayor?
– Con su permiso, ahora no. -Conocía bien las altas letras mayúsculas, los rasgos redondeados, la ligera inclinación hacia abajo de las lineas, ya que había examinado a fondo la nota en los días pasados. Sin embargo, preguntó-: ¿Puedo quedármela?
– Si lo desea. Como ve, no hace referencia a problemas de ninguna clase. Aunque nunca vivimos a más de cincuenta kilómetros de distancia la una de la otra, Marina y yo nos escribíamos cada semana. Era una costumbre que empezamos de adolescentes y desde entonces la mantuvimos, incluso durante su matrimonio.
«Dollmann tiene razón, y Borromeo también. Debo aceptar lo ocurrido.» Bora miró más allá de la acongojada figura de Gemma, hacia una iluminada puerta de aluminio y cristal.
– ¿Conserva usted todas sus cartas?
– Lo hacía, mayor, pero previendo la posibilidad de que la policía me las pidiera he eliminado unas cuantas, por el único motivo de que eran privadas y no estaban destinadas a otros ojos que los míos. Quiero que lo sepa.
Bora no solía sentirse derrotado, pero en aquel momento fue como si todos los implicados en aquel sórdido asunto (Hohmann, Borromeo, las hermanas) le hubiesen traicionado y no pudiese confiar en nada ni en nadie. Gemma Fonseca debió de notar su disgusto.
– Estuve a punto de destruirlas todas, pero las guardo como un tesoro. De no haber recibido su visita hoy, probablemente lo habría hecho.
«Sí, y habría sido lo más sensato», pensó Bora, y a continuación habló automáticamente, porque al fin y al cabo había ido allí con un objetivo concreto.
– Si desea saber algo más acerca de mí, puede pedir referencias al cardenal Giovanni Borromeo, el embajador Weizsácker y la condesa Maria Ascanio, que es quien mejor me conoce.
Le correspondía a él establecer los límites de aquel encuentro, de modo que se puso en pie para indicar que estaba dispuesto a irse.
Gemma Fonseca le tendió la mano sin levantarse del sofá, un gesto de controlada desesperación que no consiguió conmoverle en absoluto.
– Por favor, mayor, no se vaya todavía. Deje que le cuente lo buena que era Marina en realidad.
El lunes, las nubes cubrían el barrio obrero de Quadraro, que Bora y Westphal habían cruzado en enero de camino hacia la costa. Con aquel calor impropio de la estación, los hombres de las milicias fascistas sudaban bajo sus camisas negras de lana. Los SS vestían ya los uniformes de verano, pero sudaban más todavía. Tardaron varias horas en reunir setecientos cincuenta hombres como represalia por la muerte de dos milicianos. Con el rostro encendido, Sutor estaba frente a una multitud de mujeres vociferantes, muchas con niños pequeños en brazos. Sus gritos y recriminaciones sin duda le molestaban, pero Bora sabía que ver su Mercedes estacionado a unos pasos de distancia tenía que irritarle aún más. Se quedó de pie con un cigarrillo sin encender entre los labios, observando cómo se llevaba a cabo la operación para luego informar al general Westphal.
Aquella tarde, aunque había oído hablar de las deportaciones, Guidi no sacó el tema durante su encuentro con Bora. Era mejor no decir nada, sobre todo porque Antonio Rau había reaparecido misteriosamente para reanudar sus lecciones de latín y el embarazo de Francesca estaba en su última fase. En cuanto a él, no se había atrevido a informar a los Maiuli de su intención de abandonar el piso.
Justo antes de ponerse el sol se reunieron en el coche de Bora, aparcado en la verde penumbra de los jardines de Villa Umberto. La luna menguante navegaba sobre las copas de los árboles con un brillo plateado y por la ventanilla abierta se colaba el perfume de los lirios y las rosas de los antiguos arriates. A medida que aumentaba la oscuridad, aun debajo del refugio que ofrecía el árbol se veía cómo, hacia el oeste, el cielo en guerra destellaba de vez en cuando. Un sordo bum-bum-bum acompañaba aquellos resplandores.
Bora tenía fuertes dolores, algo que no delataba tanto su rigidez como los intentos que hacía para contenerlos.
– Le he concertado una entrevista con una subalterna de la embajada que conocía a Magda Reiner -anunció-. Se llama Hannah Kund y ahora trabaja en Milán. No era muy amiga de Magda, pero habla un italiano decente. Lleva fuera de Roma desde el permiso que le concedieron antes de Navidad y se quedó conmocionada al enterarse de la muerte de su colega. Me tomé la libertad de enseñarle los artículos personales que encontramos en el dormitorio y la sorprendió mucho ver que faltaban las llaves.
– ¿Por qué se fijó en ese detalle?
– Eso mismo le pregunté, Guidi. Por lo visto, Magda tenía un llavero de plata que le gustaba mucho, con un adorno ondulante griego. Se lo había enviado su novio desde Atenas. Al parecer llevaba todas las llaves de su apartamento en él. Pues bien, aunque tenía autorización para acceder a ciertas dependencias de la embajada, no estaba al corriente de información confidencial…
– Que nosotros sepamos -intervino Guidi.
– Desde luego. De todos modos, no llevaría llaves de despachos importantes en su llavero.
– Así pues, su asesino cerró las puertas para simular un suicidio y se llevó las llaves.
– Puede que también quisiera retrasar la entrada de las autoridades. Por otro lado, como alguien registró el apartamento antesde que entrásemos nosotros, bien pudieron llevarse las llaves entonces.
Guidi pensó que por fin le daba la razón.
– Lo que yo decía, mayor. Caruso y Sutor lograron entrar de algún modo, y probablemente también Merlo. Y el asesino, claro está. En cuanto al botón de Magda (y a la propia Magda), acabó en el siete B. ¿La mujer entró allí a la fuerza? No parece probable, porque volvió a su piso y se preparó para acostarse. El caso es que perdió el botón, el primer botón delantero del vestido. ¿Habría alguna lucha en el siete B?
– O eso o relaciones sexuales. -Bora pronunció aquellas palabras recordando con aguda melancolía el puñado de seda desganada a los pies de su mujer la última vez que le había hecho el amor pensando que ella todavía le quería-. Quienquiera que estuviese en el siete B pudo seguirla después.
– Quienquiera que estuviese en el siete B se estaba escondiendo, mayor. Espía, desertor, lo que hiera. La cuestión es si era Magda quien le escondía. ¿Fue ella quien hizo una copia de la llave del apartamento vacío?
Al ver que Bora suspiraba, Guidi añadió:
– Ya veo que esto le preocupa.
– ¿La muerte de una empleada de la embajada? Es lógico que me preocupe. -Aquella tarde, sin embargo, era el recuerdo de Dikta y el dolor lo que más le preocupaba-. Bien, supongamos que fue Magda Reiner quien hizo una copia de la llave del apartamento vacío, por el motivo que fuera. Supongamos que se reunió con alguien allí. Alguien a quien no deseaba recibir en su habitación… por el bien de él o de ella misma.
– O de ambos. Esconder a un desertor, a menos que la política alemana haya cambiado, significa la pena de muerte.
Bora suspiró de nuevo. El médico de Verona le había dicho que el dolor volvería. Las aspirinas y otros analgésicos no lograban aliviarlo, pero hasta el momento había resistido la tentación de pedir morfina. A veces sentía el fugaz y molesto deseo de que le cortaran todo el brazo para así eliminar el dolor.
– Hablaré con los cerrajeros de la zona -agregó Guidi.
– Bien. Puedo confirmar que Magda conoció a Merlo y Sutor en la misma fiesta, cuando celebraban la Marcha sobre Roma, el veintiocho de octubre de mil novecientos cuarenta y tres. Fráulein Kund dice que su amiga «no se decidía por ninguno de los dos, pero parecía asustada de uno de ellos en particular». Ni una palabra sobre cuál de los dos. También estaban en la fiesta el joven Emilio y un tal Willi del que no hay más datos.
– ¿Es un diminutivo de Wilfred?
– No lo sé. Quiero volver a llamar a la familia Reiner. -Bora se quitó la gorra y apoyó la nuca en el reposacabezas, con los hombros más relajados. En aquel instante el resplandor del cielo se tornó más brillante y el sordo bum-bum-bum se intensificó. Era un momento tan bueno como cualquier otro para sacar el otro tema que le preocupaba-. Por cierto, Guidi, ¿qué sabe de la muerte de Hohmann y Fonseca?
– Sé que ha ocurrido. -El inspector no esperaba que mencionase el caso. Había oído hablar de él, pero estaba fuera de su jurisdicción y seguramente de su competencia, dada la posición social de las víctimas-. ¿Por qué? ¿Conocía a alguno de los dos?
Excepto lo que Gemma le había contado sobre la destrucción de algunas cartas, Bora decidió explicarle todo cuanto sabía, consciente de que Guidi podía acceder al material que había reunido la policía hasta la fecha.
– Necesitaría que usted hiciese una consulta a un grafólogo profesional -concluyó-. No creo en los hechos porque sentía afecto por una de las víctimas. Me doy cuenta de que todo, incluso esto, apunta a un asesinato y posterior suicidio.
Como la luz del sol casi había desaparecido, Guidi sacó una linterna y examinó el sobre dirigido a Gemma Fonseca. Luego leyó la nota que contenía.
– Tenga. Es otra carta de la baronesa -explicó Bora-, escrita un día antes.
Guidi la leyó también.
– Es la misma letra -observó-. La caligrafía de la nota de suicidio se ve menos firme, pero es lógico, dadas las circunstancias.
No sé si se da cuenta de que debe entregar esta prueba, mayor Bora.
El alemán no dijo nada y se masajeó suavemente el cuello.
– Marina Fonseca le había dado el día libre al servicio -apuntó-. En cuanto al secretario del cardenal, un joven jesuita austriaco, es poco probable que se cuestione nada ni a nadie relacionado con el cardenal. En estos momentos, está conmocionado en el Santo Spirito. La pistola empleada, que el barón Caggiano había usado en la Gran Guerra, pertenecía a una colección de armas antiguas de la residencia principal de los Fonseca en Sant'Onofrio.
– Está claro que la baronesa incumplió las órdenes. Al cerrar los ojos Bora percibió aún más su dolor, el aroma de los arbustos floridos y el ruido distante de la batalla.
– ¿De entregar todas las armas útiles? No. No obstante, a menos que hubiese guardado la pistola consigo durante los últimos meses, me pregunto cómo consiguió ir a buscarla a una remota villa de los alrededores, a la que no llegan ni el tranvía ni ningún otro medio de transporte público. Le aseguro que está lejos. Todas las carreteras de Sant'Onofrio conducen al sanatorio mental y la casa de la baronesa, que da al valle de Rimessola, estuvo todo el invierno aislada por culpa de las bombas.
– ¿El cardenal no tenía su propio vehículo y chófer?
– Sí. Pero aquel día pidió que le llevasen a la plaza del Panteón mucho antes de la una, que era cuando estaba citado con Fonseca.
Luego se pierde su rastro hasta el momento de su muerte.
Guidi le devolvió los sobres.
– Sería conveniente hablar con el servicio de la casa otra vez, por si acaso. ¿Y los cuerpos? Usted debió de tener ocasión de observar algunos detalles.
– ¿Aparte de las heridas? Como comprenderá, apenas me atreví a mirarlos siquiera.
«Sólo porque conocía a uno de ellos», no pudo por menos de pensar Guidi.
– ¿Tenían alguna contusión evidente, abrasiones? ¿Señales de lucha?
– Nada que pudiese ver sin mover los cuerpos.
– ¿Había esperma?
Bora sintió que le entraban náuseas (probablemente por el dolor físico) y consiguió controlarlas.
– No lo sé. Había un montón de sangre en las sábanas. Lo que más me sorprende es que el cardenal programara una cita para la tarde cuando de hecho no tenía intención de asistir.
– Quizá la olvidó. O no pudo acudir.
Bum-bum-bum. En la oscuridad, el cielo más allá de los árboles llameó y se apagó poco a poco.
– Deben de estar machacando Aprilia -comentó Guidi mirando por la ventanilla.
– Sí.
No obstante, qué dulce era el aire del crepúsculo. Guidi buscó en su bolsillo el papel de fumar y el tabaco. Lentamente. -Mayor, ¿cómo pudo tolerar lo que ocurrió en las Fosas? -No tenía elección.
– Eso es lo que usted dice, pero llevo tres semanas preguntándome por qué hizo lo que hizo por mí. No tenía ninguna obligación.
Bora no respondió. Sólo cuando Guidi hubo acabado de liar un cigarrillo rompió su silencio. De mala gana, al parecer.
– En Rusia, cuando el avión de mi hermano se estrelló cerca de nuestro campamento, mis hombres no sabían quién era por sus documentos. Teníamos diferentes apellidos. Hasta que el sargento Nagel encontró en el diario de vuelo una foto en la que salíamos Peter y yo, no lo supieron. Entonces vinieron y me dieron el pésame.
– Lo siento, mayor,
– Reaccioné bien, Guidi… Les di las gracias por sus condolencias y les dije que quería estar a solas. Dentro de mi tienda la radio estaba conectada y me senté a escucharla. Eso es todo. Sin embargo, si me hubieran disparado, estoy seguro de que no habría salido ni una gota de sangre de mi cuerpo. Estaba tan muerto como puede estarlo un hombre en vida. ¿Podía haber evitado que le mataran? Sí, podía haberle convencido de que no fuese voluntario a Rusia pero, por el contrario, le animé. Yo tenía la culpa. Me sentía culpable, séque soy culpable, y por eso no pude dejarle morir en las Fosas. Su vida no tenía nada que ver con eso. -Sacó el mechero y encendió el cigarrillo de Guidi-. Es el encendedor de mi hermano.
– Usted no podía evitar la muerte de su hermano.
– Sólo se lo cuento para que vea lo que pensaba en marzo.
Guidi aceptó el rechazo de su gratitud porque le dispensaba de tener que sentirla. Aunque le daba miedo pensarlo, la gran diferencia entre Bora y él era el sufrimiento que cada uno había tenido que afrontar. Ni siquiera su angustiosa proximidad a la ejecución podía compararse con la suma de peligros, decisiones y pérdidas a las que se había enfrentado Bora. Le consternaba pensar que tendría que sufrir para conseguir un riguroso dominio de sí mismo. Bora estaba constreñido por su autocontrol como una herida por un vendaje, presta a sangrar si se retiraban las vendas. Era muy adecuado, pensó Guidi, que el alemán estuviese marcado exteriormente por las cicatrices, ya que por dentro no lo estaba menos.
Cuando Bora llegó a su hotel por la noche, tuvo la impresión de que alguien había entrado en su habitación, no sólo para limpiarla, llevarse la ropa sucia o reponer toallas en el baño. «No -pensó-. Alguien ha estado aquí, ha registrado mis cosas y se ha ido.»
Sin embargo, no guardaba nada de valor en sus cajones, y nadie roba libros. Examinó el armario, la mesilla de noche y el botiquín; mientras lo hacía, la sensación se fue disipando, exorcizada por el sentido del tacto, hasta que las cosas volvieron a serle familiares. «Quizá no. No falta nada.» Le costó quitarse las botas, pero el resto del uniforme salió con rapidez. Preparó una camisa para la mañana siguiente y colocó el gemelo en la manga derecha.
Viajar con Dollmann era una novedad para Bora, que había ido muchas veces a Soratte, no sólo en el coche del general Westphal, pero nunca con un SS.
Las montañas que se alzaban ante ellos tenían relieves redondeados, como cansinas olas calcáreas de tono morado. Cuando el vehículo aceleraba en los tramos bordeados de arces, las sombras verdes temblaban en el parabrisas. Las pequeñas granjas, islas en un mar de viñedos, parecían amables, pero Bora las miraba y sabía que en lugares corno aquéllos la resistencia trazaba sus planes y desde ellas los llevaba a cabo. El antiguo deseo de luchar se apoderó de él, aquella necesidad de la que había hablado a Guidi y que casi era tan buena como el amor. El riesgo cuidadosamente medido y la libertad de asumirlo.
– ¿Sabe lo que significa «Edom»?
La pregunta de Dollmann le desconcertó.
– No.
– Es una palabra hebrea y significa «Roma» en los textos apocalípticos. Debería usted saberlo.
– ¿De veras?
– Se ha producido un importante aumento del éxodo forzoso de Edom en las dos semanas pasadas, más o menos desde que Hohmann murió.
Bora dejó que la saliva se formara en su boca y luego la tragó. Sentía la tentación de plantear una pregunta, pero no pensaba hacerlo en presencia del chófer italiano del coronel. Dollmann se dio cuenta.
– Hable con libertad -le animó-. Es un buen chico.
«Dicen que Dollmann se tira a su chófer.» Bora pensó en aquella habladuría intentando no mirar al joven sentado al volante.
– Dígame, coronel, ¿hasta qué punto se oponía el cardenal Hohmann a los planes de «traslado» de Kappler?
– Totalmente. -Dollmann pareció divertido al ver que Bora le escuchaba con interés-. A su manera, el intelectual de Hohmann era un verdadero imbécil. Para empezar, o le caías bien o te detestaba. A usted le apreciaba, aunque eso no le impidió engañarle más de una vez. A mí no me apreciaba en absoluto… lo que me parece muy bien, y el sentimiento era mutuo. Apoyó desde el principio el nacionalsocialismo, lo cual dice mucho de ustedcomo alumno suyo; claro que entonces usted era joven y sin duda estaba empapado del revanchismo sensiblero y antibolchevique de nuestros benditos años treinta. La guerra civil española no le curó, pero a él sí. En estos últimos meses ya no se enfrentaba usted a su antiguo profesor de filosofía, sino a un anciano amargado cuyo nacionalismo se tambaleaba ante la agonía de tener que elegir. No era tan carente de escrúpulos como Borromeo, bendito sea, que es un hombre de nuestro tiempo; intentaba enmendarse, algo que ni usted ni yo debemos ni deseamos hacer. ¿Me equivoco?
– ¿Con qué o con quiénes cuenta?
Dollmann sonrió.
– Conozco a la gente corno usted, Bora. No me engaña. Para usted la política es un simple disfraz del militarismo puro, que ideológicamente es lo más falaz que puedo imaginar. Kappler lo sospecha y Sutor se lo huele, pero yo lo sé. Aun así, procura usted hacer bien su trabajo.
Bora mantenía un control absoluto sobre los músculos de su rostro y su cuello, sobre todo para no dar a Dollmann la satisfacción de pensar que había logrado intranquilizarlo.
– Tiene asegurado a su público, coronel; queda una hora de viaje.
– Ah, ya he dicho todo lo que tenía que decir. No me gusta soltar sermones.
En los minutos siguientes, que Dollmann dedicó a la lectura de un reportaje sobre Roma en el Signal, Bora se removió inquieto. Hohmann había participado en alguna acción humanitaria bastante arriesgada (sospechaba de qué se trataba) y la operación se había ido al traste tras su muerte. Era como pescar con un hilo de lana. Le habían dado la pista, pero era débil y traicionera, y las fuerzas en juego, mucho más poderosas que su lacio hilo.
– ¿Me está advirtiendo o informando, coronel Dollmann? -preguntó al ver que el SS guardaba silencio.
– La sto aiutando -respondió el otro sin levantar la mirada de la revista. Sin embargo, tampoco «ayudar» era algo que a Dollmann le gustara hacer.
En Soratte resultó evidente que el mariscal de campo planeaba una retirada ordenada de Roma en un futuro próximo. El X Ejército y el XIV Cuerpo se hallaban en el punto más extremo, y la línea trazada a través de Italia era demasiado larga para guarnecerla. Los franceses constituían un factor de preocupación inesperado y se hablaba de un nuevo desembarco americano, más cerca incluso de Roma. Era tan deprimente que Bora captó en los ojos de Dollmann un destello de desesperada hilaridad que compartió de una manera nerviosa.
– Mayo será decisivo, caballeros -decía Kesselring, con su cara de bulldog casi pegada a los mapas que forraban la mesa-. El mes de mayo, no tan hermoso como otros años, sólo nos proporcionará una oportunidad de guardar las apariencias. Cuando la «batalla de primavera» haya acabado, todos habremos aprendido una lección: a no burlarnos del enemigo porque sea lento. Deberíamos haberles dicho que se tomaran su tiempo, en lugar de hostigarlos. Mientras tanto, Dollmann, mantenga el ánimo en sus círculos sociales de Roma, y usted también, Martin. Aunque nos hayan dado un buen puñetazo en la nariz, no por eso tenemos que perder el aplomo.
– ¿Y Roma, herr Feldmarschall?
Kesselring, que sabía que era Bora quien había hecho la pregunta, no apartó la mirada de la red de lagos y ríos que rodeaban la ciudad como una telaraña.
– El tiempo que ganemos fortificando Roma, lo perderemos ante la Historia.
Kesselring y sus comandantes seguían conferenciando cuando Bora y Dollmann salieron de la habitación.
– ¿Cree que las cosas pueden empeorar, Bora? -preguntó el SS mientras paseaban.
– Podríamos cometer excesos, coronel. He visto a Sutor arrestar gente en Qiadraro. ¿Por qué acabamos siendo siempre tan incivilizados?
Dollmann se echó a reír.
– ¿Qué quiere decir con eso de «acabamos siendo»? Somos incivilizados.
A aquella altura, todavía hacía frío en aquella época del año y el aire del soleado mediodía era tonificante. El SS señaló a Bora algunos senderos ocultos en las montañas de los alrededores imitando burlonamente a un jovial guía turístico.
– Desde aquí puede divisar los agujeros donde prosperan al menos dos bandas de partisanos comunistas. Pero no se deprima, mayor. En cuanto a la charla que hemos tenido en el coche, siga pensando en ello. Aún mejor, deje que le cite la Biblia. -Dollmann le arrojó las pistas como un blando ovillo de lana-. «Lo que debas hacer, hazlo rápido.»
– No entiendo la analogía.
– Kappler representa a Cristo; un Cristo bastante blasfemo, ¿verdad?
Inesperadamente Bora esbozó una sonrisa carente de cordialidad.
– Creo que usted interpreta el papel de Tentador, coronel Dollmann, pero no me importa saltar desde esta torre o desde cualquier otra.
El SS le devolvió la sonrisa con irritación.
– Ya está usted en el aire, mayor Bora. Lo único que puede hacer ahora es caer bien.
Aquella tarde, donna Maria le observó por encima de las gafas. Cuando ella se lo pidió, Bora se quitó la guerrera y se quedó con la camisa blanca sin cuello, de aspecto sacerdotal de no ser por los tirantes grises.
– ¿Qué ocurre, Martin?
– Nada, donna Maria.
– Estás inquieto, y eso es impropio de ti.
Bora se sentó.
– Tu mente no para quieta -añadió la anciana.
Bora no pensaba decírselo, y tampoco estaba dispuesto a contestar a ninguna pregunta directa. De todos modos, la vieja dama parecía leer en su interior; reanudó su atento escrutinio, que le hacía sentir como arena que se erosiona. Lo observaba de un modo no muy distinto del día en que él fue a decirle que su mujer le había abandonado.
– Mañana entierran a Marina Fonseca.
– Ya era hora, ¿no crees?
– Una vez que esté en el panteón no habrá forma de saber cómo murió.
Donna Maria frunció el entrecejo.
– Deberías quitarte esa fea historia de la cabeza, Martin. Ya se ha acabado, y así fue como ocurrió. Deja que el viejo descanse en paz, si es así como descansa. Olvídalo, Martin.
– No puedo.
¿Cómo decirle que estaba muy asustado? Hacía meses que no tenía tanto miedo. Sentía la amenaza de las cosas, de las situaciones. Sus sentidos estaban aguzados de una forma inmisericorde. Como hacía tantos meses, tendría que retroceder hasta un estado de negación elemental e ir derecho al peligro.
La anciana señaló con la mano el trozo de encaje que crecía como una lengua delicada e intrincada en su mundillo.
– Es un encaje para un vestido de novia, Martin. No me dejaría la vista en él si no pensara que tienes suficiente sentido común para vivir y casarte de nuevo. Sea lo que sea, déjalo ya.
– No puedo, donna Maria.
– Entonces espero que sepas lo que haces.
Bora oyó el tintineo de los adornos encima del gran aparador y pensó que, como las pequeñas advertencias que le llegaban, estaba causado por un temblor mucho más violento. No podía hacerle más caso que dos años atrás en Rusia, o en Polonia. Observó a la anciana con una extraña sensación de bienestar. Se sentía seguro a su lado, aunque no era una mujer maternal… para ella no había tabúes. Podía confiarle lo que ni siquiera contaba a sus padres; en las últimas cartas que les había enviado no explicaba que Dikta lo había abandonado, para asegurarse de que ellos tampoco mencionaran el asunto. En cambio donna Maria… estaba cómodo a su lado, como con una amante antigua y sabia. Se sentía tan agradecido por el refugio emocional que le proporcionaba que tuvo el extravagante impulso de confesar un pecado antiguo, como si al hacerlo pudiera evitar de alguna forma que se acercase el mal.
– Donna Maria, ¿se acuerda de cuando era jovencito, del día que vine a casa tan tarde? No me quedé encerrado en el museo, como le dije. Fui a ver a Anna Fougez al Jovinelli. Y antes había estado con su amiga, Ara Vallesanta. Tendría que habérselo dicho entonces, pero me daba vergüenza… Le hice el amor aquella tarde en La Gaviota.
Donna Maria soltó una risita, inclinada sobre el mundillo lleno de alfileres.
– ¿Por qué crees que te propuse que fueses al campo con ella? Si tenías que aprender, quería que aprendieses con la mejor. Era buena, ¿verdad?
– ¡Lo sabía!
– No podía dejar que fueses probando suerte por Roma tú solito, con menos de dieciséis años. Claro que lo sabía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tu madre me había pedido que no te asignara un «tío» mundano, como se hacía entonces con los chicos en Roma. En cuanto a tu padrastro, no podía confiar en que tuviera una conversación de hombre a hombre contigo, a menos que fuera para hablar de caballos y piezas de artillería.
– Me ha estado pesando en la conciencia todos estos años, donna Maria.
Ella buscó su mano por encima de la mesa y Bora se la ofreció.
– Habría hecho lo mismo ahora si pensara que querías, pero eres como yo… siempre buscando algo más que un simple amante. Es duro, Martin; duro y solitario. De modo que aquí estoy, observándote y trabajando en el vestido de tu próxima esposa.
El comedor del Hotel d'Italia estaba medio vacío. Cuando Bora entró, una de las mujeres de Sutor (Sissi o Missy, la de la cinta con lentejuelas en el pelo) le reconoció de la fiesta en casa de Dollmann y enseguida fue a su mesa.
– Vaya, si es el mayor que aprendió tantos trucos en España. ¿Puedo acompañarle, mayor?
El señaló la silla de enfrente y ella se sentó.
– Dicen que todas las mujeres alemanas deben abandonar Roma a finales de mes. Es porque vienen los americanos, ¿verdad?
– Parece que sabe usted más que yo.
– El caso es que deseo acostarme con usted y conseguiré que estemos juntos antes de eso.
Bora lanzó una risita, porque la mujer era guapa y tonta.
– Me temo que será imposible.
– ¿Por qué? ¿Hay otra persona?
– Hay otra cosa. -Por un momento tuvo la necia tentación decirle que hasta el 30 de abril no conocería el resultado de la prueba de Wassermann. Luego se reprimió, porque si lo decía Sutor acabaría enterándose.
Un camarero se acercó a preguntar si la dama se quedaba a cenar y ella se apresuró a decir que sí. Sin inmutarse, él se volvió hacia Bora, que procuró no comprometerse.
– Si ella quiere… -respondió.
– Bueno -siguió la mujer-, ¿por qué me dijo que se alojaba en el Flora? -En su boca, joven y desilusionada, se dibujó una amplia sonrisa-. No, pensándolo mejor, no conteste. Dígame, ¿va a salir esta noche?
– No. Me voy a la cama.
– Es un buen sitio a donde ir.
Ella habló poco durante la cena, comió con envidiable apetito y luego pidió un cigarrillo. La mantequilla y el pintalabios dejaron un aro en torno a él cuando dio la primera calada, del mismo modo que habían dejado su huella en el borde de su vaso. Bora la miró desapasionadamente, como quien observa una extraña planta carnívora.
– ¿Dará una oportunidad a una chica trabajadora, mayor?
– No lo creo. -Echó la silla hacia atrás para estirar las piernas sin tocar las de ella-. Me fastidia tener que decirlo, pero no me gusta que se me ofrezcan.
– Bueno, es halagador. No es lo que le dijo al capitán Sutor. -Me gusta que me quieran, que es muy diferente, y usted no me quiere, señorita.
– ¿Cómo lo sabe?
– Sé reconocer ese sentimiento cuando lo veo.
La joven había sacado la polvera y, mirándose en su espejito cuadrado, se aplicaba carmín en el labio inferior.
– Es curioso, porque me parece que es usted de la clase de hombre que se enamora de una mujer que ni siquiera sabe que él existe.
Bora observó el movimiento de su mano hacia el labio superior y las muecas que hacía. Sí. Era bastante cierto. ¿Qué diría la señora Murphy?
El miércoles por la tarde, Westphal le dio permiso para asistir al entierro de Marina, una ceremonia estrictamente privada a la que sin embargo Gemma Fonseca invitó a Bora.
La zona del cementerio donde se encontraba el panteón familiar tenía señales de apresuradas reparaciones en el monumento y las ornadas cruces. Las coronas de flores y hojas de palma parecían haberse colocado allí para honrar la muerte del arte bajo las bombas, no menos que las vidas perdidas. Sólo estaban presentes Gemma y su madre, una figura decrépita en silla de ruedas envuelta en el luto como una noche de invierno.
Después de la ceremonia Gemma tendió a Bora un sobre marrón.
– Quería darle también todo esto. Me acordé de ellas cuando se fue usted el otro día.
Bora miró dentro y vio varias postales de Marina.
La mujer se bajó el velo sobre el rostro.
– Esos… la policía… los que se llevaron las cartas, dijeron que no les interesaban. Encontrará el contenido bastante banal, me temo, pero son muestras de su letra.
Había sido el chófer de Dollmann quien había llevado a las mujeres hasta allí. Bora acompañó a Gemma hasta el coche, donde se aseguró de que su madre se sentara cómodamente en su asiento, y luego le pidió que le concediera unos minutos más. Volvieron a cruzar la puerta del cementerio del Verano y se adentraron lo suficiente para quedar a salvo de la mirada de curiosos; entonces Bora le mostró la nota de suicidio. Estaba preparado para la reacción que necesariamente seguiría, pero no para las palabras que Gemma pronunció, llorando aún:
– Marina escribió esto con la mano derecha. ¿Por qué?
– No sé qué quiere decir.
– Era zurda. Ambidiestra en realidad, pero nunca usaba la mano derecha, con la que era más lenta, para la correspondencia. Desde luego, nunca en la que me envió a mí.
Más tarde, sentado al volante de su coche, Bora comparó las muestras que tenía. La falta de firmeza que Guidi había observado y atribuido al estado mental de Marina bien podía explicarse por el comentario de Gemma. Intentó hablar con el inspector en cuanto regresó al despacho, pero le dijeron que había salido hacia Tor di Nona tras una banda de ladrones de neumáticos y que no volvería en todo el día.
Eran más de las nueve de la noche cuando por fin hablaron por teléfono, ya que Guidi había pasado por el despacho de vuelta desde la periferia y había visto el mensaje de Bora. Después de oír lo que el alemán le contó, exclamó:
– La cuestión es que la hermana de la víctima reconoce su letra. Usted se empeña en suponer que pudo haber alguna clase de coacción.
– O que al escribir de una forma poco habitual en ella, pero no detectable por los demás, ya que la mayoría de la gente es diestra, quería expresar su angustia. ¿Alguna noticia de los informes post mortem?
Guidi estaba cansado y bostezó en silencio ante el auricular.
– Tengo el de la baronesa, que un colega ha tenido la amabilidad de pasarme. El Vaticano cuenta con su propio personal médico, que fue el que redactó el del cardenal, y se lo han quedado ellos. No, mayor Bora, no puedo. Me estoy saltando todas las normas y he tenido que insistir a mi colega para obtenerlo; la noche pasada alguien registró su oficina y no estaba de muy buen humor que digamos. O se lo llevo a su hotel o viene usted a echarle un vistazo.
Bora se presentó en la comisaría al cabo de diez minutos. La muerte de Marina Fonseca, leyó, había sido causada por un tiro de pistola que ella misma se había disparado en la sien derecha. Aplastamiento del hueso, destrucción de tejido cerebral, hemorragia masiva, etcétera. Midriasis notable. Ningún otro signo de violencia en el cuerpo. Pequeñas decoloraciones en el hueco del brazo derecho, como las causadas por una aguja hipodérmica. Bora volvió a leer la frase y luego preguntó a Guidi si podía hacer una llamada.
En el otro extremo de la línea, Gemma Fonseca no sólo se mostró sorprendida, sino que se puso a la defensiva.
– ¿No se lo había mencionado? Marina era diabética. Controlaba la enfermedad administrándose insulina intravenosa tres veces al día. Gracias a nuestras buenas relaciones con el Vaticano podía seguir con su tratamiento, ya que en estos tiempos las medicinas son muy escasas.
– Comprendo. ¿Sabe usted de cuánto era cada dosis?
– Por lo que recuerdo, eran veinticinco unidades. ¿Por qué me pregunta todo esto, mayor? Marina era muy escrupulosa con su dieta y su medicación, y nunca rozó siquiera a la neurastenia o a cualquier otro de los trastornos mentales que sufren los hipoglucémicos. Por favor, dígame de qué se trata.
– Esperaba que pudiera ayudarme a encajar algunos datos, eso es todo. Gracias. Quizá tenga más preguntas cuando volvamos a vernos.
Guidi le observaba con el sombrero en la mano y la actitud de quien se dispone a irse a su casa. Le fastidiaba que Bora pareciese siempre lleno de energía, y la obstinación que ahora mostraba en investigar un caso cerrado le molestaba aún más. Sin pronunciar palabra retiró el informe médico del escritorio donde Bora lo había dejado y apagó el flexo. El alemán captó la indirecta y se dirigió hacia la puerta.
– ¿Me equivoco, Guidi, o no pone el corazón en este asunto? Educadamente el inspector lo condujo fuera del despacho antes de apagar la lámpara del techo.
– Mi corazón no tiene nada que ver con esto, mayor.
Hannah Kund acudió a la comisaría el viernes a primera hora de la mañana. A Guidi le pareció algo masculina, con el cabello rubio muy corto y zapatos planos, blusa y corbata. De no haber sabido que no era la chica a quien se atribuía el beso «lésbico», habría sacado conclusiones por su aspecto. La mujer respondió a todas las preguntas sin la menor vacilación, sin añadir nada a menos que se le requiriera de forma específica. Magda era una buena chica, pero estaba un poco confusa. ¿Qué significaba eso? Pues que le gustaban los hombres y éstos a veces se aprovechaban de ella. ¿En qué sentido se aprovechaban? Pues al menos uno de ellos la había maltratado. ¿Cómo? La había abofeteado, le había dejado moretones en el cuello… Pacientemente Guidi reconstruyó la versión que Hannah ofrecía de la vida de Magda Reiner en Roma.
Solía enviar regalos (muñecas Lenci; era cliente de La Casa dei Bambini) a su sobrinita en Alemania y los acompañaba de postales que rezaban: «Besos de tu tía.» Estaba claro que era su hija, de ocho años de edad. Tenía «un pequeño problema», según palabras de Hannah, con la bebida, de lo que Guidi dedujo que Magda Reiner posiblemente había perdido el control en algunas fiestas. Su carrera como secretaria de la embajada al parecer habría terminado pronto, aunque no hubiese muerto. ¿Novios? De algunos hablaba, de otros no. Guidi ya conocía los nombres que oyó, pero la mujer no dio más datos que permitieran identificar a los hombres nisituarlos en el escenario de la noche fatídica. Merlo y Sutor se habían encontrado una vez en el portal del edificio de apartamentos, cuando Magda volvía a casa con Hannah; el alemán le hizo una escena al día siguiente y la llamó fulana. Un piloto italiano de las fuerzas aéreas le hizo el amor en el asiento trasero de un coche justo tres días antes de su muerte. No obstante, al parecer nunca había llegado a superar la desaparición de su novio en Grecia.
Hannah Kund estaba sentada muy tiesa delante del escritorio de Guidi y le miraba fijamente con sus ojos de pestañas rubias.
– Magda decía que un amor pasado siempre parece mucho mejor que el presente. -Era la primera frase que pronunciaba de forma voluntaria.
– ¿Sabe si recientemente había hecho copias de alguna llave?
– Pues sí. Esa es otra de las razones por las que me di cuenta de que faltaba su llavero. Me pidió que hiciera una copia de la llave de su piso, porque la suya se había roto en la cerradura. Guidi procuró controlar su entusiasmo.
– ¿Le dio los trozos de la llave vieja?
– No. Hizo un molde de estearina de la cerradura.
– ¿Cuándo fue eso?
Hannah Kund consultó una libretita que llevaba, al parecer la agenda del año anterior.
– El primero de noviembre.
– ¿Hay algo más que quiera decirme acerca de Magda Reiner?
– Supongo que el dato carece de importancia, pero Magda almacenaba comida. Compraba toda la que podía y la guardaba en casa. ¿De qué clase? Pues alimentos enlatados sobre todo, y dulces. Le encantaban esos turroncitos de avellanas… Moretto, creo que se llaman.
Guidi no recordaba haber visto grandes cantidades de comida en el piso de Magda, y tomó nota de ello, aunque en aquellos días de escasez podía haber resultado una tentación imposible de resistir para los primeros que registraron el apartamento. El envoltorio del 7B, en todo caso, era de un Moretto.
El domingo, el general Westphal estaba en Soratte, y Dollrnann también. Por la mañana Bora se dirigió a via Giulia para ver al cardenal Borromeo, quien, sospechando que lo que le interesaba era el examen post mortem de Hohmann o algún otro documento relacionado con el caso, mandó decir que no estaba. Bora no insistió, puesto que por la tarde tenía que reunirse con su comandante para inspeccionar el despliegue de tropas en torno a los montes Albani. De vuelta en el despacho, se sentó junto al teléfono a esperar novedades del frente. A las seis partió hacia las montañas, donde debía pasar la noche, pero pronto voló de vuelta a Roma con un mensaje confidencial para el general Maelzer. Este, como era típico de él, le ordenó que entregase su respuesta en mano. Bora sólo tenía tiempo de pasar por su habitación para coger un nuevo bote de aspirinas antes de marchar al aeropuerto.
Cuando salía del vestíbulo del Excelsior se fue la luz y cuando llegó al Hotel d'Italia todavía no había vuelto. Todo el edificio estaba a oscuras. Había velas sobre el mostrador de recepción y en las mesas, donde la gente hablaba en voz baja. Bora subió por las escaleras con la ayuda de una linterna, que tuvo que dejar a un lado para introducir la llave en la cerradura con la mano derecha.
Más tarde no recordaría si lo esperaba o no, pero nada más entrar en la habitación oyó el susurro de ropas a ambos lados y de inmediato le inmovilizaron sujetándolo por los brazos. El dolor le taladró el hombro izquierdo. El cañón de una pistola se alojó debajo de su barbilla. «Dos o tres hombres. El arma no es del ejército.» Se revolvió pero no logró soltarse; tampoco podía bajar la cabeza, y su cuerpo estaba expuesto a los golpes. Intentó arrojarse al suelo y se dio cuenta de que amartillaban la pistola; el clic resonó en su cabeza.
Nadie pronunció una sola palabra, pero los hombres estaban lo bastante cerca para que Bora percibiese su olor a tabaco y dejase de forcejear, ansioso por averiguar quiénes eran por el olor y el tacto, y si llevaban uniforme (no lo llevaban). Su momentánea relajación hizo que la presión cediese lo suficiente para que pudiese volverse amedias e hincar la rodilla en la entrepierna de uno de sus captores. Le oyó gritar y su brazo derecho quedó libre, pero enseguida empezaron a asestarle puñetazos. El dolor le enfureció y devolvió los golpes. Intentaron cogerle por el pelo, pero lo tenía demasiado corto, de modo que lo agarraron por el cuello y le retorcieron el brazo derecho a la espalda, hasta que un espasmo lo dejó rígido e inmóvil.
Estaba seguro de que le romperían el brazo. Sus músculos temblaban para resistirse a los tirones que le daban. Era como si una corriente eléctrica le atravesara el hombro y produjera una destellante cadena de chispas ante sus ojos. Se retorció a causa del dolor, y frenéticamente volvieron a colocarle la pistola contra la cabeza. Notó agudas punzadas en el codo y se preparó, con el corazón encogido, para oír el chasquido del hueso. Intentó apretar el puño derecho y no pudo, del mismo modo que no podía dejar de gritar.
En ese momento algo apareció bajo sus pies. Una pálida franja de luz se colaba por debajo de la puerta al encenderse las lámparas del pasillo. La presión cedió sobre su brazo y Bora, por sorpresa, lo hizo girar para golpear al hombre que empuñaba el arma, pero enseguida lo derribaron con un fuerte golpe detrás de la oreja. No perdió el conocimiento, pero le sangraba la nariz y estaba demasiado aturdido para seguir a sus agresores, que salieron corriendo. Se puso en pie y fue tambaleándose hasta el cuarto de baño, donde empapó una toalla y se la pasó por la cara sin mirarse en el espejo, temblando por el alivio de la tensión o por la ira creciente. Cuando escurrió la toalla en el lavabo, el agua que soltó estaba teñida de rojo. Se quedó un rato allí para restañar la sangre, que no era demasiada, pero seguía saliendo. Le dolía todo el cuerpo, mas no estaba herido.
La habitación estaba hecha un estropicio. Por el espejo vio que habían vaciado los cajones, cuyo contenido yacía en el suelo, y registrado el armario de arriba abajo. Habían sacado de debajo de la cama su baúl del ejército y lo habían volcado, de modo que había libros, papeles, fotografías y cartas esparcidos a su alrededor. Incluso el lecho estaba revuelto. Furioso, Bora borró aquella imagen de destrucción abriendo el armarito del baño en busca de analgésicos.
El tubo de Cibalgina estaba vacío, de modo que tomó tres aspirinas, se alisó el uniforme y se fue al aeropuerto.
Por la mañana le informaron de que le habían telefoneado desde via Tasso. Bora llamó allí tan pronto entró en su despacho, a las nueve en punto. Cuando Sutor le preguntó bruscamente por qué no había llegado antes, protestó:
– Quiero que sepa que ni siquiera he podido ir a la habitación de mi hotel a afeitarme.
Sutor hizo una pausa.
– ¿Y eso?
– Acabo de volver de Soratte. He pasado la noche allí.
Silencio al otro lado de la línea, que pareció cortarse. Bora sintió curiosidad. Empezaban a palpitarle las sienes y, con los acelerados latidos del corazón, el hematoma detrás de la oreja comenzó a dolerle. Volvió a sentir sensación de peligro por primera vez desde la noche pasada. No obstante, su voz denotó tranquilidad, incluso indiferencia:
– ¿En qué puedo ayudarle?
– ¿Cuándo partió hacia Soratte? -inquirió Sutor.
– A las seis de la tarde de ayer. Ya se lo he dicho, he pasado la noche allí.
– Miente.
«Cada palabra cuenta. No puedo cometer un error.»
– ¿Por qué iba a mentirle, capitán?
– Páseme con el general Westphal. Quiero preguntarle si es verdad.
– El general está en la línea con Berlín. Por supuesto, si el tema es urgente, le avisaré de inmediato. -Tomó aliento, como quien se prepara para levantar un peso o aguantar un golpe-. No entiendo por qué insiste en que estuve en Roma anoche, capitán Sutor. No recuerdo que tuviera que asistir a ningún acto.
Sutor colgó, sin haber revelado el motivo de su llamada.
Siguiendo sus instrucciones, nadie había tocado la habitación de Bora. Cuando volvió aquella tarde, más sereno, separó las prendas que había que lavar o planchar y volvió a colocar el resto en los cajones y el armario. Devolvió los libros y revistas al estante y la mesilla de noche, y guardó los objetos pequeños (gemelos, medallas) en sus cajas. Quería saber qué faltaba. Examinó todos los documentos que habían sacado del baúl dividiéndolos en pilas: fotografías, partituras, manuales, bosquejos.
No vio su agenda en el cajón de la mesilla de noche (los profilácticos seguían ahí), pero esperaba que la hubiesen arrojado en algún sitio. No la encontró. Llegó incluso a vaciar de nuevo los cajones para asegurarse, miró detrás del radiador, de la cama, en el baño… nada. Para colmo, la luz se fue de nuevo. Se sentó en la oscuridad rumiando su impotente necesidad de hacer que alguien pagase por aquello.
El miércoles, caía una suave lluvia primaveral cuando Bora y Guidi se reunieron en la comisaría alrededor del mediodía. Los tejados brillaban como espejos bajo el velo del agua, y en el extremo occidental de la habitación las ventanas estaban cubiertas de lágrimas.
Bora hizo una exhibición tan consumada de tranquilidad que estaba seguro de haber engañado a Guidi. Después de escuchar el informe del inspector sobre su entrevista con Hannah Kund, tomó nota de la fecha y el lugar donde se había hecho la nueva llave.
– Yo también tengo noticias -dijo-. ¿A que no adivina quién ha venido esta mañana a mi despacho? El mismísimo Merlo, con el cabello engominado y brillante como la piel de una foca. Oficialmente quería invitar al general Westphal a una representación de I pescatori de perle, pero me he olido sus intenciones. Le he dejado hablar. Conoce la ópera, eso se lo aseguro. No me reconoció como el hombre que habló con él durante la representación de la obra de Pirandello, pero alguien de la policía de Roma le ha dicho que Pietro Caruso anda tras él. Sabe que yo trabajo con usted en la investigación, y también le conoce. Está claro que Caruso tiene enemigos. Es de lo más divertido, porque ahora todo está en el aire.
Guidi refunfuñó.
– Yo no lo encuentro divertido, mayor. ¿Qué le ha dicho usted?
– Ah, eso es lo mejor. No suelo disfrutar con mi posición de ayudante de campo, pero la sensación de poder que conlleva resulta estimulante. Le dije que yo (le he dejado a usted fuera porque no tiene ningún poder) tenía pruebas de que él se encontraba en el escenario de la muerte de Magda Reiner. Le dije que era sospechoso de haberla empujado por la ventana de su dormitorio, y añadí que es del dominio público que maltrata a las prostitutas.
«Usted no tiene ningún poder.» Guidi no cayó en la cuenta de que Bora le estaba protegiendo y se sintió ofendido.
El alemán, que no se percató de ello, sonreía, apoyado contra la ventana. Por muy inquietante que resultase que los intrusos que habían entrado en su habitación pudieran ir tras la nota de suicidio y tuviesen que contentarse con su agenda, su tono de voz era jovial y sonaba convincente incluso a sus propios oídos.
– Merlo se quedó desconcertado, Guidi. No tenía ni idea de que Caruso intenta hacerle cargar con el mochuelo. Dice que es muy riguroso con las cuentas del partido en la Confederación Nacional de Sindicatos Fascistas y que por eso se ha creado enemigos. Suponía que se vengarían de él con alguna cuestión económica, pero no con algo así. Se describe como un buen marido, que no quiere que esto llegue jamás a oídos de su mujer. «Entonces debe de estar sorda», le dije. Cuánto he disfrutado, Guidi. Cuando la conversación acabó (tardó casi dos horas en soltarlo todo), yo no sabía qué pensar de él. Creo que, después de todo, podría ser el asesino. Según él, Magda Reiner se le echó encima en la fiesta del treinta de octubre y le acosó con llamadas telefónicas hasta que él accedió a quedar con ella. En aquella ocasión Magda no llevaba ropa interior, y la naturaleza siguió su curso. Ninguna mujer había hecho nunca algo así por él y se sintió halagado, como es lógico. Sí, estaba enamorado de ella como un adolescente, asegura.
– ¡Qué tontería, mayor!
– Aún no he acabado. Como le explicó a usted fráulein Kund, una tarde se tropezó con Sutor en el portal del edificio de Reiner, y no se tragó el cuento que ella le contó de que el otro se veía allí con Hannah Kund. Hizo que un miliciano lo espiase y así descubrió que la visitaba a ella. Dice que nunca ha oído hablar de ningún Emilio o Willi, pero que en la tercera semana de diciembre su amor se había convertido en odio, corno el de Otelo por Desdémona… según sus propias palabras.
– Pero, por supuesto, jura que no la mató.
– Más bien diría que no jura eso ni lo contrario. -Bora miró hacia la calle y prosiguió con tono jovial-. Le aseguro que le presioné mucho, pero es más insolente de lo que yo creía. Me desafió a que demostrara que la había matado. No me amenazó; nunca se le ocurriría. En cuanto a usted, Guidi, cuando le dije que no aceptará ciegamente la acusación contra él planteada por Caruso, me contestó que espera que cumpla con su deber de funcionario honrado.
Y añadió que usted nunca podrá probar que él la mató.
– Ya lo veremos. ¿Y qué le dijo de las gafas?
– Como explicó el pobre Sciaba, las había devuelto a la tienda. Dice que la funda (cosa curiosa) desapareció de su despacho a principios de febrero y que no sabe cómo acabó en el apartamento de ella.
– Es lógico que diga eso. ¿Ha admitido que vio el cuerpo?
– Sí.
Guidi se quedó callado. Le irritaba que Caruso le hubiese hecho creer que Merlo era demasiado poderoso para meterse con él y luego se mostrase autoritario al ver que el inspector, un simple policía de provincias, no se resignaba. Bora estaba en lo cierto: no tenía ningún poder. Pero quedaba por ver si sería capaz de probar la culpabilidad de Merlo.
– He intentado llamar a los padres de Reiner para hablar con ellos -explicó Bora tratando de apaciguarle-. No lo conseguí, porque su casa fue bombardeada y se han ido a vivir con unos amigos. En cuanto recupere su pista, les haré más preguntas sobre el tal Wilfred del frente griego, la aventura amorosa de mil novecientos treinta y seis, y cualquier relación presente que pudiera tener la chica. A menos, por supuesto, que se enamorase de algún miembro de la resistencia clandestino. Entonces volveríamos a estar en el punto de partida.
Guidi no se percataba de la meticulosidad con que Bora fingía despreocupación. Pensó una vez más en Antonio Rau, cuyos movimientos en Roma antes de reanudar las clases de latín en via Paganini ignoraba. El joven no era demasiado alto, pero ¿le habrían quedado bien si no las ropas que compró Magda?
Para guardar las distancias, el cardenal Borromeo rechazaba audiencias y hacía esperar a las visitas largo rato en la antecámara; en el exterior recurría a otros métodos no menos acertados. Aquella vez había citado a Bora en Ara Coeli, junto a la colina del Capitolio. Había cierta malicia en la elección, porque, dada la herida que el alemán tenía en la pierna, el vertiginoso ascenso de ciento veintidós escalones le haría recordar la necesidad de la humildad tanto física como moral. De pie sobre la lápida de un antiguo erudito que se había mortificado a sí mismo decidiendo que lo enterraran en el umbral de la transitada puerta, Borromeo observó a Bora.
– No está jadeando -fue lo primero que dijo.
– Espero que no, cardenal. Deme seis meses y subiré corriendo.
– Dentro de seis meses no estará en Roma.
– El hombre propone y Dios dispone, cardenal. Los milagros existen.
– ¿De veras lo cree? -Borromeo entró delante de él en la iglesia, fría en comparación con el calor que hacía fuera-. En los milagros, quiero decir.
– Bueno, es un dogma de la Iglesia.
– También lo es la Inmaculada Concepción, cuando usted y yo sabemos que no tiene sentido.
– Prefiero no discutir de teología con quienes saben más que yo.
– Sin embargo, hablaba de filosofía con Hohmann.
– De filosofía entiendo.
Vestido con una sotana negra sencilla, Borromeo parecía muy alto y delgado, un verdadero palillo. Se arrodilló ante el altar principal con desenvoltura y se persignó antes de tomar asiento en el primer banco. De una elegante carpeta de piel sacó un diario sin tapas, en el que Bora reconoció con un sobresalto la letra de Hohmann.
– Creo que esto es lo que buscaba el otro día, cuando no le recibí. -Permitió que Bora echara un vistazo a un par de párrafos y luego guardó el diario en la carpeta-. Si es así, le explicaré cómo están las cosas. En primer lugar, no pienso entregárselo. El secretario de Hohmann, que no es tan tonto como parece, se lo llevó a casa cuando el cardenal no volvió a su residencia después de la reunión con Marina Fonseca, ya que quizá había recibido instrucciones de hacerlo en un caso semejante. Ahora está en manos del Vaticano y, si podemos evitarlo, nunca saldrá a la luz. En segundo lugar, este encuentro no ha tenido lugar. Debe negarlo si llega la ocasión, incluso en confesión.
Bora levantó la vista hacia el recargado techo de madera dorada y estuco, como si buscara inspiración allí.
– ¿Por qué cree que puede interesarme el diario del cardenal?
– Mi querido mayor, soy más viejo y tengo más experiencia que usted, aunque mi pequeño reino no es de este mundo. Me mantengo informado. Hohmann llevaba un diario en la universidad, ambos tenían amigos comunes, usted es su heredero espiritual… No hay motivo para ocultarle lo que él inició. Usted debe continuar lo que él inició.
– ¿De qué se trata, cardenal?
Con una sonrisa condescendiente, Borromeo dejó la carpeta en su regazo y descansó las manos encima.
– Vamos, mayor, no pregunte cosas obvias.
Bora se sintió expuesto, a sólo un paso de la vulnerabilidad.
– ¿Por qué no se lo encarga al coronel Dollmann?
– Porque ya tiene bastante trabajo. Además, usted era un gran admirador de Hohmann, el que defiende su honor después de la muerte. ¿Qué le ocurre, mayor? ¿Empieza a tener miedo ahora que los americanos se acercan?
– No son los americanos los que me preocupan.
– Ya veo. -Borromeo le observó con atención-. Como seguramente no para de darle vueltas, le diré que Hohmann era asexual como un viejo capón, pero Marina Fonseca, viuda frustrada de un pecador impenitente, era un caso típico de vagina dentata. Yo era su confesor, de modo que puede creerme. Ahora dígame, ¿cuáles son sus condiciones para continuar el trabajo de Hohmann? Estoy dispuesto a negociar.
En aquel punto de su celibato, por un momento a Bora hasta le resultó atractiva una vagina dentata. Levantó la mano. -Dos. La primera es que debe dejarme el diario.
– Lo siento, pero no permitiré que nadie lo vea. Ya estoy tergiversando las leyes según mis intereses al estilo de los jesuitas. Está escrito en italiano, como ve, y debe contentarse con saber que se refiere de modo poco críptico a individuos identificados como Vento, Bennato y Pontica.
Sobrenombres muy transparentes para Bora, Eugene Dollmann y Marina Fonseca. A Bora le pareció que el peligro había entrado en el espacio sagrado y lo había llenado de sombras. Habría salido huyendo de haber podido, porque no deseaba aquello. Así pues, dijo:
– No haré nada hasta que se me garantice que puedo leer el texto. Nada. Ni siquiera mostrar interés. -Al ver que, después de un seco silencio, Borromeo parecía vacilar, le preguntó-: ¿Cuándo y dónde? Entonces le diré cuál es mi segunda condición.
El cardenal se levantó para irse, ahora sin molestarse en santiguarse ante el altar mayor.
– Mañana por la tarde en el hospital del Santo Spirito. A las siete en punto. Le interesará saber que la señora Murphy trabaja como voluntaria allí -añadió con una sonrisa fuera de lugar-. Así tendrá usted ocasión de practicar su excelente inglés.
Cuando llegó al pie de la escalera y se disponía a subir a su coche, Bora reconoció a Dollmann, que estaba sentado a una mesa de un café, al otro lado de la calle. El coronel levantó una taza a modo de brindis.
– ¡Esta ciudad cada vez es más pequeña, Bora! Mira que verle aquí… ¿Ultimamente se salta la comida para ir a la iglesia?