38576.fb2 La amigdalitis de Tarz?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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III. Tarzán en el gimnasio

Cuando vuelvo a una carta como la que sigue, cuando compruebo una vez más la ingenua alegría y la tremenda firmeza, la casi irresponsable elegancia y esa suerte de descarado optimismo basado en un amor total por la vida, cuando veo que Fernanda María vuelve a despertarse alegre una mañana, en otro país, en otro mundo, ante un nuevo y muy distinto problema, cuando la imagino sentada escribiéndome como si nada hubiera pasado, nada le hubiera pasado, como si realmente no estuviera experimentando la más mínima angustia, el más mínimo dolor, y como si jamás hubiese recibido amenaza de muerte alguna, aún quiero correr hacia ella para cuidarla y mimarla, para quererla y protegerla como nunca he podido hacerlo, salvo por carta, claro, pero Dios sabe que por correo yo siempre parezco haber sido mejor, al menos a juzgar por los comentarios que la propia Fernanda María hizo muy a menudo de aquella tonelada de cartas mías que una banda de negros perversos le robó con otras joyas -de familia éstas- el día que la asaltó en Oakland.

Pero, por supuesto, Tarzán ha sido ella, siempre fue ella, y ahora Tarzán como que acabara de descubrir la completa voracidad de cada célula viviente de la selva. Ahora Tarzán como que empezara a madurar, de una vez por todas, para cuidar a sus criaturas entre el follaje y la vorágine y entre sus habitantes devoradores, cual hiena, o venenosos, cual tarántula. Y ahora Tarzán como que hubiera tomado conciencia de mil horribles y perversas acechanzas Rambo, y, al comprobar que su grito en la selva no contiene aún la suficiente energía, la suficiente ferocidad o Emulsión de Scott o lo que ustedes quieran, acaba de inscribirse en un gimnasio.

Y desde ahí, entre un cargamento de pesas y otro de lianas y poleas, entre un millón de abdominales y tres de dorsales y cuatro de flexiones de piernas, desde ahí parece que Tarzán respirase suave y armoniosamente mientras me cuenta, mientras me da cuenta, más bien, o, por qué no, mientras me envía el más hermoso parte de campaña jamás escrito desde un frente de batalla, esta carta en la que un genio feliz y enredado parece haber logrado una vez más que Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes esté muy alegre esa mañana, mientras escribe:

Trinity Beach, California,

27 de diciembre de 1980

Tan querido Juan Manuel Carpio,

Contento estarás de saber que he salido de San Salvador con los niños. Estamos en la opulenta California, en casa de mi hermana María Cecilia, que queda al lado del mar. La linda costa californiana nos recibió con días brillantes y noches tranquilas, lejos de las bombas y de la muerte continua y más y muy serias amenazas de rapto de esas que te mencioné. Después de la muerte de tantos amigos, los nervios y el ánimo comienzan a fallar, aunque todos mantenemos un verdadero y bien fundado optimismo sobre el resultado final que sin duda será difícil y costoso. Por hoy, estoy feliz de estar aquí. Y espero poder regresar a fines de febrero o principios de marzo. Enrique se quedó en San Salvador. Tal vez venga aquí más adelante. Excelentes amigos y excelentes compañeros han caído, pero todavía quedamos muchos, y machos contimás. De manera que no hay que desfallecer. Por el contrario, como que hay que armarse de una nueva piel que, sin perder su frescura y lozanía, tenga bastante también de coraza, de lanza, de cañón y hasta de portaaviones.

Si quieres escribir, o si quieres cualquier cosa, estamos en

c/o María Cecilia Weaver. P. O. 372.

Trinity Beach, California 94901.

En realidad, ya no podía seguir en San Salvador ahorita, pero pronto se podrá regresar. A veces pienso en ti, sentada en un café en Berkeley, con el rico sol calentándome las manos y la nariz, tan friolenta la nariz. O caminando por San Francisco. O en Santa Cruz, que es un lindo lugar. Por suerte el clima se ha portado de maravilla. Ayer los niños se metieron en el mar. Mi hermana tiene niños, y caballos, y perros, y gatos, y la playa al lado. El retiro perfecto.

Escribe y pormenorízame cómo te va. Tu amistad es siempre uno de los más brillantes tesoros con que cuento, en el fondo de mi más amado mar.

Te abrazo y te deseo todo lo bueno para el año nuevo, como siempre.

Tu Fernanda

Por allá, por la década de los treinta, o de los cuarenta, o de los cincuenta, qué sé yo y qué importa, además, si aún me invaden sus voces, los Ink Spots grabaron la canción aquella que dice: Times out for tears, because I'm thinking of you… Pues esto es todo lo que tengo que decir acerca de aquella carta de Fernanda María, de la primera carta que Mía me escribió desde California. Y, a juzgar por la fecha en que me escribe por segunda vez, me alegra deducir que le respondí muy pronto, causándole además algún contento.

California, 30 de enero de 1981

Queridísimo Juan Manuel Carpio,

¡Tu carta, por supuesto, una bomba! Más que nada porque estuve pensando tan fuertemente en ti al nomás llegar a California. Fui con mi hermana a Berkeley, donde nos sentamos en una terraza al sol, viendo pasar toda esa gente de por ahí. Y tú estabas tan presente que yo me sonreía contigo más que con el sol de ese lindo día, haciéndome cosquillas en la cara. De manera que el más lógico próximo paso era verte llegar a Berkeley, en ese mismo instante.

No sabes cuánto me alegra que hayas tomado la decisión de volver a tu país, aunque todavía puedas demorarte en hacerlo. París, como bien dices, es a menudo una fiesta, pero sólo para los invitados, y puede llenarse de tristeza y de cansancio, como puede también enfriarse tanto. Y uno no sabe ni escoge el momento en que deja de ser un invitado en esa linda ciudad, pero un día ya no hay más fiesta allí para uno, y lo más sano es salir. Estoy feliz de que hayas tomado esa decisión y de que estés ahora en un lugar tan bonito como Mallorca, escribiendo, componiendo, cantando, y meditando la forma en que has de llevar a cabo tu regreso al Perú, en la primera buena ocasión que se te presente y sin tener que contar nunca con la ayuda interesada de nadie. Todo eso me alegra, como me alegró recibir tu carta y tu «Te quiero mucho, colorada». Me sentí bien fuerte y bien mujer, ¿sabes?

En cuanto a mí, my most charming hands están dedicadas a pintar y hacer letreros grabados en madera, para tiendas, restaurantes y todo tipo de establecimientos. Ahorita estoy haciendo el letrero de una panadería. Es bastante alegre y gano un poquito para la supervivencia. Por dicha, estando en casa de mi hermana, no necesito mucho más. A la pobre le toca todo lo pesado en su casa, ya todos conocemos eso. Pero trato de ayudar en lo que puedo, y no ser demasiada carga. Realmente, no quiero regresar muy pronto. Ahora que lo he pensado más, no quiero regresar tan pronto como cuando llegué aquí. Dejé muchísimas cosas sin decidir. También la tristeza de la matanza que estaba ocurriendo en El Salvador me estaba volviendo loca. Aquí no se borra eso, pero sí la vida se hace más posible. También mi trabajo allá me tenía bastante aburrida, y todas las presiones de todo tipo. En fin, pienso en mi regreso con muy pocas ganas.

De la oficina me han llamado para pedirme que por favor regrese lo más tarde a mediados de abril, porque mi tío viaja a Europa a principios de mayo y quiere dejar alguien responsable. Personalmente, casi preferiría pasarme un año entero afuera y aclararme. Ya se verá cómo suceden las cosas. No me gusta tener a todo el mundo esperándome en abril y no llegar, pero no puedo decidir todavía. Lo único que sé es que por ahora me quedo aquí. Además, cabe la posibilidad de viajar nuevamente a Inglaterra en marzo, para la oficina, a fin de asistir a otro curso como el de la vez pasada. Pero si acepto ir de parte de la oficina, saldría de aquí y volvería también aquí, hasta ver más claro. Los niños están ya en colegios y tratando de aprender inglés, y con mis letreros ya medio comienzo a funcionar normalmente, de manera que no se trata de salir corriendo y volver a las fauces del tigre, sin entrenarse por lo menos un poquito antes.

Parte de la idea de salir era empujar a Enrique a salir también y tratar por lo menos de sacar adelante su trabajo. Ya nadie aguanta su neurastenia del fracaso de una obra que sólo él mismo puede llevar a buen puerto, como se dice. Adolfo Beltrán, su gran amigo, lo llamó desde México, donde estuvo exponiendo en el Museo de Arte Moderno del Parque de Chapultepec, para conectarlo con gente de allá, pero por misteriosos motivos no logró salir. Ahora supongo que estará tratando de tramitar su visa para venir aquí. Tengo bastante tiempo de no tener cartas y me temo que esté bebiendo horrores. Sin embargo, esta vez no quiero ayudar en nada, empujar en nada, obligar en nada. Seré, te lo prometo, la más pasiva de las mujeres y esperaré que el joven se pare en sus propias dos patitas. Al fin y al cabo, todos somos debilísimos, fragilísimos, tristísimos, fracasadísimos, si dejamos que ese lado de nosotros nos domine. Por otra parte, también somos fuertes, resistentes a todo (ya eso está comprobado, aunque a veces nos falte un poquito de entrenamiento). Y creo que en el caso de Enrique, ni él ni nadie lo aguanta andar más en la vida de llorón. Con lo grandazote que es, fíjate tú, y con el gran talento que tiene, por lo menos podría disciplinarse y tener un poco de alegría. Creo y espero que este viaje, si lo logra hacer y no se esconde a beber en el patio de la casa, le podría resultar sumamente beneficioso. Todo esto también lo veremos con el tiempo.

Como ves, lo que más necesito, y por dicha lo que más tengo ahora, es tiempo. Mi hermana es muy cariñosa conmigo y juntas nos ayudamos y acompañamos mucho. Y aquí puedo estar con Rodrigo y Mariana el tiempo necesario para aclararlo todo. Creo que en este momento de mi vida eso se hace indispensable. Por lo demás, también encuentro bastante alegre estar en la bellísima California.

Lamento tanto que no puedas venir en febrero. Ya en abril, si es que todavía estoy aquí, es más posible que haya llegado Enrique, lo que hará más difícil conversar largamente y cariñosamente en la playa de mi hermana.

Si acaso viajo a Europa te lo haré saber, aunque si dejo a los niños aquí en California será por poquísimo tiempo, y estaré en Edimburgo. Pero seguro me escaparé un par de días a Londres a visitar a mi otra hermana, Andrea María. Por suerte tenemos una mafia internacional de hermanas, como podrás ver.

Te abrazo y te beso con mis manos de carpintero.

Tu Fernanda

California, 1 de junio de 1981

Querido, queridísimo Juan Manuel Carpio,

Tantos días han pasado, y al fin recibí una carta tuya. Y mira, sin embargo, yo hasta hoy te escribo. Y es que este lío en que vivo no deja la cabeza en paz. No le puedo escribir ni a mi mamá. Hoy por hoy, las cosas están así: nos hemos pasado primero a casa de unos amigos en San Francisco, y luego a otra casa en Oakland, en espera de otra casa sabe Dios dónde. Enrique ha hablado con sus amigos en Caracas y ha conseguido que le dieran su viejo empleo en la universidad. Pero no se decide a irse y además no ha salido todavía su visa. Yo tengo tiempo de haber perdido completamente las riendas de este asunto, de manera que cada día me limito a resolver el problema del día, y de esa manera me mantengo más o menos bien. Si me pongo a pensar aunque sea una semana adelante, ya me desespero, porque no se sabe de un día a otro lo que va a pasar.

Estoy trabajando de maestra en la escuelita de Rodrigo, lo que me da algún tiempo con los niños. Eso me alegra mucho y me da una gran estabilidad. Por lo menos ellos lo están pasando mejor que nadie, pues nunca he tenido mucho tiempo para dedicarles, con esta trabajadera loca en que vivo siempre. Pero ni modo, parece que siempre tendré que trabajar, y por ahora la solución ha sido perfecta: trabajar los tres juntos. No sé qué hace Enrique con sus días, pero me imagino que se los pasa preocupado y bebiendo, que parece ser lo suyo y nada más en esta vida.

Quisiera tener más tiempo y escribirte una carta pausada y buena, con el espíritu alegre que nos ha acompañado cuando hemos estado juntos. Pero el espíritu que me acompaña hoy es un nervioso de porquería, y siento a cada instante que si fallo la ola me ahogaré en el mar, de manera que navego rápidamente, con el ritmo acelerado de las olas del mar Pacífico, que como bien sabes es el menos pacífico de los océanos, y por dicha todavía siento mucha fuerza para nadar en estas corrientes y trajinar en estas selvas.

Esta semana tengo el propósito de comenzar a buscar a mis compañeras de colegio. Hace unos días fui a visitar a mis monjas y estuvieron muy contentas de verme, y prometieron desplegar todas las velas para ayudarnos a los niños y a mí. Aquí en San Francisco pasé casi diez años en el Sagrado Corazón, en un bellísimo edificio en las colinas que miran la bahía. Y siempre es un placer ver de nuevo los tranquilos y frescos corredores de mármol, oler los pisos de madera encerada, y encontrar a algunas de las monjas que me enseñaron hace ya veinte años, y que todavía me recuerdan, como también recuerdan hasta a mis tías mayores que estudiaron con ellas, las más antiguas, hace ya como veinte mil años. De manera que eso es todavía uno de los placeres antiguos que puedo encontrar en la ciudad. La cercanía de una playa está muy bien para el primer rato, pero nunca podré tener el mismo cariño por un lugar que no es mío, como por ese San Francisco que tanto caminé y tanto viví, de estudiante, que son unos años que marcan tanto.

No te puedo decir nada de mí ni de qué será mi vida, simplemente porque no lo sé. He hablado muy muy claro con Enrique, pero parece que no me suelta ni a sol ni a sombra. Como tú dices, no se le ve salida a este asunto. Yo no quiero hacerle daño, pero necesito algún día en mi vida una persona que me quiera y que me respalde. En fin, yo creo que todo se hará, y que todo saldrá muy bien al fin. Aunque todavía no sé de qué manera se hará. Hay que seguir poniendo un pie a la vez, y con el tiempo algún camino se ha de abrir.

Para mientras, te quiero, pienso mucho en ti, y espero que todo lo tuyo esté bien.

Te abraza y te besa,

Fernanda María, la tuya

Pues con el mejor estilo militar, de golpe me entraron unas ganas atroces de meterles unos cuantos tancazos y varios batallones a todas estas consideraciones de Fernanda María por su araucanote. Frases de Mía, como Yo creo que todo se hará y todo saldrá bien al fin, nos estaban llevando a un inmovilismo, a un largo y verdadero período de profundo empantanamiento sentimental. Porque veamos: Enrique, en San Salvador, fatal; más yo, corriendo y cantautando de la Ceca a la Meca, pero al fin y al cabo ya definitivamente expulsado del festín parisino; y, allá en la mítica y selvática California, Tarzán María de la Trinidad del Monte Montes con las manos manchadas, llenas de callos y astillas, de tanto pintar y grabar letreros de restaurantes de tercera y panaderías de tres por medio, para paliar el hambre y la educación en inglés del niño y la niña de sus ojos. Así, jamás se iba a hacer ni todo ni nada en esta vida, aparte de quedarnos cada uno por su lado y a cual más varado que el otro.

O sea que había llegado el momento de hacerse y de deshacerse de Enrique, según mi sano juicio y entendimiento. Porque una cosa era que Mía fuera incapaz de herirlo, pero otra muy distinta que cada vez que el tipo se clavaba una nueva puñalada alcohólica y autodestructiva, allá en San Salvador, su autóctona y salvaje sangre pegara tremendo salto y chorrazo por encima de México y del Atlántico, y terminara salpicándonos y manchándonos de pies a cabeza a ella y a mí, y por dentro y por fuera, que es lo peor, y en lugares tan lejanos y diversos como pueden ser Berkeley, Oakland, Trinity Beach, San Francisco, por el lado americano, y Mallorca o París, por el lado europeo. La verdad, vaya con el araucanazo tan sanguíneo.

Y bueno, como había que actuar, pues actué. Y, en junio de ese mismo 1981, no bien me enteré de que el gigantón de la crin azabache y las manos salvajes andaba tras un probable visado que le daría, y muy pronto, a lo mejor, vía libre para visitar a su esposa e hijos en California, me presenté en el consulado norteamericano de París y obtuve yo también mi visado USA, en fechas y horas que me permitieron sobrevolar el Atlántico y aterrizar en el aeropuerto de Oakland, muy a tiempo para brindar yo también por el arribo de Enrique a California, puesto que desembarqué apenas una horita después que él, y de esta alegre, coincidente y muy fraternal manera pude ser recibido por la familia en pleno y, lo que es más, sin que ésta tuviera siquiera que soplarse dos veces el recorrido entre su exilado hogar californiano y el aeropuerto, y mientras Fernanda María, más Mía que nunca, se aprovechó de la feliz confusión natural para pedirme como nunca que le entonara, con todo el desparpajo del mundo, la canción aquella en que un arriero afirma que no hay que llegar primero, pero que hay que saber llegar…

De todo aquello amanecimos aún contentos los unos y los otros, pero confusos, eso sí, en la visión de lo que podrían traernos aquellos días. Sólo una cosa resultaba muy evidente, y era que teníamos por delante una semana en que los chicos podían faltar a la escuela y lo mejor era dirigirnos todos a Trinity Beach, aunque el tiempo estuviese más bien frío y nublado. Ahí, por lo menos, yo podría alojarme en un motelito que quedaba junto a la casa de María Cecilia, la hermana de Mía, y de su esposo muy gringote y con su toque de bienaventurado, más aun que de buena persona, y sus hijos y caballos y perros y gatos. Más lo de la playa, claro, importantísimo para que Mariana y Rodrigo, casi vestidos para la nieve, los pobrecitos, tuvieran mucho aire y espacio libre donde correr y perderse entre dunas y mansiones costeras, y, sobre todo, mucho ruido de olas en la distancia y mucho grito de pajarracos marinos y ensordecedores para que no oyeran nunca nada si se armaba la de Troya en casa de la tía María Cecilia, o en el bar del motel de enfrente, ahora que tan alegremente parecen haber llegado, sin embargo, nuestro papi y el señor cantautor y peruano del que mami habla siempre con un nudo de alegría en la garganta y que a cada rato le escribe unas cartas que la hacen reír y llorar muchísimo, según mami porque traen bastante inventiva en la manera de contar las cosas y también palabras llamadas arcaísmos y otras llamadas neologismos y otras más llamadas peruanismos.

Como Susy, la hermana de Mía que se había instalado en París, ahí en Trinity Beach, María Cecilia, la mayor de las seis hermanas del Monte Montes, pensaba con toda la sinceridad y el amor del mundo que su hermana Fernanda era sencillamente una diosa mal empleada, un genio con pésima suerte, y la mujer más noble y limpia y buena del mundo, pero que por ahora como que se había quedado largamente dormida en medio de una realidad de pesadilla, de la que nadie sino el tiempo y ella misma lograrían ayudarla a escapar algún día. Y el casi bienaventurado Paul, o sea el esposo y dueño de casa de María Cecilia, se limitaba a pensar con monosílabos y sonrisas, ambos en inglés, que a él le daba lo mismo que nos matáramos o no, o que fuéramos buenos o malos o perversos, o pobres o ricos o Vanderbilts, pero por la sencilla razón de que también le daba lo mismo la falla de San Andrés y que California y el mundo entero se acabaran mañana mismo, siempre y cuando, eso sí, él pudiera disfrutar hasta el último instante del apocalipsis de la presencia en este mundo de caballos y perros y gatos y patos y pollos y pajarracos marinos en la desnuda lontananza en que las olas del Pacífico estallaban con furor.

En fin, que el tipo nos ponía a todos, pero sobre todo a Enrique y a mí, y desde el desayuno, vino tinto y Frank Sinatra en cantidades industriales y sumamente hospitalarias, limitándose a enseñarnos el funcionamiento del tocadiscos y el sacacorchos antes de continuar su monosilábico y sonriente camino gringo hacia el mundo animal, allá al fondo del paisaje costero, entre dunas e inmensos y húmedos arenales. La verdad, yo hasta hoy sigo sin saber qué opinar del tal Paul, más conocido como el Gringote de la María Cecilia, al menos cuando no se hallaba presente, aunque sospecho que también su esposa se refería a él de esa manera entre totalmente tierna y absolutamente indiferente, y que no era otra cosa que el resultado de su propia actitud con nosotros, de su silencio con música por toneladas de Frank Sinatra, de su manera de beber exclusivamente té helado y al mismo tiempo ir dejando un reguero de whisky y vino tinto por donde pasaba, de amar tanto a los animales que a uno lo primero que se le ocurría pensar era en un San Francisco de Asís californiano, aunque siempre justo en el momento en que les soltaba a su esposa e hijos una expresión apabullantemente brutal, y acompañada además por un gesto tan vulgar y matonesco, que uno como que terminaba viendo visiones y hasta la mismísima reencarnación del pobrecito de Asís en Rambo en Vietnam, o también en el mismísimo Golfo de la Primera Guerra CNN, pero resulta que era precisamente entonces cuando de golpe parecía estar de regreso de un mundo de armamento químico nuclear en pleno uso televisivo y expansiva onda de odio letal y, mientras se nos acercaba e iba reconvirtiéndose en el Gringote de la María Cecilia, algo, algo sumamente limpio y buenote volvía a florecer en su rostro, y desde muy adentro de aquel Stallone cualquiera empezaba a resurgir el pobrecito de Asís que cohabitaba en él, y entonces, les juro, al humilde y tan sencillo gringote que pasaba monosilábico y sonriente por la sala de la casona vieja en la playa inmensa, descorchando nuevas botellas de vino y ofreciendo más whisky, hasta el mismísimo hábito de San Francisco de Asís le calzaba al alma como un guante.

Pero nada de esto era grave, ni siquiera importante, era sólo cotidiano y natural, y era, como quien dice, California y USA, y nosotros en medio de todo aquello, como pelícanos fuera de temporada. Y tampoco era grave lo de los niños, porque llegado el momento -y llegaba a cada rato-, Mía, madre perfecta y Tarzán en gimnasio, se ocupaba de ellos deliciosa, ejemplar y entrañablemente. O sea que ni siquiera era importante, tampoco, que Mariana y Rodrigo se pasaran horas y horas, día tras día, inventándose juegos de hermanitos que se adoran pero asimismo presienten que algo se pudre en el reino de Trinity Beach. Aunque mami, claro, siempre es San Tarzán. Y Papi por fin llegó y tú y yo lo adoramos y él, qué bárbaro, cuánto nos quiere, él siempre bebe que te bebe más vino, pero es que hasta cayéndose de borracho y de exilio nos idolatra. Y nuestros tíos María Cecilia y Paul son nuestros tíos en USA, y así son ellos por vivir aquí y la gente toda que nació o se acostumbró aquí es así, la buena y la mala, they are different, they are like that, así se dice eso, Mariana…

– ¿Y Juan Manuel Cantautor, Rodrigo?

– …Juan Manuel Cantautor es muy amigo de papi y de mami y, cuando tú no habías nacido todavía, Mariana, y, según papi, yo me pasaba la vida durmiendo o berreando o mamando o haciéndome la pila con caquita amarilla incluida, o sea cuando entonces, que es que eres tan bebe que no te acuerdas ni de que ya habías venido al mundo, que así también se dice nacer, Mariana, ya Juan Manuel Cantautor era tan amigo de papi y de mami que, cuando tuvimos que salir disparaditos de Chile y no tuvimos adonde ir, pues sí tuvimos adonde ir. Y ese sitio fue París, porque ahí tiene su casa y su guitarra y sus canciones el señor que es peruano y que a la mami le encanta que le cante.

Nada de eso, pues, era grave, ni siquiera importante, pero sí lo es la brutal intensidad con que yo deseo hacerle todo el bien del mundo a la mujer que amo, mientras ella no desea causarle ni el más mínimo rasguño en el cuerpo o en el corazón a un esposo al que sólo se le ocurre mover la pieza del vino o del whisky con palabras de Sinatra en aquel explosivo ajedrez que empieza casi desde el desayuno, que es cuando yo llego del motel de enfrente, en busca de la verdad en este amor. Beber y dejar que otros, en la voz de Sinatra, piensen, jueguen, sientan, por nosotros, esto es todo lo que Enrique desea, consciente como nunca esta vez de que no hay trampa alguna, pero sí un amor que parece excluirlo, un profundo amor que ha crecido, incluso por correspondencia, mientras él arrojaba portazos y patadas o partía a botellazos cabezas pelirrojas que, sin embargo, el amigo que se quedó en París y ahora ha llegado, jamás hubiera pasado de escarmenar, de besar, de peinar, de acariciar y de volver a besar. Enrique quiere melodías, donde la realidad requiere diálogo y palabras, Enrique quiere elevar a poesía el momento en que la verdad requiere de palabras duras, palabras y punto, prosa.

Y esto sí que es grave. Lo es porque Juan Manuel puede entender el silencio de Mía, por buena, por delicada, por tonta, por así educada, por idiota, por entrañable, y porque ese hombre es el padre que sus hijos adoran. Y esto también es grave, muy grave, porque Juan Manuel lleva desde que llegó sin caer en la fácil trampa del whisky o del vino más la música. Y así, sin beber una gota, espera como un jugador que ve ya cómo se tambalean, no un rey o una reina o una torre, sino una estrategia entera, la total concepción de algo que hace rato que dejó de ser un juego de melodías y de sus palabras. Juan Manuel calla pero no otorga, y esto sí que se nota a gritos.

Y a gritos se nota también que hay algo en él que ya no aguanta más, que puede estallar en cualquier momento, la noche esta en que nadie en la casona se ha atrevido a encender el tocadiscos que, de pronto, sin explicación alguna, Juan Manuel apagó al atardecer, y como quien dice para siempre. Y ahora pesa una noche tremenda sobre Trinity Beach y afuera sopla un viento fuerte y por los altos debe haber una ventana o una persiana mal cerrada, algo que golpea de rato en rato, enervantemente. Fernanda María se ha tumbado en el sofá y a su lado tiene una lámpara encendida, y, aunque está despeinada y toda descuidada, es preciosa. Juan Manuel no se lo ha querido ocultar, se lo ha repetido tres veces en treinta segundos, eres preciosa, mi amor, realmente preciosa, Mía. Y ahora hace unos interminables diez minutos que él se incorporó, se sirvió su primera copa de vino tinto en cinco días, sorbió apenas unas gotas, y se dirigió hasta ella. Se inclinó, despacio, le besó la frente, le acarició el rostro, larga y tendidamente le acarició también los hombros, y al regresar hacia el sillón en que había estado sentado cada día, cada mañana, cada tarde y cada noche, empezó a contar día a día y hora tras hora, con palabras que parecían traídas por el viento desde el mar oscurecido, desde la misma rompiente invisible de las olas, la forma en que la había empezado a querer para siempre, la incontenible intensidad con que esta noche estaba viviendo ese amor.

– En fin, nada que ninguno de nosotros tres no sepa ya -se interrumpía, de cuando en cuando, como quien espera un comentario.

Y era terriblemente grave que fueran las dos de la mañana y nunca llegara ese comentario. ¿O había que tomar como tal las lágrimas y los mocos y los hipos de llanto con que Fernanda María logró que enmudeciera en un par de ocasiones? También Enrique había lanzado algún desesperado y borracho sollozo, pero luego se había escondido por completo en el silencio total del fugitivo que sabe que el más mínimo paso en falso y ya lo descubrieron. Juan Manuel miró su reloj a los dos y veinticinco de la mañana, se incorporó, se acercó nuevamente hasta el sofá en que Fernanda María alzaba la cara para mirarlo, para adivinar sus intenciones, para sencillamente hacerle saber que sí, que le ha leído esas intenciones en los ojos, y que sí, que adelante, y que aquí estoy, tuya, Juan Manuel Carpio.

– Vámonos al motel, mi amor.

– Sí. Yo quiero ir, Juan Manuel Carpio. Pero parece que aún no soy lo suficientemente fuerte y prefiero que tú me cargues, que tú me lleves en tus brazos, tierna y alegremente, como a las novias más felices en el cine.

– Éramos hermanos, Juan Manuel -balbuceó, dolorosamente, Enrique, hundido en su sillón y en la vida.

– Créeme, Enrique, que nada de esto es contra ti. Créeme que todo ha sido siempre contra nosotros, contra Fernanda y contra mí, desde hace mucho tiempo, desde hace simple y llanamente demasiado tiempo, de golpe, esta noche.

– Lo sé, viejo. Pero también ha sido contra mí. Y lo sigue siendo.

– No has ayudado mucho que digamos a que las cosas cambien, Enrique.

– Eso es verdad, Juan Manuel. No he sabido ayudar. O sólo he ayudado con más tristezas y angustias, con mayores complicaciones y problemas. Eso es verdad, hermano Juan Manuel. Y también que he sido una bestia, un salvaje.

– Esa parte le corresponde juzgarla a Fernanda, Enrique.

– Fernanda, ¿juzgar? No quedaría un solo culpable en la historia de la humanidad, mi hermano, si a Fernanda la nombraran juez un cuarto de hora. Eso tú y yo lo sabemos de paporreta.

– En todo caso, yo ahora me voy al motel y quiero que ella se venga conmigo. Y tú mismo lo acabas de oír: también Fernanda desea que me la lleve en los brazos, tierna y alegremente, como a las novias más felices en el cine.

– Mañana mismo desaparezco, Juan Manuel… O sea que espérate hasta mañana, por favor… Y tú también, Fernanda, espérate, por favor… Háganlo… Espérense… Háganlo por no sé qué, ni por no sé quién, ya, pero háganlo…

Gravísimo fue que Fernanda María hablara recién entonces. Porque dijo que, como siempre, y de la forma más brutal y absurda, pero también de la forma más concreta del mundo, los tres terminaríamos yéndonos. Ella se iría a Oakland, o a cualquier otro lugar mejor, en California, hasta que llegara el día en que pudiera regresar al Salvador, y Enrique retornaría a San Salvador, hasta que llegara el momento en que pudiera volver definitivamente a Chile…

– Y tú, Juan Manuel Carpio, mi amor, ¿acaso no tienes ya decidido tu regreso al Perú? ¿Acaso no estás esperando sólo el momento más propicio para concretarlo?

– Yo quiero dejar París, es cierto. Pero también podría esperar ahí y caerte por El Salvador el día en que tú, Fernanda, puedas regresar y Enrique nos haya dejado el terreno libre. Pero, de nada de eso estaba hablando yo hace un momento, Mía. ¿O ya te olvidaste de mi invitación?

– No, Juan Manuel Carpio. Esta es la hora en que Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes no ha olvidado nunca jamás una sola palabra buena o mala que haya salido de tu boca. Y cantada o hablada, que conste.

– ¿Entonces?…

– Entonces déjame explicarle a Enrique que no puedo esperar hasta mañana para irme al motel contigo, porque eres tú, y no él, el que se va mañana. Y déjame decirle que también lo quiero y que me espere hasta mañana, por favor, porque hay unos niños que llevan días enteros jugando solos en la playa, bastante abandonados, casi varados con este frío y esta humedad, y ya es hora de que vuelvan a su casa y a su orden. Y créanme, caballeros -porque esto te lo estoy diciendo también a ti, mi tan querido Juan Manuel Carpio-, que ya es hora de que el trío de pobres imbéciles que somos vuelva a su total desarreglo habitual. ¿Qué le vamos a hacer, si además parece que es lo único que nos sienta bien? ¿O le ven ustedes otra solución al problema? Se aceptan sugerencias, en todo caso…

– Llevo horas sugiriendo un motel, Mía. Y la verdad es que no sé en qué momento se torcieron las cosas y aquí el que menos se puso a filosofar.

– ¡Qué cabrón eres, mi amor! Pero, en fin, también por eso te quiero y también por eso me encantas, Juan Manuel Carpio.

– ¿Entonces?

– No, nada, mi amor. Pero como que andaba esperando que le dieses la voz también a Enrique.

– ¿Los tres en mi motel?

– Lo que Enrique quiera, pero que conste que yo sólo tengo ojos y oídos y labios y brazos y piernas para ti, mi amor. Y que a Enrique sólo puedo decirle salud, compañero.

– De acuerdo, compañera, salud. Salud, y hasta mañana, además. Y es que necesito un buen sueño, porque todo el tiempo que me queda en este país de mierda quiero dedicarlo a estar con Rodrigo y Mariana, horas y horas, cada día. Acabo de darme cuenta de que eso es lo que debí hacer desde el principio, y ahora tengo una inmensa necesidad de recuperar los días que he perdido bebiendo. Atrás quedaron el encierro en esta sala, el vino, el whisky, la música y el papi borracho. Lo digo de verdad, compañera, o sea que salud por última vez…

– Entonces enciende el tocadiscos y déjanos puesto algo bien alegre. En todo caso, una canción que no hable de despedidas ni de París ni de aeropuertos… Una canción que no hable absolutamente de nada que nos concierna, por favor, Enrique.

Escuchar tres o cuatro canciones y beber una copa de vino fue una forma elegante de esperar que Enrique desapareciera en los altos de la casona ya casi totalmente apagada, encerrándose en ese dormitorio al que Fernanda no regresaría hasta después de mi partida, una semana más tarde, en vista de que fue imposible encontrar un vuelo antes. Y, la verdad, no pude ocultarle a Fernanda una cierta admiración por el temple y la calma con que su esposo había asistido a los preparativos de nuestro breve traslado al motel de enfrente. Con lo ferozmente violento que podía ser Enrique, sobre todo cuando bebía en exceso, yo había temido que en cualquier momento, aquella primera noche, se precipitara sobre Fernanda o sobre mí e intentara matarnos a ambos.

– En este momento es totalmente incapaz de nada -me explicó Fernanda, contándome que Enrique no hablaba una sola palabra de inglés y que ella lo conocía lo suficiente como para saber muy bien que, por más rodeado de familiares que se encontrara, ya se sentía totalmente desamparado en California, y que no tardaba en tomar la actitud de un perrito faldero incluso con sus hijos, en vista de que ambos se defendían bastante bien en inglés, no se sentían perdidos en ningún sitio, y actuaban con toda la independencia y desenvoltura con que pueden hacerlo dos hermanos muy unidos de ocho y cinco años, pero con una experiencia que incluso algunos adolescentes les envidiarían, para ciertos asuntos prácticos.

– Pobre Enr…

– Haz el favor de oírme muy bien, Juan Manuel Carpio. Una palabra más sobre mi difunto esposo, y no habrá brazos en este mundo, ni esta noche ni ninguna otra noche, para llevarme cargada al motel de enfrente.

– Salud, mi amor, y ya nos fuimos. O sea que ven aquí para que te cargue y te adore de una vez por todas. ¡Al motel se dijo!

Volvíamos a la casona de María Cecilia y Paul sólo para el almuerzo y comida, y a veces ni eso, y la verdad es que al Gringote medio bienaventurado y a su esposa jamás un asunto les importó tan poco en esta vida como el comportamiento de Fernanda y su cantautor durante sus largas desapariciones y sus breves incursiones en busca de comida y de noticias de Rodrigo y Mariana, felices ambos de poderse pasar horas y horas conversando y paseando por la playa con su papi. También Mía y yo nos abrigábamos bien cada mañana y salíamos a darnos un delicioso paseo por el borde del mar e infaliblemente nos cruzábamos con ese hombrón de crin azabache que avanzaba en dirección inversa por la arena, llevando a una niña y un niño bien cogiditos de sus manos salvajes.

Lo natural que nos parecía aquello, lo increíblemente natural que resultaba el mundo ahora que cada uno había encontrado su debido lugar en él, ahora que Enrique lo era todo para Mariana y Rodrigo y era sólo para ellos, de la misma manera en que Mía lo era todo para mí, yo para ella, y habíamos sido mandados hacer por la Divina Providencia, al menos por esa semanita en Trinity Beach, exclusivamente el uno para el otro. Incluso un día nos metimos al carro de Mía y, sin avisarle a nadie, desaparecimos todo el fin de semana y fuimos a dar hasta Monterrey y Big Sur, de playa en playa y de motel en motel, queriéndonos y riéndonos sin cesar y logrando realmente olvidar que todo aquello tendría un nuevo aunque ya conocido final, muy pronto además. Pero en esos momentos ni siquiera ese final conocido nos importaba, aunque bien sé que Fernanda sufría tanto como yo cada vez que abandonábamos un motel, cada vez que quedaba cerrada ya para siempre una puerta más de las pocas que nos iban quedando por cruzar en aquellos nuevos siete días que, esta vez sí, parecían habernos caído del cielo, pues habían surgido en el corazón mismo de su familia y ante la vista y paciencia de un esposo por el que yo de golpe estaba sintiendo un afecto y una pena brutales.

Mía, en cambio, parecía estarlo odiando por primera vez en su vida, y no cesaba de explicarme que tanta libertad, tanta humildad, tanta generosidad, la iba a pagar ella muy cara, no bien me fuera yo, pues recién entonces Enrique le iba a sacar en cara a gritos el atroz sufrimiento que le había producido su sacrificio por nosotros, y que de ahí a aferrarse a la botella, a abandonarse totalmente, a no hacer el más mínimo esfuerzo por contactar siquiera con algunos fotógrafos norteamericanos cuya dirección tenía en su agenda, en fin, que del día en que yo tomara el avión con destino a Nueva York y luego París, a la noche de horror en que, sin saber en absoluto dónde estaba ni cómo ni con quién, Enrique intentaría cosas como partirle nuevamente la cabeza de un botellazo, el tiempo por transcurrir podía ser brevísimo.

– Si pudiese quedarme, Mía…

– Tendría que ser para siempre, mi amor, y eso es imposible.

– Pero bueno, ahora ya Enrique lo sabe todo.

– No olvides que los hijos son suyos, Juan Manuel, y que lo adoran. Y el que tiene el amor de esos chicos me tiene a mí.

– Resulta increíble, Fernanda. Nunca he tenido, nunca he sentido tanto tu amor, y sin embargo la única nueva conclusión a la que he llegado es que nunca has sido tan poco, tan nada mía.

– Recuerda siempre que todo nos falló desde el comienzo, mi amor, menos el querernos de esta manera.

Pasé la última tarde sentado con Mía en la casona de Paul y su hermana. Ahí comimos, también, y pude despedirme de la familia completa y darles las mil gracias y todo eso. Después cruzamos ella y yo al motel, para una última noche de esas en que mis manos jamás se cansaron de acariciarla ni mis palabras de mimarla, ni mis consejos de ofrecerle una seguridad y una protección en las que, de la manera menos realista del mundo, Fernanda creía a ciegas, sí, cien por ciento y a ciegas, como en pocas cosas o en nada en esta vida. Y esto era producto de mis cartas, de aquellos largos folios llenos de dimes y diretes y de cuanto disparate se me pasaba por la cabeza, pero siempre destinados a hacerla sentirse fuerte, hermosa, querida, extrañada, valiosísima como mujer, y que muchas veces respondían también extensa y profundamente a dudas e inquietudes, a preocupaciones que ella me iba haciendo saber y que tan naturales resultaban en una mujer joven que había sido educada para un destino tan superior o, por lo menos, tan completamente distinto al que luego la había ido llevando de un lado a otro, forzándola ya dos veces a abandonar un país en el que se encontraba a gusto, con dos hijos, además.

Y sin embargo, Fernanda María, estoy convencidísimo de ello, jamás fue vista triste una mañana por Rodrigo o por Mariana, ni el barquito de juguete en que los tres navegaban por la tempestad real de sus vidas estuvo nunca un solo instante a la deriva, y todo ello debido a esa limpísima mezcla de una todopoderosa capacidad de verle el lado bueno a las cosas, de una innata alegría de vivir y disfrutarlo todo, y de esa fortaleza y astucia de Tarzán que Mía iba desarrollando cada vez más, sin darse cuenta siquiera, en su afán de que la infancia de sus hijos tuviera al menos algo de lo mucho de bueno que tuvo la suya y, más adelante, lo mismo ocurriera con la adolescencia y la madurez de esa prole que ella iba sacando adelante como si el camino de la vida, por más trampas y zancadillas que le fuera tendiendo por aquí y por allá, estuviese formidablemente destinado a llevarla, siempre con sus adorados Rodrigo y Mariana al lado, a un mundo muchísimo mejor que éste.

De la mañana siguiente, en el aeropuerto de San Francisco, esta vez, sólo recuerdo un larguísimo silencio, un café bastante amargo, un pésimo jugo de naranja, y los ojos de Mía deteniéndose a veces largamente en los míos, mientras sus manos se perdían por mis muslos, allá abajo de la mesa, en una horrible cafetería.

– Te amo, colorada.

– Pero vuelvo donde Enrique.

– Me abanica tu araucano, flacuchenta. Y por mí que se haga con los cojones una corbata michi.

– Mi muy grande y querido y auténtico Juan Manuel.

– Estoy contigo al mil por ciento, Mía, tú bien lo sabes.

– Amigo muy probado mío por muchos años…

– Aunque los próximos meses sean duros, que sean de batallas ganadas, eso sí, Mía.

– Cuenta con eso.

– Chau, mi amor.

– Nos vemos en nuestra próxima carta, Juan Manuel.

– Eso, mi amor. La carta debe ser como un retrato del alma o algo así, porque tú y yo somos de lo más fotogénico que se pueda dar, epistolarmente hablando.

– Y ésa es otra hermandad más, Juan Manuel Carpio.

– Me encanta como despedida, eso que dices. Aunque es honra que apetezco, más no merezco.

Berkeley, 30 de junio

Mi queridísimo Juan Manuel Carpio,

Al fin respondo con alguna tranquilidad a tu última carta, que llegó como un abrazo muy necesitado en medio de muchos líos que no sé ni cómo empezar a contarte.

Bueno, lo primero es que Enrique (que el mismo día de tu partida se arrancó con una interminable borrachera) partió a Chile, y eso me ha dejado en paz por hoy, a pesar de las circunstancias un poco difíciles. Pero estoy segura de que tendrán que mejorar pronto. Estuve trabajando por un tiempo en la escuelita de Rodrigo, como te conté. Y al renunciar para venirme a Berkeley me resultaron con que me tenían que cobrar por la colegiatura de Rodrigo, con lo que me dejaron en total bancarrota y endeudada además por el viaje de Enrique.

Pero todo eso tendrá que pasar y es tonto contártelo. Además, en el fondo siento que no tiene mayor importancia, porque bancarrota y todo estoy más tranquila de lo que he estado en meses. Estoy viviendo en casa de una compañera de colegio, que tiene dos niños ya grandes y muy dulces.

Y ella misma me ayuda muchísimo moralmente y creo que hasta recupero un poco de seguridad en la vida.

Hoy te escribo desde la paz de su jardín. El marido carpintero está durmiendo siesta y los niños juegan. Ella está trabajando. Es bibliotecaria. Curiosamente, vine a caer en casa de la más pobre de mis compañeras de colegio. O hasta de la única pobre, tal vez. Las otras viven en mansiones y palacios californianos, a veces de un gusto, eso sí, que es como para matarse de risa o echarse a llorar. Pero, en fin, sabido es, mi querido Juan Manuel Carpio, que con el dinero se puede comprar todo o casi. El horror, en cualquier caso, sí se puede comprar con una mina, un banco entero o un campo de petróleo. Pero aquí, en casa de mi amiga más pobre, apretados y todo, he estado contenta y al fin no siento tantas presiones. Espero que dure esta tranquilidad.

Enrique, por supuesto, ni siquiera intentó buscarse algún trabajo. Tampoco hizo llamada alguna a los fotógrafos cuyos nombres traía en su agenda. Por dicha sus padres nos ayudaron un poco desde Chile.

Y de repente lo llamaron de urgencia porque su mamá está grave y se tuvo que ir de un día para otro. Él estaba tranquilo con su viaje, que se presentó como algo indispensable, de manera que no tuvo que pensarlo ni beberlo mucho. Pobre señora, su madre. Yo apenas tuve tiempo de conocerla cuando viví en Santiago, pero me escribe y me da una gran tristeza que no haya conocido a sus únicos nietos. No se sabe qué pasará.

El lunes, o sea ayer, fui al colegio de Rodrigo a cobrar y me salieron con que si renuncio sólo me deben doscientos dólares por todo el mes de trabajo, ya que deben descontar lo de Rodrigo. La culpa fue mía por no tener un contrato claro. Pero ni modo. Por dicha Anne, mi amiga más pobre, es una mujer que ha luchado mucho y es una roca plácida y benévola, cuya casa respira esa fuerza y dulzura.

Y ahora tú y el recuerdo de tu visita, Juan Manuel Carpio. No te puedes imaginar lo que siempre ha significado para mí la seguridad de tu cariño hacia todo lo mío, en medio de todas las circunstancias difíciles que se han presentado. Me has dado siempre mucha seguridad por tu sola existencia y por la existencia de tu cariño. Te quiero muchísimo y tus canciones, cada día más tiernas, más lindas, más finas, me acompañan y me llenan de ánimos y logran que camine sonriente y valiente por las calles de Berkeley, sintiendo incluso la sensación de bienestar y optimismo típica del momento en que Tarzán se arroja al agua.

Ayer encontré en la calle a una pareja que dijo que viajaba a París y, aunque sé que tú últimamente vives a salto de mata entre Mallorca y la Ciudad Luz, te mandé un libro con ellos, que parecían muy serios, gente buena y formal para mandar un regalo y que no se pierda. Espero que así será. Me gusta mucho D. H. Lawrence. Y, si no logras descifrar la dedicatoria que te he puesto, busca elephants en el index y verás un título, Elephants are slow to mate, y estoy segura que pensarás inmediatamente en nosotros cuando leas que «los elefantes, esos mastodontes, son muy lentos de domesticar». Pero resulta que al final de todo son buenísimos los elefantes, los más dóciles y nobles de todos los animales. En fin, lentísimos y segurísimos… ¿No te recuerda esto a alguien? ¿O más bien a álguienes? Y te abrazo y te beso una vez más, Juan Manuel Carpio, mientras camino y sonrío en Berkeley.

Hoy he estado buscando empleo. Fui a la universidad y hay muchos puestos buenos, pero el único amigo profesor que tengo ahí resulta que anda de sabático en Buenos Aires. Esperaremos. Veremos. Seremos pacientes.

Releo esta carta y es disparatada como una conversación en la tarde de un verano feroz, con mosca y todo. Escríbeme aquí, por favor:

c/o Anne Gotman. 1893 Londonderry St., Berkeley, CA 94710. USA.

Te abrazo, te beso, y te quiero tanto

Tu Fernanda

Quedan algunas notas en la copia del cuaderno que me envió Fernanda, que muy probablemente pertenezcan a mis desaparecidas respuestas a esta carta e incluso a alguna de las que la siguen. Por lo pronto, le agradezco su envío del libro de D. H. Lawrence, que felizmente me encontró en París y no en Mallorca, donde cada vez me iba mejor, trabajaba más, tanto actuando como componiendo, e iba alargando mis estadías. En fin, ato algunas frases de aquel cuaderno, porque al hacerlo vuelvo a sentir la maravillosa ilusión de que la correspondencia entre Mía y yo no se detuvo jamás, ni se fue espaciando hasta desaparecer, casi diría que como todo en esta vida. Finalmente, son frases que a Mía le encantaron. Por eso las anotó. Sólo por eso. Y, agradecida, me envió copia de aquel cuaderno que hoy me sirve para responder, aunque sólo sea ya imaginariamente, al amor de una gran amiga y a la amistad de mi más grande amor.

París, julio de 1981

Tan querida Mía,

Infinitas gracias por el estupendo libro.

Y alargo lo infinito para el agradecimiento paralelo al cariño con que me tratas. En interminable carta anterior, desde Palma de Mallorca, que pareces no haber recibido, pero cuya verdad juro en ley de hijodalgo, te hablo de ese rotundo amor que siento por ti. Quizás ahora, al escribirte esta vez, no logre el mismo calor afectuoso, pero no hace falta. Ahora más bien tú estás para repartirlo como programa de toros.

En cuanto a tu economía, en este momento hecha de prestidigitación, parece que muy pronto tendrá que iluminarte la gracia divina. En fin, digo semejante barbaridad por aquello de que, en casa de los pobres, siempre Dios proveerá. Y porque quiero que sepas y cuentes con que si Dios no existe, yo salgo al quite.

Recalcitro: Si te mantienes firme un rato más, saldrás del remolino. Te lo dice quien salió de uno distinto, pero remolino al fin.

Y no seré ningún modelo, pero no me siento peor que mis prójimos. Además, como tú, en el fondo soy un tímido que pelea, aunque en mi caso el asunto se agrava pues de un tiempo a esta parte he notado que, aunque algo prematuramente, empiezo a peinar canas en los cojones.

Adelante, amada mía, que se hace camino al andar. Aguanta y a la vez recibe un huaico (pero limpio) de abrazos y de enorme afecto. Y, como Tirano Banderas, quedo mandado.

Juan Manuel

PS. Salgo muy pronto, al menos de acuerdo a mis deseos, rumbo a Mallorca. O sea que no me escribas a París, salvo que me quede tullido o me salgan también verrugas en los cojones, lo cual me impediría ponerme escotado a la hora del volapié.

Otrosí. Olvidé contarte, en mi carta anterior (es signo de amor el que otra vez se cruzaran nuestras cartas), que, al bajar del avión que me llevó de San Francisco a Nueva York, pesqué un frío de aire acondicionado como para mear raspadilla. Resistí con dosis millonarias de antibióticos y vitaminas.

Bien, ahora sí te abraza y aupa tu humildísimo. Y más abrazos (oprimentes) de tu intejjérrimo amigo (dicción puneña),

Juan Manuel Cantautor (se lo oí decir a tus niños, allá en Acuérdate de Acapulco, con frío).

Berkeley, 12 de noviembre de 1981

Mi adorado Juan Manuel Carpio,

Hace tanto tiempo que no te veo y que no siento tu cercanía que ya es casi como un relámpago de repentino sentir ganas de estar contigo, y conversar, y escucharte, y caminar juntos. Adoro tus cartas llenas de amor, que además me ayudan por lo que me dicen tanto como por lo que me hacen reír. En fin, todo esto por dos cosas, o tres, o cuatro, o mil. Hace unos días me llamó Rafael Dulanto y me contó que había estado contigo y con don Julián d'Octeville, en Mallorca, y que en tu casa de Palma lo primero que se ve al entrar es una foto muy ampliada de nosotros dos, por lo que supuse que en algún lugar de tus viejos armarios siempre estoy de alguna manera presente, como tú en mí. Aunque sé cómo somos los dos de limitados, y los dos sin límites, inútiles y perdidos para esto del amor.

Y hoy, por el largo abrazo que rodea el mundo de la gente que te quiere, me llamó desde Roma Charlie Boston, para decirme que viaja a verte y que te está llevando una serie de novedades musicales que, piensa, pueden resultarte muy útiles para tu trabajo.

Y bueno, el resto ya lo sabes. Te quiero siempre tanto y me emociona tantísimo cuando alguien acaba de verte o está a punto de hacerlo. Y así pasó con Rafael y Charlie. Me hablaron casi seguido de ti y por ello me alboroté hasta no poder controlarme más. Y te llamé por teléfono y te estuve hablando horas. Y ahora me muero de vergüenza de que tenga que ser a cobrar a tu cuenta, pero por aquí yo me debato como gato panza arriba y parece que nunca me alcanza para nada el sueldo. Bueno, es un mal muy repartido, una especie de epidemia mundial, aunque a ti parece que te va bastante mejor ahora. Pero ni modo, con lo de mi llamada tendrás que hacer como que me invitaste a cenar riquísimo y comimos excelentes ostras con Dom Perignon, y nos reímos y disfrutamos como nunca. Porque así fue de alegre para mí escucharte.

Entiendo que, por más a gusto que estés en Mallorca, y a pesar de la buena casa que por cuatro reales podrías comprar en Menorca, insistas en que quieres regresar a Lima. Cada día se hace más difícil vivir fuera de las costumbres de uno. A mí hasta me cuesta un mundo hablar en inglés (y mira que dizque soy bilingüe), y de repente salgo con un acento espantoso, sólo para sentirme a gusto, y saber que al fin y al cabo no es mi idioma y que no estaré obligada a hablarlo toda mi vida. Es curioso, siempre me gustó más hablar en inglés que en francés, pero en este momento no le encuentro casi ningún placer y más bien me resulta frío y feo idioma. No me gusta decir malas palabras, porque me suenan horribles. Y las buenas palabras no me salen. Creo que tendré que irme, o comenzar a comunicarme con la gente por carta o por señas, como una muda.

Bueno, Juan Manuel, nuevamente te digo: fue divertido, alegre, entretenido, inteligente, fue grandioso escucharte. Y, aunque no sea yo quien deba decirte esto, cuídate más que nada del bendito teléfono, cuyas cuentas pueden congelar los testículos del más macho y perforar el bolsillo del más rico, según tengo leído por ahí: Paul Getty, el millonario petrolero, se protegía instalando un complicadísimo aparato a monedas.

Y ahora espero esa carta tuya que siempre todavía no ha llegado.

Tu Fernanda

San Francisco, 24 de noviembre de 1981

Mi queridísimo Juan Manuel,

Al fin llegó tu carta, tan llena de verdadero cariño y los mejores deseos para nosotros que me conmovió mucho. Me imagino que te has de preocupar bastante por los niños y por mí, porque realmente damos motivo de preocupación, por aquí tan a la pampa. Pero el tiempo, aunque no sea el mejor de los tiempos, me está sirviendo de mucho. Poco a poco siento con mucha felicidad terminarse en mí el rencor y el odio que he sentido y la sensación de estafa en mi relación con Enrique. Los niños, si bien me necesitan mucho, también me ayudan mucho porque son tan buenos y tan limpios. El sólo hecho de recuperar la serenidad vale todos los sacrificios realizados, y que ni siquiera han sido sacrificios puesto que nunca hubo mucha opción, y todo el esfuerzo que se ha venido haciendo hasta hoy ha sido el único posible.

Sentir los fuertes lazos de amistad y de amor con que me apoyas ha sido como tener un ángel a mi lado. Espero que Enrique también haya encontrado en su tierra a los buenos amigos de siempre y esté más tranquilo. Hace algún tiempo que no me escribe y es de esperar que ese tiempo le sea de utilidad. Ha hecho dos exposiciones de sus fotografías. Eso le dará fuerza, al ver su trabajo apreciado, así como sentirme querida y respetada me ha hecho bien a mí.

Es bien triste, pero con Enrique siempre me sentí rechazada y a la vez utilizada. Para mi pequeño ego de mujer, era un verdadero desastre. Hasta me había olvidado de que yo también soy una mujer como otras, y no tengo que aceptar ser despreciada, ni tratada sin ningún respeto. Pobre Enrique, no creo que el problema sea falta de amor, pero qué manera tan espantosa tiene de quererme. Ahora, en este momento, no sé lo que esté sintiendo él, porque como te digo no me ha escrito recientemente. Pero deseo que él, como yo, haya recuperado alguna serenidad para ver las cosas con respeto, amor, y pensando en el bien de los dos y de los niños.

Sólo el tiempo dirá la última palabra, pero hoy por hoy le agradezco al tiempo la paz recuperada. Me veo en el espejo, y a veces me sonrío. Me arreglo, y a veces me siento bonita. Juego con mis niños y los disfruto. Este tímido progreso, paso a paso y lentamente, justifica estar lejos de todo lo que conozco. Además, en realidad no se puede estar en El Salvador ahora y, como tú bien dices, salir corriendo a Chile no tiene mucho sentido sin antes ver las cosas bien pausadamente y pensarlo mucho. Ya no estamos para recorrer el globo y acabar con nada más que amarguras.

Escríbeme. ¿Sabes que muchas veces mis mejores pasos los he dado después de leer una de tus cartas?

Te ama, te besa, te abraza,

Fernanda Tuya

San Francisco, 10 de diciembre de 1981

Querido Juan Manuel Carpio,

Aquí me tienen presa, en una enorme oficina con grandes ventanas que miran hacia la bahía, en un lindo día azul con barquitos veleros bajo los puentes. Y, enfrente, una secretaria tan eficiente que contesta teléfonos, escribe a máquina, toma dictado, todo eso a un tiempo, mientras yo en mi máquina te escribo una carta llena de amor.

Resulta que me han puesto en la oficina de un vicepresidente de este gigante de compañía que es la Rogers and Brooks. Y su secretaria es tan celosa de su trabajo que no me deja siquiera contestar el teléfono, sea cosa de que le quite un ápice de su prestigio. Si vieras qué fastidio. Y al contestar el teléfono hay que tener un cuidado bárbaro porque puede ser, Dios Santo, el mero mero señor Brooks o el mero mero señor Rogers, o el Henry Kissinger, o el Georges Schultz, o el Reagan himself. Y uno allí sale diciendo cualquier tontería. Lástima grande que sea tan fastidioso el trabajo, porque de no ser así lo aceptaría de manera permanente, ya que significaría más dinero, y sin duda algún prestigio del tipo de prestigio que no me importa. Pero un poco más de plata no estaría mal. Sin embargo, no lo voy a aceptar. En realidad, no soy tan buena secretaria, y me arruinaría ver tanta eficiencia por todos lados. No sé ni siquiera por qué me han puesto aquí.

Pensaba anoche en la cantidad de tiempo que uno pasa hablando de música, recordando música. Tu última carta casi sólo habla de este tema, de canciones que hemos bailado juntos, de discos que necesitas, de discos que llenan tu departamento. Y, viendo dónde vivimos ahora, todas las fotografías de Enrique que tengo también tienen que ver con música. Tengo un pianista suyo y también otra foto de unos bailarines de tango, y un afiche de su última exposición, del cual te estoy enviando un ejemplar, porque pienso que te gustará. Habla mucho de la soledad y la música y se llama «Salón de belleza sentimental», ya que todas las pobres y muy cursis peluqueras aparecen con la cabeza metida en enormes bocinas de victrola, olvidándose por completo de una clientela también adormecida por la música. El afiche pertenece a toda una serie de fotos con victrola, y no sé si viste algunas cuando estuviste aquí, aunque me parece que no nos quedó mucho tiempo que digamos para el arte.

Aquí con los niños nos preparamos para la Navidad. Vamos a ir a ver el Cascanueces en la ópera de San Francisco, que es un espectáculo lindísimo. También hay cánticos antiguos españoles en una iglesia, y música navideña medieval en otra. Iremos a ver lo más posible de estas cosas que son todas de aprovechar. La Mariana está muy entusiasmada y Rodrigo también porque ella va a clases de ballet con la compañía de San Francisco, y algunas de sus compañeritas van a figurar en el Cascanueces. Rodrigo se pone orgullosísimo con todo lo que concierne a su hermana.

Como ves, ya estamos hablando de música otra vez.

Espero que tus Navidades sean lindas. Y te abrazo y te beso con ese amor medio santo y como bien misticón que a uno le entra por estas épocas del año. Y con música de la que tú quieras, por supuesto,

Tu Fernanda

Berkeley, 19 de diciembre de 1981

Mi adorado Juan Manuel, indiscutiblemente incansable,

¡Cuánto me alegro de que me haya llegado tu nuevo disco y de que nunca te canses de mí!

Te oigo y te oigo y cada canción es más lograda y maravillosa que la anterior y todas y cada una de ellas es y son mis favoritas. Y los niños te escuchan a fuerza de escucharme escuchándote. Diríase que ellos empiezan a entenderte y que empieza también a gustarles tu música, sus melodías, sus palabras, tu voz que reconocen, Juan Manuel Cantautor.

Una cosa va a misa, mi amor, una cosa es verdad como una catedral. Si te sigues estabilizando, producirás lo mejor. Tú vas para arriba, Juan Manuel Carpio, cantautor mío.

Y no te escribo más porque te sigo escuchando y te sigo adorando. No te escribo más porque no se pueden hacer tantas cosas maravillosas al mismo tiempo. Pero una última cosa más sí: gracias por haber titulado el disco Motel Trinidad, a sabiendas de que esto del motel apenas existe en la cultura nuestra. Pero es que lo haces sentir con tanta gracia y ternura eso de que el amor lo puede llevar a uno incluso al colmo de la incomodidad y a la más húmeda y fría y feliz sordidez. Eres tan hondo, eres tan triste, eres tan divertido, que, te guste o no te guste, ya no te escribo una línea más.

Musicalmente tuya, eso sí,

Fernanda

La siguiente es una de las contadísimas cartas que Fernanda María copió íntegramente en aquel cuaderno del que me envió fotocopia. Me imagino que lo hizo porque hacía muy poco que le habían robado años de nuestra fiel y entrañable correspondencia y, ante el temor de una nueva pérdida, la reprodujo de principio a fin con esa caligrafía tan suya, entre nítida y ordenada y veloz y catastrófica. En fin, ahí va esa respuesta mía, llena de una alegría tan grande como le produjo a ella la recepción de aquel nuevo fruto de mis andanzas y cantares.

Palma de Mallorca,

enero de este feliz año nuevo

Fernanda María fabulosa y grandaza,

Veo que mi disco te puso la bandera al tope, como te corresponde en tu calidad de amiga que me perdonaría hasta que me casara con otra mujer y te nombrara testigo por lo civil, lo penal, lo militar y lo ocular. En fin, si te despachas con cuchara grande con mi Motel Trinidad, peor tantito, por aquello que los gringos llaman higo y que ha hecho de la Argentina un país tan necesariamente grande en su geografía, ya que hay que darle cabida a tan tremendo y freudiano higueral, repleto además de angustia psicoanalítica, sin duda alguna porque más al sur, Patagonia abajo, como quien dice, los espera le néant del fin del mundo congelado. En conclusión, mi ego está que sobrepasa los límites de la mayor de las islas Baleares y empieza a proyectarse hacia las Ibizas y las Menorcas, las Cabreras y Formenteras.

Te oprime con un abrazo sostenido, al tiempo que te estruja y apachurra tu ínfimo en Xpo. y capellán.

Juan Manuel

Berkeley, 2 de febrero de 1982

Mi adorado Juan Manuel Carpio,

No sé cuándo te llegará esta carta con tanto ir y venir de Palma a París. Pero me gustaría que te llegara rápido, por dos razones. Una, que pronto tendré que viajar yo también. Parece que la mamá de Enrique sigue grave en Chile y está reclamando a sus nietos. De manera que el viaje se hace ya inevitable. Saldré con los niños a fines de este mes. Con mil temores de que quieran acapararnos allá, pero pensando que es una injusticia saber la gravedad de la pobre señora y tener aquí a sus únicos nietos asoleándose en California. Se supone que estaría en Chile más o menos un mes. Camino al sur, pasaremos dos semanas en San Salvador para ver a mi familia (el peligro directo, para nosotros, ha pasado por completo, y además me interesa ver con mis propios ojos cómo va mi pobre paisito), de manera que estaremos llegando a Chile a mediados de marzo. Me parece bien pronto, y no deja de asustarme. Ojalá sea un buen viaje.

Bueno, no dejes de escribir. Si puedes hacerlo antes de que salga a este horrible viaje, será muy alegre siempre saber de ti. Estaremos aquí todavía todo febrero.

Tu disco sigue y sigue sonando en esta casa de música.

Te quiere cada día más y más,

Tu Fernanda

California, todavía un ratito más. 18.2.82

Mi queridísimo Juan Manuel Carpio,

Tienes razón y así lo he sentido también, que al dejar esta linda, soleada, pacífica tierra, que ha sido buena, tranquila y solitaria para mí, dejo en cierta manera tu casa, tan parecida a la mía, siempre llena de música, de nostalgia y de soledad. No sé cuándo nos encontraremos otra vez. Tampoco sé a lo que voy, ni por qué, para decir la verdad. Pero de alguna manera este reposo tan necesario se ha terminado. Ha sido tan bueno para mí que a veces pienso que esta soledad es mi verdadero aire de vida, y que en este aire estoy bien. Siendo tan torpe con los contactos habituales.

Pero, en fin, a lo habitual volvemos. Cediendo hasta el fin a todas las presiones. Y pienso que por eso no estamos juntos. Los dos lo hemos respetado todo de una manera increíble. Nunca nos hemos permitido presionar al otro. Por temor, por respeto, por amor, por todo lo que tú eres y yo amo en ti, como una presencia tan cercana, como un espejo que sólo conoce mi más bonito yo. Y es por amor también a ese bonito yo que no he hecho presión en tu vida en momentos en que quizás un leve peso hubiera cambiado la balanza a favor nuestro. Ni tú ni yo nos hemos atrevido a ser ese peso.

Sea como sea, te quiero para siempre y eso ya es algo.

No sé si te veré pronto. Créeme, Juan Manuel, que nada en esta vida me gustaría como verte muy pronto, encontrarnos incluso antes de que esta carta llegue a tus manos. Pido imposibles, lo sé, y no voy a insistir para no desesperarme y que los niños lo puedan notar.

Y sin embargo, sigo: creo que por esa cita misteriosa que me gustaría tener contigo sería capaz incluso de retrasar mi llegada a Santiago. ¿Será todo eso pura locura, tú crees? ¿Será posible que los dos nos encontremos siempre con manos más urgidas que las nuestras, más posesivas y más exigentes?

Creo que la vida nos dirá eso. Por suerte, todavía confío en la vida y esa confianza me salva de mucho.

Además, confío en que todo lo que suceda entre nosotros será bueno, y eso me da una gran tranquilidad.

Te abrazo y te beso, buenas noches por hoy y hasta no sé cuándo,

Tu Fernanda María

La suerte nos acompañó y mucho, aquella vez, a Fernanda y a mí, porque justo cuando estaba leyendo su carta sobre el viaje a Chile y la escala en El Salvador, recibí una muy correcta oferta para cantar en un hotel de la ciudad de México. Nada más lógico, pues, que improvisar una pascanita en el Distrito Federal, con niños y todo, para que a Fernanda no se le complicaran aún más las cosas. Linda, Mía creo que lo adivinó todo en el momento mismo en que descolgó el auricular, allá en Berkeley, y escuchó mi voz.

– ¡Genial, Juan Manuel! ¡Genial, genial, y genial! ¡Y lo más alegre que he oído en muchas muchas lunas!

– ¿Sabes que me gustaría que Enrique lo supiera? Preséntaselo, si quieres, como un picnic de unos cuatro o cinco días, con carpas en el Zócalo, con tamales y tacos y Coca colas y huevos duros. Pero me siento mejor sabiendo que está enterado hasta de que los chicos harán esa escala antes de la escala en El Salvador y que todo ello retrasará la llegada del clan del Monte Montes unos días más.

– La verdad, Juan Manuel, tu idea me gusta. Me parece correcta y limpia. Pero no sé cómo va a reaccionar Enrique, sobre todo por aquello de la gravedad de su madre.

– Te juro, Mía, que con todo el cariño y respeto que siento por él, a mí aquello de la gravedad de su señora madre me suena a tongo, a trampa que les ha tendido a ti y a los niños para arrastrarlos hasta Chile y tenerlos a su lado. En fin, no sé qué decirte, Mía, pero digamos que es la gravedad menos grave que he logrado imaginar en mi vida. Pero bueno, el tiempo lo dirá. Yo, en todo caso, los estaré esperando a partir del primero de marzo, en el Gran Hotel del Centro. Creo que queda en una calle llamada 17 de septiembre, pero en todo caso está a pocos metros del Zócalo y cualquier taxista los llevará. Pero avísaselo a Enrique, por favor.

– ¿Tú cómo crees que lo tomará?

– Actuará como los amigos deben actuar con las mujeres que aman o amaron a sus amigos.

– Yo pertenezco a la primera categoría.

– En eso y en todo, Mía. O sea que nos vemos en México lindo y querido antes de que el tren silbe tres veces. Lo tendré todo reservado y listo.

– Y los niños serán felices en el bosque de Chapultepec y en el Museo de Antropología. Y yo escuchándote cantar cada noche.

– Y también yo seré feliz cada noche, pero cuando termine de cantar y los niños ronquen suavecito en la habitación de al lado.

Y así fue todo en la Ciudad de México. Tan perfecto como aquel inolvidable fin de semana con los niños, en Cuernavaca, cantándoles viejas nanas españolas, a veces, volando cometa, otras, hartándonos de tacos y enchiladas, matándonos todos de risa con los payasos de un circo tan pobre que de pronto el prestidigitador negro salía teñido de rubio y era el rey del trapecio alemán, Herr Boetticher, y unos minutos más tarde el domador ruso Vladimir Popov, e incluso al final se dio el lujo de perder raza, sexo y nacionalidad, para convertirse en la abominable mujer con barba del circo y de mentira.

Después, de regreso al Distrito Federal, y camino a otro aeropuerto más, para más adioses, Mía y yo vivimos la única despedida no triste de todas cuantas nos correspondieron en tantos y tantos años de vernos y de tener que dejar de vernos. Y es que los niños estaban encantados conmigo y yo con ellos y ahora el viaje para ellos iba a seguir igual de feliz en El Salvador, donde iban a volver a ver a los abuelos, a los tíos y a las tías, e igual de feliz iba a seguir también cuando llegaran donde papi, a Chile, donde eso sí, desgraciadamente, la abuelita paterna que iban a conocer se hallaba delicada de salud. Todo esto, para qué negarlo, si además es cierto que habla bastante bien de nosotros, hizo que Mía y yo nos despidiéramos, casi diría que encantados de la vida. En fin, el par de imbéciles que fuimos siempre en todo lo de nuestro amor y en lo del debido respeto a los demás, a sus caprichos y sentimientos, a sus virtudes y defectos, a sus exilios y borracheras, a sus portazos y hasta a sus botellazos en la cabeza. Definitivamente, Mister David Herbert Lawrence, los elefantes, esas gigantescas bestias, esos tremendos mastodontes, son lentísimos de domesticar.

San Salvador, 15 de marzo de 1982

Juan Manuel Carpio, mi amor,

¡Qué falta me has hecho en estos días! Fueron tan lindos y llenos de cosas los días de México. Me han dejado en limpio el recuerdo de ti tan fuerte y grande que me sonrío sola al sentirte cerca aún.

Aquí mi familia está bien. Los de la casa siguen tan entrañables [3] y acogedores, el mar tibio, las ostras ricas, el aire delicioso, los collares de Conchitas enternecedores. Mis árboles han crecido. Me ofrecen comprar la casa. No sé. En todo caso, nos quedaremos todo el mes de marzo y se verá. Me harán falta tus cartas en este tiempo. Escribe, si puedes, a: 189 Pasaje Romero. Colonia Flor. San Salvador.

Como siempre, en todo hay algo que se logra y algo que falla. Mi encuentro con la familia, excelente, en cambio mi amiga Charlotte y su marido abandonaron el país la semana pasada y con ellos Fabio, otro de mis más extrañables amigos de infancia. De manera que no veré casi amigos. Además, las bombitas, los disparitos y los muertitos siguen. O sea que salir es difícil. Sin Charlotte, Yves, su marido, Fabio (mi compadre, ¿te acuerdas?) y Clara, mis mejores amigos, salir no tiene gracia.

Pero ha ocurrido algo mucho peor por dentro de mí, al volver aquí, amor mío. Algo que quiero contarte, porque tú siempre me has ayudado a sentirme fuerte como Tarzán, pero de golpe como que se ha producido un descalabro en la selva y Tarzán se encuentra muy solo, totalmente arrinconado, acobardado, no se atreve a colgarse de una liana, ni siquiera a arrojarse al agua del río, por temor a los cocodrilos, que además están en las calles, en las casas, en las miradas de las personas, agazapados en cada esquina de la vida de este país.

Todo pasó así, mi amor, mi Juan Manuel Carpio, mi amado amigo. Llevé a Rodrigo a ver una película de Tarzán, una de las clásicas, de las de Johnny Weissmuller, de las más viejas, de cuando tú y yo éramos niños. Y no sé por qué me dio tanto miedo cuando apagaron la luz. Me dio un miedo muy muy fuerte que parece que no se me va a ir nunca más.

Ni siquiera pude entretenerme con las aventuras para niños de la película. Sólo miedo pude tener, y mucho, demasiado.

Pero lo peor vino a la salida, mi amor. Porque yo estaba tratando de que Rodrigo no se diera cuenta de nada, de que yo temblaba, de que me moría de miedo de estar en mi país, de estar con él en un cine y luego en una calle cualquiera de la ciudad, y en plena luz del día. Sí, yo estaba haciendo un esfuerzo realmente enorme para que Rodrigo no se diera cuenta absolutamente de nada, cuando lo oí preguntarme si Tarzán tenía amígdalas. Y cuanto más no le respondía yo, porque se me habían trabado la lengua y la garganta, porque la vida entera mía luchando por aquí y por allá se me había trabado en la lengua y la garganta, más me preguntaba él si Tarzán tenía amígdalas, por fin sí o no mamá, pero contesta.

Desde entonces me he encerrado en la sala, no como, y sólo oigo tu disco Motel Trinidad, que llevo conmigo por donde voy. Y sólo pienso una cosa, mientras lo escucho. Ir a México a encontrarme contigo, por más que se lo avisara a Enrique, ha sido trampear un poquito. ¿Será entonces ésa la magia? ¿Saber trampear un poquito y saberlo hacer a tiempo? En todo caso, hoy, bajo la enramada que cubre íntegro el gran ventanal de la sala, bajo este sol que adivino afuera, frente a aquel mar al que ya no quiero ni puedo ir sin ti, y con este airecito triste y negro que se me ha metido en la sala, te abrazo y te beso y como en la canción mexicana quisiera ser solecito para entrar por tu ventana.

Mi país, mi horrible y destrozado país. Tú, en todo caso, nunca más me vuelvas a llamar Tarzán, porque no lo soy. Y si me creí, gracias a un tiempo de californiana serenidad, en el que tu amor jamás me faltó, alumna aventajada de un gimnasio de Tarzanes, hoy, como diría tu venerado poeta y compatriota César Vallejo, refiriéndose a sus huesos húmeros, hoy a mí las amígdalas a la mala se me han puesto. Y ya tú sabes todo lo que una amigdalitis puede ocasionarle a Tarzán en plena selva: desde que se lo trague un león, hasta un honor, un orgullo y unas convicciones muy firmes, todo definitivamente perdido para siempre.

En mi nueva vida de mujer débil, me queda una cosa fuerte e inmensa: Te quiero, Juan Manuel Carpio, cantautor y amigo. Compañero. Gracias por México, y perdóname por abandonar el gimnasio, pero fíjate tú que no me preparó para volver a mi país, ni de visita, siquiera, entre tanta bombita, tanto amigo muerto o desaparecido, por la derecha y por la izquierda, y por delante y por detrás y por el norte, el sur, el este y el oeste de mi fragilísima salvadoreñidad.

Rodrigo, que anduvo con amigdalitis no hace mucho, me ha dado una tremenda lección. Un sólo detalle suyo bastó para que yo aprendiera un millón de cosas acerca de mí. La más nimia e infantil de sus preguntas me colocó tamaño espejo de cuerpo entero y me hizo verme tan flaca y demacrada, pero de golpe, porque en México no estuve ni siquiera delgada o pálida y me sentí bien bonita. En fin, todo esto me hace recordar que ese niñito (¡?) pronto va a cumplir ya los diez años.

En esta carta no me despido de ti, Juan Manuel Carpio.

Me encuentro demasiado débil y te tengo además en tu disco, tan fuertemente cuidándome.

Santiago, 12 de abril de 1982

Mi queridísimo Juan Manuel,

Al fin llegamos a Chile, el pasado martes. A pesar de todo, a pesar de tantos pesares, me costó muchísimo irme de El Salvador. Y aunque aún no lo sé a ciencia cierta, en definitiva puede ser que haya hecho mal en venir. Sólo llevamos una semana aquí y ya tengo una depresión enorme y una tremenda sensación de desperdicio. Haber viajado tanto para no querer estar aquí. Me siento muy imbécil.

Tal como lo sospechaste, la mamá de Enrique no está grave para nada. Más bien se pondrá grave cuando nos vayamos.

Y a todo esto recién ha pasado una semana aquí. De mi amiga Gaby Larsen no he sabido nada. Voy a tratar de llamarla por teléfono. Me muero de ganas de ver a alguien que me dé ánimo. Ahora que te escribo estoy con los niños en la Plaza de Armas, en el centro de Santiago, aterrada de la vida que manejo tan mal.

No veo dónde podrás escribirme, con lo bien que me harían tus palabras.

Por dicha, en El Salvador mi relación con la familia, con la poca que me queda en el país, fue excelente. Y tú no puedes imaginarte lo maravillosos que fueron cuando me ocurrió lo de la amigdalitis y me encerré en la sala para morirme escuchando tu último disco. Me entendieron a la perfección, y fueron de una discreción poco común en nuestros países. Simple y llanamente adivinaron que ya yo no sería capaz de lanzar un solo alarido más en la vorágine que es mi vida, que acababa de huir aterrada de la selva y de sus animales, de sus árboles, sus ríos y de sus lianas, y que amaba a ese señor cuya voz salía incesantemente de un disco al que había acudido como un náufrago a una boya.

Y ahora no entiendo por qué demonios tenía la obligación de venir a arreglar no sé qué para lograr una separación decente y amistosa, algo que es tan imposible casi siempre.

Por favor, abrázame en tu pensamiento y ojalá pueda yo sentir tu abrazo, que siempre me hace tanto bien.

En cuanto tenga una dirección posible te escribo las señas. Tal vez Gaby llegue pronto y ella tenga una dirección. En todo caso, a veces creo que soy la mujer más imbécil del mundo.

Te abrazo y te beso,

Fernanda Tuya

PS. ¡Juan Manuel! Me puedes escribir a: Correo Restante. Correo Central. Plaza de Armas. Santiago. Chile.

Estaba parada aquí delante del edificio y ni cuenta me había dado. ¡Mira qué brillante idea! Ya me alegré bastante con eso.

Santiago, Plaza de Armas, 3 de mayo de 1982

Mi queridísimo Juan Manuel,

Hoy vine al correo central y encontré tu carta cuya sola existencia me alegró mucho. Y al leerla me alegré más todavía de saber que estás bien, luego de tu gira mexicana, recuperando fuerzas y paz.

Sigo escuchando y escuchando tu Motel Trinidad. Cada día lo encuentro mejor, hilvanado con hilos de oro. El título de cada canción y la manera en que se integra al texto es genial, como que levanta el relato de cada estrofa con puntuación de magia. Lo encuentro lo mejor tuyo que he oído hasta hoy. Y que Luisa me perdone.

En cuanto a mí, básicamente estoy bien. Los niños por dicha están hechos de un material inquebrable e inoxidable. Es una suerte increíble el que se mantengan limpios y lindos en medio de tanto cambio, y sus ojos siguen llenos de las mismas estrellas que tú viste en México.

Te escribo muy rápido, y es que debo volver a casa de los padres de Enrique. Recibe un millón de besos de tu

Fernanda

Santiago, 10 de junio de 1982

Querido Juan Manuel Carpio,

Te asomas corriendo a la plaza, sin fallar nunca, fuera de aliento.

Yo también recibo furtiva tu beso y a mi vez sigo corriendo. Pronto te escribiré cartas más reposadas desde el calor del jardín de mi mamá.

Esta semana nos vamos. Si te he contado poco, perdóname. Créeme que la prisa ha sido real, como todas tus palabras también son reales. Los niños andan aquí corriendo por los pasillos del correo y debo despedirme.

Gracias por tu prisa y puntualidad en llegar siempre a nuestras citas.

Besos y abrazos,

Fernanda María

San Salvador, 23 de julio de 1982

Queridísimo Juan Manuel, siempre un poco mío, por dicha, por milagro.

El último saludo tuyo lo recibí en Santiago. Te asomaste corriendo a la Plaza de Armas y pude recibir tu abrazo antes de salir corriendo yo en mil prisas, prometiéndote una carta más calmada desde la casa de mi mamá.

Esa calma no se ha dado.

Para comenzar, la casa no está en calma. Mi mamá la alquila desde hace quince años y parecía que iba a poder vivir allí para siempre. Ahora, con las nuevas leyes, crisis económica, etcétera, el dueño quiere venderla y su comprador sería un ingeniero que la botaría para hacer no sé cuántas casas. Vamos a tener que ver cómo se arregla eso. Ojalá, pero no sé cómo.

Luego, yo no estoy en calma. Tú sabes que, en general, no soy dada a las angustias existenciales, y que he andado por este mundo bastante despreocupada, hasta alegre, diría. Pero desde que me fallaron las amígdalas tengo miedo de todo, mi amor. Del futuro, del presente, y del pasado que me parece un suelo fangoso. No sé ni por dónde comenzar. El país está espantoso de triste, feo, pobre, temblores, lluvia, y así me siento yo también. Perdona que te hable de angustias. No me gusta sentirme así. Menos todavía me gusta hablar así. Pero sé que me perdonarás. Por dicha algunas seguridades y convicciones me quedan. Cuánto quisiera sentir un poquito de la alegría que tuvimos en México.

La partida de Chile fue tristísima. Pienso que sólo muriéndome podría enderezar este enredo. Aunque estar en San Salvador, ahora y así, parece ser lo más cerca que hay a morirse y no irse al cielo.

Por tu lado, me alegro mucho de que hayas terminado comprándote la casa en Menorca, para encerrarte y escuchar y componer música, que es lo que a ti te ha gustado y ayudado siempre. Al Perú siempre podrás ir y venir, sobre todo ahora que ya empiezas a ser conocido y reconocido internacionalmente. Si supieras la cantidad de gente que me habla de tu último disco aquí, en este bombardeado rinconcito último del mundo, y sin saber siquiera que nos conocemos. Y a cada rato se escucha una canción tuya por la radio. Yo feliz, por supuesto.

Por lo que te conté al empezar, casi deseo ahora que esta carta se pierda en el correo y te llegue mejor otra carta menos triste. Pero te la mando porque me gusta hablarte y lo necesito. Aunque claro que me gustaría hablarte de cosas más lindas y no fastidiarte así.

Una cosa buena sí te puedo contar. Nadie de nosotros se derrumbó con el terremoto. Yo estoy con los niños en casa de una tía que anda de viaje en Europa y que es grande y sólida como Gibraltar, tanto la casa como la tía, pues sólo se rompieron unos cristales y unos jarros precolombinos, lástima. Pero la casa y nosotros intactos, fuera de mi derrumbe interno que tendré que ver cómo lo compongo.

Los niños ya están en el colegio y supongo que un primer paso de mi parte sería buscar un empleo. Pero no he querido ver a nadie todavía. Tal vez la semana próxima, cuando realmente esté convencida de que me quiero quedar aquí, de que puedo hacerlo, en fin, de que de una manera u otra me voy a quedar con mis hijos en mi país. Es duro, sabes, comprobar que todas tus hermanas se han ido con ánimo de no volver más que de visita y cada vez menos. Y lo mismo tus amigos más queridos. A veces ni mi mamá ni yo sabemos dónde está cada una de mis hermanas, aunque por si acaso te aviso que la Susy sigue manteniendo el lindo departamento de la rue Colombe.

Bueno, mi amor, qué carta tan rara me salió. Te abrazo mucho, me abrazo de ti, tu recuerdo me abraza con ternura y amor, y te agradezco que me hagas sentir siempre tu grande y dulce amistad y ternura.

Tu Fernanda


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> En el original dice “extrañables”. (Nota del corrector)