38576.fb2 La amigdalitis de Tarz?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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IV. Flor a secas, las cartas, y los años

«¿Será entonces ésa la magia? ¿Saber trampear un poquito y saberlo hacer a tiempo?», me preguntaba, como quien se lo pregunta a sí misma, Fernanda María, en la única carta que me escribió después de nuestro maravilloso encuentro en México, ya de paso por El Salvador y rumbo a Chile. Claro que aquélla era la misma carta en que me contaba hasta qué punto Tarzán atravesaba una profunda crisis, una verdadera amigdalitis, según su propia expresión, y cómo de golpe y porrazo bastó con que su hijo Rodrigo le hiciera una típica pregunta de niño, sobre el Rey de la Selva y sus amígdalas, para que ella se descubriera totalmente indefensa, psíquica y físicamente abatida y desarmada en medio de una jungla interior y exterior.

Definitivamente, ése era el momento en que yo debía actuar, en que debía sugerirle a Fernanda que alargara su visita a San Salvador, dándome así la oportunidad de realizar algunos cambios en las fechas de mis compromisos laborales y de conseguirme, falsa o verdaderamente, unos cuantos conciertos y grabaciones, allá en tu tierra, mi amor, para que de una vez por todas aprendamos a trampear un poquito más y mejor, para que repitamos el goce y la magia de nuestro encuentro en México, pero ahora más a fondo y más clara y audaz y abiertamente, Mía, o sea ahí en tu propia ciudad y entre aquellos familiares y amigos de los que tanto me has hablado, a lo largo de años. Créeme que todo, absolutamente todo, Mía, queda cien por ciento justificado por el hecho real de que te hayas sentido, de que te sientas tan mal, por tu imperiosa necesidad de reposo y tranquilidad, esto cualquiera en el mundo lo puede entender y estoy seguro de que te bastará con hacerle saber a Enrique que no te queda otra alternativa y que realmente deseas que lo de su mamá no se agrave más, para que a pesar de este tremendo y tan inoportuno percance, los chicos y tú puedan llegar a tiempo y…

Pero bueno, aún no había terminado de imaginar mi estrategia completa, mi trampita mexicana, ampliada y perfeccionada, cuando ya me estaban llegando las primeras noticias que Fernanda me envió de Chile. Maldita sea. Una vez más, nuestro Estimated time of arrival, nuestro dichoso E.T.A., nos había jugado una mala pasada, y en esta oportunidad sin que ella se enterara siquiera, pues para qué contarle nada ya si acababa de abandonar El Salvador. O sea que rompí aquella carta inconclusa y, en su lugar, opté seguramente por escribirle una muy distinta. Lo deduzco ahora por las noticias que siguieron; en fin, por las dos o tres cartas que Fernanda María logró escribirme desde Santiago y las que me envió más adelante, de regreso nuevamente a San Salvador, aunque entre éstas hay una, fechada el 23 de julio de 1982, que tiene un parrafito que realmente se las trae:

La partida de Chile fue tristísima. Pienso que sólo muriéndome podría enderezar este enredo. Aunque estar en San Salvador, ahora y así, parece lo más cercano que hay a morirse y no irse al cielo.

Porque bueno, ¿qué diablos quería decir todo aquello, así, de buenas a primeras?, ¿qué demonios significaba tan repentina confesión, a esas alturas?, ¿a qué santos esa especie de tardío arrepentimiento, de pronto?, ¿me incluían o me excluían por completo, aquellas palabrejas? Pues yo diría que más bien lo segundo. Sin embargo, ahí estaban, de su puño y letra, y nada menos que en la primera carta que Fernanda María me escribió recién llegadita de Santiago. Como para volver loco a cualquiera, la verdad…

…Porque resulta que ahora, y así, de repente, la bendita partida de Chile había sido tristísima. Y estando en el mundo yo, además. ¿Acaso no se había quejado Fernanda de lo mal que la pasó en Santiago, prácticamente desde que bajó del avión? Pues bien que se había quejado, y no sólo eso, sino que desde el primer instante se dio cuenta de haber caído, como una verdadera idiota, en la trampa que Enrique les había tendido a ella y a los niños para tenerlos a su lado, tal como yo sospeché y se lo anticipé también, mucho antes de su partida. La madre del araucanote jamás había estado grave, ni siquiera enferma, más bien todo lo contrario: la doña estaba requetefeliz de haber conocido a sus nietecitos y, como si las cosas fueran así de fáciles y naturales, de buenas a primeras decidió que lo único que deseaba en esta vida es que se quedaran para siempre a vivir con ella en Santiago. Y con o sin el esqueleto centroamericano y pelirrojo y seguro que comunista este de su madre. En fin, que se había armado el enredo del siglo, ahí en Santiago, y ya sólo faltaba que la araucanota madre terminara enfermándose de verdad y hasta de muerte, esta vez sí, debido a la rabia y la tristeza de ver a sus adorados nietecitos arrancándose nuevamente rumbo al Salvador, para luego, desde ahí, sabe Dios adonde ir a parar con la bolchevique esta de mi nuera y otro gallo cantaría si Pinochet se enterara, cómo no, claro que sí.

Sin embargo, Fernanda María se refirió a aquella despedida como algo tristísimo y hasta llegó a pensar en su muerte como única solución a tan maldito e interminable embrollo. Yo, en cambio, había estado pensando sólo unas semanitas antes que había llegado el momento de aprender a trampear de a de veras, lo cual en resumidas cuentas significaba recrear sin remordimiento alguno la magia de nuestro encuentro mexicano, caiga quien caiga y aunque tengamos que mentirle a media humanidad, empezando por Enrique, dicho sea de paso, mi querida Fernanda. ¿O es que a estas alturas del partido aún te sientes incapaz de soltar una que otra mentirita en favor de nuestra causa? Si, ya lo creo que el pobre sufrirá mucho, y no sólo eso: además estoy convencido de que centuplicara la dosis diaria de vino y whisky. Y es que el alcohol es un amigo muy alegre pero sólo cuando le ganamos la partida, lo cual, seamos sinceros, Mía, no ha sido nunca el caso de Enrique. El trago para él es un monstruo tenebroso y nefasto que hace mucho tiempo le ganó la partida y le mostró su feo rostro. Ésta es la única verdad, mi amor, y créeme que siento en el alma tener que cantártela a ti, y con todas sus patéticas palabras, pero es que me parece que ya es hora de que vayas sacando la cuenta de la tira de años que han pasado desde que Enrique se dejó caer en ese hoyo.

¿Cómo que no fue siempre así, Fernanda?, ¿cómo que tu señor esposo no ha sido desde tiempos inmemoriales un verdadero especialista de la pena embotellada? Por supuesto que lo ha sido. Y tanto que, a fuerza de sufrir y beber, ni come ni deja comer, porque la verdad es que cuanto más se hunde él en su selva oscura, menos gozamos tú y yo de la vida y más nos vamos acostumbrando a las viejas espinas. Y mira, mi tan querida Fernanda, sí, mira y escucha: aprovecho la ocasión para recordarte, con tu venia, que ya ambos bordeamos el célebre mezzo del cammino di nostra vita, que fue cuando al propio Dante Alighieri se le torcieron infernalmente las cosas. O sea que a engañar, a mentir, a trampear, mi querida Fernanda, porque, o reaccionamos y volvemos a encontrar la diritta via, o terminaremos metidos de pies a cabeza en questa selva selvaggia e aspra e forte, che nel pensier rinnova la paura…

Sí, en este instante lo recuerdo clarito: fue justo entonces cuando tuve que cerrar mi edición Biblioteca Universal Rizzoli de la Divina commedia y entregarme por completo a la nueva y profunda sensación que las palabras de Fernanda acababan de producir en mí, mientras intentaba leer a Dante y al mismo tiempo encontrarle una solución a nuestra honestidad a toda prueba. Un infierno me llevaba al otro, la verdad, pues justo cuando yo intentaba imaginar nuevamente verdaderas estrategias para salvar nuestro amor, Fernanda María me salía desde El Salvador con que abandonar Chile esta vez le resultó tristísimo. En fin, todo un golpe bajo, por decir lo menos…

…Pero bueno… A lo mejor no… A lo mejor se trata de frases que no han sido escritas contra mí, que ni siquiera me excluyen en lo más mínimo de la vida y los sentimientos más reales, más completos y profundos de Fernanda María… Sí, por ahí van los tiros, sin duda: las palabras tan duras y tristes de Mía sólo podían explicarse situándolas dentro de un contexto mucho más amplio y complejo que yo debía ser capaz de imaginar muy fácilmente y que no sólo la incluía a ella. En realidad, Fernanda María casi se había limitado a describir, con muy lógica pena, la enésima separación de los niños y su padre, agregándole, por supuesto, una nueva separación, tal vez definitiva ésta, de sus abuelos paternos, también un nuevo viaje inútil, en lo que a su situación personal se refería, y sabe Dios cuántas cosas más.

En fin, que por más que uno cuente y se cuente, y por más que uno se confiese y hasta se vomite, página tras página y tras página, aún no ha nacido la persona en este mundo capaz de mostrarnos todas sus cartas por carta, ni siquiera en la más extensa e íntima de las correspondencias. Por ello, sin duda alguna, Fernanda María sólo pudo expresarme parcial y circunstancialmente su partida de Chile. En cambio ella y yo éramos totales y esenciales, el uno para el otro, aunque a veces el mismo correo que nos mantenía informados nos impidiese contar íntegramente un momento de nuestras vidas, o dos o tres o mil. Con lo cual ni qué decir del conciso, desteñido y borroso fax -que además se borra del todo con el tiempo- en el cual incluso lo epistolarmente parcial queda suprimido por completo, empezando por el sobre, con lo mucho que ello implica de color, de geografía, de climatología, de filatelia, de horizontes lejanos, de memoria y de olvido, de penas y tristezas, de amistad y de amor, de paso del tiempo y de veinte años no es nada o, en el peor de los casos, es sólo fiel correspondencia.

En fin, qué más se puede decir acerca del fax, guillotina de la carta, silla eléctrica incluso de lo epistolarmente parcial… Bueno, sí, algo me queda por decir -aunque más que nada por asociación de ideas y de progresos sólo técnicos, una pena, claro- y es que, con gran elegancia, y antigüedad es clase, Fernanda María y yo jamás incurrimos en fax, y la única vez que le envié un correo electrónico, sólo por probar mi nueva computadora, ella me respondió furiosa, desde la oficina en que trabajaba, instándome a que colgara en el acto ese teléfono light.

Pero bueno, yo, que entonces aún no me había planteado ninguna de estas cosas de la vida y la correspondencia y andaba realmente sorprendido y muy dolido por lo de Fernanda María al abandonar Chile, opté por un mutismo epistolar vengativo y de muchos meses, lo recuerdo, aunque nada le dijera nunca a ella acerca de sus verdaderas razones. Además, le inventé una interminable gira de conciertos por Guinea Ecuatorial, o sea algo realmente imposible, creo yo. De todo esto me acuerdo con toda claridad, pero además tengo aquí sus cartas de aquellos meses, en caso de que me falle la memoria, ya que por esta época hacía un rato que Fernanda había perdido todas mis cartas en aquel asalto del que fue víctima en Oakland, California, y la fotocopia del cuadernillo que me envió se había detenido para siempre en el tiempo, con los trozos de mis respuestas a sus cartas que a ella más le gustaban.

San Salvador, 23 de agosto de 1983

Mi queridísimo Juan Manuel,

Sigo sin noticias tuyas. El correo está lentísimo.

Es como vivir en los tiempos en que las cartas iban por barco, primero, y después por mula. Espero que de alguna manera y en algún lugar te hayan llegado mis cartas, sobre todo ahora en que cada día te me vuelves más internacional y viajero. Tal vez no estés en Menorca estos días, aunque siendo verano en Europa me extraña que no te hayas tomado un descanso de tanto trote en tu nueva y aislada residencia, nunca mejor dicho. Qué ganas de saber de ti.

Hoy tuve una gran alegría al enterarme de que Charlie Boston está aquí de vacaciones. El martes voy a ir a verlo al mar, donde su familia tiene una linda casa de veraneo. Espero que Charlie me cuente algo de ti, pues sin duda anda más al corriente que yo, gracias a nuestra banda internacional de amigotes. Te sigo escribiendo al regresar de Santa Ana.

28 de agosto

Ya volví. Charlie tampoco tiene noticias tuyas. Dónde se me metió mi amor. Charlie dice que lo más probable es que andes de gira veraniega por España y el sur de Francia, de sala en sala de fiestas y esas cosas que a mí me matan de celos.

Con los días ya me estoy acostumbrando mejor aquí. En realidad ha sido mejor no encontrar trabajo tan pronto. Así tengo tiempo para ir llegando poco a poco a este ritmo de vida tan alejado de las prisas de otros lugares.

Lo de mi mamá se resolvió muy bien porque se va a ir a pasar un tiempo en California con mi hermana María Cecilia, y a su regreso buscará una nueva casa de alquiler, más acorde con los tiempos que corren.

Además, para entonces ya estará aquí la Susy, que en diciembre tendrá un bebe parisino y después se viene a pasar una temporada aquí con compañero incluido. Como ves, la gente no cesa de moverse… Ojalá pronto recibas ésta. Cuéntame de tu verano.

Te abrazo mucho,

Fernanda

San Salvador, 28 de septiembre de 1983

Muy querido Juan Manuel,

Extrañada estoy, y triste, porque no me has escrito. Espero que no te esté pasando nada malo. ¿Recibiste mi dirección?: 34 Calle San Andrés – 1106. San Salvador.

¿Cómo estás? Por favor.

Tuya,

Fernanda

Sólo una anotación, o mejor dicho una constatación, a la cual ya debo haberme referido anteriormente, estoy seguro, pero es que hasta hoy me resulta sorprendente. Jamás he conocido una persona que se mudara tanto como Fernanda María. Las agendas que he tenido a lo largo de los años dan fe de ello. Y bueno, creo que también debo mencionar la vergüenza y la pena que aún siento por no haberle respondido una vez más a Mía. Me imagino que lo de su tristeza chilena continuaba afectándome, pero en todo caso ahí va esta carta suya:

San Salvador, 30 de octubre de 1983

Mi queridísimo Juan Manuel,

Pasan los días y sigo sin noticias tuyas. A veces me preocupo y pienso que algo te ha pasado. A veces me da cólera y te mando a la mierda. ¿Qué será lo que pasó? No puedo creer que ya no tengo tu amor y tu amistad. Me parece tan horrible. A lo mejor te enamoraste y te casaste, o caíste enfermo, o quizás hasta muerto estás. Sea como sea, tu ausencia me pesa. Ojalá muy pronto sepa de ti.

A mí me va mejor. En enero me han ofrecido clases en la universidad, en el rectorado. Por ahora, clases de inglés y francés en un colegio de monjas.

¿Sabes lo que supe hace dos días por mi mamá? Que al salir del bachillerato en Estados Unidos la directora del colegio la llamó para decirle que tenía beca disponible para mí, para cualquier carrera universitaria en Berkeley, Stanford, la Universidad de California en Los Ángeles y qué sé yo qué larga lista más. Ella ya ni se acuerda, en todo caso. Y además no aceptó ni me dijo nada hasta ahorita.

¡Mierda!

Cuando pienso en eso, y en nuestros casi encuentros, creo que mi vida ha sido una serie de desencuentros que esta vez me han traído aquí, casi a nada. Pero lentamente tendré que salir de alguna manera. Fíjate que cuando mi mamá me contó eso, estuve casi segura de que lo nuestro se fue al diablo. Parece ser que cada vez que me acerco a algo bueno, por algún motivo se malogra.

¡Y mierda y más mierda!

Ya me puse pesimista nuevamente. O sea que mejor te puteo de una buena vez. Eso a lo mejor me da ánimos, ¿no crees? ¡Qué curiosidad tan grande! ¿Qué te puede haber pasado que no escribes?

Te odio,

Fernanda

Y bueno, por fin:

San Salvador, 10 de noviembre de 1983

Mi querido Juan Manuel Carpio,

¡Dios bendiga las botas del cartero que me trajo esta mañana tu tan esperada carta!

Si supieras mi amado amigo lo indispensable que resultas, aunque sea con tinta negra. No te imaginas lo que te he extrañado y odiado y vuelto a extrañar y a odiar. Y ahora te ruego disculparme la falta de fe y de confianza, pero la verdad es que sólo a ti se te ocurre irte a dar una serie de conciertos a un paisito africano que a lo mejor ni correo tiene, por lo que me cuentas. Bueno, la vida del artista es así, lo sé y lo entiendo muy bien y hasta te felicito porque cada vez se te conoce y escucha más, pero creo que en adelante deberías ponerme en autos, como quien dice, antes de meterte en uno de esos aviones de la Primera Guerra Mundial y jugarte el pellejo. Francamente creo que una tiene el derecho de ser avisada.

Durante tu ausencia me hizo mucha falta tu cariño, que siempre he sentido rodeándome. Tu desaparición me dejó un gran vacío. Pasan los años, pasan los lustros, pero tu amistad y tu amor significan siempre mucho para mí.

En estos días he empezado a sentirme mucho mejor de todo. En parte por tu reaparición, pero también porque siento que he regresado a mi pueblón, hundiéndome en él como nunca, viéndolo con más claridad ahora que está feo y tan gravemente herido, pueblón de mierda lleno de defectos. Me siento muy bien andando por sus calles, hablando, volviendo a escribir y a dibujar; en fin, no haciendo nada, pero no haciendo nada aquí, sí, aquí donde hasta los muertos me conocen.

Claro que con todo este revoltijo hay mucha gente que falta, que se ha ido, que se ha muerto, y otra gente nueva ha aparecido que no nos quiere mucho. Pero siempre hay algún entendimiento.

Bueno, ya estás de regreso, en estas cartas nuestras que es lo único que poseemos juntos, y que siempre me hacen sentir que mi amistad por ti es sólida como Gibraltar. Úsala siempre para lo que necesites. Just for the pleasure of your company, que me llena tanto. No son muchas las gentes que uno encuentra cuya presencia es tan buena, parte de uno, como tú.

Me abrazo a ti mucho, muy fuerte,

Tu Fernanda

PS. Rafael Dulanto se ha venido con su Patricia encantadora. Algo le pasa y me temo que no sea muy bueno que digamos. Dice que ya se hartó de andar de médico gringo en médico gringo, sin que nadie le encuentre nada. Yo lo veo flaco y palidísimo. Y ahora vuelve a ir de médico en médico, sólo que en castellano. Creo que le encantará recibir carta tuya. Debes escribirle. Mejor dicho, escríbele, por favor, que anda sumamente apagado y no cesa de repetir que está jodido y punto y que le traigan otro whisky y otro puro.

15 de diciembre de 1983

Amado y amigo mío,

Hoy tantas cosas me hicieron pensar en ti, que de milagro no te materializaste en la sala, sentado y sonriente en la silla más cómoda.

Uno: que Bing Crosby en Navidad siempre me ha hecho pensar en ti, no sé por qué. Debería ser Frank Sinatra, pero es Bing Crosby, lo siento.

Dos: el triste peregrinaje a la costa, a la casa familiar de los Dulanto, aunque ya no para saludar a Rafael enfermo, sino para acompañar el entierro. Rafael murió hace dos días. Pienso que no recibiste mi carta anterior -o que va con mucho retraso-, pues sé que no lo hubieras dejado sin el placer de tu saludo. En fin, el tiempo es todavía más loco que uno y toma sus propias decisiones.

Tres: esta mañana llegó a mis manos una entrevista tuya publicada en la revista de la Universidad de México, la UNAM, como se la conoce. Igual que siempre, me conmovieron tus palabras, pero debo confesarte que me morí también de celos y de envidia de la chica que salió a tu lado en las fotos.

Pero hoy, aunque te tengo tan presente, la verdad es que de nuevo no sé dónde ni cómo estás, y el globo terrestre parece que se ha inflado de tal manera que ya no te puedo alcanzar. ¿Será eso que llaman proceso inflacionario mundial?

Aunque cada palabra de tu entrevista me ha llegado tan nítida y tan bien.

Cuéntame, por favor, dónde te hicieron esa entrevista. Pura curiosidad femenina, lo confieso. Y muy malsana, además, lo cual ya no sé si es tan femenino o sólo es humano muy humano y común a ambos sexos, mi elemental y querido Watson. Por último qué. Mujer soy y con renovados bríos desde que una feroz amigdalitis me devolvió a mi realidad ultra femenina y me quitó cualquier veleidad de andar lanzándome al río a cada rato, cual Tarzán.

¡Cuéntame, desgraciado! O exige que te entrevisten sin fotos.

Bueno, si esta carta no te llega me sentiré muy sola.

Te abrazo desde la última vez que nos abrazamos. Porque eso sí que nunca se borra.

Tuya,

Fernanda

San Salvador, 16 de diciembre de 1983

Mi tan y tan querido Juan Manuel,

Ayer nomás te despaché carta y, mira tú, hoy me llega una tuya y además me llama Patricia y me comenta que tus entrañables palabras ya no le llegaron a Rafael. Te causará mucha tristeza saber que no las recibió, pero es mejor que estés enterado de todo. Patricia las ha leído y me las ha repetido en el teléfono. Las dos estuvimos muy conmovidas.

Te abrazo con deseos de que mi abrazo te llegue en Navidad y te lleve ternura y alegría. Ya verás, el año nuevo ha de ser bueno. Me lo ha dicho la luna, y eso que ella de costumbre es muy callada y gracias a Dios no cuenta chismes.

Qué pesada soy, ¿no? Pero insisto. Cuéntame quién es la chica de la entrevista, pues hora que pasa hora que la veo más jovencita. Yo diría que hasta demasiado jovencita para ti. Soy una pesada y una entrometida, lo sé. Pero siempre tuya,

Fernanda

La chica de la entrevista se llamaba Flor y estaba sentada a mi lado, no muy contenta que digamos, a pesar de que desde el primer día nos habíamos planteado nuestra relación como algo bastante libre. Nos conocimos a la salida de un concierto que di en Barcelona, y durante la semana que permanecí cantando en esa ciudad continuamos viéndonos cada noche. Yo casi le doblaba la edad, es cierto, pero ninguno de los dos veía aquello como un inconveniente, sobre todo porque nuestros encuentros consistían únicamente en larguísimas caminatas por la ciudad, interrumpidas por una comida en algún buen restaurante, y una copa en cualquier bar o discoteca que nos pescara a mano, antes de irnos a dormir, cada uno por su lado. Gracias a Flor conocí Barcelona y, la noche en que me despedí de ella en la puerta del edificio en que vivía, tomé conciencia de que en cambio a ella apenas la había conocido.

– Pocas veces me he topado con una persona tan callada como tú -le dije.

– Hablo poco, sí, pero esta vez ha sido intencional. Me limitaba a pedirte que cantaras tal o cual de tus canciones. No sé si te has dado cuenta de que siempre me diste gusto. ¿O es que sueles vagabundear y cantar de noche por las ciudades, sin que nadie te lo pida?

– No se me ocurriría, no.

– Entonces un millón de gracias. Es muchísimo lo que me has dado, y realmente la he pasado bien. Por eso he estado tan callada: para escucharte en silencio y ser muy feliz.

– También yo debo agradecerte estas caminatas tan lindas por Barcelona.

– Tú caminas con otra mujer, Juan Manuel. Eso se nota a la legua. Y de ella cantas, además de cantarle sólo a ella.

– ¿Y tú cómo sabes tanto?

– Porque muchas más veces me has llamado Fernanda María; en realidad, casi nunca me has llamado Flor.

– Perdóname. Te ruego…

– Olvídalo, que no tiene ninguna importancia. En todo caso, sólo ha sido el precio que he tenido que pagar por asistir a cada concierto privado.

– Tómalo como quieras, pero a mí el papelón no me lo quita nadie.

Pocos días después llamé a Flor desde un bar, pues aún no tenía teléfono en la pequeña finca que había comprado en Menorca, muy cerca del puerto de Mahón, aunque alejada del mar y rodeada de árboles y de una tupida vegetación. La jardinería era la especialidad de Flor y yo hasta el momento ni siquiera me había tomado el trabajo de podar unas cuantas plantas y de cuidar mínimamente lo que bien podría ser un hermoso espacio lleno de flores y enredaderas.

– ¿Lo crees posible, Flor? -le pregunté por teléfono.

– La idea me encanta, Juan Manuel. De tiempo en tiempo necesito descansar de la ciudad y Menorca me ha gustado siempre.

– Te llamaré por tu nombre, te lo prometo.

– Un millón de gracias, señor Joan Manuel Serrat.

– ¿Cuándo crees que podrás venir?

– Pienso que en dos o tres días podré encontrar alguien que me reemplace en lo de mis plantas. No quiero quedar mal con ninguno de mis clientes. ¿Tienes teléfono?

– No, todavía no, pero puedes dejarme cualquier recado en el Bar Bahía. Ahí me llega el correo y me reciben las llamadas. Anota el número…

– Perfecto. Te llamo, entonces.

Todo floreció a mi alrededor con la llegada de Flor a Secas, un nombre que puede sonar muy literario y hasta de ficción brasileña, como Antonio das Mortes, por ejemplo, el barbudo y sombrerudo sembrador de muertes de la célebre película cangaçeira de Glauber Rocha, de tamaña violencia y sertâo miserable, de vidas de perro y degüellos de matadero, de sequía total, sol de justicia y subdesarrollo de hambruna, de trágicas amenazas, venganzas de apocalipsis y demás cosas así por el estilo, pero que en el caso de la preciosa Flor a Secas sólo ocultaba ternura y fragilidad, muy graves traumas infantiles, pánicos nocturnos y amaneceres de animalito herido.

– ¿O sea que nunca me dirás tu apellido? -le pregunté, la mañana de verano en que aterrizó en Menorca, mientras nos alejábamos del aeropuerto en mi automóvil, rumbo a aquel predio rústico en el cual la única mejora que hasta entonces había introducido yo, era, por supuesto, todo un homenaje a María Fernanda, tremendo letrerazo en la entrada de la propiedad:

VILLA TRINIDAD DEL MONTE MONTES

– Aquí se dice can y no villa, Joan Manuel Serrat.

– Lo sé, pero bueno, cómo explicarte…

– La carta esta que tienes ahí, sobre el tablero del automóvil, lo explica todo: ¿No te has fijado? Remite: María Fernanda de la Trinidad del Monte Montes.

– Verdad. Ni cuenta me había dado. Y es que acabo de recogerla en el Bar Bahía, antes de ir a buscarte al aeropuerto y…

– ¿Y?

– Y bueno… Bueno… Pues digamos que Fernanda Mía, perdón, Fernanda María, que, desde que la conozco, jamás ha estado triste una mañana, le pase lo que le pase, aparte de ser una amiga inmensa, es una mujer tan valiente y osada y saludable como Tarzán, aunque de vez en cuando le dé su amigdalitis, como a todo el mundo, y se quede sin grito ni voz, siquiera, en la jungla de asfalto en que le ha tocado vivir…

– No sigas, Serrat, que me estás partiendo el alma.

– De acuerdo, no sigo, pero te juro que lo del letrero de la entrada es porque una vez, la pobrecita, con un marido y dos hijos que mantener, a pesar de haber nacido para millonaria de alcurnia y esas cosas de telenovela, lo reconozco, terminó pintando letreros de todo tipo en todo tipo de tiendas y hasta en todo tipo de Californias…

– Día y noche y a destajo, ¿no?

– Pues sí: Día y noche y a destajo. Nunca mejor dicho…

– Realmente conmovedor, Serrat.

– De acuerdo: me apellido Serrat, pero ¿y tú?, ¿tú cómo diablos te apellidas?

– Dejémoslo en Flor, a secas, en vista de que ni siquiera tengo un apellido que pueda competir con doña Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, alias Mía, o Tuya… En fin, según el cristal con que se mire, me imagino, o según quién cuenta la historia…

– Bueno, como prefieras, Flor a Secas, pero ya hemos llegado a casita.

– Home sweet home, ¿no?

– Bienvenida… Bienvenida, realmente, y…

– ¿Y de todo corazón?

– -Pues sí. Y es verdad aunque no lo parezca.

– Espero que nos llevemos bien, Serrat, porque realmente aquí hay trabajo para rato. Hacía tiempo que no veía jardines tan lastimosamente abandonados como éstos. ¿No te da vergüenza?

– Ya no, porque tú los harás florecer.

– Para eso he venido, ¿no?

– Bueno, sí, pero ahora abre tu maleta, acomódate lo más rápido que puedas, y vámonos derechito al puerto, a tomar una copa y a hartarnos de mariscos, Flor a Secas.

– Bienvenida sea tu propuesta, Juan Manuel Carpio.

– ¿Cómo? ¿Y Serrat dónde quedó?

– Pues digamos que quedó atrás y que realmente te agradezco la invitación. Y que te lo digo de verdad, aunque no lo parezca. ¿Te suena bien?

– Me suena perfecto.

Por supuesto que inmediatamente abrí la carta de Mía y la leí cien veces, como siempre, mientras Flor a Secas abría su maleta, guardaba y colgaba sus pertenencias, y se aseaba un poco.

San Salvador, 1 de febrero de 1984

Amado Juan Manuel Carpio,

Este año he tardado más que de costumbre en darte mis abrazos y saludos de fin de año porque aquí toda la familia ha estado encerrada en una gran tristeza con la enfermedad y muerte de mi tío Dick Mansfield, el de la empresa británica en que tanto trabajé, ¿te acuerdas? Más que un tío fue otro papá y un ángel de la guarda para todos nosotros. Murió el 4 de enero y recién hoy encuentro un poco de valor para tomar pluma y papel y saludar el año nuevo.

Lamento que mi saludo sea medio desabrido, porque poco bueno se me viene a la mente. Pero aunque mi presencia sea triste, torpe y fea, hoy, no quiero que te falte mi cariño y mis mejores deseos para un año lindo y lleno de buenas cosas.

Muy feliz año y nada más por esta vez, amado artista.

Tuya,

Fernanda

Momentos después me sorprendía yo estivalmente instaladísimo en la terraza de un bar que, desde lo alto, dominaba íntegro el puerto de Mahón, y pidiendo dos copas de un blanco bien seco y muy frío, si fuera tan amable, señor, bajo el ala de un sombrero de tela marinera que coronaba, color marfil y con cinta negra, el descuidado atuendo británico de un habitué solar y balear, todo calcado de Charlie Boston, por supuesto, o sea con grave riesgo de terminar pareciendo una calcomanía, más bien. Y también me sorprendía alzando una copa de vino blanco para brindar por Flor a Secas y su llegada tan bienvenida. Y, para brindar lo más seductora, falsa e hijodeputamente que darse pueda -es lo menos que puedo decir, la verdad-, lo único que se me ocurrió soltar, de paporreta, fue:

– Salud, señorita jardinera. Salud de a de veras. Y lamento que mi brindis sea medio desabrido, porque poco bueno se me viene a la mente. Pero aunque sea mi presencia triste, torpe y fea, hoy, no quiero que te falte mi cariño y mis mejores deseos para un lindo verano en Menorca, repleto de buenas cosas.

Apenas si pudo alzar su copa, la pobre Flor, forzando al mismo tiempo una sonrisa lamentablemente tembleque, que además le contagió el pulso, o sea que hubo derramadita de vino blanco y uno de esos momentos cargados de embargo emotivo y hasta de trastornos del pánico, algo en verdad fulminante y culminante fue lo que hubo, en realidad. Y a su «Sa-sa-salud, ju-Juanma…», en off, cámara lenta y travelling interminable, la verdad es que no le faltaron ni los efectos especiales.

– ¿Sabes que Mahón es el puerto más profundo del Mediterráneo? -le pregunté, en un desesperado esfuerzo por cambiar de guión, ya que el anterior, o sea el del plagio de la carta de Fernanda que acababa de leer, de golpe se transformó en una serie de frases de las más sinceras y sentidas que hasta el día de hoy he pronunciado en mi vida. Con lo cual, además, mi paporreteo perdía ya por completo su origen y contenido deshonesto y ladrón, a fuerza de feeling o filin, como dicen en el Caribe salsero y Celia Cruz. Y para muestras basta un botón: Fernanda María había escrito lleno de buenas cosas, y refiriéndose, además, sólo al año 1984, mientras que yo, en cambio, había dicho repleto de buenas cosas, infiriendo notablemente en el guión original y cual pez que por la boca muere, ya que además de todo me había referido al resto de la vida, ya no sólo al año ochenta y cuatro, o sea que, en realidad, me había referido al resto de mi vida, en vista de que le doblaba casi la edad a la preciosa Flor, sentadita fragilísima ahí a mi lado, mirando con tembleque y conmovedora lontananza en sus ojazos negros las aguas del puerto más hondo del Mediterráneo, mientras que lo menos que puede concluirse es que los datos estadísticos no me favorecían en nada, ni me favorecerían jamás, ya, lo cual solito se asoció con aquello tan célebre de Jorge Manrique de que nuestras vidas son los ríos que van a dar a Mahón, que es el morir, y ya no fueron sólo los datos estadísticos los que me fallaron, mientras Flor a Secas insistía en su mirar ausente y mudo y a mí me fallaban incluso las constantes vitales.

En fin, fue lo que se llama uno de esos momentos, transcurrido el cual nos hartamos de mariscos en el restaurante Marivent y Flor a Secas fue nieta de judíos anarquistas fusilados en Barcelona e hija de padres que huyeron a Francia muy jovencitos, que se conocieron en un campo de concentración, y que regresaron a España cuando la muerte del Caudillo y esas cosas.

– ¿Cómo que esas cosas, Flor? No seas tan seca, por favor.

– Es que yo era una niña aún y mi vida era los recuerdos de mis padres, día y noche, desayuno, almuerzo y comida, y los recuerdos de mis padres eran también los de mis abuelos y todo el santo día muerte y horror en la guerra civil, acá, y en la resistencia y Vichy, en Francia, con cambios de apellidos, pasaportes e identidades, a cada rato, o sea que a lo mejor es verdad que me apellido Gotman, porque así solía decir mi padre, delirando en su lecho de muerte, y mi madre no sé qué diablos sigue callando.

– Ya me has dicho que es la mujer más callada del mundo.

– Y tanto que ya ni nos saludamos.

– Y tanto que… Sí, entiendo. Pero, bueno, requetesalud por tu primer día en Menorca, Flor.

– A Secas. No lo olvides nunca, porque me encanta apellidarme así para ti. Sólo para ti, Juan Manuel Carpio.

– Se agradece, y mucho…

– Para ti sólo y para nadie más nunca jamás en la vida, ¿me entiendes, Juan Manuel Salud?

– Te entiendo a fondo y te entiendo horrores y te entiendo… Ven, acércate y entenderás hasta qué punto sólo yo te entiendo.

Casi le rompo las costillas de tanto abrazo feroz, mientras Flor apenas lograba decir: «La realidad supera a la ficción, Juan Manuel, porque ahora resulta que, de golpe, llamarme Flor a Secas, contigo, sólo contigo, es verdad aunque parezca mentira. Y es, sobre todo, maravilloso, aunque quieras a quien quieras y esperes a quien esperes, o sea a tu Tarzana, y aunque no veas la hora de que yo acabe con mi trabajo aquí, para poderla invitar y recibirla en mis lindos jardines…».

– Flor…

– Vámonos ya, cantautor.

Pero el diálogo seguía una semana después:

– Muchas flores es lo que te dejaré, porque soy una profesional en temas de jardinería, porque ya amo tus áridos jardines, y porque tienes tanto miedo de que yo despierte dando de alaridos y bañada en pesadillas empapadas, cada noche, que te metes preventivamente a mi cama.

– Flor…

– Un millón de gracias, doctor, por su terapia de choc.

– Flor…

– Lo malo, claro, es que la paciente se enamora siempre hasta del diván…

– Flor…

– Perdona, Juan Manuel, por tanta charla. Creo que en los días que llevo aquí he hablado más que en el resto de mi vida.

– Me alegro tanto, Flor…

– Ya no te hablaré más, mi amor. Háblame tú, mucho, y acaríciame todo lo que puedas. Yo después le transmitiré cada una de tus palabras y mimos a todas y cada una de tus plantas, de tus árboles y enredaderas, también a esa buganvilia, que, no sé si te has fijado, ya empieza a prender.

Flor a Secas hacía un milagro al día, en los jardines que rodeaban la casa, pero hablar, lo que se dice hablar y conversar, nada de nada, salvo que se tratara de algo absolutamente indispensable. Y entonces me decía, por ejemplo, que se había terminado el papel higiénico y yo salía disparado a buscar una botella de vino para brindar por el nuevo rollo.

– ¿Estás loco, Juan Manuel? Te dije papel higiénico, no vino.

– Y te entendí. Pero que sea pretexto, pues…

– Ni hablar. Mi trabajo antes que nada, con tu perdón…

Y así a cada rato y yo recibe que te recibe cartas de Fernanda María, desesperada, ¿estaba enfermo?, ¿estaba grave?, ¿me había muerto?, ¿me había enamorado de alguien hasta el punto de olvidarme incluso de contestar sus cartas?, ¿era la chica de la foto, la que podía ser mi hija?, ¿me había muerto?, ¿me había matado?, ¿me había vuelto a morir? En fin, que a la legua se notaba que, entre sus diversas opciones, Fernanda María prefería a gritos mi muerte que mi felicidad en brazos de una foto. Y yo sufría también por esto. Y Flor a Secas se quedaba cada día más callada, desde el amanecer hasta el siguiente amanecer. Total que, ya con los chicotes totalmente cruzados -o sea «presa de mil contradicciones», como suele decirse, curioso contagio, tanto en las rosadas telenovelas como en las crónicas rojas-, opté por sobornar a un empleado de la telefónica, en Mahón, y no bien me instalaron el aparato lo estrené declamando en larga distancia una carta especialmente escrita para ser gritada y escuchada tanto en mi casa como en la de Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, cuyo letrero, dicho sea de paso, había vuelto a pintar yo mismo, reemplazando lo de Villa Trinidad del Monte Montes y todo eso por Can Flor, y enfureciendo enseguida porque aparecí por los jardines cada día más bonitos y logrados, sí, pero también cada día más a punto de ya terminé, Juan Manuel, o sea que me debes tanto y chau, fue un gran gusto trabajar para ti, sí, enfureciendo enseguidita porque yo ahí parado con el tablón pesadísimo ese y yo ahí rogándole a Flor que se trajera una botellita de vino para declararnos en huelga por una tarde y brindar por el tablón y ella muda, muda, muda…

– Muda de mierda, carajo. Y frígida, encima de todo. Y Flor sin retoño, como el bolero…

– …

– ¿Sabes a cuál bolero me refiero, o ni eso sabes, muda de eme?

– …

Y continuaba riega que te poda y poda que te riega y su abonito por aquí y por allá y por acullá, la tal Flor a Secas, mientras yo desentonaba furioso y herido Flor sin retoño, haciendo hincapié en la parte en que el pobre diablo de jardinero se lamenta a mares y canta Mis amigos me dijeron, ya no riegues esa flor, esa flor ya no retoña, tiene muerto el corazón. Pero Flor a Secas nada de nada y no tuve más remedio que irme con mi bolero y mi tablón a otra parte, o mejor dicho al garaje, porque ahí guardaba yo la pintura y la brocha con las que mi pobre ilusión de casa, presa de mil contradicciones, terminó llamándose «Canseco», que parece muy mala ortografía en catalán, o en mallorquín, o en menorquín, o qué sé yo, pero que en el Perú es el apellido muy distinguido de un gran amigo mío y jódanse…

Todo esto me llevó pues a sobornar al alto empleado de la telefónica, en Mahón, o sea que los gritos con que leí mi carta en larga y muy corta distancia, para que me oyeran muy muy bien Fernanda María, allá en El Salvador, y Flor a Secas, aquí en su absoluto mutismo, tenían de amor y de sombras, de amistad y de compinchazgo, de contradicciones mil y de S.O.S., de ternura y amor doble, aunque totalmente desprovisto de cualquier atisbo de deseo de cama redonda ni moderneces de esas del tercer tipo, y de pica y de rabia y pena contra la de allá y la de acá, porque por culpa de la una, vida de mierda, y por culpa de la otra, una mierda es lo que es la vida, y así, en fin, como diría Eurípides, a las dos tenía ganas de rajarles el culo a patadas y darles la última como para que ambas se murieran de hambre en el aire…

Las dos me colgaron en plena lectura de mi carta, Fernanda María de un telefonazo y Flor a Secas descorchando una botella de vino y dejándola ahí sobre la mesa de la sala, con un solo vaso al lado, por supuesto, y haciendo mutis por el foro, acto seguido. Y de aquel vaso de vino bebí, compuse y canté, hasta componer un cassette entero de noventa minutos llenecitos unos tras otro de tufo y mil contradicciones, lo cual motivó las más elogiosas críticas de los especialistas, cambió totalmente mi estilo triste por uno grave, cargado de humo en la mirada, ronco, bronco y finalmente patético. Y hasta hoy hay críticos que no logran descifrar el sentido de la canción que le dio título a aquel cassette que tanta fama y dinero me dio: «¿"Canseco"? ¿Qué quiso expresar el ya célebre cantautor peruano con la repetición constante de la palabra "Canseco"? Porque lo que es el artista, cuando le preguntan por tan enigmático título, crea aún mayor confusión cuando sonríe aindiadamente y responde:

»-Es el nombre, pues, de un gran amigo. Y un apellido muy conocido allá en el Perú. Y en Lima hay los "Canseco", a secas, y los Diez "Canseco", cuyo escudo de armas, me aseguran, y yo me limito a repetir, porque de eso sí que nada sé, lleva diez canes secos en todo su alrededor.»

Y de aquel telefonazo en El Salvador y aquel botellazo de vino con un solo vaso, bebí, compuse y canté, hasta que llegó la tan y tan y tan esperada carta de Mía. Aunque claro, para entonces yo ya no imitaba en nada a Charlie Boston. Yo era yo y vestía íntegramente de negro, diría casi que por dentro y por fuera. Y lloraba muy a menudo mientras alteraba las letras de todas las canciones que empecé a componer el día mismo en que Flor a Secas me anunció, monosilábica, y con ese temblor tan suyo en los labios:

– Tarea cumplida. Y ya te he conseguido también alguien para regar, podar y eso…

– ¿Quiere decir que te vas?

– Eso quiere decir, sí.

– ¿Cuándo?

– Tengo la maleta lista.

– Flor…

– Hay un vuelo dentro de una hora.

– Flor…

– Llamo un taxi, entonces…

– No, por favor. Te llevo yo.

– Entonces, vámonos ahora mismo.

– Flor, ¿por qué no te sientas un rato y hablamos de todo esto?

– Llamo un taxi, entonces.

– No, por favor, no. Déjame llevarte, al menos. Y además, tengo que pagarte.

– Llamo un taxi, entonces.

– Sólo quiero saber cuánto te debo, Flor a Secas.

– ¿Deberme tú a mí? Habrase visto semejante cosa.

– Has trabajado meses, y necesitas el dinero, lo sé. O sea que, como regalo de despedida, te ruego que me digas cuánto…

– Llamo un taxi, entonces.

– ¿Te podré llamar? ¿Te podré ver, cuando pase por Barcelona?

– Tienes mi número, ¿no?

– Tengo tu número, Flor, sí…

– Entonces, vamos ya.

En una curva, y muy ostensiblemente, porque antes me miró, me sonrió y me dijo que me adoraba, Flor a Secas abrió la puerta del carro y se arrojó. Perdí el control del volante, por tratar de alcanzarla a tiempo, y el viejo Alfa Romeo verde, una joya de coleccionista ya, fue a dar contra una tapia. Flor a Secas había muerto cuando recuperé el conocimiento. Yo no era pariente, yo no era nada, yo no era nadie, y unos familiares que vinieron me explicaron que tarde o temprano tenía que suceder y que, para su señora madre, esto, en el fondo, iba a ser una liberación.

– Ella ni siquiera usaba el apellido de esa señora. No usaba el de nadie -les dije.

– ¿Y entonces con qué nombre la conocía usted?

– Yo la llamaba Amor, y nada más. Sí, Amor. Así, a secas, tal como se los cuento.

– Ustedes los artistas, desde luego…

– Me duele mucho el brazo. ¿Podrían, por favor…?

– Pero parece que usted no le había pagado. El cadáver, en todo caso, no llevaba dinero. Sólo su ropa y un billete de avión.

– ¿Cuánto les debo, señores?

– Sin ofender, oiga…

– Es que me duele mucho el brazo.

– Bueno, usted sabrá cuánto le debía a la muchacha.

– Billete tras billete, como de aquí a Lima, más o menos…

– Descanse, señor, que ya nuestro abogado se pondrá en contacto con usted y con el señor comisario…

– Eso.

– No, oiga, no nos entienda mal. Culpa sabemos que usted no tuvo ninguna.

– Eso nunca se sabe…

– ¿Cómo que nunca se sabe? ¿Y el brazo roto y todo lo demás?

La vida tiene estas cosas. Quiero decir que, no bien regresé a casa, mi amigo el del Bar Bahía, me esperaba con esta carta:

San Salvador, 5 de abril de 1984

Adorado Juan Manuel Carpio,

Como La Valentina, «Rendida estoy a tus pies», y, «Si me han de matar mañana, que me maten de una vez». Y, ódiame, por favor, yo te lo pido, pues odio quiero más que indiferencia, ya que sólo se odia lo que se ha querido. O ruégale a Dios que yo sufra mucho pero que nunca muera. En fin, deséame y haz conmigo todo lo que sugieren las letras de aquellos increíbles valses peruanos que alguna vez me regalaste, por sus letras inefables, y que seguro estoy citando muy mal.

En fin, conmigo haz lo que te dé tu real gana, pero primero concédeme el indulto, aunque sea momentáneo, de leer los dos breves párrafos que siguen.

Cómo he podido reprocharte por haber encontrado lo que todos hemos buscado: un amor, un poco de felicidad, y paz. Es más, conozco mejor que nadie cómo ha sido de honrada tu búsqueda. Nunca has jugado el papel de seductor. Más bien has sido siempre seducido por el amor, que tan bien refleja tu corazón incansable, como una vez me dijiste.

Somos, mi amor, como perritos. Necesitamos caricias. Y como perrito fiel te agradezco las que me diste un día. Hoy, te deseo una maravillosa primavera, la mejor de todas, y que tu amor sea lindo como eres tú. Si lo es y si te ama, siempre la querré también. Te doy el más tierno abrazo de toda mi vida.

Tu Fernanda

PS. Yo también tengo una buena noticia que darte. Es bien probable que me publiquen, nada menos que en México, dos de mis libros de cuentos infantiles. Y, con suerte, aceptan también mis ilustraciones. O sea que estoy muy trabajadora y afanosa.

Mi respuesta fue una llamada. Una llamada tan cariñosa, tan tan sincera, tan todo. Claro que incorporaba en mis palabras, en cada una de ellas, la muerte de Flor a Secas. Y creo que estuve como tres o cuatro horas hablando con Mía. Hasta me hubiera podido pagar un billete de ida y vuelta al Salvador con lo que pagué por esa llamada. Pero eso no era lo importante. Oír la voz de Fernanda María, que sonaba tan a vida, tan a salud, que, al cabo de un buen tiempo, volvía a transmitir la sensación de alguien que se siente como Tarzán en el momento de arrojarse al agua, eso era lo importante. Fernanda María me estaba sacando de la mismísima mierda con el metal de su voz, con la forma en que cubría de palabras, casi hasta hacerla desaparecer, la desesperación que me llevó a marcar su número.

Y las cosas que me decía, la muy bárbara, sin duda alguna sólo para hacerme sentir a fondo, para siempre, que la vida sigue, Juan Manuel Carpio. Inolvidables por atrevidas las cosas que me dijiste esa noche, Fernanda Mía.

– Y es que escúchame, Juan Manuel Carpio. Y claro, bueno, perdona, pero la verdad es que, como por correspondencia, uno vive, como quien dice, «en el término de la enorme distancia», yo recién te estoy pidiendo disculpas, y aún muerta de celos -lo que resulta ya increíble-, por un amor que ya murió… Bueno, no, murió no es exactamente la palabra apropiada. Pues digamos, entonces, que yo recién te estoy pidiendo disculpas por un amor que ya se mató. Suena horrible, lo sé, pero tú me entiendes. Y si no me entiendes, te ruego que hagas el esfuerzo de atenerte al E.T.A. de la correspondencia, o sea ponerte en mi pellejo, en este caso. Una vive acostumbrada a determinados E.T.A. y el teléfono le resulta un verdadero salto cualitativo y cuantitativo en el tiempo y hasta en sus usos y costumbres, y hasta en la forma en que una fue educada, si me fuerzas un poquito. En fin, mi amor, mi amigo, que si el E.T.A. de la vida y las cartas nos ha sido siempre atroz, el del teléfono parece destinado a volvernos completamente locos, cuando menos. Y si a eso le agregas tragedia de por medio y una verdadera mezcolanza de E.T.AS por correo y E.T.AS por teléfono, ya me dirás tú qué culpa tengo yo, incluso de haberte colgado cuando probablemente si no lo hubiera hecho aquella noche, aún seguiríamos puteándonos y a lo mejor Flor a Secas viviría aún. Pero diablos, yo pensaba en tu bolsillo también. No sólo en mi rabia y en mis celos. Llamarme a mí… Con la tipa esa ahí, disfrutándolo todo…

– Falso, Mía. Todo te acepto menos que calumnies…

– Perdón, mi amor. Creí que había logrado hacerte reír un poquito, aunque sea. Y recurrí a cualquier cosa. Y metí la pata y te ruego que me perdones…

– Sigue, sigue hablando, Mía, por favor…

– Pero me preocupa tu bolsillo, Juan Manuel Carpio. Ya sé que hace rato que estás ganando bastante dinero, pero tampoco te pases…

– Entonces dime algo que me mande a la cama a dormir, con este brazo roto de mierda.

– Debe doler, sí.

– Y pica debajo del yeso, además. O sea que dime algo, por favor. Dime que nunca en la vida hemos discutido tú y yo. Y haz que me lo crea.

– Encantada de la vida, mi amor. O sea que ahora escúchame bien, muy bien, por favor: Los elefantes, esos mastodontes, son lentísimos valores seguros que D. H. Lawrence domesticó especialmente para nosotros. O sea que llegará el día…

– ¿Qué día, Fernanda?… ¿Qué?…

– Vaya con el bostezo que acaba de pegar el señor Juan Manuel Carpio… O sea que ya te lo contaré y te lo explicaré todo mejor, otro día, porque sería el colmo que te me quedaras dormido mientras razono y te voy explicando… ¿Aló?… ¿Juan Manuel?… Amor, ¿estás ahí?… ¿Me estás oyendo, amor?

– ¿Flor Mía?…

– Eso, Juan Manuel de mi alma… Eso mismo… Y muy buenas noches, adorado elefante mío…

Como si realmente me hubiese quedado dormido durante más de un año, la correspondencia con Mía no se restableció hasta julio de 1985. Nos merecíamos un reencuentro. Al menos así lo había decidido ella, y yo era, como suele decirse, materia dispuesta.

Nueva York, 14 de julio de 1985

Querido Juan Manuel,

Tu carta me alcanzó hoy en Nueva York. En medio de tanto desplazamiento, de tanta gira tuya, sepa Dios cómo y cuándo podrá tener lugar ese encuentro solitario que yo tanto deseo y que creo que ambos nos merecemos. ¿Será parados cada uno sobre el ala de un avión? En todo caso te diré dónde estaré yo, con la esperanza de que logres hacer escala antes de ir al Perú.

Salgo de Nueva York a Londres el 18 de julio y allí estaré algún tiempo, pues Rodrigo anda con un problema de parásitos, intratable en este momento en El Salvador, y me temo que tengo para rato de médicos en Inglaterra. O sea que me puedes llamar, me puedes escribir, me puedes ir a ver, a:

198 Old Bromston Road. London SW5

Tel (01) 430 2825

En paquete aparte te estoy enviando mis dos libros de cuentos infantiles recién publicados en México. Te ruego tu más sincera opinión.

Grande, inmensa, es la alegría de saberte bien y contento. Espero verte pronto. Guárdame un espacio especial y bien amplio y bien lindo en tu ocupadísima agenda. Recibe el amor de tu

Fernanda

Mis comentarios no se hicieron esperar. Y guardo copia de ellos, como de muchas de las cartas que le envié a Mía, después de aquel robo postal de 1981, o dos, tal vez, en Oakland.

Queridísima Fernanda,

¡Tus cuentos, qué maravilla! Y mil gracias por haber pensado en mí para leerlos y, lo que es más, para darte una opinión acerca de ellos. Te resumo esa opinión así: En cada frase aumenta la gracia y la flexibilidad de unos cuentos salidos uno tras otro de tus entrañas, con ese eterno triunfo que siempre hubo en ti de la alegría sobre el dolor. De esto sí que tienes el secreto (o el secreto te tiene a ti).

Lástima que no te permitieran ilustrar tus propios cuentos, pues los dibujitos no le llegan ni al tobillo a tus historias. Pero bueno, pedir que todo sea do de pecho es como pedir ronquera para Pavarotti.

Nuevamente te felicito. Y esto se hace letanía, pero créeme que tiene música de buena orquesta.

Cuídate. Y muchos besitos y mayores ésitos. A chorros. De arriba para abajo y de abajo para arriba.

Te atolondra a abrazos,

Juan Manuel

PS. Iré a Lima unas semanitas, pero a fines de agosto estaré de regreso y todo para ti, Menorca y sus alrededores incluidos, con humilde servidor.

Londres, 27 de julio de 1985

Juan Manuel querido,

¡Qué alegre fue leer tu carta esta mañana! Ojalá pronto llames para contarme cómo van tus planes de verano. Capaz ahora estás ya en Lima. Tu idea de reunirnos en Menorca me parece buenísima. Creo que podríamos ir como a fines de agosto, principios de septiembre. La primera mitad de agosto vamos a estar aquí, luego en París, en el departamento que conoces, y también iremos a Suiza unos días. Donde yo esté siempre habrá lugar para ti.

¡Que ilusión verte! Raro este amor acróbata, saltando a través de los años y de los lugares. Me gustó sentirte tan bien en tu última carta y que me la entregaran justo al entrar. Súper control remoto.

Los niños aquí felices de ver a su primo y yo bien alegre de platicar con mis hermanas. La nueva casa de la Andrea es bonita. Hasta me han dado ganas de quedarme y estudiar algo.

Espero noticias de Lima, si es que ya andas por allá y el correo te sigue.

Te abrazo mucho,

Fernanda Tuya

¿Por qué escribí yo estas cosas, acerca de mi viaje a Lima?

¿Abrigaba la esperanza de alejar a Mía y a sus chicos de la casa de Menorca? ¿De los jardines de Flor a Secas? Conociéndome, es lo más probable, pero conociendo el entusiasmo de Mía qué duda cabe de que no me hizo el menor caso. Y aún hoy me avergüenzo, realmente me arrepiento y avergüenzo sobremanera, de haberle escrito cosas como éstas, pocos días después de regresar de Lima a Menorca, para esperarla ahí con su Rodrigo enfermito y su Mariana siempre linda y sonriente.

Menorca, agosto de 1985

Mía Mía, aunque esto ya casi suene a gato.

En Lima he pasado casi todo el tiempo metido en casa de mi amiga La Leona, ahora en San Diego con su mamá, hermanos, hijita, y cuñado. Como los perros limeños muerden, me atacó, pero gracias a Dios no hubo tarascada sino moretón. Parecía yo lesionado del tercer huevo (alguien me atribuyó enfermedad ignota).

Efusiones como chorros de ballena. Te extraña,

Juan Manuel

Casi me mata con su elegante indiferencia y su cariñosa alegría, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes. Todo le hacía ilusión, a pesar de la pestilencia de mi carta anterior:

Londres, 15 de agosto de 1985

Queridísimo Juan Manuel Carpio,

Qué bueno que ya llegaste a Menorca y que ya terminó toda esa terrible viajadera y además tienes unos días despejados por delante. Tu telegrama con fechas y direcciones llegó muy bien y por dicha todo coincide de maravilla. Yo tampoco puedo ir allá antes de septiembre, porque vamos a ir a Francia y a Suiza con mi tía y no puedo dejarla sola. Ella volverá a Londres el 2 de septiembre y entonces partiremos a Barcelona. De manera que llegamos a tu casa como el 3 o 4 de septiembre.

El camino a «Canseco» me parece estupendo. Como un mapa de piratas. No vayas a darme ni una pista más, salvo que tu amigo el del Bar Bahía se escape a Río o algo así.

Estoy muy emocionada de verte pronto.

El verano aquí está horrible de frío y lluvioso, pero desde luego nadie viene a Londres por el clima.

Te abrazo, with my deepest love,

Fernanda

Crans-Sur-Sierre, 27 de agosto de 1985

Queridísimo Juan Manuel Carpio,

Perdona el silencio, pero he estado histérica con la enfermedad de Rodrigo que se va haciendo interminable. Al fin, después de cuatro días de hospital y miles de exámenes, decidieron que se trataba de una profunda alergia a la picadura de una araña maligna, que nadie, ni él mismo, recuerda que lo picara nunca. Ya le dieron un millón de remedios y aquí estamos cruzando los dedos para que se componga rápido. Logramos salir de Londres el viernes y ahora estamos en Suiza, como ves, contando con el milagroso efecto del aire de montaña. Aquí estaremos unos diez días. El clima no está bueno, pero, en fin, el aire es el aire.

De aquí volvemos a París por unos días, lo cual nos ocupará hasta el 8 o 10 de septiembre. Pero no te asustes. No vamos a regresar con la tía. Ella se va según su agenda, pero nosotros nos quedamos hasta diciembre y tal vez más, ya que este cambio se ha hecho indispensable para poder componer del todo a Rodrigo, y ése es más o menos el plazo que dan los médicos londinenses. Parece que el pobrecito tuvo un envenenamiento feroz.

Te ruego que me disculpes por tanto cambio de planes y tanto atraso, pero te prometo que no bien pueda te llamaré para darte una fecha exacta de llegada.

Te quiere mucho,

Fernanda Tuya

El de los más grandes cambios fui yo, finalmente, pero, bueno, creo que cualquiera comprenderá las dobles y hasta triples razones que me llevaron a efectuarlos. No tienen un orden lógico de prioridades, estos cambios, como todo aquello que se hace movido por muy diversas y hasta enfrentadas razones del corazón que la razón no entiende, o sea, diablos, otra vez Andrés, «presa de mil contradicciones». Pero una razón sana, sanísima y muy bien intencionada, sí que la había. Mi casa y los jardines de Flor a Secas quedaban no muy lejos del puerto de Mahón, pero sí bastante alejados de una buena playa donde el pobrecito tarantulado de Rodrigo y la Mariana, como la llamó siempre Mía, pudieran realmente disfrutar del sol y del mar y, además, evitarme yo el diario ir y venir «Canseco»-playa, pasando a cada rato por el lugar de los hechos más tristes que me han ocurrido y me ocurrirán jamás, mientras mi adorada invitada, sentadita ahí a mi lado, en el Opel blanco por el que había descartado para siempre nuestro Alfa Romeo verde, coleccionable, pero ahora también doblemente histórico, por decir lo menos, notaba que tanto ir y venir «Canseco»-playa, para la felicidad de todos y la salud del pobrecito de Rodrigo y lo flaquito y frágil que está, y Dios mío este niño no para de rascarse, mi amor, te juro que si pudiera yo rascarme siquiera un poco en su nombre y picazón, Juan Manuel Carpio, en fin, que tanto «Canseco»-playa como que me lo ponen cada día más mustio y ensimismado, a mi cantautor amado, con la ilusión con que vinimos todos, aquí, la ilusión con que vine sobre todo yo, aquí, y con la cara de felicidad mezclada con otra razón del corazón con que nos recibió como desorbitado de ojos y a lo mejor hasta de goce-triste de hacer las cosas que con ella hacía, como escribió el poeta, más o menos, aunque también conmigo las ha hecho, estoy requeteconvencida, pero bueno, basta ya y No me platiques ya, déjame imaginar, que no existe el pasado, que cantó Lucho Gatica, por los mismos años en que el poeta, me parece, incluso, pero bueno, qué importa… Y sí, basta ya, de una vez por todas, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, que tú tienes dos hijos y hasta un esposo en Chile, aunque la verdad es que cada vez como que se nos va esfumando más, el tal Enrique, los niños casi ni lo mencionan ya, y hasta pena da que los seres se nos apaguen así, solitos, pobrecitos, pero bien merecido que se lo tiene, por supuesto que sí, y aunque bueno, claro, él siga casadísimo conmigo y yo como si nada, ni siquiera una demanda de divorcio, o sea que basta ya, ahora sí que sí, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, ya que por qué entonces no va a poder tener ni siquiera un amor muerto el pobre Juan Manuel Carpio, por más celos que me dé y por más que realmente lo mataría, sí, lo mataría…

La verdad, es increíble lo bien que logra uno ponerse en el pellejo del ser amado, desde y para siempre, y lo demócrata y tolerante y comprensivo y buen anfitrión que es uno también con las razones del corazón de su huésped tan esperado, aunque Mía nuevamente esté llegando con un pésimo Estimated time of arrival y aunque ello lo obligue a uno a sobreponerse al Hamlet que todos llevamos dentro, es decir a un To be or not to be, but at the airport, en este caso preciso, o sea un poderosísimo y hasta muy comprensible Ir o no ir, pero a recibir a Fernanda al aeropuerto, ¿y si tomara las de Villadiego?, ¿y si me las picara?, en habla nacional, imposible, imposible porque en este instante te adoro, Mía, en este instante, y aunque sea sólo por un instante, todas mis razones del corazón han confluido en que realmente te quiero, mi amor, y en que el pobrecito tarantulado qué culpa tiene y tampoco la linda Mariana, en este instante que se alarga los astros se han puesto todititos de tu parte, Mía, o sea que Espérame en el cielo, Flor a Secas-corazón, Lucho Gatica bis, y tú y tu prole en el aeropuerto, Fernanda Mía, espérenme que voy muy rápido, que llego fierro a fondo, volando, antes de que otras razones y tentaciones del corazón, que, estoy más que seguro, tu razón sí entiende, salvadoreña pelirroja de mi alma…

La decisión estaba tomada, como comprenderán, sobre todo ahora que huésped y anfitrión habían logrado, en bifurcados monólogos interiores, ponerse tan razonablemente en el corazón del otro, aunque muy a regañadientes y hasta te mataría, a veces. La decisión estaba tomada, también, porque mientras yo viva ninguna mujer amada pisará los jardines donde Flor a Secas, día a día, fue dejando su amor por mí en cada planta, en cada colorida enredadera, en la limeña buganvilia que le pedí plantar para mí, y aquí también me encantarían unos jazmines, muda de mierda, flor sin retoño…

Y la decisión estaba tomada, y cómo, porque el asco aquel de la familia de Flor a Secas se negó rotundamente a regalarme o siquiera venderme la pequeña urna con su cuerpo incinerado, y eso que les rogué y les rogué, que me maté insistiendo y rogándoles, pero no hubo modo, la querían tan poco, la despreciaban tanto a esa muchacha cuyo padre era tan callado y cuya madre era tan triste, como escribió algún día mi compatriota Abraham Valdelomar, que la alegría nadie se la supo enseñar, y así, ni siquiera le permitieron que descansara por fin en florida paz en el «Canseco» donde la amé y donde el olvido se había hecho imposible, por largo, y por lo traumado que quedé con su muerte absurda y atroz.

Y la decisión última, el fallo inapelable, la sentencia de aquel concienzudo jurado sentimental y tolerante fue que alquilaría un departamento bastante grande y cómodo en Cala Galdana, primera línea de mar y todo, en fin lo justo, y lo más equitable y equilibrado, también, para que ahí nadie se ensimismara o se pusiera mustio, ni quisiera matar a nadie, tampoco, en las felices y ansiadas aunque delicadas semanas que íbamos a estar juntos, y para que la linda Mariana se pasara íntegro el tiempo sonriente y cariñosísima, como era ella, y para que tanta vacación ante tanta agua del mar Mediterráneo, o sea todo lo contrario de las feroces costas pacíficas de sus océanos natales y habituales, obrara el milagro de que el pobrecito tarantulado parara de una vez de rascarse y dejara vivir en paz a su madre en mis brazos.

Porque valgan verdades, no bien Mía me llamó para decirme qué día, a qué hora, y en qué vuelo aterrizaban en Mahón, y no bien le hube contado lo de un departamento frente al mar y con muchas habitaciones con vistas para que el pobrecito de Rodrigo y los pobrecitos de nosotros, etcétera, ya no pude dormir más en «Canseco», por culpa de Flor a Secas, ni tampoco en el hotel en que alquilé un cuarto para dormir algo, siquiera, aunque esta vez por culpa de que se me hacían eternos los días que faltaban para volver a abrazar a Mía, así como después fueron eternas las horas y sucesivamente fueron eternos los minutos y los segundos, y eterno el aterrizaje del avión, y la recogida de equipajes, más la aduana, eternas ambas porque finalmente llegaban en un vuelo internacional, y así, tras haber vivido una suerte de De aquí a la eternidad, y, en absoluto «presa de mil contradicciones», por primera vez en mucho mucho tiempo, no bien vi aparecer a mi flaca pelirroja esbelta pecosita y elegantísimamente narigudita Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, no bien la vi mirar buscándome ansiosa, verme y sonreírme exacta a ella misma desde siempre, la convertí en la pelirroja Deborah Kerr del beso más largo de la historia del cine y el borde del mar, en De aquí a la eternidad, y empecé a besarla eternamente al borde del mar en Cala Galdana, y la besé y la besé tal como la besé también los días y sus noches siguientes, o sea hasta convertirme yo en el Burt Lancaster de aquella película que marcó mi adolescencia, con lo cual ya se pueden imaginar ustedes cómo y cuánto nos besamos Mía y yo, al borde del mar y no, porque ella de blanquinosa y bonita y pelirroja y distinguida, pues tanto y hasta mucho más que Deborah Kerr, pensándolo bien, pero lo que es yo, de Burt, esto sí que ya es bastante más difícil, debido a que mis abuelos paternos inmigraron a Lima de Andahuaylas y hablando aún más quechua que castellano, y también mis abuelos maternos inmigraron así, pero de Puno, y de ahí el tipo tan aindiado que me caracteriza en la funda de mis discos y la tapa de mis cassettes, sobre todo de perfil, que es el lado que más explota mi agente. O sea, pues, que lo de ser Burt Lancaster y además espigadísimo y además atlético y en truza, al borde de un mar norteamericano, incluso, di-fi-ci-lí-si-mo, si no im-po-si-ble. Y, sin embargo, nuestros besos lo lograron. Al borde del mar, y no, con olas, y no, en la playa, y no, en la arena, y no, de aquí a la eternidad, y no, y en nuestras tiernas noches de amor y de búsqueda del tiempo perdido, y sí. Y qué alegre, qué alegre, qué alegre y qué alegre, fue el comentario que más le escuché decir a Mía, en público y en privado, mientras Mariana y Rodrigo se perdían por unas alejadas rocas, rascándose cada vez menos, él, disfrutando cada vez más de aquel verano, ella, y sólo reaparecían a las horas de las comidas, disfrutando como nunca de una vacación, Mariana, con sus nueve añitos ya, y rascándose cada vez menos él, con sus ya, pues sí, ya tiene sus doce añitos, caray, parece mentira, Juan Manuel…

– ¿Qué parece mentira, Mía? ¿Que haya cumplido los doce años o que se rasque cada vez menos por minuto?

– Las dos cosas, Juan Manuel Carpio, qué alegre.

Nos traían erizos para el almuerzo y la comida, los hermanitos, y los preparaban a la chilena, o así decían ellos, celebrando, probablemente sin darse cuenta, siquiera, par de angelitos, la única contribución que hizo jamás su padre a su educación y cultura. Y alegremente los comíamos y alegremente los digeríamos y alegremente el postre y la sobremesa con mi guitarra arrulladora, también, pero un día amaneció en que, excepcionalmente, aunque debo confesar que la vida es así porque aquella excepción se repitió luego más de una vez, Fernanda no dijo qué alegre al despertar la mañana conmigo a su lado, aunque sí me sonrió y me deseó amable los buenos días con beso en la frente, y me agradeció por enésima vez la invitación a primera línea de mar con tal cantidad de vistas, en fin, lo nunca visto, Juan Manuel Carpio. Pero la muy desgraciada y siempre adorada, hasta hoy no me ha contado por qué varias veces no dijo, matinal, desnudita y soñadora, qué alegre es abrir los ojos a tu lado con vista al mar, mi amor, aunque yo siempre he sospechado que fue porque, de golpe y porrazo, debí dejar de parecerme eternamente a Burt Lancaster, y, tras haber soñado con Flor a Secas, en voz alta, recuperé íntegro lo aindiado y poco esbelto de frente y de perfil que le debo a los seres que me trajeron al mundo, en Lima, ya en segunda generación urbana, por más que luego lograran darme íntegra una educación blanca y costeña, y tan occidental y cristiana como la que ya había recibido mi padre, que hasta vocal de la Corte Superior de Justicia llegó a ser, cuando en el Perú esto significaba algo, además. Y, como mi padre en el campo de las leyes, también yo destaqué muchísimo, pero en la facultad de Letras, especialidad de literatura, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la más antigua de América y mi eterna alma máter, y hasta gané dos juegos florales seguidos, siendo además declarado poeta joven del año, por unanimidad, poco antes de zarpar rumbo a Europa, aunque el poeta y alumno Carpio más bien canta y no declama, un poco como Brassens en Francia, aunque, valgan verdades, Carpio toca todavía mejor la guitarra, y la música que compone, señores miembros del jurado, autodidactamente, además, tiene…, tiene…, sí, tiene algo de Atahualpa Yupanqui y hasta de Edith Piaf, me atrevería a decir, si me fuerzan un poquito…

– Lo que tiene, con su permiso, señor decano, es un gran porvenir por delante. Y debería viajar, por ejemplo, a París, porque yo creo que lo único que le falta es un poquito más de hambre, como a nuestro inmortal César Vallejo con aguacero en la Ciudad Luz…

– Usted limítese a sus actas, señor secretario…

En fin, As time goes by, que se dice.

Pero debo decir, también, en honor a la verdad, que qué no hice desde aquella primera mañana en que Mía no me dijo qué alegre, antes y después de darme sus Gracias a la vida, que me ha dado tanto. Empecé, por ejemplo, a encontrarlo yo todo qué alegre, incluso fingiendo que aún dormía y soñaba en voz alta con ella y Burt Lancaster a su lado, o sea el mío y yo, pero, o Fernanda era la mujer más inteligente e intuitiva del mundo, o yo soñaba pésimo en voz alta, porque lo cierto es que cuanto más soñaba y soñaba, incluso con la voz de mis mejores conciertos, arrullándole además inéditas canciones de amor, sin lugar a dudas fruto de un soñar largo y profundamente enamorado, más aindiados amanecíamos el día, yo, y hasta la vista al mar. Y terminé, también, por ejemplo, porque ya ni me acuerdo de la cantidad de trucos ni del orden en que los utilicé, para que, a diario, Fernanda volviera a decirme qué alegre, al despertar la mañana, literalmente terminé intentando violarla dormido como un tronco, aunque siempre imitando en mis sueños al más fino, elegante y refinado Burt Lancaster del Gatopardo, pero lo menos que puedo decir es que, ya no sólo sus muslos, como en el poema de García Lorca, sino Fernanda enterita se me escapaba como el más sorprendido de los peces. Y así hasta que una mañana, ya no sólo me harté de despertar tan aindiado como siempre, sino que, cual Burt Lancaster furioso en película de serie negra, se me salió el indio, como decimos en el Perú, y:

– ¡Carajo! -le grité-. ¡Flaca de mierda! ¡No me he gastado un platal en alquilar este departamento para que te me pongas a extrañar al alcohólico de Enrique!

El resto, cualquiera se lo puede imaginar. De aquí a la eternidad se convirtió ipso facto en la versión invertida de Gilda, o sea Mía en Glenn Ford y yo en Rita Hayworth, y la bofetada de la película me sonó tan fuerte en la mejilla que, en la cama camarote de su dormitorio, despertaron, sobresaltados y nerviosos, Mariana y Rodrigo, más un día nubladísimo, al abrir las vistas, y ya desde el desayuno de fingidas sonrisas, fracasados abrazos, y besitos-umhuufff, te como, Rodrigo, picadito de mi corazón, sin resultado alguno, el tarantulado empezó a rascársenos casi tanto como el día en que aterrizó en Menorca y, esa misma noche, a la hora de la comida, ya se nos estaba rascando casi tanto como el día en que lo vio el médico en Londres, por primera vez, lo cual me dio tanta pena que estuve horas rascándome la cabeza y piensa y piensa en una salida negociada a una crisis tan grave como estremecedora. Debo confesar, eso sí, que Mía también se rascó muchísimo la cabeza y que a cada rato los dos nos mirábamos nuevamente con amor y compinchazgo, y que, por momentos, hasta estuvimos a punto de convertirnos en pensantes estatuas de Rodin, a fuerza de rascarnos.

Y tengo el inmenso honor y placer de haber sido yo quien vio tierra primero, aunque bueno, esto ya medio mundo lo sabe, como también sabe, porque Fernanda y yo lo hemos contado en mil y una entrevistas, al menos por el urbi et orbi hispanohablante, cómo empezó todo aquel día feliz de Cala Galdana, en que yo grité: «¡Tierra! ¡Tierra! ¡Se me acaba de ocurrir una idea genial, Mía!», poniendo en marcha todo un proyecto literario y musical, que no sólo le resolvió para siempre todos los problemas económicos a Mía, con el paso de los años, sino que ha logrado que hoy ya haga rato que Rodrigo y Mariana sean dos cum laude de Harvard y hasta posean sendas fincas de vacación veraniega en la costa salvadoreña. Él es especialista en seguir ganando dinero en la bolsa de Nueva York, y ella en adorar a un hijito que tiene por nombre de pila mi nombre y apellido, o sea que se llama Juan Manuel Carpio y se apellida primero Monte Montes y después, la verdad, nadie se acuerda muy bien cómo se apellida la criatura, araucanotamente, eso sí.

Pero bueno, tras haberme lanzado, como un Jonathan Swift cualquiera, «por tan vastos y retorcidos desvíos, retomo el camino -y, como quien dice, el hilo de mi narración-, con la firme intención de seguirlo hasta el final de mi viaje, salvo, claro está, que alguna perspectiva más agradable vuelva a presentárseme ante los ojos», como se me presentó hace un momento el recuerdo del exitosísimo porvenir del tarantulado y del cariño tan maternal que llegaría a sentir por mi nombre completo la siempre linda y sonriente Mariana, por más que en alguna futura carta Mía me escribiera: «El Rodrigo y la Mariana crecen cada día más excéntricos».

Pero bueno, andábamos en que yo grité: «¡Tierra! ¡Tierra!», y: «¡Se me acaba de ocurrir una idea genial, Mía!».

– Muero por saberla, hermano mío. ¡Cuéntame! ¡Cuéntame!

– Ven, Mía. Vámonos a la playa y te lo cuento todo.

– Juan Manuel Carpio, como me salgas con bordes de mar en un momento como éste…

– Vamos, Tarzán, una zambullidita en el mar, una nadadita cheek to cheek, y yo te lo voy contando todo…

– Ni bañito ni nada, Juan Manuel, que hoy la sartén no está para bollos, lo cual, en resumidas cuentas, te lo advierto, quiere decir que hoy tengo amigdalitis aguda.

– Diablos, me la traje hasta Cala Galdana, pero resultó que tenía marido. Perdón: García Lorca hubiera dixit, Mía.

– Gra-cio-sí-si-mo, so cojudo.

– Y am-né-si-co, so coju…

– ¿Me puedes explicar qué quieres decir con eso?

– Que ya se me está olvidando la idea genial.

– De acuerdo. No soy una puta, que quede bien claro, pero me acuesto ahorita mismo contigo con tal de que recuperes la memoria.

Dicen que la venganza es un plato que se come frío, y debe ser verdad, porque Mía y yo nos acostamos como toda la vida, pero por primera vez, al menos con ella, el momentáneo hijo de puta en que me había convertido estuvo un mes sin fumar, como en el tango, o sea cero, cero y nada, y eso que los psiquiatras llaman fiasco.

Y, o sea, también -porque Mía y yo siempre tuvimos un lado francamente positivo y optimista, aun en los peores momentos desconocidos-, que pasamos a la sala como si nada hubiera sucedido, y pusimos manos a la obra, desde el instante mismo en que Mía dijo que eso era lo más alegre que le habían propuesto en su vida, y que no sólo podía resultar una idea genial, si ella no me fallaba, claro, porque, a nivel artístico, aunque con dos libros de relatos infantiles publicados, y en México, nada menos, eso sí, y siete inéditos, esto también, claro, pero porque me debe faltar un agente o algo, y porque en El Salvador las editoriales ni existen, y en California sólo traducen lo que ya se publicó, y en Londres con lo de Rodrigo no he tenido tiempo ni para averiguar qué editoriales existen que publiquen libros para niños…

– Te estás yendo por las ramas, Mía.

– Será el miedo. Y es que, a nivel artístico, aunque con dos libros publicados, y en México, nada menos, eso sí…

– El árbol te está impidiendo ver el bosque, Mía…

– ¡Carajo!, con tu perdón, Juan Manuel Carpio, esto es lo más alegre que me han propuesto en mi vida, pero, a nivel artístico, me siento una enana a tu lado y me muero de miedo de fallarnos a ti y a mí.

– Mía…

– Pero ¡carajo!, Juan Manuel Carpio, qué alegre y qué alegre, y qué alegre y qué alegre… Y realmente es una idea genial.

– Manos a la obra, entonces. Y empecemos con las letras de esta canción, mira, léelas. Compuesta por mí, es y será, por más que me esfuerce, todo menos una canción que pueda interesarle a un niño.

– Yo te infantilizo esto, mi amor.

– De eso se trata. Me muero de ganas de tener entre mis discos, siquiera uno, para niños. Pero jamás me saldría. Entonces te voy a dar temas, esbozos, versos y estrofas enteros, y ya tú verás si, en vez de un dictador, me pones en acción a un lobo feroz, por ejemplo, si en vez de una madre Teresa de Calcuta, me pones en acción a una Caperucita Roja, y así… Pero ¿de qué te ríes, me puedes explicar?

– De que, en efecto, mi querido Juan Manuel Carpio, en tu vida lograrías componer una canción para niños. Tú los has creído idiotas, o qué.

– Lo sé, y, una vez más, de eso se trata. Yo te doy cualquier tema, esbozo, idea, poema, y, como bien dices, tú me lo infantilizas y yo le pongo la música.

– Trato hecho, mi adorado socio.

– Ojo. Una advertencia, para que las cosas queden claras desde el primer momento.

– Soy toda oídos…

– Que más de una vez tendrá que haber una niña llamada Luisa, todavía, y otra llamada Flor a Secas, y hasta algún Enrique…

– Trato hecho, adorado hijo de puta.

Triunfamos. Nos costó bastante trabajo y nos tomó algunos años, pero triunfamos. Y, en el urbi et orbi hispanohablante, al menos, medio mundo sabe hasta qué punto son conocidos los compactos que llevan nuestra foto, y debajo dicen: Idea, música, e interpretación de Juan Manuel Carpio y su guitarra. Letra: Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes.

Claro que no ha habido productor ni diseñador de portadas de disco que no le haya explicado una y mil veces a Mía que mucho nombre para tan poco espacio, y que hasta anticomercial puede resultar su capricho, señora, yo le rogaría abreviar tanto nombre y tamaño apellido, doña Fernanda, y por qué no lo dejamos, por ejemplo, en un muy artístico María Trinidad, y, claro, más de una bronca hemos tenido ella y yo al respecto, también, pero digamos que Mía es totalmente incapaz de no honrar hasta la muerte el nombre de su fallecido padre, y de amar sobre todas las cosas de este mundo a su adorable madre, o sea que la letra será siempre de María de la Trinidad y etcétera, como la conocen hasta sus propias hermanas, comercial y bromistamente hablando, y aunque alguna bronca sí que han tenido por el asunto, pero como la propia Mía me escribe hasta hoy, en sus cada vez más escasas y adorables cartas: «Mis hermanas a veces bien y a veces peleadas conmigo como Dios manda, y yo en medio trato por lo menos de guardar alguna compostura. A veces lo logro». Y bueno, como siempre fuimos mejores por carta -en todo caso yo sí que lo fui-, Mía también me escribe, ya casi treinta años después de adorarnos por primera vez para siempre, cosas como ésta: «Tal vez vaya a San Salvador en julio o agosto. Me cuesta trabajo ir desde que murió mi mamá, sin duda la persona en el mundo que más gozaba con mis cartas. Sin duda también por eso he dejado de escribir últimamente. O sea que perdóname, mi adorado socio, mi adorado amigo, mi adorado tú, Juan Manuel Carpio, realmente te pido mil perdones por este silencio de segunda mano que te ha tocado».

En Cala Galdana, aquel verano, Mía y yo terminamos trabajando día y noche en nuestro primer proyecto. Y por supuesto que nos reíamos a mares, un día, y al siguiente peleábamos a muerte, por un quítame allá estas pajas, o porque ella intentaba parar, al menos unas horas, nuestra sesión de trabajo, y yo la acusaba de falta de seriedad y ella a mí me soltaba que yo era un esclavista, a lo cual yo le respondía que yo lo que sabía era ganarme la vida con el sudor de mi frente, mientras que tú, oligarca de mierda, hasta cuando andas medio muerta de hambre sigues nacida para millonaria y terrateniente podrida, todo lo cual nos hacía recordar nuestra juventud parisina, allá en su departamento de la rue Colombe, cuando todo era para mí mucho frío en invierno y hasta hambre, en verano, pobre cantautor de izquierda y estación de metro, café y restaurante, más la eterna gorra, y el Dios se lo pague, monsieur, y todo era para ella le tout Paris y la Unesco con un Alfa Romeo verde, último modelo y chillandé, y yo amaba a la desaparecida Luisa, oh abandonado, con mi complejo de limeño medio andahuaylino y medio puneño y mi altivez Che Guevara y medio, que fue también cuando Mía me acogió en su seno, limpia, sana, maravillosa, y después sucedió lo que tuvo que suceder, pero aquí estamos para celebrarlo, socios, vejancones amantes de Verona, amigos antes que nada, en la cama riquísimo, y cuates, mi cuate, que sólo la muerte separará, aunque claro, tal como llevamos lo de nuestro Estimated time of arrival, o sea pésimo, a lo mejor lo que necesitamos es estar muertos para terminar de juntarnos del todo, por fin, y que la loca y malvada realidad nos deje en paz, ¿o no, mi adorado Juan Manuel Carpio?, tú qué piensas, a lo mejor sólo así, pero déjame darte un beso y abrazarte como te abrazaba inútilmente en la rue Colombe, y sin embargo qué lindo fue todo aquello, hasta haberse peleado así ahora da gusto, mi amor, pero bueno, volvamos al trabajo y no nos peleemos más, porque ya he notado que, un rato un pleito y otro una amistada, deliciosa, por cierto, pero el pobre Rodrigo anda que se rasca un día sí y otro no.

Y mucho trabajo nos costó triunfar, eso sí, porque hasta hubo quien dijo que Juan Manuel Carpio se había secado para siempre, que desde cuándo y para qué canciones para niños, que si el artista peruano andaba medio reblandecido, que de cuándo aquí tanta canción de cuna y tanto arrorró, mi niño, y también, por supuesto, como nadie es profeta en su tierra, mi primer concierto para niños, en Lima, hizo que alguno de esos perversos y envidiosos críticos, que nunca faltan, se mandara todo un texto titulado nada menos que «Juan Manuel Carpio o el nuevo Demonio de los Andes», en el que me comparaba con Francisco de Carvajal, aquel bárbaro conquistador español que, a los ochenta y tres años, aún le daba mucha guerra a media conquista del Perú, y que atravesaba, como si nada, codicioso siempre de más gloria y de todo el oro del Perú, si es posible, pendenciero y octogenario, una y otra vez atravesaba a caballo las heladas cumbres de los Andes. Claro: hasta que por fin lo chaparon, pistola en mano le cayeron de a montón, como a Juan Charrasqueado en la ranchera que lleva su nombre, y lo redujeron a bulto, a fuerza de atarlo y atarlo y doblarlo todito, para que cupiera en una canasta, y ahí metidito despeñarlo de una vez por todas al otro mundo. Pues con él me comparaba aquel pérfido crítico, ya que las últimas palabras del Demonio de los Andes, doblado para siempre jamás en el fondo de su canastita, fueron, feroz y altanero, aun en su calidad de bulto: «Niño en cuna, viejo en cuna, qué fortuna». «Pues algo semejante le ocurre actualmente a Juan Manuel Carpio», concluía aquel maldito escribidor, sin duda llevado por el odio y la envidia que le provocó que, a pesar de estar yo reblandecido y hasta acabado, la inmensa carpa en que canté estuviese repleta de niños.

Nunca olvidaré aquella gira, pues de Lima volé directamente a Santiago, primera etapa de una larga tournée chilena, doblemente intencionada. Quería, por un lado, insistir en la promoción del último compacto hecho «a cuatro manos» con Mía. Pero quería, también, dar con las huellas que me llevaran a donde el gran Enrique, ya que la rápida transformación operada en la vida afectiva de Mía y sus hijos, no dejaba de producirme una gran pena, probándome una vez más lo complejos que pueden ser los sentimientos humanos. Ahora que allá, en El Salvador, de regreso de Menorca y de Londres, desde hacía algún tiempo, a Mía simple y llanamente ya no le importaba nada que Enrique no diera señales de vida, nunca, y ahora que Mariana y Rodrigo ni siquiera lo mencionaban, ya, el hombre que durante tantos años nos alejó, una y otra vez, el que pudo haber sido mi gran rival, el hombre que pude odiar, se iba convirtiendo en mi recuerdo en un amigo entrañable, inolvidable. La vida, sin duda, nos había puesto a cada uno en el lugar del otro, pero resultaba, en el fondo, que la vida nunca nos había opuesto. Todo lo contrario, más bien, y, durante mi gira chilena, la primera en que tuve algún éxito como cantautor «a cuatro manos» de canciones para niños, poco a poco se fue convirtiendo en la búsqueda intensa y perseverante de un ser querido. Y fue en Valdivia donde por fin me informaron que Enrique vivía en Fuerte Castro, Chiloé, algo que en Santiago ni siquiera su madre quiso o supo decirme.

A Fuerte Castro llegué congelado, en un transbordador, y con un verdadero cargamento de música de Frank Sinatra. Pregunté por Enrique en una pequeña librería en la que, me habían asegurado, siempre se sabía de él. Y ahora recuerdo que, de camino del hotel a aquel pequeño establecimiento, tuve la fuerte impresión de andar buscando a un amigo por el polo, a veces, y por alguna de las mil islas que son Suecia, otras, aunque también de vez en cuando uno creía hallarse en Noruega. En todo caso, ahí a cada rato uno se cruzaba con un tipo con aires e indumentaria de lobo de mar polar y un rostro a veces escandinavo y otras medio esquimal.

Entré a la pequeña librería y fui recibido y atendido a cuerpo de rey, porque al amigo peruano del gran Enrique todo el mundo lo conocía como si fuera de toda la vida. Como cantautor apenas sabían de mí, pero como amigo de Enrique, sírvase otra copa de vino, Juan Manuel, que el Enrique no tarda en llegar y la sorpresa que le va a dar usted, ahora que baje del siguiente transbordador y se dé con que usted se ha venido a buscarlo hasta aquí. ¿Que de dónde venía Enrique? Pues del norte, Juan Manuel, tuvo un accidente y se rompió el brazo y viene de que lo operen y lo enyesen.

Por fin llegó un Enrique al que, por poco, no me pongo a cantarle canciones para niños. Porque se había reducido a su mínima expresión, el araucanote, o es que los celos hacen que uno a sus rivales los vea e imagine siempre gigantescos, o es que tengo la peor memoria visual del mundo, o es que, en efecto, el cantautor peruano Juan Manuel Carpio anda medio reblandecido. En todo caso, Enrique se había encogido, había perdido muchísima crin araucana y ya no era un poco cetrino de piel, como antaño, cuando le partía la cabeza a Mía y la adoraba al mismo tiempo. No, ahora se había anoruegado o ensuecado, o algo así, pues llevaba una barba patriarcal y fumaba una pipa de pastor protestante. En fin, todo rarísimo, menos la sonrisa y el abrazote, aunque este último ya sin fuerza, para siempre, por su parte, y además con la gran dificultad que da abrazar cuando se anda enyesado desde el hombro hasta el meñique.

– ¿Qué te pasó, hermano?

– Me caí de una nube, hermanito.

Y, en efecto, ahora Enrique era tan sereno y angelical que cuando se emborrachaba no le pegaba a Socorro, ni nada de esos horrores, sino que intentaba ascender al cielo, casi siempre sin mucho éxito que digamos. Socorro era la chica con que vivía.

– Mi compañerita, hermano.

– Para servirlo, señor.

Esto fue lo primero y lo último que le oí decir a la humilde y santa Socorro en los dos días y sus noches que Enrique, ella, y yo, permanecimos juntos, mirándonos y sonriéndonos, más que nada, y además yo teniendo que acercármele al máximo a él, con la mano encornetada en una oreja, a ver si por fin lograba escuchar algo de lo que me decía en voz bajísima, y además con sordina. Le entendí, entre muy pocas frases, que Mía y los niños siempre iban a estar bien, si es que no estaban ya en el cielo, angelitos los tres. Y muy poco más le entendí, aunque el entorno, digamos, me hizo comprender que Enrique era simple y llanamente adorado en aquel lugar, que había encontrado la paz, que Socorro era y sería su eterna tabla de salvación, y que en ella y sus amigos de la librería el ex araucanote había encontrado un colchón de amor y de afecto donde aterrizar cada vez que se caía de una nube.

No quise incitarlo al trago, o sea que me guardé para el último momento el regalo de los compactos de Sinatra, y, tampoco, sin duda alguna porque aún le dolía su último aterrizaje forzoso, él no quiso incitarse a nada que no fuera el goce de la amistad, ya que también se guardó para la despedida el obsequio de varios cassettes del pianista Roberto Bravo, uno de esos maestros de la música que, como Sinatra, sencillamente dan mucha sed.

No he vuelto a ver a Enrique, aunque alguna vez me ha mandado una foto de regalo, con algunas poéticas palabras escritas por detrás, con alguna nueva dirección, y siempre mencionando a Socorro con amor y gratitud. Definitivamente, mal del todo no le fue, gracias al extraordinario fotógrafo que todos reconocieron siempre en él. Hace dos o tres años, por ejemplo, vi en la revista Ronda Iberia, la de la compañía española de aviación, un precioso reportaje sobre Chiloé y sus alrededores. Y todas las maravillosas fotografías que ilustraban el texto eran de Enrique.

La verdad, me he adelantado mucho a los acontecimientos, porque ni siquiera he mencionado aún la partida de Mía de Menorca, primero, y luego de Londres, a fines de 1985, con su adorable y adorado Rodrigo totalmente destarantulado. Como siempre, las cartas de Mía son las que mejor resumen y transmiten lo que fue ese veraneo en Menorca, y su posterior balance. A ellas me atengo, pues, sobre todo porque pertenecen a la época en que aún me escribía muy a menudo. Época epistolar de oro, aquélla, y que según Mía llega casi a su fin con la muerte de su madre, en El Salvador, en 1992, que la dejó «como despalabrada», según su propia expresión, aunque ni ella ni yo somos tan tontos como para echarle toda la culpa de nuestros largos silencios a la muerte natural de una señora ya bastante mayor. Hay, pues, digamos, «otros factores». Pero bueno, no voy a pegarme otro tremendo salto al futuro como el de Enrique y Chiloé, aunque en ese futuro, a veces, «algunas perspectivas bastante agradables vuelvan a presentárseme ante los ojos», como escribió Swift, a quien cito nuevamente, por ser verdadera autoridad en materia de digresiones. Una sola cosa queda clara, tras la lectura de las cartas de Mía por aquellos años epistolarmente dorados. Yo viajaba mucho, ella seguía luchando día a día, aunque ya a veces daba la impresión de que su amigdalitis empezaba a hacerse crónica, y nuestro éxito tardó bastante en llegar.

Londres, 9 de noviembre de 1985

Mi querido socio,

Las primeras semanas en Londres han sido agitadísimas.

Aparte de llevar a Rodrigo al hospital casi todos los días, pasamos mucho tiempo viendo si había posibilidades de vida, o sea algún trabajo, colegios, casa, etcétera. Pero todo resultó bastante difícil y ya decidimos que no nos queda otra que regresar al Salvador. Ojalá sea una decisión acertada. Aquí los niños como siempre felices con su primo, y en casa de la Andrea María hay bastante espacio. También te cuento que en un par de editoriales también hay un cierto interés por mis libritos. Ojalá que salga adelante la cosa.

Hoy es el primer día que paso en casa, con los niños y las cosas ya organizadas. Por eso sólo hoy te escribo. Además, francamente, le tenía un poco de miedo a esta carta. No sé si al fin lo pasamos bien o mal, si nos peleamos o no, si hubo la alegría que yo soñé o no. Tal vez un poco de todo, aunque el resto de mi vida te agradeceré lo que hiciste por los niños y la idea tan generosa de convertirme en tu socia.

Mañana me he programado salir en busca de unos cursos en una escuela de arte. Si todo sale tan bien como hasta ahora, estaré feliz. Quisiera sacarle el jugo a este tiempo. Tal vez al fin me educo un poco.

¿Cómo fue tu viaje a Madrid? Pensar que ya pronto tendrás que salir a París. Ojalá encontraras un tiempito para venir. A mí Londres me gusta muchísimo. Creo que nunca me ha gustado tanto un lugar. Pero tú sabes lo desmemoriado que es el amor. Es una verdadera goma de borrar. Hoy por hoy, nunca he visto ciudad más atinada que Londres.

Pensando bien lo que dije del amor y el borrador, no rige esta regla en el caso tuyo, pues tienes el corazón más acumulativo de la tierra. Lo sentí mucho en Menorca, donde tienes como un siglo de amor y de ternura almacenados. Los niños también lo sintieron y gozamos mucho tu música y tu amor a flor de piel por todo rincón. Ahora mismo estoy recordando tu departamentito de París. No había un sólo objeto que no hubiese llegado por amor a tu casa.

Nos costó vernos. A mí me costó, por lo menos. Me dolió no sentir en ti una real alegría por mi llegada (al menos ésta es la impresión que sigo teniendo, por más demostrativo y sonriente y cariñoso que estuvieras), y que nunca quisieras llevarme a conocer «Canseco». Pero espero que nuestra amistad y ese inmenso cariño que nunca muere sean fuertes y valientes como siempre han sido, porque en el fondo de todo, como en cada gesto y en cada una de las guitarras que te rodean, hay mucho amor.

Cuídate mucho. Te mantendré puntualmente informado de mi trabajo para tu música. Por ahora, al menos, parece que va bien.

Te abrazo mucho,

Fernanda María

PS. Bueno, Mía o Tuya, como quieras.

San Salvador, 28 de febrero de 1986

Queridísimo socio,

Tu carta llegó ayer, abierta, sin sobre, rota, en manos de un niño. De puro milagro no se perdió. La llevó el cartero a una casa equivocada, y de allí al fin me la mandaron en esas tristes condiciones.

Mi regreso me costó. Primero, el susto inicial y el ajuste de ojos ante un país tan deteriorado o más que el tuyo. Fuera de que lo deteriorable ya comenzó medio feo desde el principio, luego, acostumbrarse a la impotencia ante los acontecimientos. Con este gobierno ya no hay ni la ilusión de tener voz ni voto. Pero sé que por lo menos este año debemos quedarnos aquí. Intentaré aprovechar el tiempo, que es la única riqueza del subdesarrollo, trabajando mucho con tus esbozos y poemas. También he estado pintando, y espero seguir. Al fin veo ciertos avances.

La posibilidad de un disco «a cuatro manos» me entusiasma muchísimo. Hoy mismo comenzaré a trabajar, pero temo que tú no sabrás nada hasta fines de marzo, a tu regreso. Pienso que esta misma carta quizás la recibas sólo entonces. Ya ves que la selva tropical se hace cada día más espesa. Ya casi impenetrable. Tal vez tome un apartado postal.

Te dejo para enviar hoy mismo esta carta, y así ojalá viajes el 7 con la tranquilidad de saber que sigo en vida (aunque un poco apagada, una vidita como a media luz), y que sigo con muchos ánimos de trabajar nuestras cosas, eso sí. Los pequeños progresos me han levantado y espero que esa energía sea fructífera.

Tus noticias y tu confianza en mí me han dado la primera alegría desde que regresé.

Que sea muy bueno tu viaje.

Te quiere y agradece muchísimo,

Fernanda, Tuya o Mía

San Salvador, 30 de marzo de 1986

Queridísimo Juan Manuel Carpio,

Ya estamos en marzo y me pregunto cómo estará caminando tu vida, cómo estarán sonando tus guitarras que me pusieron tan nerviosa, y cómo irán tus planes o preparativos con miras al Perú, y qué tan inclemente estará siendo el invierno menorquín para ti.

Aquí en San Salvador la primavera funciona casi todo el año y una parvada de pericos verdes ha decidido tomar un árbol de mi jardín como hotel de paso. Es una escandalera tremenda como a las seis de la tarde. El trópico tiene sus encantos. También tiene otras cosas.

Me he tardado bastante en acomodar mi viaje a Menorca en mi cabeza, porque con la enfermedad de Rodrigo encima de todo, fui en circunstancias emocionales diríamos extremas, y es una combinación difícil juntar las ganas de un viaje tan esperado con la impresión, a veces, sólo a veces, de un distanciamiento sumamente inesperado. Han pasado meses y quisiera decir que ya estoy repuesta. Quisiera.

Trabajar para ti, aunque sea al otro lado del mar, me hace muy feliz. Bien que lo sabes, sinvergüenza.

Ahoritita se siente toda tuya

Mía

San Salvador, 19 de abril de 1986

Queridísimo socio mío,

Al fin tengo cómo enviarte mis palabras para tus canciones. No todas, claro, pero varias. Un amigo parte este fin de semana a Alemania y despachará mi sobre desde allá. Francamente el correo de aquí está lentísimo y temo que no llegaría ni para la Pascua ni para la Trinidad.

Realmente espero que te gusten mis palabras. Disfruté tantísimo escribiéndolas. Si hay algo que no te gusta, no temas meterle mano y agregar tu pizca de sal. No vayas a creer que me ofenderías.

No he recibido respuesta tuya a mi carta enviada desde Estados Unidos por otro viajero. No dejes de escribir, por favor. Aunque lentas y bastante paseadas por los caminos, las cartas acaban por llegar, aun a estos retirados lugares. En todo caso, llegan mucho menos cuando no se mandan, ya ni hablar cuando no se escriben como es el caso de mis hermanas mudas.

Sería para mí una gran cosa que puedas usar mis textos, y espero que puedas convencer a tu agente de mencionarme como tu coautora. Sería un primer paso bien lindo en la buena dirección. Ya me contarás qué hubo de todo esto.

¿Qué tal tu viaje? Cuando pienso que en estos momentos seguramente te encuentras bastante cerca de aquí. Quizás se te ocurra llamar por teléfono. Lástima que se te hizo imposible salirte un poquito de tu camino. Y ahora estarás tan poco tiempo en tu casa antes de salir para Lima. La verdad, no paras. Con razón en los textos que te mando no falta ni un Ulises, entre otros tantos viajeros y viajados. Me muero de ganas de saber tus reacciones. Y tengo mucha curiosidad del título que le pondrás al disco.

Te abrazo mucho,

Fernanda María

PS. En el liceo he tomado unas pocas clases. Ya no me gusta la enseñanza. Estoy viendo de quizás hacerme de una finquita. Así tendremos a donde ir a caminar cuando vengas. Si algún día vienes, claro.

San Salvador, 27 de mayo de 1986

Gracias por haber contestado a vuelta de correo al recibir mis letras. Te imaginas la curiosidad que tenía de conocer tu opinión y ver qué harías con mi trabajo. Me alegra muchísimo que te haya gustado. Considero tu criterio como la Corte Suprema.

Quise escribirte a Lima, pero una huelga de correos nos mantuvo incomunicados del mundo. Esta semana recién vuelven a trabajar, o sea que te mando este sobre a Menorca.

He cambiado de trabajo. La enseñanza me aburrió rotunda y definitivamente. O sea que muy pronto estaré de vuelta a las oficinas. En cuanto al proyecto de una finquita que te conté, resultó imposible. No consigo nada con el poco dinero que tengo, a no ser un pequeño páramo.

Me alegra que hayas cantado tan exitosamente en Cuba y que vuelvas invitado y con calma el próximo año. Esa es nada menos que la tierra de un Pablo Milanés y de un Silvio Rodríguez. O sea que me alegra mucho también que vuelvas invitado con calma el próximo año, y no como esta vez en que seguro que estabas regresando muy cansado del Perú.

¿Cómo estuvo Lima? No te acompañé ni con una carta. ¿Cómo sigue tu mamá? Espero que se hayan resuelto los problemas. He visto por los periódicos que estamos de lo más cuates con tu presidente. Entre nuestro Napoleón Duarte y tu Alan García, sepa Judas qué locuras pueden inventar.

Tus noticias fueron realmente una alegría inmensa que te agradeceré siempre.

Te abrazo mucho,

Fernanda Tuya

PS. ¿O sólo Mía?

San Salvador, 18 de junio de 1986

Queridísimo socio,

Recibí la carta en que me cuentas que estarás fuera de agosto a noviembre o diciembre. Espero que ese tiempo te sea provechoso.

Yo no estoy nada bien, Juan Manuel. Quizás es la primera vez que me oyes hablar así, o a lo mejor ya he olvidado que antes te he escrito en este mismo sentido, lo cual agravaría la cosa pues quiere decir que el mal empieza a hacerse crónico. Todo, todo me ha fallado desde que regresé. Ya no sé qué se puede hacer. Por más optimismo que me invente, la cosa está jodida aquí. Desde que dejé la enseñanza no encuentro empleo, y ya comienza a apretarme el zapato sin ver ninguna forma de desajustarlo. Si alguna ganancia saliera de nuestro primer disco, sería una salvada para mí. Cuento contigo para hacer todo lo posible, y más.

De Inglaterra no recibo ninguna noticia. Ni de las hermanas (porque ahora la Ana Dolores también anda por allá), ni de las editoriales que visité, ni nada. ¡Qué carajada! Hasta mal hablada me estoy volviendo en esta cuesta resbaladiza en que me encuentro.

Tus cartas y tu cariño son una dicha. Así como son dicha las limpias almas de Mariana y Rodrigo que me quieren. Además, él regresó sanísimo y engordadito de Europa, y en eso, bien lo sabes, tú tuviste mucho que ver. Ahora están de vacación.

Si lograras algún dinero para mí, por favor mándamelo inmediatamente. En un papelito aparte te pongo todos los datos de mi cuenta bancaria.

Estoy segura de que tiene que haber una salida y quizás, por afligida, estoy torpe y no la veo. Siento todos los caminos inseguros.

Te abrazo como siempre, sólo que hoy yo estoy tembleque. Sé que me comprenderás. No puedo ni quiero que me veas así. Por eso tampoco puedo escribir más.

Te abrazo. Más bien me abrazo a ti.

Fernanda Tuya o Mía. Hoy qué sé yo.

Mi agente seguía sin entusiasmarse con nuestras canciones «a cuatro manos», también el productor y la firma que lanzaba y promocionaba mis discos y cassettes. Enviarle dinero a Mía era crearle una falsa ilusión, y además cómo engañarla con un giro salido de mi cuenta bancaria, puesto que inmediatamente me reclamaría copias del disco para regalárselas a todos sus familiares y amigos, aparte de la suya. O sea que yo seguía escribiéndole y machucándola con más y más abrazos.

Y cuando logré dar algunos recitales para niños en Barcelona, Madrid y Sevilla, la reacción de la crítica fue tan negativa que poco a poco se me empezaron a vaciar las salas y los teatros en los que solía cantar. Con lo cual, mi agente, mis productores y mis promotores desconfiaron más que nunca de mi proyecto. ¿De cuándo aquí canciones para niños? ¿De cuándo aquí dejar de escribir tus propias canciones? Yo les respondía siempre citando las palabras de algún intelectual o periodista, que había leído hace poco en un diario madrileño:

– «Prefiero los dúos a las arias, y la amistad a las relaciones públicas.»

Y no bien regresaba a «Canseco» corría a mi escritorio para volver a machucar a Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes. Lástima que sólo fuera por escrito, aunque últimamente yo tenía la sensación de que ella empezaba a preferir que fuera así.