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A principios de 1985, el director de cine chileno Miguel Littín -que figura en una lista de cinco mil exiliados con prohibición absoluta de volver a su tierra- estuvo en Chile por artes clandestinas durante seis semanas y filmó más de siete mil metros de película sobre la realidad de su país después de doce años de dictadura militar. Con la cara cambiada, con un estilo distinto de vestir y de hablar, con documentos falsos y con la ayuda y la protección de las organizaciones democráticas que actúan en la clandestinidad, Littín dirigió a lo largo y lo hondo del territorio nacional -inclusive dentro del Palacio de la Moneda- tres equipos europeos de cine que habían entrado al mismo tiempo que él con diversas coberturas legales, y a otros seis equipos juveniles de la resistencia interna. El resultado fue una película de cuatro horas para la televisión y otra de dos horas para el cine, que empiezan a proyectarse por estos días en todo el mundo.
Hace unos seis meses, cuando Miguel Littín me contó en Madrid lo que había hecho, y cómo lo había hecho, pensé que detrás de su película había otra película sin hacer que corría el riesgo de quedarse inédita. Fue así como aceptó someterse a un interrogatorio agotador de casi una semana, cuya versión magnetofónica duraba dieciocho horas. Allí quedó completa la aventura humana, con todas sus implicaciones profesionales y políticas, que yo he vuelto a contar condensada en esta serie de diez capítulos.
Algunos nombres han sido cambiados y muchas circunstancias alteradas para proteger a los protagonistas que siguen viviendo dentro de Chile. He preferido conservar el relato en primera persona, tal como Littín me lo contó, tratando de preservar en esa forma su tono personal -y a veces confidencial-, sin dramatismos fáciles ni pretensiones históricas. El estilo del texto final es mío, desde luego, pues la voz de un escritor no es intercambiable, y menos cuando ha tenido que comprimir casi seiscientas páginas en menos de ciento cincuenta. Sin embargo, he procurado en muchos casos conservar los modismos chilenos del relato original, y respetar en todos el pensamiento del narrador, que no siempre coincide con el mío.
Por el método de la investigación y el carácter del material, este es un reportaje. Pero es más: la reconstitución emocional de una aventura cuya finalidad última era sin duda mucho más entrañable y conmovedora que el propósito original y bien logrado de hacer una película burlando los riesgos del poder militar. El propio Littín lo ha dicho: “Este no es el acto más heroico de mi vida, sino el más digno”. Así es, y creo que esa es su grandeza.
Gabriel García Márquez.
1 – Clandestino en chile
El vuelo 115 de Ladeco, procedente de Asunción, Paraguay, estaba a punto de aterrizar con más de una hora de retraso en el aeropuerto de Santiago de Chile. A la izquierda, a casi siete mil metros de altura, el Aconcagua parecía un promontorio de acero bajo el fulgor de la luna. El avión se inclinó sobre el ala izquierda con una gracia pavorosa, se enderezó luego con un crujido de metales lúgubres, y tocó tierra antes de tiempo con tres saltos de canguro. Yo, Miguel Littín, hijo de Hernán y Cristina, director de cine y uno de los cinco mil chilenos con prohibición absoluta de regresar, estaba de nuevo en mi país después de doce años de exilio, aunque todavía exiliado dentro de mí mismo: llevaba una identidad falsa, un pasaporte falso, y hasta una esposa falsa. Mi cara y mi apariencia estaban tan cambiadas por la ropa y el maquillaje, que ni mi propia madre había de reconocerme a plena luz unos días después.
Muy pocas personas en el mundo conocían este secreto, y una de ellas iba en el mismo avión. Era Elena, una militante de la resistencia chilena, joven y muy atractiva, designada por su organización para mantener las comunicaciones con la red clandestina interior, establecer los contactos secretos, determinar los lugares apropiados para los encuentros, valorar la situación operativa, concertar las citas, velar por nuestra seguridad. En caso de que yo fuera descubierto por la policía, o desapareciera, o no hiciera por más de veinticuatro horas los contactos establecidos de antemano, ella debería hacer pública mi presencia en Chile para que se diera la voz de alarma internacional. Aunque nuestros documentos de identidad no estaban vinculados, habíamos viajado desde Madrid, a través de siete aeropuertos de medio mundo, como si fuéramos un matrimonio bien avenido. En este último trayecto de una hora y media de vuelo, sin embargo, habíamos decidido sentarnos separados y desembarcar como si no nos conociéramos. Ella pasaría por el control de inmigración después de mí, para avisar a su gente en caso de que yo tuviera algún tropiezo. Si todo iba bien, volveríamos a ser dos esposos de rutina a la salida del aeropuerto.
Nuestro propósito era muy sencillo sobre el papel, pero en la práctica implicaba un gran riesgo: se trataba de filmar un documental clandestino sobre la realidad de Chile después de doce años de dictadura militar. La idea era un sueño que me daba vueltas en la cabeza desde hacía mucho tiempo, porque la imagen del país se me había perdido en las nieblas de la nostalgia, y para un hombre de cine no hay un modo más certero de recuperar la patria perdida que volver a filmarla por dentro. Este sueño se hizo más apremiante cuando el gobierno chileno empezó a publicar listas de exiliados a los que se les permitía volver, y no encontré mi nombre en ninguna. Más tarde alcanzó extremos de desesperación cuando se publicó la lista de los cinco mil que no podían regresar, y yo era uno de ellos. Cuando por fin se concretó el proyecto, casi por casualidad y cuando menos lo esperaba, ya hacía más de dos años que había perdido la ilusión de realizarlo.
Fue en el otoño de 1984, en la ciudad vasca de San Sebastián. Me había instalado allí seis meses antes con la Ely y nuestros tres hijos, para hacer una película argumental que como tantas otras de la historia secreta del cine había sido cancelada por los productores cuando faltaba una semana para iniciar el rodaje. Me quedé sin salida. Pero en el curso de una cena de amigos en un restaurante popular, durante el festival de cine, volví a hablar de mi viejo sueño. Fue escuchado y comentado en la mesa con un interés cierto, no sólo por su alcance político evidente, sino también como una burla a la prepotencia de Pinochet. Pero a nadie se le ocurrió que fuera algo más que una pura fantasía del exilio. Sin embargo, ya en la madrugada, cuando regresábamos a casa por las calles dormidas de la ciudad vieja, el productor italiano Luciano Balducci, que apenas si había hablado en la mesa, me tomó del brazo y me apartó del grupo de un modo que parecía casual.
– El hombre que tú necesitas -me dijo- te está esperando en París.
Era exacto. El hombre que yo necesitaba tenía un alto cargo en la resistencia interna de Chile, y su proyecto sólo se distinguía del mío en algunos detalles de forma. Una sola conversación de cuatro horas con él, en el ámbito mundano de la Coupole y con la participación entusiasta de Luciano Balducci, nos bastó para convertir en realidad una fantasía incubada por mí, hasta en sus mínimos detalles, en los insomnios quiméricos del exilio.
El primer paso era introducir en Chile tres equipos básicos de filmación: uno italiano, uno francés, y uno de cualquier nacionalidad europea pero con credenciales holandesas. Todos legales, con permisos legítimos y con la protección ordinaria de sus embajadas. El equipo italiano, dirigido de preferencia por una periodista, tendría como cobertura la filmación de un documental sobre la inmigración italiana en Chile, con un énfasis especial en la obra de Joaquino Toesca, el arquitecto que construyó el Palacio de la Moneda. El equipo francés debería acreditarse para hacer un documental ecológico sobre la geografía chilena. El tercero iba a hacer un estudio sobre los últimos sismos. Ninguno de los equipos debería saber nada de la existencia de los otros dos. Ninguno de sus integrantes tendría conocimiento de qué era lo que en realidad se estaba haciendo, ni de quién los dirigía desde la sombra, salvo el responsable de cada equipo, que debería ser un profesional conocido en su medio, con formación política y consciente de sus riesgos. Fue la parte más fácil, que yo resolví con un breve viaje a los países de origen de cada equipo. Los tres, acreditados en forma y con sus contratos en regla, estaban ya dentro de Chile y esperando instrucciones la noche de mi llegada.
El drama de convertirse en otro
En realidad, el proceso más difícil para mí fue el de convertirme en otra persona. El cambio de personalidad es una lucha cotidiana en la que uno se rebela a menudo contra su propia determinación de cambiar, y quiere seguir siendo uno mismo. Así que la dificultad mayor no fue el aprendizaje, como pudiera pensarse, sino mi resistencia inconsciente tanto a los cambios físicos como a los cambios del comportamiento. Tenía que resignarme a dejar de ser el hombre que había sido siempre, y convertirme en otro muy distinto, insospechable para la misma policía represiva que me había forzado a abandonar mi país, e irreconocible aún para mis propios amigos. Dos psicólogos y un maquillista de cine, bajo la dirección de un experto en operaciones especiales clandestinas, destacado desde el interior de Chile, lograron el milagro en poco menos de tres semanas, luchando sin reposo contra mi determinación instintiva de seguir siendo quien era.
Lo primero fue la barba. No era simple cuestión de afeitarme, sino de salirme de la personalidad que ella me había creado. Me la había dejado crecer muy joven, cuando iba a hacer mi primera película, y luego me la había quitado varias veces, pero nunca volví a filmar sin ella. Era como si la barba fuera inseparable de mi identidad de director. También mis tíos la habían usado, lo cual contribuía sin duda a aumentar mi afecto por ella. Me la había quitado hacía unos años en México, y no logré imponer mi nueva cara a mis amigos ni a mi familia, y menos a mí mismo. Todos tenían la impresión de estar con un intruso, pero yo persistía en no dejarla crecer otra vez, porque creía verme más joven. Fue Catalina, mi hija menor, la que me sacó de dudas.
– Sin barba te ves más joven -me dijo-, pero también más feo.
De modo que volver a quitármela para entrar en Chile no era sólo un problema de espuma y navaja, sino un proceso mucho más profundo de despersonalización. Me la fueron cortando poco a poco, observando los cambios en cada etapa, evaluando los efectos que tenían en mi apariencia y en mi carácter los diferentes cortes, hasta que llegamos a ras de piel. Pasaron varios días antes de que tuviera valor para asomarme al espejo.
Luego fue el cabello. El mío es de un negro intenso, heredado de una madre griega y de un padre palestino, del cual me venía también la amenaza de una calvicie prematura. Lo primero que hicieron fue teñírmelo de castaño claro. Luego ensayaron diversas formas del peinado, y concluyeron por no contrariar a la naturaleza. En vez de disimular la calvicie, como se pensó al principio, lo que hicieron fue acentuarla, no sólo con un peinado liso hacia atrás, sino inclusive terminando con pinzas los estragos de depilación que ya los años habían comenzado.
Parece mentira, pero hay toques casi imperceptibles que pueden cambiar la estructura de la cara. La mía, que es de luna llena aun con menos kilos de los que entonces tenía encima, se vio más alargada con la depilación profunda de los extremos de las cejas. Lo curioso es que esto me dio un semblante más oriental que el que tengo de nacimiento, pero que correspondía más a mis orígenes. El último paso fue el uso de unos lentes graduados, que los primeros días iban a causarme un intenso dolor de cabeza, pero que me cambiaron no sólo la forma de los ojos sino también la expresión de la mirada.
La transfiguración del cuerpo fue más fácil, pero exigió de mí un mayor esfuerzo mental. El cambio de la cara era en esencia un asunto del maquillaje, pero el del cuerpo requería un entrenamiento psicológico específico y un mayor grado de concentración. Porque era allí donde tenía que asumir a fondo mi cambio de clase. En vez de los pantalones de vaquero que usaba casi siempre, y de mis chamarras de cazador, tenía que usar y acostumbrarme a usar vestidos enteros de paño inglés de grandes marcas europeas, camisas hechas sobre medida, zapatos de ante, corbatas italianas de flores pintadas. En vez de mi acento de chileno rural, rápido y atormentado, tenía que aprender una cadencia de uruguayo rico, que era la nacionalidad más conveniente para mi nueva identidad. Tenía que aprender a reír de un modo menos característico que el mío, tenía que aprender a caminar despacio, usar las manos para ser más convincente en el diálogo. En fin, tenía que dejar de ser un director de cine, pobre e inconforme como lo había sido siempre, para convertirme en lo que menos quisiera ser en este mundo: un burgués satisfecho. O como decimos en Chile: un momio.
“Si te ríes, te mueres”
Al mismo tiempo que me convertía en otro, había ido aprendiendo a vivir con Elena en una mansión del distrito XVI de París, sumiso por primera vez a un orden establecido de antemano por alguien que no era yo mismo, y a una dieta de pordiosero para rebajar diez kilos de los ochenta y siete que pesaba. No era mi casa, ni se parecía en nada a la mía, pero debía serlo en mi memoria, pues se trataba de cultivar recuerdos para evitar contradicciones futuras. Fue una de las más raras experiencias de mi vida, pues muy pronto me di cuenta de que Elena era simpática y seria también en la vida privada, pero nunca hubiera podido vivir con ella. La habían escogido los expertos por
su calificación profesional y política, y debía obligarme a andar por un carril de hierro que no dejaba ningún margen para la inspiración. Mi carácter de creador libre se resistía a admitirlo. Más tarde, cuando todo saliera bien, iba a darme cuenta de que no había sido justo con ella, tal vez porque de algún modo inconsciente la identificaba con el mundo de mi otro yo, en el cual me resistía a instalarme, aun a sabiendas de que era una condición de vida o muerte. Ahora, evocando aquella rara experiencia, me pregunto si después de todo no éramos un matrimonio perfecto: apenas si podíamos soportarnos bajo un mismo techo.
Elena no tenía problemas de identidad. Es chilena, aunque no ha vivido en Chile de un modo permanente desde hace más de quince años, y nunca ha sido exiliada ni solicitada por ninguna policía del mundo, así que su cobertura era perfecta. Había cumplido muchas misiones políticas de importancia en diversos países, y la idea de hacer una película clandestina dentro del suyo le pareció fascinante. El problema difícil era el mío, pues la nacionalidad que pareció ser la más conveniente por motivos técnicos, me obligaba a aprender un carácter muy distinto del mío, y a inventarme todo un pasado en un país que no conocía. Sin embargo, antes de la fecha prevista había aprendido a volver la cabeza de inmediato si alguien me llamaba por mi nombre falso, y era capaz de contestar las preguntas más raras sobre la ciudad de Montevideo, sobre las líneas de buses que debía tomar para volver a casa, y hasta sobre la vida de mis condiscípulos, veinticinco años antes, en el Liceo número 11 de la Avenida Italia, a dos cuadras de una farmacia y a una cuadra de un supermercado reciente.
Lo único que debía evitar era reírme, pues mi risa es tan característica que me habría delatado a pesar del disfraz. Tanto, que el responsable de mi cambio me advirtió con todo el dramatismo de que fue capaz: “Si te ríes te mueres”. Sin embargo, una cara de ladrillo incapaz de una sonrisa no sería nada raro en un tiburón internacional de los grandes negocios.
Por esos días surgió una duda imprevista en cuanto a la oportunidad del proyecto, por la declaratoria de un nuevo estado de sitio en Chile. La dictadura -herida por el fracaso espectacular de la aventura económica de la Escuela de Chicago reaccionaba en esa forma frente a la acción unánime de la oposición, unida por primera vez en un frente común. En mayo de 1983 se habían iniciado las primeras protestas callejeras, que se repitieron a lo largo de todo el año con una aguerrida participación juvenil, sobre todo femenina, pero también con una represión sangrienta. Las fuerzas de oposición, legales e ilegales, a las cuales se sumaban por primera vez los sectores más progresistas de la burguesía, convocaron un paro nacional de un día. Fue una demostración de poderío y determinación sociales que exasperó a la dictadura y precipitó el estado de sitio. Pinochet, desesperado, lanzó un grito que resonó en el mundo con acordes de ópera:
– Si esto sigue así tendremos que hacer un nuevo once de septiembre.
Cierto que esas condiciones parecían favorables para una película como la nuestra, que pretendía sacar a flote hasta los elementos menos visibles de la realidad interna, pero al mismo tiempo serían mucho más rigurosos los controles policiales y más brutal la represión, y el tiempo útil estaría disminuido por el toque de queda. Sin embargo, la resistencia interna evaluó todos los aspectos de la situación y fue partidaria de seguir adelante, tal como yo lo quería. De modo que desplegamos las velas con buena mar y vientos propicios en la fecha prevista.
Una larga cola de burro para Pinochet
La primera prueba dura fue el día de la partida en el aeropuerto de Madrid. Hacía más de un mes que no veía a la Ely y a nuestros hijos: la Pochi, Miguelito y Catalina. Ni siquiera tenía noticias directas de ellos, y la idea predominante entre los responsables de mi seguridad era que me fuera sin avisarles para evitar los estragos de la despedida. Más aún: al principio del proyecto se había pensado que para mayor tranquilidad de todos era mejor que mi familia ignorara la verdad, pero pronto nos dimos cuenta de que esto carecía de sentido. Por el contrario, nadie podía ser más útil que la Ely para cubrir la retaguardia. Moviéndose entre Madrid y París, entre París y Roma, y aun hasta Buenos Aires, era la persona mejor preparada para controlar el recibo y el revelado del material que yo le enviara poco a poco desde el interior, e incluso para conseguir fondos suplementarios si fuera el caso. Así fue.
Por otra parte, mi hija Catalina había notado desde los preparativos iniciales que en mi dormitorio se estaba acumulando un tipo de ropa nueva contraria por completo a mi modo de vestir, y aun a mi modo de ser, y fue tal su desconcierto y tanta su curiosidad, que no tuve más remedio que reunirlos a todos y ponerlos al corriente de mis planes. Lo tomaron con un sentimiento de gozo y complicidad, como si de pronto se hubieran encontrado viviendo dentro de una de esas películas que solíamos inventar en familia para divertirnos. Pero cuando me vieron en el aeropuerto transformado en un uruguayo un poco clerical que tenía muy poco que ver conmigo, tanto ellos como yo tomamos conciencia de que aquella película era un drama de la vida real, tan importante como peligroso, que nos estaba ocurriendo a todos. Pero su reacción fue unánime.
– Lo importante -me dijeron- es que le pongas a Pinochet un rabo de burro muy largo.
Se referían al conocido juego infantil, en el que un niño con los ojos vendados tiene que ponerle la cola en el lugar preciso a un burro de cartón.
– Prometido -les dije, calculando la longitud de la película que me disponía a filmar- va a ser una cola de siete mil metros.
Una semana después, Elena y yo aterrizábamos en Santiago de Chile. El viaje, también por razones técnicas, había sido una peregrinación sin itinerario previsto por siete ciudades de Europa, para que fuera acostumbrándome a manejar mi nueva identidad, respaldada por un pasaporte insospechable. Este era en realidad un auténtico pasaporte uruguayo, con el nombre y todas las señas de su titular legítimo, el cual nos lo había dado como una contribución política, a sabiendas de que iba a ser manipulado y utilizado para entrar en Chile. Lo único que hicimos fue cambiar su foto por la mía, tomada después de mi transformación. Mis cosas fueron arregladas de acuerdo con el nombre del titular: el monograma bordado en mis camisas, las iniciales de mi maletín de negocios, el membrete de mis tarjetas de visita, mi papel de escribir. Al cabo de muchas horas de práctica, había aprendido a dibujar su firma sin vacilación. Lo único que no fue posible resolver por la estrechez del tiempo fueron las tarjetas de crédito, y ésta fue una falla peligrosa, pues no era comprensible que el hombre que yo fingía ser hubiera comprado en el trayecto varios billetes de avión pagando con dólares en efectivo.
A pesar de las tantas incompatibilidades que en la vida real nos habrían obligado a divorciarnos a los dos días, Elena y yo habíamos aprendido a comportarnos como un matrimonio capaz de sobrevivir a los peores desastres domésticos. Cada uno conocía la falsa vida del otro, su pasado falso, sus falsos gustos burgueses, y no creo que hubiéramos cometido un error grave en un interrogatorio a fondo. Nuestro cuento era perfecto. Éramos los dirigentes de una empresa de publicidad con sede en París, que íbamos con un equipo de cine para hacer una película de promoción de un perfume nuevo que debía ser lanzado en el siguiente otoño europeo. Habíamos escogido a Chile, porque era uno de los pocos países donde podíamos encontrar en cualquier época del año los paisajes y el ambiente de las cuatro estaciones, desde las playas ardientes hasta las nieves perpetuas. Elena se desenvolvía con una soltura envidiable dentro de sus costosos vestidos europeos, como si no fuera la misma que me habían presentado en París con su cabello suelto, su falda escocesa y sus mocasines de colegiala. Yo también me creía muy cómodo dentro de mi nueva caparazón de empresario, hasta que me vi reflejado en una vitrina del aeropuerto de Madrid, con un traje oscuro de dos piezas, cuello duro y corbata, y un aire de tiburón industrial que me revolvió las entrañas. “¡Qué horror!”, pensé. “Si yo no fuera yo, sería igual a ése”.
En aquel momento, lo único que me quedaba de mi antigua identidad era un ejemplar medio desbaratado de Los Pasos Perdidos, la gran novela de Alejo Carpentier, que llevaba en mi maletín como en todos mis viajes desde hacía quince años, para conjurar mi miedo incontrolable de volar. Con todo, tuve que sufrir varias ventanillas de inmigración en distintos aeropuertos del mundo, para aprender a digerir el nerviosismo del pasaporte ajeno.
La primera fue en Ginebra, y todo ocurrió con una normalidad absoluta, pero sé que no la olvidaré en el resto de mi vida, porque el oficial de inmigración revisó el pasaporte con mucha atención, casi página por página, y por último me miró a la cara para compararla con la foto. Lo miré a los ojos, sin aliento, a pesar de que la foto era lo único mío en aquel pasaporte. Fue una cura de burro: a partir de entonces no volví a sentir aquella sensación de náusea y aquel desorden del corazón, hasta que la puerta del avión se abrió en el aeropuerto de Santiago de Chile, en medio de un silencio de muerte, y volví a sentir al cabo de doce años el aire glacial de las crestas andinas. En el frontis del edificio había un enorme letrero azul: Chile avanza en orden y paz. Miré el reloj: faltaba menos de una hora para el toque de queda.
2 – Primera desilusión: el esplendor de la ciudad
Cuando el funcionario de inmigración abrió mi pasaporte, tuve el presagio nítido de que si levantaba la vista para mirarme a los ojos iba a darse cuenta de la suplantación. Había tres mostradores, todos atendidos por hombres sin uniforme, y yo me había decidido por el más joven, que me pareció el más rápido. Elena se metió en una cola distinta, como si no nos conociéramos, porque si uno de los dos tenía problemas el otro saldría del aeropuerto para dar la voz de alarma. No fue necesario, pues era evidente que los funcionarios de inmigración tenían tanta prisa como los pasajeros para que no los sorprendiera el toque de queda, y apenas si miraban los documentos. El que me atendía a mí no se detuvo siquiera a examinar las visas, pues sabía que sus vecinos uruguayos no las necesitaban. Puso el sello de entrada en la primera hoja limpia que encontró, y en el momento de devolverme el pasaporte me miró fijo a los ojos con una atención que me heló las entrañas.
– Gracias- dije con voz firme.
El me respondió con una sonrisa luminosa:
– Bienvenido.
Las maletas estaban saliendo con una rapidez que hubiera parecido insólita en cualquier aeropuerto del mundo, porque también los funcionarios de aduana querían llegar a sus casas antes de la queda. Yo cogí la mía. Luego cogí la de Elena -pues estábamos de acuerdo en que yo saldría primero con los equipajes para ganar tiempo- y llevé ambas hasta la plataforma de control de aduana. El controlador estaba tan apurado como los pasajeros por el toque de queda, y en vez de registrar las maletas incitaba a los viajeros a salir de prisa. Me disponía apenas a poner las mías en la plataforma, cuando me preguntó:
– ¿Viaja solo?
Le dije que sí. El echó una mirada rápida a las dos maletas, y me ordenó con voz urgente: “Ya, váyase”. Pero una supervisora que no había visto hasta entonces -una cancerbera clásica, de uniforme cruzado, rubia y varonil- gritó desde el fondo: “Registra a ése”. Sólo en aquel momento caí en la cuenta de que no podría explicar por qué llevaba un equipaje con ropas de mujer. Además, no podía concebir que la supervisora se hubiera fijado en mí entre tantos pasajeros apresurados, si no fuera por alguna razón distinta y más grave que las maletas. Mientras el hombre esculcaba mi ropa, ella me pidió el pasaporte y lo examinó con atención. Yo me acordé del caramelo que me habían dado en el avión antes del decolaje, y me lo metí en la boca, porque sabía que me iban a hacer preguntas y no me sentía muy seguro de esconder mi verdadera identidad chilena detrás de mi mal acento uruguayo. La primera vino del hombre:
– ¿Se va a quedar muchos días aquí, caballero?
– Lo suficiente -dije.