38578.fb2 La Aventura De Miguel Littin Clandestino En Chile - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Ambos me dieron la espalda. Entonces seguí caminando por las calles desoladas, a través de la niebla opresiva, y no sólo me sorprendí de la cantidad de peluquerías unisex que había en Concepción, sino de la unanimidad de sus hábitos: en ninguna quisieron rasurarme. Estaba perdido en la niebla, cuando un niño de la calle me preguntó:

– ¿Anda buscando algo, caballero?

– Sí -le dije- ando buscando una peluquería que no sea unisex, sino de hombres solos, como las de antes.

Entonces me llevó a una peluquería tradicional con el cilindro de espiral rojo y blanco en la puerta y sillones rotatorios de los de mis tiempos. Había dos ancianos con los delantales sucios atendiendo a un solo cliente. Uno le cortaba el pelo y el otro le iba sacudiendo con una escobilla las pelusas que le caían en la cara y los hombros. Adentro olía a linimento, a alcohol mentolado, a botica antigua, y sólo entonces caí en la cuenta de que era el olor que había echado de menos en las peluquerías anteriores. El olor de mi infancia.

– Quisiera rasurarme -dije.

Tanto ellos como el cliente me miraron sorprendidos. El anciano de la escobilla me preguntó lo que sin duda estaban pensando los tres:

– ¿De dónde es usted?

– Chileno -dije sin pensarlo, y me apresuré a corregir-: pero soy uruguayo.

Ellos no notaron que la corrección era peor que el error, sino que me hicieron caer en la cuenta de que en Chile no se decía rasurar desde hacía años, sino afeitar. Tal vez por eso en las peluquerías de jóvenes unisex no entendieron mi idioma en desuso de chileno viejo. En ésta, en cambio, se animaron con la llegada de alguien que hablaba como en sus buenos tiempos, y el peluquero que estaba libre me sentó en el sillón, me puso la sábana en el cuello, a la antigua, y abrió una navaja oxidada. Tenía por lo menos setenta años mal vividos, y era alto y fofo, con la cabeza muy blanca, y él mismo tenía una barba de tres días.

– ¿Va a afeitarse con agua caliente o con agua fría? -me preguntó.

Apenas podía sostener la navaja con la mano temblorosa.

– Con agua caliente, por supuesto -le dije.

– Pues nos llevó el carajo, caballero -dijo él-, porque aquí no tenemos agua caliente, pura agüita fría.

Entonces volví a la primera peluquería unisex, y cuando dije que quería afeitarme -no rasurarme- me atendieron en seguida, pero con la condición de que me cortara el pelo. Tan pronto como acepté, el joven y la muchacha corrigieron la actitud negligente e iniciaron una larga ceremonia profesional. Ella me puso una toalla en el cuello, me lavó la cabeza con agua fría -pues tampoco allí había agua caliente- y me preguntó si quería la fórmula de mascarilla número tres, número cuatro o número cinco, y si me hacía un tratamiento para detener la calvicie. Yo le seguí la corriente, hasta que se detuvo de pronto cuando estaba secándome la cara, y dijo para sí misma: “¡Qué raro! “. Yo abrí los ojos sobresaltados: “¿Qué?”. Ella se ofuscó más que yo.

– ¡Tiene las cejas depiladas! -dijo.

Disgustado por su descubrimiento, decidí hacerle la broma más brutal que se me ocurrió, y le pregunté con una mirada lánguida:

– ¿Es que tienes prejuicios contra los maricones?

Ella se ruborizó hasta la raíz del cabello, y negó con la cabeza. Luego el peluquero se hizo cargo de mí, y a pesar del cuidado y la precisión de mis indicaciones me cortó más de la cuenta, me peinó de otro modo, y terminó por dejarme convertido otra vez en Miguel Littín. Era lógico, porque el maquillista de París había contrariado a propósito la tendencia natural de mi cabello, y el peluquero de Concepción no hizo sino volver las cosas a su lugar. No me preocupé, porque era fácil peinarme otra vez al modo de mi otro yo, como en efecto lo hice. No sin un grande esfuerzo moral, por cierto, contra mi añoranza de ser otra vez yo mismo en una remota ciudad de niebla, en la cual, de todos modos, nadie iba a reconocerme. Terminado el corte, la muchacha me condujo a la trastienda, y con toda clase de reservas, como si fuera un acto prohibido, enchufó la máquina de afeitar frente a un espejo y me la dio para que me afeitara. Sin necesidad de agua caliente, por fortuna.

Un paraíso de amor en el infierno

Franquie había alquilado el automóvil. Desayunamos en una fuente de soda con una taza de café frío, pues tampoco allí había agua caliente, y enfilamos hacia las minas de carbón de Lota y Schwager por el puente grande del Bío-Bío, el río más caudaloso de Chile, cuyas aguas de metal soñoliento eran apenas visibles en la niebla. En el siglo pasado, el escritor chileno Baldomero Lillo describió las minas y la vida de los mineros con todos sus detalles, y todavía su crónica parece actual. Es como estar en Gales hace cien años, tanto por la niebla saturada de hollín como por las condiciones de trabajo, que siguen siendo anteriores a la revolución industrial.

Había tres controles policiales antes de llegar. El más difícil, como lo habíamos previsto, fue el primero. Por eso gastamos allí casi toda nuestra artillería verbal cuando nos preguntaron qué íbamos a hacer en Lota y Schwager. Yo mismo me quedé asombrado de la fluidez de mi respuesta.

Dije que habíamos venido a conocer el parque, que es uno de los más hermosos de América por sus araucarias ancianas y gigantescas, y también por la rareza de sus tantas estatuas rodeadas de pavos reales aciagos y cisnes de cuello negro. Nuestro propósito era usar el lugar para una película de publicidad que divulgara por el mundo entero el prestigio de Araucaria, un nuevo perfume bautizado con ese nombre en homenaje a aquel lugar idílico.

No hay policía chileno que resista una explicación tan larga, y menos si se hace con una exaltación desorbitada de las bellezas del país. Nos dieron la bienvenida, y debieron advertir de nuestro paso al segundo puesto de control, pues allí no nos pidieron identificarnos, pero nos requisaron los maletines y el automóvil. Lo único que les interesó fue la cámara Super-8 -aunque no es profesional-, porque hacía falta un permiso escrito para filmar en las minas. Les aclaramos que sólo queríamos llegar hasta el parque de las estatuas y los cisnes, en lo alto de la montaña, e intenté rematarlo con una displicencia de aristócrata.

– No nos interesan los pobres -les dije.

Examinando sin mucho interés cada cosa que encontraba, uno de los carabineros replicó sin mirarme:

– Por aquí todos somos pobres.

Quedaron conformes con la requisa. Media hora después, al término de una cornisa estrecha y escarpada, pasamos el tercer control sin ningún formalismo, y llegamos al parque. Un lugar delirante, que don Matías Cousiño, el famoso criador de vinos, hizo construir para la mujer que amaba. Trajo árboles fabulosos de todos los rincones de Chile para su complacencia. Trajo animales mitológicos, estatuas de diosas improbables que simbolizan los distintos estados del alma: la alegría, la tristeza, la nostalgia, el amor. En el fondo hay un palacio de cuento de hadas, desde cuyas terrazas se ve el Océano Pacífico hasta el otro lado del mundo.

Allí pasamos toda la mañana filmando con la Super-8 los lugares que el equipo iría a filmar después con los permisos en regla. Desde las primeras tomas se nos había acercado un vigilante para decirnos que estaban prohibidas hasta las fotografías simples. Le repetimos el cuento de la película de publicidad para el mundo entero, pero él se atenía a sus órdenes. Sin embargo, se ofreció para acompañarnos hasta abajo, donde estaban las minas, para que solicitáramos el permiso a sus superiores.

– No vamos a filmar más ahora -le dije-. Si quiere acompáñenos para que esté más seguro.

Aceptó, y volvimos a recorrer el parque con él. Era joven y con una cara muy triste. Franquie mantenía viva la conversación, pues yo prefería no hablar más de lo indispensable con mi mal acento uruguayo. En cierto momento el vigilante tuvo ganas de fumar, y le dimos todos nuestros cigarrillos. Entonces nos dejó solos, y seguimos filmando cuanto creímos necesario. No sólo arriba, en el parque, sino también abajo, en el exterior de las minas. Establecimos los puntos que me interesaban, los ángulos, los lentes, las distancias, el espacio completo del gran parque, y luego la miseria de abajo, donde viven confundidos los mineros y los pescadores. Es una realidad maniquea y casi inverosímil, pero es la realidad.

El bar donde van a dormir las gaviotas

Cuando descendimos, pasado el mediodía, estaban saliendo las lanchas que se aventuran a diario hasta la cercana Isla de Santa María por un mar horrendo y peligroso, de enormes olas negras, con familias enteras cargadas de enseres usados y cosas y animales de comer.

Las minas de carbón están en túneles profundos que se adentran por el fondo del mar, donde trabajan miles de obreros durante todo el día en condiciones miserables. Fuera, alrededor de las entradas de los túneles, centenares de hombres y mujeres con sus niños escarban la tierra como topos, sacando con las uñas los residuos de las minas. Arriba, en el parque, el aire es puro y diáfano por el oxígeno de los árboles. Abajo se respira el polvo del carbón en la niebla, que duele en la respiración y se sedimenta en los bronquios. Visto desde arriba, el mar es de una belleza inimaginable. Abajo es turbio y fragoroso.

Esta era una fortaleza política y emocional de Salvador Allende. En 1958 hubo allí lo que entonces se conoció como “la marcha del carbón”, cuando los mineros cruzaron el puente del Bío-Bío en una muchedumbre compacta, oscura, silenciosa, que se tomó la ciudad de Concepción con banderas y pancartas, y con una determinación de lucha que puso en jaque al gobierno. El episodio fue registrado en la película Banderas del Pueblo, del chileno Sergio Bravo, y es uno de los más emocionantes del cine documental chileno. Allende estaba allí, y creo que fue entonces cuando tuvo la constancia decisiva del apoyo de un pueblo entero. Después, cuando fue presidente, uno de sus primeros viajes fue para dialogar con los mineros en la plaza de Lota.

Yo estaba en su comitiva. Me llamó la atención que un hombre como él, que siempre se preció de su vitalidad juvenil a los sesenta años, dijo aquel día algo que le salió de las entrañas: “Yo he pasado la edad más temprana, ya soy casi un anciano”. Los mineros pequeñitos, percudidos, herméticos, curados de promesas incumplidas durante tantos años, conversaron con él sin reservas y se constituyeron en un bastión definitivo para su victoria. Una de las primeras medidas que él tomó desde el gobierno, tal como lo había prometido aquella tarde en Lota y Schwager, fue la nacionalización de las minas. Una de las primeras medidas de Pinochet fue privatizarlas otra vez, como hizo con casi todo: los cementerios, los trenes, los puertos, y hasta la recolección de la basura.

Terminado el plan de filmación en las minas, a las cuatro de la tarde, sin que ninguna autoridad militar ni civil se nos hubiera interpuesto, regresamos a Concepción por la vía de Talcahuano. Era difícil avanzar por la cantidad de mineros que regresaban a sus casas entre la niebla, arrastrando las carretillas con trozos de carbón rescatados de los desperdicios de las minas. Hombres minúsculos y fantasmales, mujeres menudas y fuertes cargados de enormes sacos de carbón, criaturas de pesadilla que surgían de pronto en las tinieblas, alumbradas apenas por las luces del carro.

Talcahuano, sede de la escuela naval de suboficiales, es el principal puerto militar de Chile y su astillero más activo. Se hizo célebre en los días siguientes al golpe por el triste privilegio de ser el punto de concentración obligado de los prisioneros políticos que iban a ser llevados al infierno de la Isla Dawson.

En las calles, revueltos con los mineros en harapos, se ven los jóvenes cadetes de uniformes nevados, y no es fácil respirar el aire pervertido por el tufo terrible de las fábricas de harina de pescado, el alquitrán de los astilleros, la podredumbre del mar.

Al contrario de lo que suponíamos, no había ningún control militar de los viajeros. La mayoría de las casas estaban a oscuras, y las pocas luces en las ventanas parecían candiles de otra época. No habíamos comido nada después del café helado del desayuno, así que el encuentro imprevisto de un restaurante iluminado fue como una aparición de fábula. Más aún cuando nos dimos cuenta de que estaba lleno de gaviotas que entraban por las terrazas del mar. Nunca había visto tantas, ni nunca las había visto surgir de la oscuridad volando sobre las cabezas de los clientes impasibles, volando como si estuvieran ciegas, como atolondradas, chocando por todas partes con un escándalo de abordaje. Desayunamos a la hora de cenar, con esos mariscos prehistóricos de Chile que saben a mares territoriales, profundos y helados, y luego volvimos a Concepción. Alcanzamos el tren de Santiago cuando ya empezaba a rodar, porque encontramos cerrada la oficina donde habíamos alquilado el automóvil, y perdimos casi cuatro horas buscando a quién devolvérselo.

6 – Dos muertos que nunca mueren: Allende y Neruda

Las poblaciones, enormes barrios marginales en las ciudades mayores de Chile, son en cierto modo territorios liberados -como la casbah de las ciudades árabes-, cuyos habitantes curtidos por la pobreza han desarrollado una asombrosa cultura de laberinto. La policía y el ejército prefieren no arriesgarse sin pensarlo más de dos veces por aquellos panales de pobres, donde un elefante puede desaparecer sin dejar rastros, y donde tienen que enfrentarse con formas de resistencia originales e inspiradas, que escapan a los métodos convencionales de represión. Esa condición histórica convirtió a las poblaciones en polos activos de definiciones electorales durante los regímenes democráticos, y han sido siempre un dolor de cabeza para los gobiernos. A nosotros nos resultaron decisivas para establecer en términos de cine testimonial cuál es el estado de ánimo popular en relación con la dictadura, y hasta qué punto se conserva viva la memoria de Salvador Allende.

Nuestra primera sorpresa fue comprobar que los grandes nombres de los dirigentes en el exilio no le dicen mucho a la nueva generación que hoy tiene en jaque a la dictadura. Son los protagonistas de una leyenda de gloria que no tiene mucho que ver con la realidad actual. Aunque parezca una contradicción, este es el fracaso más grave del régimen militar.

Al principio de su gobierno, el general Pinochet proclamó su voluntad de permanecer en el poder hasta borrar en la memoria de las nuevas generaciones el último vestigio del sistema democrático. Lo que nunca se imaginó fue que su propio régimen iba a ser la víctima de ese propósito de exterminio. Hace poco, desesperado por la agresividad de los muchachos que se enfrentan a piedras en la calle contra las fuerzas de choque, que combaten con las armas en la clandestinidad, que conspiran y hacen política para restablecer un sistema que muchos de ellos no conocieron, el general Pinochet gritó fuera de sí que esa juventud hace lo que hace porque no tiene la menor idea de lo que era la democracia en Chile.

El nombre de Salvador Allende es el que sostiene el pasado, y el culto de su memoria alcanza un tamaño mítico en las poblaciones. Estas nos interesaban, ante todo, por conocer las condiciones en que viven, el grado de conciencia frente a la dictadura, sus formas imaginativas de lucha. En todas nos respondieron con espontaneidad y franqueza, pero siempre en relación con el recuerdo de Allende. Muchos testimonios separados parecían uno solo: “Siempre voté por él, nunca por otro”. Esto se explica porque Allende fue tantas veces candidato a lo largo de su vida, que antes de ser elegido se complacía en decir que su epitafio sería: Aquí yace Salvador Allende, futuro presidente de Chile.

Lo había sido cuatro veces hasta que lo eligieron, pero antes había sido diputado y senador, y siguió siéndolo en elecciones sucesivas. Además, en su interminable carrera parlamentaria fue candidato por la mayoría de las provincias a lo largo y ancho del país, desde la frontera peruana hasta la Patagonia, de modo que no sólo conocía a fondo cada centímetro cuadrado, sus gentes, sus culturas diversas, sus amarguras y sus sueños, sino que la población entera lo conoció en carne y hueso. Al contrario de tantos políticos que sólo han sido vistos en la prensa o en la televisión, o escuchados por la radio, Allende hacía política dentro de las casas, de casa en casa, en contacto directo y cálido con la gente, como lo que era en realidad: un médico de familia. Su comprensión del ser humano unido a un instinto casi animal del oficio político llegaba a suscitar sentimientos contradictorios nada fáciles de resolver. Siendo ya presidente, un hombre desfiló frente a él en una manifestación llevando una pancarta insólita: “Este es un gobierno de mierda, pero es mi gobierno”; Allende se levantó, lo aplaudió, y descendió para estrecharle la mano.

En nuestro largo recorrido del país no encontramos un lugar donde no hubiera un rastro suyo. Siempre había alguien a quien le había estrechado la mano, alguien a quien le había apadrinado un hijo, alguien a quien le había curado una tos perniciosa con una infusión de hojas de su patio, o le había conseguido un empleo, o le había ganado una partida de ajedrez. Cualquier cosa que él hubiera tocado se conserva como una reliquia. Donde menos lo esperábamos nos señalaban una silla mejor conservada que las otras: “Ahí se sentó una vez”. O nos mostraban cualquier chuchería artesanal: “Nos la regaló él”. Una muchacha de diecinueve años, que ya tenía un hijo y estaba embarazada otra vez, nos dijo: “Yo siempre le enseño a mi hijo quién fue el presidente, aunque apenas lo conocía, porque yo tenía sólo nueve años cuando se fue”. Le preguntamos qué recuerdos conservaba de él, y dijo: “Yo estaba con mi padre, y vi que hablaba en un balcón agitando un pañuelo blanco”.

En una casa donde había una imagen de la Virgen del Carmen, le preguntamos a la dueña si había sido allendista, y nos contestó: “No lo fui: lo soy”. Entonces quitó el cuadro de la Virgen, y detrás había un retrato de Allende.

Durante su gobierno se vendían en los mercados populares unos pequeños bustos suyos, que ahora se veneran en las poblaciones con vasos de flores y lámparas votivas. Su recuerdo se multiplica en todos, en los ancianos que votaron cuatro veces por él, en los que votaron tres veces, en los que lo eligieron, en los niños que sólo lo conocen por la tradición de la memoria histórica. Varias mujeres entrevistadas repitieron la misma frase: “El único presidente que ha hablado sobre los derechos de la mujer ha sido Allende”. Pues casi nunca dicen el nombre sino que dicen “El Presidente”. Como si lo fuera todavía, como si hubiera sido el único, como si estuvieran esperando que regrese. Pero lo que perdura en la memoria de las poblaciones no es tanto su imagen, como la grandeza de su pensamiento humanista. “No nos importa la casa ni la comida, sino que nos devuelvan la dignidad”, decían. Y concretaban:

– Lo único que queremos es lo que nos quitaron: voz y voto.

Dos muertos vivos: Allende y Neruda