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Es extraño que la dictadura hubiera enterrado a Allende en Valparaíso, donde sin duda él hubiera querido ser enterrado de todos modos. Lo llevaron sin anuncios ni ceremonias en la noche del 11 de septiembre de 1973, en un primitivo avión de hélice de la Fuerza Aérea por cuyas grietas se metían los vientos helados del sur, y sólo acompañado por su esposa Hortensia Bussi, y su hermana Laura. Un antiguo miembro del Servicio de Inteligencia de la Junta Militar, que entró con los primeros asaltantes en el Palacio de la Moneda, declaró al periodista norteamericano Thomas Hauser que había visto el cadáver del Presidente “con la cabeza abierta y restos del cerebro esparcidos por el suelo y la pared”. A esto se debió tal vez que cuando la señora de Allende pidió verle la cara en el ataúd, los militares se negaron a descubrírsela, y sólo pudo ver un bulto cubierto con una sábana. Lo enterraron en el cementerio de Santa Inés, en el mausoleo familiar de Marmaduque Grove, y sin más ofrendas que un ramo de flores que depositó su esposa, diciendo: “Aquí está enterrado Salvador Allende, presidente de Chile”. Se creyó en esa forma ponerlo fuera del alcance de la veneración popular, pero no fue posible. La tumba es ahora un lugar de peregrinaciones permanentes, y siempre hay en ella ofrendas florales depositadas por manos invisibles. Tratando de impedirlo, el gobierno ha hecho creer que el cadáver fue llevado a otra parte, pero las flores siguen frescas en la tumba.
El otro culto que permanece vivo en las nuevas generaciones es el de Pablo Neruda en su casa marina de Isla Negra. Esta localidad legendaria no es una isla ni es negra, aunque su nombre lo indique, sino un poblado de pescadores cuarenta kilómetros al sur de Valparaíso por la carretera de San Antonio, con senderos de tierra amarilla entre pinos gigantescos, y un mar verde y bravo, de grandes olas. Pablo Neruda tuvo allí una casa que es un lugar de peregrinación para enamorados del mundo entero. Franquie y yo nos habíamos adelantado hasta allá para establecer el plan de filmación mientras el equipo italiano hacía las últimas tomas en el puerto de Valparaíso, y el carabinero de guardia nos indicó dónde estaba el puente, dónde estaba la hostería, dónde estaban otros sitios que el poeta consagró con sus versos, pero me advirtió que estaba prohibido visitar la casa.
– Puede verla por fuera -dijo.
Mientras esperábamos al equipo en la hostería comprendimos hasta qué punto el poeta había sido el alma de Isla Negra. Cuando él estaba allí, jóvenes de todo el mundo desbordaban el lugar llevando como única guía turística sus veinte poemas de amor. No querían nada, salvo verlo a él un instante, y en último caso pedirle un autógrafo, pues les bastaba con el recuerdo del lugar. La hostería era entonces un sitio alegre y bullicioso, donde Neruda aparecía de vez en cuando con sus ponchos de colorines y sus gorros andinos, enorme y lento como un Papa. Iba a hablar por teléfono -pues había hecho quitar el suyo para mayor tranquilidad- o a ponerse de acuerdo con doña Elena, la propietaria, para la preparación de una cena de amigos que ofrecía esa noche en su casa. Esto quiere decir que la cocina de la hostería era de muy altos vuelos, pues Neruda era un especialista en las exquisiteces del mundo, y sabía cocinarlas como un profesional. Tenía tan refinado el culto del buen comer, que le importaba el detalle más ínfimo al poner la mesa y era capaz de cambiar el mantel, la vajilla y los cubiertos, tantas veces cuantas le parecieran necesarias para que estuvieran de acuerdo con la clase de comida que iban a servir. Doce años después de su muerte, todo aquello parecía arrasado por un viento de desolación. Doña Elena se había ido para Santiago, agobiada por los dolores de la añoranza, y la hostería estaba a punto de derrumbarse. Pero aún quedaba un vestigio de gran poesía: desde el último terremoto, en Isla Negra siguen sintiéndose temblores de tierra intermitentes cada diez, cada quince minutos, todos los días con sus noches.
La tierra tiembla siempre en Isla Negra
Encontramos la casa de Neruda a la sombra de sus pinos custodios, rodeada por los cuatro costados con una cerca de casi un metro de altura, que el poeta construyó alrededor de su vida privada. Ahora han nacido flores en la madera. Un letrero advierte que la casa está sellada por la policía, y que se prohibe entrar y tomar fotografías. El carabinero que rondaba por allí cada cierto tiempo fue todavía más explícito: “Aquí está prohibido todo”. Como esto lo sabíamos antes de llegar, el camarógrafo italiano llevó un equipo grande muy visible para que fuera retenido en la posta de carabineros, y llevó escondido otro equipo portátil. Además, el grupo fue repartido en tres automóviles, con el fin de llevarse los rollos a Santiago a medida que fueran filmándose, de modo que si éramos sorprendidos sólo perderíamos el material que tuviéramos en ese momento. En caso de una sorpresa ellos fingirían no conocerme, y Franquie y yo seríamos dos turistas inocentes.
Las puertas permanecían cerradas por dentro, las ventanas habían sido cubiertas con cortinas blancas, y el mástil de la entrada no tenía bandera, pues ésta sólo se izaba para indicar que el poeta estaba en casa. Sin embargo, en medio de tanta tristeza, llamaba la atención el esplendor del jardín, que manos desconocidas se ocupan de cuidar. Matilde, la esposa de Neruda, que había muerto poco antes de nuestra visita, se llevó los muebles después del golpe militar, se llevó los libros, las colecciones de todo lo divino y lo humano que el poeta hizo a lo largo de su vida errante. No era la sencillez, sino más bien una grandilocuencia impresionante, lo que distinguía a las casas que él tuvo en distintas partes del mundo. Su fiebre de atrapar la naturaleza, no sólo en sus versos magistrales, lo condujo a tener colecciones de caracolas dementes, de mascarones de proa, de mariposas de pesadilla, de copas y vasos exóticos. En alguna de sus casas uno se encontraba de pronto con un caballo disecado que parecía vivo en el centro de una oficina. Además, entre sus grandes obsesiones creadoras, la más visible después de su poesía, y la menos gloriosa, era la de reformar a su antojo la arquitectura de sus casas. Alguna de ellas era tan original, que para pasar de la sala al comedor había que dar un rodeo por el patio, y el poeta tenía paraguas disponibles para que sus invitados pudieran comer sin resfriarse en tiempos de lluvia. Nadie disfrutaba más ni se reía más que él mismo de sus propios disparates. Sus amigos venezolanos, que relacionan el mal gusto con la mala suerte, le decían que aquellas colecciones eran pavosas. Es decir: fatídicas. El replicaba muerto de risa que la poesía es el antídoto de cualquier maleficio, y lo demostró hasta la saciedad con sus colecciones temibles.
En realidad, su residencia principal era la de la calle del Marqués de la Plata, en Santiago, donde se murió de una vieja leucemia apresurada por la tristeza, pocos días después del golpe militar, y fue saqueada por patrullas de represión que prendieron hogueras de libros en el jardín. Con el dinero que recibió por el Premio Nobel, siendo embajador de la Unidad Popular en París, Neruda compró en Normandía la antigua caballeriza de un castillo, reformada para vivir, a la orilla de un remanso con lotos de flores rosadas. Tenía unos techos altos que parecían bóvedas de iglesia, y unos vitrales cuyas luces pintaban al poeta de colores radiantes, mientras recibía a sus amigos sentado en la cama, con su atuendo y su potestad de pontífice. No alcanzó a disfrutarla un año.
Sin embargo, la casa de Isla Negra es la que los lectores identifican mejor con su poesía. Aún después de su muerte y en el estado actual de abandono, allá sigue llegando una nueva generación de enamorados que no tenían más de ocho años en vida del poeta. Llegan de todo el mundo, a pintar corazones con iniciales y a escribir mensajes de amor en la cerca que impide la entrada. La mayoría son variaciones sobre el mismo tema: Juan y Rosa se aman a través de Pablo, Gracias Pablo porque nos enseñaste el amor, Queremos amar tanto como tú. Pero hay otras que los carabineros no alcanzan a impedir ni a borrar; El amor nunca muere, generales, Allende y Neruda viven, Un minuto de oscuridad no nos volverá ciegos. Están escritos aun en los espacios menos pensados, y toda la valla da la impresión de que hay ya varias generaciones de letreros superpuestos por falta de espacio. Si alguien tuviera la paciencia de hacerlo, podrían reconstruirse poemas completos de Neruda poniendo en orden los versos sueltos que los enamorados han escrito de memoria en las tablas de la cerca.
Lo más impresionante de nuestra visita, sin embargo, era que cada diez o quince minutos aquellos letreros parecían cobrar vida con los temblores profundos que sacudían la tierra. La valla quería salirse del suelo, las maderas crujían en los goznes y se oían tintineos de copas y metales como en un balandro a la deriva, y uno tenía la impresión de que era el mundo entero el que se estremecía con tanto amor sembrado en el jardín de la casa.
A la hora de la verdad, todas nuestras precauciones fueron inútiles. Nadie decomisó las cámaras ni impidió el paso de nadie, porque los carabineros se habían ido a almorzar. Filmamos todo, no sólo lo que estaba previsto sino mucho más, pues Ugo estaba como embriagado por los temblores dentro del mar, y se metía hasta la cintura en el oleaje que reventaba con un estruendo prehistórico contra las rocas. Arriesgaba la vida, porque aun sin terremotos ese mar indomable lo habría arrastrado hasta los cantiles. Pero nadie podía impedirlo. Ugo filmaba sin parar, sin dirección, delirando en el visor, y todo el que conoce por dentro el oficio del cine sabe muy bien que es imposible dirigir ni controlar a un camarógrafo en trance.
Tal como lo habíamos previsto, cada rollo que se filmaba era mandado de urgencia a Santiago, para que Grazia lo llevara a Italia esa misma noche. La fecha de su viaje no fue escogida al azar. Desde hacía una semana estábamos estudiando la manera de sacar de Chile todo el material filmado hasta entonces, pero no habíamos podido concretar las vías clandestinas previstas en el plan inicial. En esas estábamos cuando se divulgó la noticia de que llegaba de Roma el nuevo cardenal de Chile, monseñor Francisco Fresno, en reemplazo del cardenal Silva Henríquez, quien se había jubilado al cumplir los setenta y cinco años. Este último, inspirador de la Vicaría de la Solidaridad, dejaba un sentimiento de gratitud popular y una conciencia de lucha en el clero que le quitaba el sueño a la dictadura.
No era para menos. En las poblaciones más pobres hay curas que trabajan como carpinteros, como albañiles, como menestrales puros, mano a mano con los pobladores, y algunos de ellos han sido muertos por la policía en manifestaciones callejeras.
No tanto por su complacencia con el nuevo cardenal -cuyo pensamiento político era todavía un enigma- como por el júbilo que le causaba el retiro del cardenal Silva Henríquez, el gobierno interrumpió por un día las restricciones del estado de sitio e hizo un llamado por todos los medios oficiales de difusión para que se diera una bienvenida colosal a monseñor Fresno. Pero al mismo tiempo, por si acaso, el general Pinochet se fue en un viaje de dos semanas por el norte del país, con su familia y con toda su corte de jóvenes ministros desconocidos, sin duda para que ni él ni ninguno de ellos se viera obligado a participar en la recepción impredecible. Confundida la ciudad por las decisiones oficiales contradictorias, sólo dos mil personas acudieron a la Plaza de Armas, donde caben y se esperaban por lo menos seis mil.
“Grazia ascendió a los cielos”
En todo caso, era fácil prever que aquella tarde de incertidumbre oficial era la más propicia para sacar del país la primera remesa de rollos expuestos. Esa misma noche nos llegó a Valparaíso el mensaje cifrado: Grazia ascendió a los cielos. Así fue: llegó a un aeropuerto acordonado como nunca, pero también más abarrotado y anárquico que nunca, y los propios policías la ayudaron a registrar las maletas y a embarcarse sin pérdida de tiempo en el mismo avión en que acababa de llegar el cardenal.
7 – La policía en acecho: el círculo empieza a cerrarse
Elena había pasado un fin de semana angustioso mientras yo andaba filmando en Concepción y Valparaíso sin hacer contacto con ella. Su deber era denunciar mi desaparición, pero se dio más tiempo del previsto sabiendo que yo era un improvisador impenitente. Esperó toda la noche del sábado. El domingo, viendo que no llegaba, se puso en contacto sin ningún resultado con quienes pudieran tener alguna pista. Se había fijado como plazo último hasta las doce del día del lunes para dar la voz de alarma, cuando me vio entrar en el hotel con cara de mal dormir y sin afeitar. Había cumplido muchas misiones muy importantes y arriesgadas, y me juró que nunca había sufrido tanto con un falso esposo indomable como había sufrido conmigo. Pero esa vez tenía un motivo adicional y justo. Al cabo de diligencias incontables, de encuentros fallidos y de una planificación milimétrica, tenía concertada para las once de la mañana de ese mismo día la entrevista secreta con los dirigentes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
Era, sin duda, la más difícil y peligrosa de cuantas habíamos previsto, y la más importante. El Frente Patriótico Manuel Rodríguez está integrado casi en su totalidad por miembros de una generación que apenas salía de la escuela primaria cuando Pinochet asaltó el poder. Se ha declarado partidario de la unidad de todos los sectores de oposición, para el derrocamiento de la dictadura y el regreso a una democracia que le permita al pueblo chileno decidir con una autonomía integral su propio destino. El nombre le viene de un personaje alegórico de la independencia chilena de 1810, que parecía tener poderes sobrenaturales para burlar todos los controles, tanto internos como externos, y mantuvo la comunicación constante entre el ejército libertador que operaba en Mendoza, del lado argentino, y las fuerzas clandestinas que resistían en el interior de Chile, después de que los patriotas fueron derrotados y el poder reconquistado por los realistas. Muchos elementos de las condiciones de entonces tienen semejanzas más que notables con la situación de Chile.
Entrevistar a los dirigentes del Frente Patriótico es un privilegio con el que sueña cualquier buen periodista. Yo no podía ser una excepción. Alcancé a llegar en el último instante, después de situar a los miembros del equipo en los distintos lugares acordados. Llegué solo a un paradero de buses de la calle Providencia con la clave de identificación: El Mercurio de ese día y un ejemplar de la revista ¿Qué Pasa? No tenía nada más qué hacer hasta que alguien se me acercara a preguntarme: “¿Va usted para la playa?”. Yo debía contestar: “No, voy al zoológico”. La clave me parecía absurda, porque a nadie se le ocurriría ir a la playa en otoño, pero los dos oficiales de enlace del Frente Patriótico me dijeron más tarde con toda la razón que justo por ser absurda no había ninguna posibilidad de que alguien la usara por error o por casualidad. A los diez minutos, cuando ya sentía que mi presencia era demasiado notoria en un lugar tan concurrido, vi acercarse a un muchacho de estatura mediana, muy delgado, que cojeaba de la pierna izquierda y llevaba una boina que me hubiera bastado para identificarlo como un conspirador. Se dirigió a mí sin ningún disimulo, y yo le salí al paso antes de que me diera el santo y seña.
– ¿No podías disfrazarte de otra cosa? -le dije riendo-. Porque así como estás hasta yo te reconocí.
Más que sorprendido, él me miró muy triste.
– ¿Se me nota mucho?
– A la legua -dije.
Era un muchacho con sentido del humor, sin ningunas ínfulas de conspirador, y esto alivió la tensión desde el primer contacto. Tan pronto como se me acercó, una camioneta de carga con el letrero de una panadería se estacionó enfrente de mí, y yo subí en el asiento junto del conductor. Entonces dimos varias vueltas por el centro de la ciudad y fuimos recogiendo en distintos puntos a los miembros del equipo italiano. Más tarde nos dejaron a todos en cinco lugares distintos, volvieron a desplazarnos por separado en otros automóviles, y al final volvieron a reunirnos en otra camioneta donde ya estaban las cámaras, las luces y el equipo de sonido. Yo no tenía la impresión de estar viviendo una aventura seria y grave de la vida real, sino jugando a una película de espías. El enlace de la boina y la cara de conspirador había desaparecido en alguna de las tantas vueltas, y nunca más lo vi. En su lugar apareció un conductor de talante bromista, pero de un rigor inquebrantable. Yo me senté a su lado, y el resto del equipo detrás, en el compartimiento de carga.
– Los voy a llevar de paseo -nos dijo-, para que sientan el olorcito del mar chileno.
Puso la radio a todo volumen y empezó a dar vueltas por la ciudad, hasta que ya no supe dónde estábamos. Sin embargo, a él no le bastó con eso, sino que nos ordenó cerrar los ojos con un modismo chileno que yo había olvidado: “Bueno chiquillos, ahora van a hacer tutito”. En vista de que no hacíamos caso, insistió de un modo más directo:
– Apúrenle, pues, no más cierren los ojitos y no los abran hasta que yo les diga, porque si no, hasta ahí va a llegar el cuento.
Nos contó que tenían para esas operaciones un modelo especial de anteojos ciegos, que desde fuera se veían como lentes de sol, pero que no se podía ver a través de ellos. Sólo que esa vez los había olvidado. Los italianos que iban detrás no entendían su jerga chilena, y tuve que traducirles.
– Duérmanse -les dije.
Entonces parecieron entender menos.
– ¿Dormir?
– Como lo oyen -les dije-, acuéstense, cierren los ojos, y no los abran hasta que yo les avise.
La distancia exacta: diez boleros
Se acostaron apelotonados en el suelo de la camioneta, y yo seguí tratando de identificar la barriada que empezábamos a atravesar. Pero el conductor me notificó sin más vueltas:
– Con usted también va la cosa, compañero, así que hágase tutito no más.
Entonces apoyé la nuca en el espaldar del asiento, cerré los ojos, y me dejé llevar por la corriente de los boleros que fluían sin cesar de la radio. Boleros de siempre: Raúl Shaw Moreno, Lucho Gatica, Hugo Romani, Leo Marini. El tiempo pasaba, las generaciones se sucedían, pero el bolero permanecía invencible en el corazón de los chilenos, más que en ningún otro país. La camioneta se detenía cada cierto tiempo, se oían murmullos incomprensibles, y luego la voz del conductor: “Chao, nos vemos”. Pienso que hablaba con otros militantes apostados en sitios cruciales, que le daban informes sobre el recorrido. Yo hice alguna vez un intento de abrir los ojos, pensando que no me veía, y entonces descubrí que él había movido el espejo retrovisor de tal modo que podía conducir o hablar con sus contactos sin quitarnos la vista de encima.
– ¡Cuidadito! -nos dijo-. Al primero que abra los ojos nos volvemos para la casa y se acabó el paseo.
Yo volví a cerrarlos, y empecé a cantar con la
radio: Que te quiero, sabrás que te quiero.
Los italianos acostados en el compartimento de carga me hicieron coro. El conductor se entusiasmó.
– Eso, chiquillos, canten no más, que lo hacen muy bien -dijo-. Van en manos seguras.
Antes del exilio había algunos lugares de Santiago que identificaba con los ojos cerrados: el matadero por el olor de la sangre vieja, la comuna de San Miguel por los olores a aceites de motor y materiales de ferrocarril. En México, donde viví muchos años, sabría que estoy cerca de la salida de Cuernavaca por el olor inconfundible de la fábrica de papel, o en el sector de Azcapotzalco por los humos de la refinería. Aquel medio día en Santiago no encontré ningún olor conocido, a pesar de que los buscaba por pura curiosidad mientras cantábamos. Al cabo de diez boleros, la camioneta se de
tuvo.
– No abran los ojitos -se apresuró a decirnos el conductor-. Vamos a bajar muy formales, cogidos de las manos unos con otros para que no se vayan a romper el culito.
Así lo hicimos, y empezamos a subir y bajar por un sendero de tierra suelta, quizás escarpado y sin sol. Al final nos sumergimos en una oscuridad menos fría y olorosa a pescado fresco, y por un momento pensé que habíamos bajado a Valparaíso, en la orilla del mar. Pero no habíamos tenido tiempo. Cuando el conductor nos ordenó que abriéramos los ojos nos encontramos los cinco en una habitación estrecha, con muros limpios y muebles baratos pero muy bien mantenidos. Frente a mí estaba un hombre joven, bien vestido, con unos bigotes postizos pegados de cualquier manera. Solté la risa.
– Arréglate mejor -le dije-, que esos bigotes no te los cree nadie.
También él soltó una carcajada y se los quitó.
– Es que estaba muy apurado -dijo.