38578.fb2 La Aventura De Miguel Littin Clandestino En Chile - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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El hielo se rompió por completo, y todos pasamos bromeando a la otra habitación, donde yacía en aparente sopor un hombre muy joven con la cabeza vendada. Sólo entonces comprendimos que estábamos en un hospital clandestino muy bien equipado, y que el herido era Fernando Larenas Seguel, el hombre más buscado de Chile.

Tenía veintiún años y era un militante activo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Dos semanas antes regresaba para su casa de Santiago a la una de la madrugada, solo y desarmado, manejando su coche, cuando fue rodeado por cuatro hombres de civil con fusiles de guerra. Sin ordenarle nada, sin hacerle ninguna pregunta, uno de ellos disparó a través del cristal, y el proyectil le atravesó el antebrazo izquierdo y lo hirió en el cráneo. Cuarenta y ocho horas después, cuatro oficiales del Frente Manuel Rodríguez lo rescataron a tiros de la Clínica de Nuestra Señora de las Nieves, donde estaba en estado de coma bajo vigilancia policial, y lo llevaron a uno de los cuatro hospitales clandestinos del movimiento. El día de la entrevista estaba ya en vía de recuperación, y tuvo suficiente dominio para contestar nuestras preguntas.

Pocos días después de este encuentro, fuimos recibidos por la dirección suprema del Frente Patriótico, con las mismas precauciones casi cinematográficas, pero con una diferencia significativa: en vez de un hospital clandestino, nos encontramos en una casa de clase media, alegre y cálida, con una abrumadora colección de discos de los grandes maestros y una excelente biblioteca literaria con libros ya leídos, lo cual no es muy frecuente en muchas buenas bibliotecas. La idea original era filmarlos encapuchados, pero al final decidimos protegerlos con recursos técnicos de iluminación y encuadre. El resultado -como se ve en la película- es más convincente y humano, y desde luego mucho menos truculento que las entrevistas tradicionales a dirigentes clandestinos.

Terminados los diversos encuentros con personalidades públicas y secretas, Elena y yo decidimos de común acuerdo que ella regresara a sus actividades normales en Europa, donde vivía desde hacía algún tiempo. Su trabajo político es demasiado importante para someterla a más riesgos de los indispensables, y la experiencia adquirida hasta entonces me permitía terminar sin su ayuda los tramos finales de la película, que suponía menos peligrosos. No volví a encontrarla hasta hoy, pero cuando la vi alejarse hacia la estación del tren subterráneo, de nuevo con su falda escocesa y sus mocasines de escolar, comprendí que iba a echarla de menos, más de lo que me imaginaba, después de tantas horas de amores fingidos y sobresaltos comunes.

En previsión de que los equipos extranjeros tuvieran que salir de Chile por fuerza mayor, o les prohibieran trabajar, un sector de la resistencia interna me ayudó a formar un equipo de cineastas jóvenes extraídos de sus filas. Fue un acierto. Este equipo hizo un trabajo tan rápido y con tan buenos resultados como el de los otros, mejorado además por el entusiasmo de saber lo que hacían, pues su organización política nos dio seguridades de que no sólo eran de absoluta confianza sino que estaban bien entrenados para el riesgo. Al final, cuando ya los extranjeros no eran suficientes, fue necesario tener más personal para filmar en las poblaciones, y este equipo se ocupó de crear otros, y éstos a otros, hasta el punto de que en la última semana llegamos a tener seis equipos chilenos trabajando al mismo tiempo en distintos lugares. A mí me sirvieron, además, para medir mejor el grado de determinación, y la eficacia de la generación nueva que está empeñada, sin prisa y sin ruido, en liberar a Chile del desastre militar. A pesar de la edad temprana, todos tienen más que una visión del futuro. Tienen ya un pasado de hazañas incógnitas y victorias ocultas, que llevan guardado en el corazón con una gran modestia.

El círculo empieza a cerrarse

Por los días en que entrevistamos a la dirección del Frente Patriótico, llegó a Santiago el equipo francés, después de cubrir con resultados excelentes el programa previsto. Era indispensable, pues el norte es una zona histórica en la formación de los partidos políticos de Chile. Allí se aprecia mejor la continuidad ideológica y política, desde Luis Emilio Recabarren, creador del primer partido obrero en el amanecer del siglo, hasta Salvador Allende. En esa zona está una de las minas de cobre más ricas del mundo, que fue industrializada por los ingleses en el siglo pasado al mismo tiempo que la revolución industrial, y esto dio origen a nuestra clase obrera. De allí parte además el movimiento social chileno, sin duda el más importante de América Latina. Cuando Allende subió al poder, su medida más importante, y la más peligrosa, fue la nacionalización del cobre. Una de las primeras de Pinochet fue su restitución a los dueños tradicionales.

El informe de trabajo del director del equipo francés, Jean Claude, fue muy detallado y amplio. Tenía que imaginármelo en pantalla para no estropear la unidad de la película, pues no podría ver las pruebas hasta que volviera a Madrid con todo terminado, y entonces sería demasiado tarde para cualquier ajuste.

En parte por razones de seguridad, pero más que nada por el placer de estar en Chile, no nos reunimos en un lugar fijo, sino que recorrimos la ciudad en otra de las mañanas de ese otoño crucial. Caminamos por el centro, subimos a los autobuses menos usuales, tomamos café en los sitios más visibles, comimos mariscos con cerveza, y ya entrada la noche nos encontramos tan lejos del hotel, que nos metimos en el tren subterráneo.

Yo no lo conocía, pues había sido inaugurado por la Junta Militar, aunque la construcción la inició el gobierno de Frei y la continuó el de Allende. Me sorprendió su limpieza y su eficacia, y la naturalidad con que mis compatriotas se habían acostumbrado a viajar por debajo de la tierra. Era un mundo que hasta entonces no había descubierto, porque carecíamos de un argumento convincente para solicitar el permiso de filmación. El hecho de que hubiera sido construido por los franceses, nos dio la idea de que el equipo de Jean Claude pudiera filmarlo. Estábamos hablando de esto cuando llegamos a la estación Pedro Valdivia, y en la escalera de salida tuve la impresión inequívoca de que alguien nos estaba mirando. Así era: un policía de civil nos observaba con tanta atención, que su mirada y la mía se encontraron a mitad de camino.

Para entonces ya era capaz de reconocer a un policía civil entre la muchedumbre. Aunque ellos mismos se creen vestidos de paisano, tienen un aspecto inconfundible, con un chaquetón azul oscuro de tres cuartos, pasado de moda, y el pelo cortado casi a ras como los reclutas. Sin embargo, lo que primero los delata es su manera de mirar, pues los chilenos no miran a nadie en la calle sino que caminan o viajan en los autobuses con la vista fija. De modo que cuando vi al hombre corpulento que seguía mirándome aún después de que se supo descubierto, lo identifiqué al instante como un policía de civil. Tenía las manos en los bolsillos de la gruesa chaqueta de paño, el cigarrillo en los labios, y el ojo izquierdo medio cerrado por la molestia del humo, en una imitación lastimosa de los detectives de las películas. No sé por qué me pareció que era el Guatón Romo, un sicario de la dictadura que se había hecho pasar por un izquierdista ardoroso, y denunció a numerosos activistas clandestinos que luego fueron sacrificados.

Reconozco que mi error grave fue mirarlo, pero había sido inevitable, porque no fue un acto voluntario sino un impulso inconsciente. Luego, por la misma fuerza instintiva, miré primero a mi izquierda, y en seguida a mi derecha, y vi a otros dos. “Háblame de cualquier cosa”, le dije a Jean Claude en voz muy baja. “Háblame, pero no gesticules, no mires, no hagas nada”. El comprendió, y seguimos caminando con la naturalidad de los inocentes, hasta que salimos a la superficie. Era ya de noche, pero el aire se había hecho tibio y más claro que los días anteriores, y había mucha gente que regresaba a casa por la Alameda. Entonces me aparté de Jean Claude.

– Desaparécete -le dije-. Yo te ubico después.

El corrió hacia la derecha y yo me perdí en la muchedumbre en sentido contrario. Tomé un taxi que pasó frente a mí en ese momento como mandado por mi madre, y entonces alcancé a ver a los tres hombres sorprendidos que acabaron de salir de la estación subterránea y no sabían a quién seguir, si a Jean Claude o a mí, y se los tragó la muchedumbre. Cuatro cuadras más adelante descendí, tomé otro taxi en el sentido opuesto, y luego otro y otro, hasta que me pareció imposible que me estuvieran siguiendo. Lo único que no entendí, ni he podido entender todavía, es por qué habían de seguirnos.

Descendí frente al primer cine que vi y me metí sin mirar siquiera el programa, convencido como siempre, por pura deformación profesional, de que no hay ambiente más seguro y más propicio para pensar.

Era un programa combinado de película y espectáculo vivo. No había acabado de sentarme cuando terminó la proyección, encendieron las luces a medias, y el maestro de ceremonias inició una larga perorata para vender su espectáculo. Yo estaba todavía tan impresionado, que seguí mirando hacia la puerta para ver si me seguían. Los vecinos empezaron a mirar también, con esa curiosidad irreprimible que es casi una ley de la conducta humana, como ocurre en la calle cuando uno mira al cielo, y la muchedumbre termina por detenerse y mirar también tratando de ver lo que uno ve. Pero allí había sin duda una razón adicional.

Todo en aquel lugar era equívoco. La decoración, las luces, la combinación de cine y Strip tease, y sobre todo los espectadores, todos hombres, y con un aspecto de fugitivos de quién sabe dónde. Todos, y yo más que todos, parecían escondidos. Para cualquier policía, con razón o sin ella, aquello hubiera sido una asamblea de sospechosos.

“¿Le gusta mi poto, caballero?”

La impresión de espectáculo prohibido estaba muy bien dada por los empresarios, y en especial por el maestro de ceremonias que anunciaba a las coristas en el escenario con descripciones que más bien parecían de platos suculentos en un menú. Ellas iban apareciendo a su conjuro, más en pelota que como habían venido al mundo, pues se maquillaban el cuerpo para inventarse gracias que no tenían. Después del desfile inicial, quedó sola en el escenario una morena de redondeces astronómicas que se contoneaba y movía los labios para fingir que era ella quien cantaba la canción de un disco de Rocío Jurado a todo volumen.

Había pasado bastante tiempo para que me arriesgara a salir, cuando ella descendió del escenario arrastrando un micrófono de serpiente y empezó a hacer preguntas de una gracia procaz. Yo estaba esperando una buena ocasión para salir, cuando me sentí deslumbrado por el reflector, y oí en seguida la voz arrabalera de la falsa Rocío.

– A ver usted, caballero, el de la calvita tan elegante.

No era yo, desde luego, sino el otro, pero era yo por desgracia quien tenía que responder por él. La corista se me acercó arrastrando el cable del micrófono, y habló tan cerca de mí que percibí las cebollas de su aliento.

– ¿Cómo le parecen mis caderas?

– Muy bien -dije en el micrófono-, qué quiere que le diga.

Luego se volvió de espaldas y movió las nalgas casi contra mi cara.

– Y mi poto, caballero, ¿cómo le parece?

– Estupendo -dije-. Imagínese.

Después de cada respuesta mía, se escuchaba una grabación de carcajadas multitudinarias en los altavoces, igual que en las comedias pueriles de la televisión norteamericana. El truco era indispensable, porque nadie se reía en la sala, sino que a todos se les notaban las ansias de hacerse invisibles. La corista se me acercó más, y seguía moviéndose muy cerca de mi cara para que viera el lunar verdadero que tenía en una nalga, negro y peludo como una araña.

– ¿Le gusta mi lunar, caballero?

Después de cada pregunta me acercaba el micrófono a la boca para aumentar el volumen de mi respuesta.

– Claro -dije-, toda usted es muy bonita.

– ¿Y qué haría usted conmigo, caballero, si yo le propusiera pasar una noche en la cama? Ande, cuéntemelo todo.

– Mire, no sé qué decirle -dije yo-. La amaría mucho.

Aquel suplicio no terminaba nunca. Además, en mi ofuscación había olvidado hablar como uruguayo, y quise corregir el error a última hora. Entonces me preguntó de dónde era, tratando de imitar mi acento indefinido, y cuando se lo dije, exclamó:

– Los uruguayos son muy buenos en la cama. ¿Usted no?

A mí no me quedó otro camino que hacerme el pesado.

– Por favor -le dije-, no me pregunte más.

Entonces se dio cuenta de que no había nada qué hacer conmigo, y buscó otro interlocutor. Tan pronto como me pareció que mi salida no sería demasiado ostensible, abandoné el lugar a toda prisa y me dirigí caminando al hotel, con la inquietud creciente de que nada de lo ocurrido aquella tarde había sido casual.

8 – Atención: hay un general dispuesto a contarlo todo

Aparte de los contactos de Elena, yo había creado una vertiente marginal de trabajo con gentes amigas de antaño, que me ayudaron a formar los equipos chilenos de filmación y a movernos con entera libertad en las poblaciones. La primera persona a quien busqué, por los días en que regresé de Concepción, fue a Eloísa, una mujer elegante y bella, casada con un industrial muy conocido. Ella me llevó con su suegra, una viuda de más de setenta años, valiente e ingeniosa, que sobrellevaba la soledad moliendo folletines de televisión, cuando su sueño dorado era ser protagonista de aventuras intrépidas de la vida real.

Eloísa y yo habíamos sido cómplices de actividades políticas en la universidad, y nuestra amistad se había consolidado durante la última campaña de Salvador Allende, en la que participamos juntos en el sector de propaganda. A los pocos días de mi llegada me enteré por casualidad de que era la estrella de una firma de relaciones públicas, y no pude resistir la tentación de hacerle una llamada anónima para comprobar que era ella. La voz serena y decidida que me contestó parecía ser la suya, en efecto, pero había algo menos convincente en su dicción. De manera que esa tarde me aposté solo en una cafetería de -la calle Huérfanos, desde la cual podía verla al salir de su oficina, y así fue. No sólo no se le notaban los doce años que nos habían pasado a ambos, sino que estaba más elegante y bella que nunca. Comprobé, además, que no tenía chofer de uniforme, como era fácil suponerlo siendo la esposa de un burgués influyente, sino que ella misma conducía un deslumbrante BMW 635 de color platinado. Entonces le mandé por correo un papel con una sola línea: “Antonio está aquí y quiere verte”. Era el nombre falso con que ella me conoció durante las luchas políticas universitarias, y yo confiaba en que lo recordara.

Fue un cálculo correcto. Al día siguiente, a la una en punto, el tiburón plateado pasó a vuelta de rueda por la esquina de Apoquindo, frente a la agencia Renault. Yo salté al interior, cerré la puerta, y ella se quedó atónita hasta que me reconoció por la risa.

– ¡Estás loco! -dijo.

– Qué duda te cabe -le dije.

Nos fuimos a almorzar en la hostería donde había ido solo el primer día, pero encontramos las puertas canceladas con crucetas de tablas, y un letrero que más bien parecía un epitafio: Cerrado para siempre. Entonces nos fuimos a un restaurante francés que yo conocía por aquellos lados. No recuerdo el nombre, pero es confortable y bien servido, y está frente al motel más conocido y elegante de la ciudad. Eloísa se divertía reconociendo los automóviles de los clientes que preferían hacer el amor mientras nosotros almorzábamos, y yo no me cansaba de admirar la madurez de su buen humor.

Fui al grano. Le conté sin reservas el motivo de mi estancia clandestina, y le pedí su colaboración para hacer algunos contactos que podían ser menos arriesgados para una mujer como ella, protegida por los privilegios de su clase. Esto ocurría cuando todavía no teníamos resuelto el modo de filmar en las poblaciones, por falta de buenos padrinos políticos, y yo pensaba que ella podía ayudarme a encontrar algunos amigos comunes de los años de la Unidad Popular, que se me habían perdido en las tinieblas de la clandestinidad.

No sólo aceptó con un gran entusiasmo, sino que durante tres noches me acompañó a reuniones secretas, en sectores de la ciudad donde era menos peligroso llegar con un automóvil sagrado como el suyo.

– Nadie puede creer que un BMW 635 sea enemigo de la dictadura- dijo encantada.

Gracias a eso no me arrestaron una noche en que Eloísa y yo fuimos sorprendidos en una reunión secreta por uno de los tantos apagones que provocaba la resistencia en aquellos días. Los responsables de la reunión me habían anticipado la noticia. Habría primero un apagón de cuarenta minutos, luego otro de una hora, y por fin otro que dejaría a Santiago sin luz por dos o tres días. La reunión estaba prevista para muy temprano, pues las fuerzas de represión eran presa de un estado de nerviosismo casi histérico durante los apagones, y las redadas callejeras era indiscriminadas y brutales. Luego estaría el toque de queda. Pero algo pasó que todos tuvimos inconvenientes de última hora, y aún no habíamos terminado la conversación principal cuando ocurrió el primer apagón.

Los responsables políticos de la reunión decidieron que Eloísa y yo nos fuéramos en seguida que volviera la luz, y que el resto saliera después por separado. Así fue. Tan pronto como se restableció la energía salimos por una carretera sin pavimento al borde de una montaña. De golpe, en una curva, nos encontramos de frente con varias camionetas de la CNI que formaban una especie de túnel a los dos lados del camino. Los agentes de civil estaban armados con metralletas. Eloísa trató de frenar, pero yo se lo impedí.