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– Sigue -le dije yo-. No te pongas nerviosa, sigue conversando, sigue riéndote, y no te pares mientras no te lo ordenen. Yo tengo mis documentos en regla.
No acababa de decirlo cuando me toqué el bolsillo, y se me heló el hígado: no tenía la cartera con los papeles de identidad. Uno de los hombres se nos atravesó entonces en el camino con el brazo levantado, y Eloísa tuvo que parar. Nos iluminó la caras ambos con una linterna de pilas, exploró el interior del coche con el haz de luz, y nos dejó pasar sin pronunciar una palabra. Eloísa tenía razón: no era posible creer en la peligrosidad de un automóvil como el suyo.
Una abuela en paracaídas
Fue por esos días cuando conocí a su suegra, que ambos decidimos llamar Clemencia Isaura desde la primera visita, por una asociación de ideas que nunca logramos descifrar. Le caímos sin anunciarnos en la suntuosa casa número 727 de los barrios altos a las cinco de la tarde, y la encontramos en su estado de placidez perpetua, tomándose una taza de té con galletitas inglesas, mientras los disparos de armas largas resonaban en el ámbito de la sala, y la pantalla de la televisión se llenaba de sangre. Llevaba puesto un vestido sastre de gran marca, con sombrero y guantes, pues tiene la costumbre de tomar el té a las cinco en punto, vestida como para una fiesta de cumpleaños, aun estando sola. Sin embargo, aquellos hábitos de novela inglesa no estaban muy de acuerdo con su personalidad, pues siendo ya casada y con hijos había sido piloto de planeadores en el Canadá, y tenía una buena marca de salto en paracaídas.
Cuando supo que la buscábamos para un asunto clandestino, importante y peligroso, me dijo: “Qué bueno, porque aquí la vida es tan aburrida, que uno se viste, se arregla, se pone elegante, y no se sabe para qué”. Sin embargo, la propuesta específica de que me ayudara a localizar cinco personas en barrios difíciles de la ciudad, le causó una cierta desilusión.
– ¡Si al menos fuera para poner bombas! -dijo.
Yo no quería buscar aquellos cinco hombres por los canales ordinarios de la resistencia. Todos ellos habían trabajado conmigo desde antes de la Unidad Popular. Ninguno había sido exiliado. Uno de ellos fue el que le avisó a la Ely, el día del golpe militar, que me estaban fusilando frente a las oficinas de Chile Films. Otro estuvo en un campo de concentración el primer año de la dictadura, y luego siguió viviendo en Santiago con una apariencia de vida normal, pero haciendo un trabajo político incansable. Otro había estado un tiempo en México, donde hizo contactos con los exiliados chilenos, y regresó con sus documentos legales a trabajar en la resistencia. Otro había colaborado conmigo en la escuela de teatro, habíamos seguido trabajando juntos en el cine y la televisión, y en la actualidad es un activo dirigente obrero. Otro había estado en Italia por dos años, y ahora es chofer de camiones de carga, lo cual le permite hacer un buen trabajo de coordinación. Los cinco habían cambiado de casa, de oficio y de identidad, y yo no tenía ninguna pista para encontrarlos. Hay más de un millar de chilenos que viven así, trabajando en la resistencia con una identidad distinta de la que tuvieron hasta 1973, y el desafío para Clemencia Isaura era encontrar el cabo del hilo para llegar hasta el ovillo.
Además, los contactos previos que ella hiciera serían indispensables, porque permitirían establecer en qué estado de ánimo se encontraban mis viejos amigos, antes de revelarles que yo estaba en Chile y requería de su ayuda.
No sé en detalle cómo lo hizo. Apenas tuvimos tiempo de vernos con calma antes de mi salida, y no le hice muchas preguntas concretas, porque entonces no había pensado narrar su aventura para este libro. Lo único que me dijo fue que nunca había visto en la televisión una película tan emocionante como la que había vivido.
Sé que tuvo que caminar días enteros por los barrios marginales, preguntando aquí, averiguando allá, a partir de los pocos cabos sueltos que yo encontraba casi borrados en mis recuerdos. Le advertí que fuera vestida de un modo que le permitiera confundirse con los pobres, pero no me hizo caso. Se fue como para tomar el té con galletitas inglesas en los vericuetos fragorosos del matadero de Santiago. Debía ser muy grande la sorpresa de quienes se veían abordados de pronto por una anciana encopetada que preguntaba por direcciones inciertas con una curiosidad sospechosa. Pero su simpatía irresistible y su calor humano infundían una confianza inmediata. El hecho es que al cabo de una semana había encontrado a tres de los perdidos,-y organizó para ellos en el número 727 una comida que no habría sido mejor ni más solemne si hubiera sido una cena de gala. De allí salió la formación del primer equipo chileno, y todos los contactos para filmar en las poblaciones. La protagonista inolvidable de la etapa siguiente de coordinación fue una mujer admirable, menuda, humilde, casi invisible, cuya diligencia inaudita y cuyo sentido de la organización clandestina hicieron posible que no hubiera un solo tropiezo durante la filmación en las poblaciones. El nombre con que la llamábamos, que fue el único que le conocimos, fue al mismo tiempo una definición de su imagen y un homenaje a su valor: la hormiguita invencible.
La larga búsqueda del General Electric
Mientras Clemencia Isaura trabajaba, yo había aprovechado las horas libres de la filmación para hacer contactos de altos niveles con la ayuda de Eloísa. Una noche estábamos en un restaurante de lujo esperando un emisario que por cierto nunca llegó, cuando entraron dos generales con el pecho blindado de condecoraciones. Ella los saludó a distancia con un gesto tan familiar de la mano, que me llenó de presagios oscuros. Uno de los dos se acercó a nuestra mesa, y conversó de pie con Eloísa sobre frivolidades sociales durante unos minutos, sin dedicarme siquiera una mirada. No pude establecer su rango, pues nunca he aprendido a hacer distinciones entre las estrellas de los generales y las de los hoteles. Cuando volvió a su mesa, ella bajó el tono de la voz, y por primera vez me habló de sus buenas relaciones con algunos militares de alto rango, a los que solía frecuentar por su trabajo.
En su opinión, uno de los factores de la persistencia de Pinochet en el poder, es haber retirado del servicio a los oficiales de su generación, y haberse quedado con un alto mando de oficiales nuevos que estuvieron siempre muy por debajo de él, que no son sus amigos, que apenas si lo conocen, y la mayoría de ellos le obedecen con una sumisión sin condiciones. Pero al mismo tiempo ese es su flanco más vulnerable, porque muchos oficiales nuevos piensan que no se les puede culpar del asesinato del presidente Allende, ni de los años bárbaros de la represión sangrienta y la rapiña del poder. Sienten que tienen las manos limpias, y por tanto se creen predestinados para acordar con los civiles un retorno sin dolor a la democracia. Ante mi cara de asombro, Eloísa fue más lejos: por lo menos un general que ella conocía estaba dispuesto a hacer revelaciones públicas sobre las profundas grietas internas de las Fuerzas Armadas.
– Está que se revienta por hablar -dijo.
La noticia me estremeció. La posibilidad de introducir en mi película aquel testimonio espectacular, cambió por completo la perspectiva de los próximos días. Lo malo era que Eloísa no podía asumir el riesgo de hacer el primer contacto, ni hubiera tenido tiempo para intentarlo, porque dos días después se iba para Europa en un viaje de tres meses con su marido.
Sin embargo, Clemencia Isaura me convocó de urgencia a su casa unos días después, y me entregó las claves que alguien le había dejado a solicitud de Eloísa para encontrar al General Electric, como habíamos resuelto llamar al militar inconforme. Me dio un tablero electrónico para jugar partidas de ajedrez, muy pequeño, con el cual yo debía ir desde el día siguiente ala Iglesia de San Francisco, a partir de las cinco de la tarde.
No recuerdo desde cuándo no entraba en una iglesia. Una de las cosas que me llamó la atención es que había muchas mujeres y hombres leyendo novelas o periódicos, jugando solitarios, tejiendo, o haciendo juegos infantiles como el del gato y el ratón. Sólo entonces entendí por qué Eloísa me había mandado con un tablero electrónico de ajedrez, que al principio me pareció lo menos adecuado para pasar inadvertido dentro de una iglesia. La gente, tal como la vi en la calle la noche de mi llegada, era muda y taciturna en la penumbra del atardecer. En realidad, la gente de Chile era así antes de la Unidad Popular. El gran cambio ocurrió cuando la candidatura de Allende tomó fuerzas y se vio que podía ganar, y su victoria nos transformó de golpe en un país diferente: cantábamos en la calle, pintábamos en las paredes de la calle, hacíamos teatro y dábamos cine en la calle, y todo el mundo se confundía en manifestaciones multitudinarias donde cada uno desahogaba su júbilo de vivir.
Había esperado dos días seguidos jugando ajedrez con mi otro yo uruguayo, cuando escuché detrás de mí un susurro de mujer. Yo estaba sentado, y ella se había arrodillado en el escaño detrás de mí, de modo que me hablaba casi en el oído.
– No mire ni diga nada -me dijo, con voz de confesionario-, apréndase de memoria el número de teléfono y el santo y seña que le voy a dar, y no salga de la iglesia antes de quince minutos después que yo.
Sólo cuando se levantó y se dirigió al altar mayor me di cuenta de que era una monja joven y muy bella. Lo único que tuve que memorizar fue el santo y seña, porque el número del teléfono lo marqué con los peones en el tablero. Se suponía que ese era el camino que me llevaría hasta el General Electric. Sin embargo, ya las cartas parecían echadas de un modo distinto. En los días siguientes llamé sin falta y con una ansiedad creciente al número indicado, y siempre obtuve la misma respuesta: “Mañana”.
¿Quién entiende a la policía?
Cuando menos lo esperaba, Jean Claude me sorprendió con una mala noticia. De acuerdo con un despacho de la France Press, fechado en Santiago la semana anterior y publicado en París, tres miembros de un equipo italiano de cine que trabajaba en Chile en condiciones inciertas habían sido detenidos por la policía cuando filmaban sin permiso en la población de La Legua.
Franquie pensaba que habíamos tocado fondo. Yo traté de tomarlo con más calma. Jean Claude no sabía que hubiera otros equipos distintos del suyo trabajando conmigo, así como los otros no sabían que hubiera un equipo francés, y su alarma era más bien por analogía: si alguien en las mismas condiciones que él había sido detenido, también él corría el riesgo de serlo. Traté de calmarlo.
– No te preocupes -le dije-, esto no tiene nada que ver con nosotros.
Tan pronto como me dejó solo fui a buscar a los italianos y los encontré sanos y salvos donde debían estar. Grazia había regresado de Europa y ya estaba incorporada al equipo. Sin embargo, Ugo me confirmó que el cable se había publicado también en Italia, aunque la agencia italiana lo había desmentido. Lo malo era que la falsa noticia se refería a ellos con sus nombres, y se había divulgado con gran rapidez. Esto no era raro. Santiago bajo la dictadura es un enjambre de rumores. Nacen, se reproducen y se desvanecen con una profusión asombrosa varias veces al día, pero en el fondo tienen siempre un fundamento de verdad. La noticia sobre los italianos no fue una excepción. Tanto se estaba hablando de ella la noche anterior en una recepción de la embajada italiana, que cuando entraron los miembros del equipo fueron recibidos por nadie menos que el Jefe de la Dirección General de Comunicaciones (DINACO), quien dijo para que lo oyeran todos los invitados:
– ¿Ven? Aquí tienen ustedes a nuestros tres presos.
Grazia tuvo la impresión, antes de conocer la existencia del cable, de que los estaban siguiendo. Por último, al llegar al hotel después de la fiesta en la embajada, les pareció que alguien había revuelto las maletas y los papeles de sus cuartos, pero no hacía falta nada. Pudo haber sido una ilusión causada por el sobresalto, pero también podía ser un allanamiento de advertencia. En todo caso, había razones para creer que algo real estaba ocurriendo.
Esa noche la pasé en claro, escribiendo una carta al presidente de la Corte Suprema de Justicia, en la cual denunciaba mi repatriación clandestina, para tenerla lista en caso de que me capturaran. No fue una inspiración súbita, sino el resultado de una lenta reflexión que iba haciéndose más apremiante a medida que se estrechaba el círculo. Al principio la concebí como una sola frase dramática, como los mensajes que los náufragos tiraban en el mar den
tro de una botella. Pero en el momento de escribirla me di cuenta de que necesitaba darle a mi acción una justificación política y humana, porque en cierto modo debía expresar el sentir de miles y miles de chilenos que sobrellevaban como yo la peste del destierro. Empecé muchas veces, rompí muchas hojas de arrepentimiento, encerrado en un sombrío cuarto de hotel que era de todos modos un cuarto de exiliado dentro de mi propia tierra. Cuando terminé, hacía rato que las campanas de las iglesias llamando a misa habían hecho polvo el silencio de la queda, y las primeras luces se asomaban a duras penas a través de las brumas de aquel otoño inolvidable.
9 – Ni mi madre me reconoce
En realidad había motivos de sobra para temer que la policía tuviera noticia de mi presencia en Chile, y de la clase de trabajo que estábamos haciendo. Llevábamos casi un mes en Santiago, los equipos habían sido vistos en público más de lo que convenía, habíamos hecho contacto con gentes muy diversas, y muchas personas sabían que era yo quien dirigía la película. Estaba tan familiarizado con mi nueva identidad, que se me olvidaba hablar en uruguayo, y en la vida real ya no me comportaba como un clandestino demasiado riguroso.
Al principio, las reuniones se hacían en automóviles sin rumbo que solíamos cambiar cada cuatro o cinco cuadras, por toda la ciudad, y era un método tan complicado que a veces incurríamos en riesgos peores que los que tratábamos de evitar. Una noche, en efecto, descendí de un automóvil en la esquina de Providencia y Los Leones donde debía recogerme cinco minutos después un Renault 12 de color azul, y con un cartón de la Sociedad Protectora de Animales en el parabrisas. Llegó tan puntual, tan Renault 12 y tan azul brillante, que ni siquiera me fijé si llevaba el letrero, sino que subí en la parte posterior, donde iba una mujer bañada en joyas, de edad madura pero todavía muy bella, con un perfume provocador y un abrigo de visón rosado que debía costar dos o tres veces más que el automóvil. Un ejemplar inconfundible, aunque no muy común, del barrio alto de Santiago. Al verme entrar se quedó con la boca abierta de espanto, pero yo me apresuré a calmarla con el santo y seña:
– ¿Dónde puedo comprar un paraguas a esta hora?
El chofer de uniforme se volvió hacia mí y soltó un ladrido:
– Bájese, o llamo a la policía.
Me di cuenta con un golpe de vista que el cartón con el letrero no estaba en el parabrisas y sentí en el estómago el dolor del ridículo. “Perdón -dije-, me equivoqué de automóvil”. Pero ya la mujer había recobrado el dominio. Me retuvo por el brazo, y apaciguó al chofer con una dulce voz de soprano.
– ¿Estarán abiertos todavía los almacenes París? -le preguntó.
El chofer pensaba que sí, de modo que ella se empecinó en llevarme para que comprara el paraguas. Además de bella era graciosa y cálida, y daban ganas de olvidarse por una noche de la represión, de la política, del arte, para quedarse con ella en aquel ámbito saturado de su intimidad. Me dejó en la puerta de los almacenes París, y todavía se excusó de no acompañarme a buscar el paraguas, porque llevaba casi media hora de retraso para recoger a su esposo y asistir al concierto de un pianista de fama mundial cuyo nombre he olvidado.
Eran los riesgos de la costumbre. Cada vez usábamos menos frases crípticas de identificación en los encuentros clandestinos. Nos hacíamos amigos de los emisarios desde el primer saludo, y no íbamos directo al asunto sino que nos demorábamos comentando la situación política, hablábamos de novedades de cine y literatura, de amigos comunes a quienes yo quería ver a pesar de las advertencias que me habían hecho contra esa tentación. Tal vez para subrayar su inocencia, un emisario llegó a la cita con uno de sus niños, y éste me preguntó atragantándose de emoción: “Tú eres el que está haciendo una película sobre Supermán?”.
Así empecé a entender que se pudiera vivir escondido en Chile, como tantos centenares de exiliados que habían vuelto de incógnito y vivían su vida cotidiana, sin la tensión que yo sentía al principio. Tanto, que de no haber sido por el compromiso de la película, que no era sólo con mi país y mis amigos, sino también conmigo mismo, habría cambiado de oficio y de medio social, y me habría quedado viviendo en Santiago con mi cara de siempre.
Pero un mínimo de prudencia obligaba a actuar de otro modo, ante la sospecha de que la policía nos seguía los pasos. Todavía nos quedaba pendiente la filmación dentro del Palacio de la Moneda, cuya autorización sufría aplazamientos sucesivos e incomprensibles, nos quedaban pendientes las filmaciones de Puerto Montt y el Valle Central, y la posibilidad inimaginable de entrevistar al General Electric. Por otra parte, la filmación en el Valle Central quería hacerla yo mismo, por ser la región donde nací y viví hasta la adolescencia. Mi madre seguía viviendo allí, en la pobre aldea de Palmilla, pero me habían hecho la advertencia terminante de no tratar de verla en este viaje por razones primarias de seguridad.
Lo primero que hice fue reorganizar el trabajo de los equipos extranjeros, de modo que pudieran terminar con el mínimo de riesgos lo más pronto posible para volver de inmediato a sus países. Sólo los italianos permanecerían en Santiago, para acompañarnos en la filmación de La Moneda. El francés volvería a París tan pronto como se filmara “la marcha del hambre”, anunciada para los próximos días.
El equipo holandés me esperaba en Puerto Montt, para filmar juntos hasta muy cerca del Círculo Polar, y abandonar después el país hacia la Argentina por el paso fronterizo de Bariloche. En el momento en que salieran los tres equipos, el ochenta por ciento de la película estaría hecho, y el material a buen recaudo revelándose en Madrid. La Ely había estado cumpliendo una tarea tan eficaz, que cuando llegué a España encontré la película lista para el montaje.
“Littín vino, filmó y se fue”
Ante las circunstancias inciertas de aquellos días, lo más aconsejable parecía ser que Franquie y yo hiciéramos una salida falsa del país, para después entrar de nuevo con mayores precauciones. El viaje a Puerto Montt me daba una oportunidad preciosa, pues era tan fácil hacerlo por la Argentina como por Chile. Así fue. Le pedí al equipo holandés que me esperara allí, cité a uno de los equipos chilenos para tres días después en el Valle de Colchagua, al centro del país, y me fui con Franquie por avión a Buenos Aires. Pocas horas antes llamé a la revista Análisis, sin identificarme de antemano, y le concedí a la periodista Patricia Collier una extensa entrevista sobre mi paso clandestino por Santiago. Dos días después de mi salida, en efecto, la entrevista se publicó con mi foto en la portada, y con un título que tenía una gotita de burla romana: “Littín vino, filmó y se fue”.
Para que todo fuera aún más realista, Clemencia Isaura nos llevó a Franquie y a mí al aeropuerto de Pudahuel, manejando su propio coche, y nos despidió con besos y lágrimas de buen teatro. Fue así como salimos de la manera más ostensible, pero vigilados de cerca por los servicios de seguridad de la resistencia que darían la voz de alarma si fuéramos detenidos. Esto nos permitió saber, en primer término, que no estábamos fichados en el aeropuerto, y también nos permitió dejar un registro de salida para que, en caso de una investigación tardía, la policía creyera que habíamos abandonado el país.
En Buenos Aires me identifiqué con mi pasaporte legítimo, para no cometer un acto ilegal en un país amigo. Sin embargo, en el momento de presentarlo en la ventanilla de inmigración, me di cuenta de un problema imprevisto: la foto de mi documento auténtico, tomada antes de mi transformación, se parecía muy poco a mí. Era difícil reconocerme con las cejas depiladas, la calvicie más amplia, los lentes de aumento. Me habían advertido a tiempo, además, de que era tan difícil asumir una personalidad distinta como recuperar después la propia, pero cuando más necesitaba tenerlo en cuenta lo olvidé por completo. Por fortuna, el controlador de Buenos Aires no me miró la cara, y así sobreviví al drama silencioso de no poder ser yo ni siquiera cuando en realidad lo era.
Franquie, desde Buenos Aires, debía coordinar con la Ely por teléfono muchos pormenores del trabajo restante, de acuerdo con mis instrucciones, y recoger un dinero que ella había enviado desde Madrid para los gastos finales. De modo que nos separamos allí para encontrarnos de nuevo en Santiago. Yo volé a Mendoza, siempre en territorio argentino, para hacer algunas tomas previstas de la cordillera chilena. Fue muy fácil, pues desde Mendoza se pasa a Chile por un túnel sin controles demasiado severos. Yo pasé a pie, solo y con una cámara ligera de dieciséis milímetros, hice del otro lado lo que tenía que hacer, y volví a salir en un carro de la policía chilena, cuyo conductor se compadeció de un pobre periodista uruguayo que no tenía como regresar a la Argentina.
De Mendoza seguí a Bariloche, otra localidad fronteriza más al sur. Un barco decrépito abarrotado de turistas argentinos, uruguayos, brasileros, y de chilenos que regresaban, nos llevó desde allí hasta la frontera de Chile, a través de un paisaje polar deslumbrante, con inmensos precipicios de hielo y mares tormentosos. El último tramo hasta Puerto Montt fue en un trasbordador de vidrios rotos por donde se metía con aullidos de lobo el viento polar, y no había dónde guarecerse del frío horroroso, ni nada qué comer ni beber: ni un café, ni un vaso de vino, nada. Pero mis cálculos fueron correctos. Si mi salida de Chile había sido registrada por la policía del aeropuerto, a ésta no le era fácil imaginarse que había entrado de nuevo al día siguiente por un punto remoto a mil kilómetros de Santiago.