38581.fb2 La balsa de piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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XX

Por bien hacer, mal haber, decían los antiguos, y tenían razón, por lo menos aprovecharon su tiempo para juzgar los hechos entonces nuevos a la luz de los entonces hechos viejos, nuestro error contemporáneo es la persistencia de una actitud escéptica en relación a las lecciones de la antigüedad. Dijo el presidente de los Estados Unidos de América que la península sería bienvenida, y a los de Canadá, ya ven, no les gustó la cosa. Lo que pasa, dijeron los canadienses, es que si el rumbo no se altera vamos a ser nosotros los anfitriones, habrá aquí dos Terranovas en vez de una, y no saben los peninsulares, pobrecillos, lo que les espera, frío mortal, hielo, la única ventaja es que los portugueses van a estar más cerca del bacalao, que tanto les gusta, lo que pierden en veranos, lo ganan en ración.

El portavoz de la Casa Blanca acudió en seguida a explicar que la declaración del presidente estuvo movida, fundamentalmente, por razones de humanidad, sin la menor intención de prevalencia política, tanto más que los países peninsulares no dejaron de ser soberanos e independientes por el hecho de andar flotando en las aguas, algún día pararán y serán iguales a los demás, y añadió, Por nuestra parte damos solemne garantía de que el tradicional espíritu de buena vecindad entre los Estados Unidos y Canadá no se verá afectado por ninguna circunstancia, y, como demostración de la voluntad norteamericana de mantener la amistad con la gran nación canadiense, proponemos la realización de una conferencia bilateral para examinar los diversos aspectos que, en el ámbito de esta dramática transformación de la fisonomía política y estratégica del mundo constituirá el primer paso, ciertamente, para el alborear de una nueva comunidad internacional compuesta por los Estados Unidos, por Canadá y por los países ibéricos, que serán invitados a participar en esta reunión a título de observadores, dado que no se encuentra aún consumada la aproximación física a una distancia suficientemente próxima como para definir de inmediato una perspectiva de integración.

Canadá, públicamente, se dio por satisfecho con estas explicaciones, pero dijo que no consideraba oportuna la realización inmediata de la conferencia, que, en los términos en que había sido propuesta, podría ofender el ardor patriótico de España y Portugal, sugiriendo, como alternativa, una conferencia cuatripartita para estudiar las providencias que convendría tomar en previsión de la embestida violenta cuando la península arribase a las costas del Canadá. Los Estados Unidos se mostraron inmediatamente de acuerdo y en privado sus dirigentes dieron gracias a Dios por haber creado las Azores. Porque si la península no se hubiera desviado hacia el norte, si el movimiento siguiera siempre una línea recta desde la separación de Europa, la ciudad de Lisboa quedaría positivamente con las ventanas dando a Atlantic City, y de reflexión en reflexión concluyeron que cuanto más hacia el norte se desviara mejor, imagínense cómo quedarían Nueva York, Boston, Providence, Filadelfia, Baltimore, transformadas en ciudades del interior, con el consiguiente descenso del nivel de vida, no hay duda de que el presidente norteamericano se precipitó cuando hizo la primera declaración. En un consiguiente cambio de notas diplomáticas confidenciales, al que siguieron entrevistas secretas entre autoridades de los dos gobiernos, Canadá y los Estados Unidos se mostraron de acuerdo en que lo mejor sería, pudiendo ser, fijar la península en un punto de su derrota lo suficientemente próximo para dejarla fuera del área de influencia europea y suficientemente alejada para no causar daños inmediatos o mediatos a los intereses canadienses y norteamericanos, debiendo desde ya iniciarse un estudio con vista a introducir las alteraciones convenientes en las respectivas leyes de inmigración, reforzando sobre todo sus disposiciones cautelares, no se crean españoles y portugueses que van a entrarnos casa adentro sin más ni menos, con el pretexto de que ahora somos vecinos de descansillo.

Protestaron los gobiernos de Portugal y España contra la libertad con que pretendían disponer las potencias de sus, los de ellos, intereses y destino, lo hizo con más vehemencia el gobierno portugués, porque a ello estaba obligado, por ser de salvación nacional. Gracias a una iniciativa del gobierno español, se establecerán contactos entre los dos países peninsulares para la definición de una política concertada tendente a sacar el mejor partido posible de la nueva situación, pero en Madrid temen que el gobierno portugués vaya a estas conversaciones con la reserva mental de pretender, en el futuro, sacar beneficios particulares de la mayor proximidad en que se hallará de las costas canarias o norteamericanas, depende. Y se sabe, o se cree saber, que entre ciertos medios políticos portugueses circula un movimiento auspiciando un entendimiento bilateral, aunque de carácter no oficial, con Galicia, cosa que, evidentemente no va a gustar al poder central español, poco dispuesto a tolerar burlas, por disimuladas que se presenten, habiendo incluso quien diga, con acerba ironía, y lo haya hecho circular, que nada de esto hubiera ocurrido si Portugal estuviera al lado de los Pirineos, y, mejor aún, si se hubiera quedado agarrado a ellos al ocurrir la ruptura, sería la manera de acabar, de una vez para siempre, por la reducción a un solo país, con esta dificultad de ser ibérico, pero ahí se engañan los españoles, que la dificultad subsistiría, y no diremos más. Se echan cuentas de los días que faltan para llegar a las costas del Nuevo Mundo, se estudian planes de acción para que la fuerza negociadora pueda ejercerse plenamente y en el momento más adecuado, ni demasiado pronto ni tarde de más, cosa que, por otra parte, es regla de oro del arte diplomático.

Ajena a estos bastidores del escenario político, la península sigue navegando hacia occidente, tanto y tan bien que de la isla de Corvo se han retirado ya los observadores de todo tipo, millonarios o científicos, que allí se instalaron, en primera fila por así decirlo, para asistir al paso. El espectáculo fue asombroso, basta decir que la punta extrema de la península pasó a poco más de quinientos metros de Corvo, con gran meneo de aguas, parecía aquello un lance de ópera wagneriana, pero la mejor comparación sería otra, estar nosotros en el mar, en una barca pequeña, y ver pasar a pocos metros la enorme masa de un petrolero sin carga, con la mayor parte de la obra viva fuera del agua, un vértigo, en fin, un pasmo, poco faltó para que cayéramos de rodillas clamando, mil veces arrepentidos de las herejías y de todo el mal hecho, Dios existe, tanto pueden en el espíritu de los hombres, incluso de los civilizados, los efectos de la naturaleza bruta.

Pero mientras la península cumple así su parte en los movimientos del universo, los viajeros han pasado ya Burgos, tan prósperos en su comercio que decidieron meter Dos Caballos por la autopista, que siempre es mejor camino. Allá delante, pasado Gasteiz, volverán a las carreteras que sirven a las pequeñas poblaciones, ahí estará la galera en su natural elemento, un carro de caballos en caminos campestres, no esta insólita y chocante exhibición de tardanzas en un camino para altas velocidades, el trote cachazudo de quince kilómetros por hora, eso si no es subida y están de buenas los animales. El mundo ibérico está tan cambiado que la policía de carreteras, que a esto asiste, no les manda parar, no les pone multa, sentados en sus potentes motos los policías agitan la mano deseándoles buen viaje, y en todo caso preguntan qué quiere decir aquella pintura roja del toldo, si están del lado en que el cuadrado se ve. El tiempo está bueno, lleva días sin llover, creeríamos haber vuelto al verano de no ser por el viento a veces frío, de legítimo otoño, especialmente estando tan cerca de las altas montañas, José Anaiço, cuando las mujeres se quejaban un día de la aspereza del aire, aludió como quien no quiere la cosa, a las consecuencias de una excesiva aproximación a las altas latitudes, dijo incluso, Si vamos aparar a Terranova se acabó el viaje, para vivir al aire libre en aquel clima hay que ser esquimal, pero ellas no le hicieron caso, quizá porque no estaban viendo el mapa.

Y quizá porque estaban hablando no tanto del frío que sentían, sino de un frío mayor que otra persona, quién, podría sentir, no de sí mismas, realmente, que todas las noches tenían el calor de sus hombres, y también durante el día si eran favorables las circunstancias, cuántas veces iba una pareja en el pescante, con Pedro Orce, mientras la otra, tumbada, se dejaba mecer por la andadura de Dos Caballos, después de medio desnudos el hombre y la mujer, haber satisfecho una exigencia súbita o aplazada del deseo. Quien supiera que en aquel carromato viajaban cinco personas así distribuidas por sexos podría, con alguna experiencia de la vida, sabe qué pasaba bajo el toldo, de acuerdo con la composición del grupo que iba en el pescante, por ejemplo, si en él viajaban los tres hombres, se podía apostar que las mujeres iban entregadas a los cuidados domésticos, sobre todo a la costura, o sí, como queda dicho, viajaban dos hombres y una mujer, la otra mujer y el otro hombre estarían en su intimidad, puede incluso que vestidos y conversando. No eran éstas las únicas combinaciones posibles, claro está, pero de lo que no hay memoria es de que fuese en el pescante una mujer con un hombre que no fuera el suyo, porque lo mismo tendría que estar ocurriendo bajo el toldo, y eso había que evitarlo, por el qué dirán. Estos acomodos se fueron disponiendo por sí mismos, no fue preciso reunir el consejo de familia para deliberar sobre las formas de proteger la moral dentro y fuera del toldo, y de ellos resultó, por inevitable efecto matemático, que casi siempre viajara Pedro Orce en el pescante, salvo en las ocasiones, raras, en que los tres hombres descansaban al mismo tiempo y conducían las mujeres, o cuando, pacificados los sentidos, podía ir delante una pareja, mientras la otra, bajo el toldo, no cometía, en su intimidad ahora disminuida, actos que a Pedro Orce pudieran desasosegar, ofender o, alterar en su estrecho jergón puesto de través, Pobre Pedro Orce, dijo María Guavaira a Joana Carda cuando José Anaiço habló de los fríos de Terranova y de las ventajas de ser esquimal, y Joana Carda concordó, Pobre Pedro Orce.

Casi siempre acampaban antes de anochecer, les gustaba elegir un buen sitio, con agua cerca, y de ser posible a la vista de un poblado, y si un lugar les gustaba mucho se quedaban allí aunque quedaran todavía dos o tres horas de sol. La lección de los caballos fue bien aprendida, con general provecho, los animales descansaban ahora más porque los humanos habían perdido el humano vicio de la impaciencia y la prisa. Pero desde que María Guavaira dijo aquel día, Pobre Pedro Orce, una atmósfera diferente envuelve la galera en su viaje y a las personas que dentro de ella van. Da esto que pensar si recordamos que sólo Joana Carda oyó las palabras dichas y que, repitiéndolas, las oyó a su vez sólo María Guavaira, y sabiendo nosotros que ambas las guardaron para sí, que no era este asunto para diálogo sentimental, entonces concluiremos que una palabra, cuando dicha, dura más que el sonido y los sonidos que la forman, se queda por ahí, invisible e inaudible para poder guardar su propio secreto, como una especie de simiente oculta bajo tierra, que germina lejos de los ojos, hasta que de repente se abre la tierra y sale a la luz un tallo enrollado una hoja arrugada que se va desplegando lentamente. Acampaban, desuncían los caballos, los liberaban de los arreos, encendían el fuego, actos y gestos cotidianos que todos ejecutaban ya con igual competencia, de acuerdo con las tareas diariamente distribuidas a cada uno. Pero, contra lo que desde el principio era costumbre, no hablaban mucho, y seguro que ellos mismos se quedarían sorprendidos si les anunciáramos, Hace diez minutos que no han cruzado ustedes una palabra, entonces tomarían conciencia de la naturaleza peculiar de aquel silencio, o responderían como quien no quiere reconocer un hecho evidente y busca una inútil justificación, A veces pasa, la verdad es que no puede estar uno hablando siempre. Pero si en ese momento se miraran unos a los otros, verían en el rostro de cada uno, como en un espejo, su propia compulsión, el embarazo de quien sabe que las explicaciones son palabras vacías. Aunque debe aclararse que en las miradas cambiadas entre María Guavaira y Joana Carda hay sentidos que resultan explícitos para ellas, de tal modo que no aguantan durante mucho tiempo la mirada y desvían los ojos.

Solía Pedro Orce, tras acabar el trabajo que le competía, alejarse del campamento con el perro Constante, decía él que para reconocer los alrededores. Se demoraba siempre mucho, tal vez porque anduviese despacio, tal vez porque diese grandes rodeos, tal vez porque se quedara sentado en una piedra viendo el desmayar de la tarde, lejos de la vista de los compañeros. Un día, hace pocos, Joaquim Sassa dijo, Quiere estar solo, quizá se sienta triste, y José Anaiço comentó, Si yo estuviera en su lugar haría probablemente lo mismo. Las mujeres habían acabado de lavar alguna ropa y la estaban colgando en una cuerda tendida entre el arco del toldo y una rama de árbol, oyeron y se callaron, que la charla no iba con ellas. Fue pocos días después de que María Guavaira, por lo de los fríos de Terranova, le dijera a Joana Carda, Pobre Pedro Orce.

Están solos, caso raro, que cuatro den la impresión de estar solos, esperan a que la sopa esté lista, hay aún mucha luz en el día, y para aprovechar el tiempo José Anaiço y Joaquim Sassa comprueban el estado de los arreos, mientras las mujeres hacen cuentas de lo vendido, cuentas que luego pasará a los libros el contable Joaquim Sassa. Pedro Orce se ha alejado, desapareció entre aquellos árboles hace unos diez minutos, el perro Constante fue con él, como de costumbre. Ahora no se siente frío, y la brisa que corre será tal vez el último soplo tibio del otoño, o lo sentimos así por comparación con estos días agrestes ya. María Guavaira dice, Tenemos que comprar delantales, nos quedan pocos, y después de decirlo levantó la cabeza y miró a los árboles, el cuerpo sentado hizo un movimiento, como un impulso primero reprimido y luego libre, no se oía más que el masticar áspero de los caballos, entonces María Guavaira se levantó y fue andando hacia los árboles, por donde había salido Pedro Orce. No miró hacia atrás, ni siquiera cuando Joaquim Sassa le preguntó, Adónde vas, pero tampoco la pregunta llegó a ser realmente concluida, quedó en suspenso, digamos cuando iba mediada, porque la repuesta se anticipó, y no admitía enmienda. Pasados unos minutos apareció el perro, se tumbó debajo de la galera. Joaquim Sassa se había apartado unos metros, parecía estudiar con gran atención unos cerros distantes. José Anaiço y Joana Carda no se miraban el uno al otro.

Al fin volvió María Guavaira cuando caían ya las primeras sombras de la noche. Venía sola. Se acercó a Joaquim Sassa, pero éste violentamente le dio la espalda. El perro salió de debajo de la galera y desapareció. Joana Carda encendió la lámpara. María Guavaira sacó la sopa del fuego, echó aceite en una sartén, la puso a la lumbre, esperó a que el aceite estuviese caliente, entretanto partió unos huevos, los batió, les echó unas rodajas de chorizo, al poco tiempo se extendía por el aire un olorcillo que en otra ocasión les haría la boca agua a todos. Pero Joaquim Sassa no vino a cenar, María Guavaira lo llamó y él no vino. Sobró comida. Joana Carda y José Anaiço tenían poco apetito, y cuando Pedro Orce volvió, ya el campamento estaba a oscuras, sólo en la hoguera se consumían los últimos tizones. Joaquim Sassa se echó debajo de la galera, pero empezaba a enfriar la noche, del lado de las montañas venía, sin viento, una masa de aire frío. Entonces Joaquim Sassa le pidió a Joana Carda que se acostara con María Guavaira, no dijo el nombre, dijo, Acuéstate a su lado, yo me quedo con José, y como le pareció que era el momento adecuado para un sarcasmo, añadió, No hay peligro, aquí todos somos gente seria, nada promiscua. Pedro Orce, al regresar, subió por el pescante, no se sabe por qué pero el perro Constante encontró manera de subir con él, fue la primera vez.

Al día siguiente, Pedro Orce fue siempre en el pescante. A su lado iban José Anaiço y Joana Carda, dentro de la galera, sola, María Guavaira. Los caballos iban al paso. Cuando querían, por su gusto y voluntad, marcar un trote, José Anaiço les moderaba los inoportunos ímpetus. Joaquim Sassa iba a pie, detrás de la galera, muy alejado. Hicieron pocos kilómetros aquel día. Iba aún mediada la tarde cuando José Anaiço detuvo a Dos Caballos en un sitio que parecía gemelo del otro, era como si no hubieran llegado a salir de allí o hubieran descrito un círculo completo, hasta los árboles parecían los mismos. Joaquim Sassa no apareció hasta mucho después, cuando ya caía el sol en el horizonte. Al verlo acercarse, Pedro Orce se alejó, los árboles lo ocultaron pronto, el perro se fue tras él. La hoguera ardía alta, pero era temprano aún para preparar la cena, además la sopa estaba hecha y quedaban los huevos con chorizo que sobraron. Joana Carda le dijo a María Guavaira, No hemos comprado los delantales, y sólo nos quedan dos. Joaquim Sassa le dijo a José Anaiço, Mañana me voy, me dais mi parte del dinero, me señalas en el mapa dónde estamos, por aquí habrá alguna estación de tren. Entonces se levantó Joana Carda y caminó hacia los árboles, por donde había desaparecido Pedro Orce con el perro. José Anaiço no preguntó, Adónde vas. El perro apareció unos minutos después y se tumbó debajo de la galera. Pasó un tiempo, volvió Joana Carda, venía con ella Pedro Orce, que se resistía, pero ella tiraba de él mansamente, como si no necesitara hacer mucha fuerza, o era una fuerza diferente. Llegaron delante de la hoguera, Pedro Orce con la cabeza baja, despeinado su pelo blanco que a la luz inestable de las llamas parecía danzarle en la cabeza, y Joana Carda, que llevaba la blusa fuera de los pantalones por un lado, dijo, y mientras hablaba se dio cuenta del desarreglo en que se hallaba, sin dejar de hablar, lo remedió, sin disimular, naturalmente, La vara con la que rayé el suelo ha perdido su virtud, pero va a servir aún para hacer aquí otra raya, y vamos a saber quién se queda de un lado y quién del otro, si es que no podemos quedamos todos juntos del mismo lado, A mí me da lo mismo, me voy mañana, dijo Joaquim Sassa, No, soy yo quien me voy, dijo Pedro Orce, Nos unirnos un día, y del mismo modo podemos separarnos, dijo Joana Carda, pero si hay que buscar un culpable para justificar la separación, ese culpable no es Pedro Orce, si hay algún culpable, somos nosotras dos, María Guavaira y yo, y si creéis que lo que hicimos necesita explicación, es que estábamos todos equivocados desde el día mismo en que nos conocimos, Yo me voy mañana, dijo Pedro Orce, No te vas, dijo María Guavaira, y, si te vas, lo más seguro es que nos separemos todos, porque ni ellos van a ser capaces de quedarse con nosotras, ni nosotras con ellos, y no porque no nos amemos, será porque no somos capaces de comprender. José Anaiço miró a Joana Carda, tendió bruscamente las manos hacia el fuego como si de pronto se le hubieran enfriado, y dijo, Yo me quedo. María Guavaira preguntó, y tú, te vas o quieres quedarte. Joaquim Sassa no respondió de inmediato, acarició la cabeza del perro que se le había acercado, luego pasó la punta de los dedos por el collar de lana azul, hizo lo mismo con el brazalete que llevaba en la muñeca, y dijo al fin, Me quedaré, pero con una condición. No tuvo que decir cuál, Pedro Orce estaba hablando, Soy un viejo, o casi un viejo, estoy en esa edad en que no se sabe bien, pero más viejo que joven, Por lo visto, no tan viejo, sonrió José Anaiço, y su sonrisa era melancólica, Son cosas que pasan, ya veces de tal modo que no vuelven a repetirse, parecía que iba a continuar, pero se dio cuenta de que ya lo había dicho todo, movió la cabeza y se alejó de allí para poder llorar. Si fue mucho o poco, no se sabe, para llorar tenía que estar solo. Aquella noche durmieron todos dentro de la galera, pero aún sangraban las heridas, se quedaron juntas las dos mujeres, juntos los hombres traicionados, y Pedro Orce, de cansado, pasó la noche en un sueño, hubiera querido que lo mortificase el insomnio, pero la naturaleza fue más fuerte.

Los despertaron los pájaros temprano, primero, cuando apenas clareaba, salió Pedro Orce, por la parte de delante de la galera, luego Joaquim Sassa y José Anaiço por detrás, y finalmente las mujeres, como si vinieran todos de mundos diferentes y tuvieran que encontrarse aquí por primera vez. Al principio casi sin mirarse, sólo a hurtadillas, se diría que la visión de un rostro completo sería insoportable, excesiva para las flacas fuerzas con que habían salido de la crisis de estos días. Después del café de la mañana empezaron a oírse palabras sueltas, una recomendación, una petición, una orden cautelosamente formulada, pero el primer problema delicado iba surgir ahora, cómo se colocarían los viajeros en la galera, teniendo en cuenta las complicadas variantes de organización de los grupos, como antes tuvimos la ocasión de explicar. Que fuese Pedro Orce al pescante, ahí no habría duda, pero los hombres y las mujeres, con el rescoldo del conflicto, no podían seguir separados, reparen en la desagradable y equívoca situación, viajar Joaquim Sassa y José Anaiço con Pedro Orce en el pescante, qué charla podrían tener, o, embarazo peor aún, ir delante Joana Carda y María Guavaira, qué conversación sería la de ellas con el cochero, qué evocaciones, y entretanto, debajo del toldo, qué roer de uñas habría, los dos maridos preguntándose el uno al otro, Qué se estarán diciendo. Son situaciones que dan risa cuando.las vemos desde fuera, pero se acaban las risas cuando nos imaginamos a nosotros mismos en el angustioso trance en que éstos se hallan. Afortunadamente, todo tiene remedio, sólo la muerte no lo tiene aún. Ya Pedro Orce estaba sentado en su lugar, empuñando las riendas, a la espera de lo que decidieran los otros, cuando José Anaiço dijo, así, como dirigiéndose a los espíritus invisibles del aire, Que vaya andando la galera, Joana y yo seguiremos un rato a pie, Nosotros también, dijo Joaquim Sassa. Pedro Orce agitó las riendas, los caballos dieron el primer tirón, luego el segundo más convincente, pero ni aunque quisieran podrían ir de prisa, la carretera sube ahora en pendiente fuerte, entre montes que crecen a la izquierda, Estamos en los contrafuertes de los Pirineos, piensa Pedro Orce, sin embargo es tan grande la serenidad de estas alturas que ni parece que haya sido éste el lugar de las dramáticas rupturas relatadas. Detrás vienen las dos parejas, no juntas, claro está, lo que tienen que hablar es para hacerlo entre hombre y mujer, sin testigos.

Las montañas no son buenas para el negocio, y éstas lo serían menos que cualquier otra. A la escasa población que afecta en general a estas encrespadas geografías, se une, en este caso, el susto de las poblaciones que todavía no se han habituado a la idea de que a los Pirineos del lado de aquí les falta el complemento y el apoyo del lado de allá. Las aldeas están casi desiertas, algunas del todo abandonadas, es lúgubre la impresión que causa el ruido de las ruedas de Dos Caballos en el empedrado de las calles, entre puertas y ventanas que no se abren, Mejor estaría en Sierra Nevada, piensa Pedro Orce, y estas mágicas y deslumbrantes palabras le llenaron el pecho de saudade, o añoranza, para usar el vernáculo castellano. Si de tal desolación alguna ventaja se puede sacar, será que los viajeros van a dormir, después de tantas noches de incomodidad y alguna promiscuidad, no nos referimos a una reciente y particular manifestación sobre la que se dividen los juicios y que precisamente andan ahora los interesados discutiendo, la ventaja será que puedan dormir en estas casas abandonadas por sus habitantes, bienes y valores fueron llevados en el éxodo, pero las camas, generalmente, las dejaron. Qué lejos estamos de aquel día en que María Guavaira enérgicamente rechazó la sugerencia de dormir en casa ajena, ojalá esta fácil complacencia de ahora no sea indicio de relajación moral, sino simple efecto de las lecciones de la dura experiencia.

Pedro Orce se quedará solo en una de estas casas, a elegir, en compañía del perro, si se le ocurre dar un paseo nocturno, puede salir y volver cuando quiera, y esta vez no dormirán separados los otros hombres de sus mujeres, van al fin a acostarse juntos Joaquim Sassa y María Guavaira, José Anaiço y Joana Carda, tal vez ya se hayan dicho todo lo que tenían que decirse, tal vez noche adentro continúen hablando pero, si la naturaleza humana sigue siendo lo que ha sido siempre, es natural que por fatiga y tristeza, por comprensible ternura e instante amor, mujer y hombre se aproximen, cambien un primer beso temeroso, luego, bendito sea quien así nos hizo, el cuerpo despierta y pide el otro cuerpo, será una locura, será, las cicatrices laten aún, pero el aura crece, si a esta hora anda Pedro Orce por esas laderas verá resplandecer dos casas de la aldea, acaso sentirá celos, acaso se le llenen otra vez de lágrimas los ojos, pero no sabrá que en este momento sollozan de pesar feliz y de liberada pasión los amantes reconciliados. Mañana será realmente otro día, ya no tendrá importancia decidir quién irá dentro de la galera y quién en el pescante, todas las combinaciones son posibles y ninguna dudosa.