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Cuando, girando y rodando, de oriente a occidente, fue completada media vuelta perfecta, la península empezó a caer. En ese preciso instante, y en sentido absolutamente riguroso, si es que pueden las metáforas ser rigurosas como transportadoras del sentido literal, Portugal y España fueron dos países patas arriba. Dejemos a los españoles que siempre han desdeñado nuestras ayudas, el encargo y la responsabilidad de evocar, lo mejor que sepan y alcancen, los avatares del espacio físico en que viven, y digamos nosotros aquí, con la modesta simplicidad que siempre ha caracterizado a los pueblos elementales, que el Algarve, país del sur del mapa desde la noche de los tiempos, fue, en aquel sobrenatural minuto, la región más al norte de Portugal. Increíble, pero verdad, como hasta ahora viene doctrinando un padre de la Iglesia, no porque esté vivo, los Padres de la Iglesia murieron todos, sino porque en cualquier momento sacan la lección y se sirven de ella tanto para los intereses divinos como para las conveniencias humanas. Si los hados hubieran querido que la península se inmovilizara definitivamente en aquella posición, las consecuencias del hecho, sociales y políticas, culturales y económicas, sin olvidar los aspectos psicológicos, a los que no siempre prestamos la debida atención, las consecuencias, decíamos, en su multiplicidad y efectos, habrían sido drásticas, radicales, en una sola palabra, cósmicas. Baste recordar, por ejemplo, que la célebre ciudad de Porto se vería despojada, sin la menor posibilidad de recurso lógico y topográfico, de su más amado título de capital del norte, y si la referencia, a ojos cosmopolitas, peca de provincianismo y vista corta, imaginen entonces lo que sería encontrar Milán al sur de Italia, en Calabria, y a los calabreses prosperando en el comercio y la industria del norte, transformaciones no del todo imposibles, si tenemos en cuenta lo acontecido en la Península Ibérica.
Pero fue, como hemos dicho, un minuto sólo. Caía la península, pero la rotación no se interrumpió. No obstante, antes de proseguir, convendrá explicar qué significado debemos atribuir, en este contexto, al verbo caer, no desde luego su sentido inmediato, el de la caída de los graves, que literalmente, estaría diciéndonos que la península había empezado a hundirse. Ahora bien, si tras tantos días de navegación, no pocas veces atribulada y con riesgo inmediato de catástrofe, tal calamidad no se produjo, ni otra de calibre semejante, sería el colmo del infortunio relatar ahora la odisea de una inmersión completa. Aunque mucho nos cueste, ya nos resignamos a que Ulises no llegue a la playa a tiempo de encontrar a la dulce Nausací, pero permítase al menos que el cansado mareante llegue a tierra en la isla de los feacios, y, no pudiendo ser ésa, otra cualquiera, basta que repose la cabeza en su propio antebrazo, si un regazo femenino, ofrecido, no lo espera. Tranquilicémonos, pues. La península, lo juramos, no se está hundiendo en el mar cruel, donde, si tal cataclismo aconteciera, desaparecería toda sin dejar siquiera como muestra el más alto pico de los Pirineos, tan hondos son aquí los abismos. La península cae, sí, no hay otra manera de decirlo, pero hacia el sur, porque así dividimos el planisferio, en alto y bajo, en superior e inferior, en blanco y negro, hablando en sentido figurado, aunque debería causar cierto asombro el que no usen los países de debajo del ecuador mapas al contrario, que justicieramente diesen del mundo la imagen complementaria que falta. Pero las cosas son como son, tienen esa irresistible virtud, y hasta un niño de la escuela entiende la lección a la primera, sin más explicaciones, el mismo diccionario de sinónimos, tan livianamente despreciado, nos lo confirmaría, para abajo, se cae, y suerte para nosotros que esta balsa de piedra no se vaya al fondo, borbotando por cien millones de pulmones, mezclando las dulces aguas del Tajo y del Guadalquivir en la onda amarga del infinito mar.
No faltará por ahí, nunca faltó, quien afirme que los poetas, realmente, no son indispensables, y yo pregunto qué sería de todos nosotros si no viniera la poesía a ayudarnos a comprender cuán poca claridad tienen las cosas que llamamos claras. Hasta este momento, cuando ya van escritas tantas páginas, la materia narrativa ha quedado reducida a la descripción de un viaje oceánico, aunque no del todo banal, e incluso en este dramático instante en que la península retoma su camino, ahora hacia el sur, al mismo tiempo que sigue rodando alrededor de su imaginario eje, ciertamente no sabríamos rebasar y enriquecer el simple enunciado de los hechos si no viniera en nuestra ayuda la inspiración de aquel poeta portugués que comparó la revolución y descenso de la península a un niño que, en el vientre de su madre, da la primera voltereta de su vida. El símil es magnífico, aunque tengamos que censurar en él la sumisión a las tentaciones del antropomorfismo, que todo lo ve y juzga en relación obligatoria con el hombre, como si, de hecho, la naturaleza no tuviera más cosa que hacer que pensar en nosotros. Sería todo más fácil de entender si confesáramos, simplemente, nuestro infinito miedo, el que nos lleva a poblar el mundo de imágenes a la semejanza de lo que somos o creemos ser, salvo si tan obsesivo esfuerzo es, al contrario, una invención del coraje, o la simple obstinación de quien se niega a no estar donde el vacío esté, a no dar sentido a lo que sentido no tiene. Probablemente, el vacío no puede ser llenado por nosotros, y eso a lo que llamamos sentido no pasará de ser un conjunto fugaz de imágenes que en cierto momento parecen armoniosas, o en las que la inteligencia, presa del pánico, intentó poner razón, orden, coherencia.
Generalmente, la voz de los poetas es una voz incomprendida, cosa que, siendo regla, tiene también sus excepciones, como se ve en este episodio lírico, cuando la feliz metáfora fue glosada de todas las maneras y repetida por todas las bocas, sin que, pese a todo, participaran de este entusiasmo la mayor parte de los poetas, cosa que no nos debe sorprender, teniendo en cuenta que no están libres de los muy humanos sentimientos de envidia y despecho. Una de las más interesantes consecuencias de la inspirada comparación fue la resurgencia, aunque mitigada por las transformaciones que la modernidad llevó a la vida familiar, del espíritu matriarcal, del influjo matrio, del que, viendo los hechos conocidos, hay muchas razones para pensar que han sido Joana Carda y María Guavaira precursoras, por sus modos de sutileza natural, no a base de dureza y razón pensada. Las mujeres, decididamente, triunfaban. Sus órganos genitales, con perdón por la crudeza anatómica, eran expresión, simultáneamente reducida y ampliada, de la mecánica expulatoria del universo, de esa maquinaria que procede por extracción, ese nada que va a ser todo, ese paso ininterrumpido de lo pequeño a lo grande, de lo finito a lo infinito. En este punto, hay que verlo, los glosadores y hermeneutas perdían pie, no es de extrañar, porque hasta con exceso nos ha enseñado la experiencia cuán insuficientes son las palabras a medida que nos acercamos a la frontera de lo inefable, queremos decir amor y no tenemos lengua bastante, queremos decir quiero y decimos no puedo, queremos pronunciar la palabra final y nos damos cuenta de que ya habíamos vuelto al principio.
Pero en la acción recíproca de causas y efectos, otra consecuencia, al mismo tiempo hecho y factor, vino a aligerar la gravedad de las discusiones y poner a todos, por así decirlo, a repartir sonrisas y abrazos. Fue el caso que, de una hora a otra, descontando la exageración que estas fórmulas tan expeditas siempre encierran, todas o casi todas las mujeres fértiles se declararon grávidas, pese a no haberse comprobado ninguna alteración importante en las prácticas contraconceptivas de ellas o de ellos, nos referimos, claro está, a los hombres con quienes cohabitaban regular o accidentalmente. En el punto en que están las cosas, ya nadie se sorprende de nada. Han pasado unos meses desde que la península se separó de Europa, hemos viajado millares de kilómetros por este mar violentamente abierto, y por poco no choca el leviatán contra las asustadas islas Azores, o no tenía que chocar, como luego se vio, pero eso no lo sabían los hombres y las mujeres que de un lado y de otro fueron obligados a huir, ocurrieron estas y tantas cosas más, esperar el sol por la izquierda y verlo aparecer por la derecha, y la luna, a la que no le basta la inconstancia en que anda desde que se separó de la tierra, y también los vientos que de todas partes soplan, y las nubes que corren desde todos los horizontes y giran sobre nuestras cabezas deslumbradas, sí, deslumbradas, porque encima de nosotros hay un fuego vivo, como si el hombre, definitivamente, no hubiese tenido que salir con histórica lentitud de la animalidad y pudiera ser puesto otra vez, entero y lúcido, en un mundo recién formado, limpio y de belleza intacta. Habiendo todo esto acontecido, diciendo el tal portugués poeta que la península es un niño que viajando se formó y ahora se revuelve en el mar para nacer, como si estuviera en el interior de un útero acuático, qué motivos habría para asombramos de que los humanos úteros de las mujeres se ocupasen, quizá las fecundó la gran piedra que baja hacia el sur, ni siquiera sabemos si son hijas de los hombres estas nuevas criaturas, o si su padre es el gigantesco tajamar que va empujando las olas hacia delante, penetrándolas, aguas murmurantes, el soplo y el suspiro de los vientos.
De esta preñez colectiva tuvieron información por radio los viajeros, y por los diarios también, y la televisión no dejaba el caso, apenas veía una mujer por la calle le ponía un micrófono en la cara, la asaltaba con preguntas, cómo fue y cuándo, y qué nombre le va a poner al niño, pobre mujer, con las cámaras devorándola, se ruborizaba, balbuceaba, si no invocaba la constitución es porque sabía que no iban a tomarla en serio. Entre los viajeros de la galera se nota el regreso de una cierta tensión, si todas las mujeres de la península estaban grávidas, estas dos que aquí van no abren la boca sobre sus propios accidentes, y se comprende el silencio, si declaran su preñez, inevitablemente Pedro Orce iba a incluirse en la lista de paternidad, y la armonía tan dolorosamente restablecida una primera vez no sobreviviría a un segundo golpe. Por eso Joana Carda y María Guavaira, una noche, cuando estaban sirviendo la cena a los hombres, dijeron con tono de sonriente despecho, Ya veis, todas las mujeres embarazadas en España y Portugal, y nosotras aquí sin esperanza. Acéptese este minuto de fingimiento, acéptese que finjan José Anaiço y Joaquim Sassa su propio despecho, el despecho de quien ve puesto en duda por la mujer su propio poder fecundador, y lo peor es que hay algunas posibilidades de que el fingido sarcasmo acierte, porque si bien es verdad que las dos mujeres están grávidas, también es verdad que ninguna sabe de quién. Con tantos qués no parece que la atmósfera se haya aliviado, pasado el tiempo se verá que estaban grávidas Joana Carda y María Guavaira cuando negaron que lo estuviesen, qué explicaciones darán entonces, la verdad está siempre a nuestra espera, hasta que un día no podemos ya huir de ella.
Visiblemente embarazados aparecieron los ministros de los dos países en la televisión, y no es que debiera ser motivo de vergüenza hablar de la explosión demográfica que se va a verificar en la península dentro de nueve meses, nacerán de doce a quince millones de criaturas prácticamente al mismo tiempo, gritando en coro a la luz, la península convertida en una casa de maternidad, las felices madres, los sonrientes padres, en los casos en que aparezcan suficientes las certezas. Desde este punto de vista es posible extraer incluso algún efecto político, exhibir cierta demagogia, apelar a la austeridad en nombre del futuro de nuestros hijos, disertar sobre la cohesión nacional, comparar esta fertilidad con la esterilidad del resto del mundo occidental, pero no es posible evitar que cada uno de nosotros se complazca en el pensamiento de que, para que se opere esta explosión demográfica, tuvo que haber antes una explosión genesíaca, dado que nadie cree que la fecundación colectiva haya sido de orden sobrenatural. Está el primer ministro hablando de las medidas sanitarias que hay que adoptar, desde el plano de la asistencia obstétrica nacional, del encuadramiento y distribución, llegado el momento, de brigadas de ginecólogos y parteras, y se le ve en la cara una contradicción de sentimientos, la gravedad de la expresión oficial lucha con las ganas de reír, parece que de un momento a otro va a decir, Portugueses, portugueses, grande va a ser nuestro provecho, y espero que no haya sido menor el gusto, que hacer hijos sin la buena alegría de la carne es la peor de las condenas. Hombres y mujeres escuchan, cambian sonrisas y miradas, está claro lo que en este momento están recordando, aquella noche, aquel día, aquella hora en la que movidos por súbito impulso se allegaron e hicieron lo que debía hacerse, bajo un cielo que lentamente iba rodando, un loco sol, una loca luna, las estrellas en torbellino. A primera vista se dirá que todo viene siendo ilusión y sueño, pero cuando aparezcan por ahí las mujeres con la barriga empinada, entonces se verá que no dormíamos.
El presidente de la América del Norte habló también al mundo, dijo que, pese a la mudanza de rumbo de la península, en dirección a un ignoto lugar del sur, nunca los Estados Unidos harán dejación de sus responsabilidades para con la civilización, la libertad y la paz, pero que los pueblos peninsulares no podían contar, ahora que penetraban en áreas conflictuales de influencia, No pueden contar, repito, con una ayuda igual a la que les esperaba cuando parecía que su futuro iba a ser indisociable del de la nación americana. Éstas fueron, tropo más, tropo menos, las declaraciones que hizo al auditorio mundial. Pero, en privado, en el secreto del despacho oval, y mientras agitaba el hielo en el bourbon, el presidente dijo a sus consejeros, Si ésos acaban encallando en la Atlántida, se acabaron nuestras preocupaciones, adónde iríamos aparar con el mundo vagando de un lado a otro, no habría estrategia que aguantara, por ejemplo, las bases que aún tenemos en la península, de qué nos sirven ahora, sólo para soltarles una carga de misiles a los pingüinos. Uno de los consejeros observó que el nuevo rumbo, vistas bien las cosas, no era tan malo, Están bajando entre África y la América Latina, señor presidente, Sí, el rumbo puede traemos beneficios, pero también puede agravar las indisciplinas de la región, y tal vez a causa de este recuerdo irritante, el presidente dio un puñetazo en la mesa que hizo saltar el sonriente retrato de la primera dama. Un consejero viejo se sobresaltó, paseó los ojos a su alrededor, y dijo, Cuidado, señor presidente, un puñetazo así sabe Dios qué consecuencias puede tener.