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13

La cena transcurría casi en silencio. Alfred Tannenberg evitaba dirigirse a Ahmed, quien tampoco tenía gran interés en hablar con él, de manera que el esfuerzo de mantener la ficción de la normalidad recaía sobre Clara.

Apenas terminaron de cenar, Clara pidió a su abuelo que no se retirara a descansar.

– ¿Qué es lo que quieres?

– Que hablemos. No puedo soportar esta tensión que hay, entre Ahmed y tú, necesito que me digáis qué está pasando.

Los dos hombres se miraron sin saber qué postura adoptar; fue Ahmed quien rompió el silencio.

– Tu abuelo y yo tenemos diferencias de criterio.

– ¡Ah!, y eso significa que habéis decidido no hablaros, ¿no? ¡Os vais a cargar la misión arqueológica! No se puede comenzar nada si en casa parece que estamos de funeral. ¿Qué es lo que pasa? ¿Cuál es esa diferencia de criterio tan tremenda que os miráis como si fuerais a saltar el uno sobre el otro?

Alfred Tannenberg no estaba dispuesto a rebajarse ni ante su nieta ni mucho menos ante su marido. Consideraba indigna esa conversación, de manera que la cortó.

– Clara, me niego a mantener esta conversación. Preocúpate de organizar la misión, toda la responsabilidad será tuya. A ti te pertenece la Biblia de Barro, eres tú quien la debe encontrar y sobre todo quien tiene que saber conservarla. Todo lo demás es irrelevante ante lo que tenemos por delante. Por cierto, no te lo he dicho, pero me voy a El Cairo unos días. Pero antes de irme te dejaré dinero suficiente, dólares, para que puedas afrontar la excavación. Deberás llevarlo contigo y administrarlo. ¡Ah! Quiero que Fátima te acompañe.

– ¿Fátima? Pero, abuelo, ¿cómo voy a llevar a Fátima a una misión arqueológica? ¿Qué quieres que haga allí?

– Cuidar de ti.

Cuando Tannenberg expresaba un deseo nadie se atrevía a contradecirle, ni siquiera Clara.

– De acuerdo, abuelo, pero ¿no podíais Ahmed y tú hacer las paces por mí? Me siento tan incómoda en esta situación…

– Niña, no te metas. Déjalo estar.

Ahmed no había pronunciado ni una palabra más. Cuando salió el abuelo de Clara, la miró furioso.

– ¿No podías haber evitado este numerito? No te empeñes en que siempre sea Navidad.

– Mira, Ahmed, no sé qué os pasa a mi abuelo y a ti, pero sé que llevas una temporada agresivo y desagradable con todo el mundo, especialmente conmigo. ¿Por qué?

– Estoy cansado, Clara, no me gusta cómo vivimos.

– ¿Y cómo vivimos?

– Encerrados en la Casa Amarilla, al albur de lo que quiera tu abuelo. Él marca nuestra existencia, nos llena las horas del día diciéndonos qué tenemos que hacer, en qué no debemos equivocarnos. Aquí me siento preso.

– ¿Por qué no te marchas? Yo no puedo obligarte a que te quedes y tampoco te lo voy a pedir. Estás en tu derecho de tener una vida distinta si no te gusta la que tenemos.

– ¿Me invitas a irme? ¿No se te ocurre pensar que podemos irnos los dos?

– Yo soy parte de la Casa Amarilla, no me puedo escapas de mí misma. Además, Ahmed, yo soy feliz aquí.

– Me hubiera gustado continuar viviendo en San Francisco. Allí fuimos felices.

– Yo soy feliz aquí, soy iraquí.

– No, no eres iraquí, sólo has nacido aquí.

– ¿Vas a decirme de dónde soy? Claro que he nacido aquí, y me he educado aquí y he sido feliz aquí, y quiero seguir siéndolo. Yo no necesito ir a ninguna parte para ser feliz, todo lo que quiero está aquí.

– Pues yo todo lo que quiero no lo encuentro; desde luego sé que no está en esta casa ni en este país. Irak no tiene futuro, se lo están arrebatando.

– ¿Qué quieres hacer, Ahmed?

– Irme, Clara, irme.

– Pues vete, Ahmed, yo no haré nada por retenerte. Te quiero mucho, demasiado para desear que te quedes siendo infeliz. ¿Puedo hacer algo?

Ahmed se sorprendió de la reacción de Clara. Incluso se sintió herido en su amor propio. Su mujer no le necesitaba, le quería pero no le necesitaba, y dejaba claro que no haría nada por retenerle; al contrario, facilitaría su marcha.

– Te ayudaré a encontrar la Biblia de Barro. Creo que puedes necesitar mi ayuda, sobre todo si tu abuelo se va a El Cairo. Luego, cuando todos se marchen, me iré con ellos. No podré ir a Estados Unidos, pero buscaré refugio en Francia o en el Reino Unido, esperaré a que llegue el momento en que los iraquíes dejemos de estar apestados y pueda regresar a San Francisco.

– No tienes por qué quedarte, Ahmed. Agradezco que quieras ayudarme, pero ¿crees que es buena idea que vivamos los próximos meses como si no pasara nada, sabiendo que después te irás?

– ¿Tú no vendrás?

– No, no iré, yo me quedaré en Irak. Quiero vivir aquí. Me gustó América, fuimos felices allí. Yo nunca había salido de Oriente. Mi abuelo nunca me lo permitió. Mi vida transcurría entre Irak, Egipto, Jordania, Siria y nada más. Sí, me gustará ir algún día a Nueva York y a San Francisco, pero de visita. Te lo repito, yo viviré siempre aquí.

– ¿Te das cuenta de que esto es el comienzo de nuestra separación?

– Sí. Lo siento, lo siento mucho porque yo te quiero, pero creo que ninguno de los dos debemos de renunciar a ser nosotros mismos porque entonces no nos reconoceríamos y terminaríamos odiándonos.

– Si no quieres que me quede para ayudarte a encontrar la Biblia de Barro, procuraré buscar la manera de salir de Irak.

– Mi abuelo te ayudará.

– No lo creo.

– Te aseguro que lo hará.

– De todas maneras, piensa en mi oferta: no me importa quedarme unos meses. Sé que te puedo ser útil, y a pesar de mi deseo de marcharme, me gustaría ayudarte.

– Esta noche ya hemos hablado bastante, Ahmed, déjame pensar hasta mañana. ¿Dónde dormirás?

– En el sofá de mi despacho.

– Bien, tenemos que hablar de los detalles del divorcio, pero si no te importa lo haremos mañana.

– Gracias, Clara.

– Es que yo te quiero, Ahmed.

– Yo también te quiero, Clara.

– No, Ahmed, no me quieres, en realidad hace tiempo que dejaste de quererme. Buenas noches.

Volvían a estar en silencio mientras desayunaban. Fátima entró en el comedor en busca de Ahmed con paso presuroso.

– Le llama el señor Picot. Dice que es urgente.

Ahmed se levantó y salió de la estancia en busca del teléfono.

– Ahmed al habla.

– Soy Picot. Tengo ya una lista provisional de las personas que participarán en la misión arqueológica. Se la acabo de pasar por e-mail para que tramite cuanto antes los visados. También he decidido mandar a dos personas por delante con parte del material para que lo vayan montando. Cuando lleguemos el resto, me gustaría que hubiese ya organizada cierta infraestructura para que comencemos cuanto antes a trabajar.

»Necesito que arregle los papeles con rapidez para que no haya problemas de aduana ni fastidien a mi gente.

– Cuente con ello. ¿Qué manda?

– Tiendas, comestibles no perecederos, material arqueológico… Cuando lleguemos quiero que tengamos preparadas las tiendas donde vamos a vivir, y que el contingente de obreros esté seleccionado. ¿Se encargará de todo?

– De todo lo que me dé tiempo. Verá, seguramente no participaré en esta misión.

– ¿Cómo dice?

– Tranquilo, no pasa nada. Clara se hará cargo de todo. Pero no se preocupe, que estos primeros encargos los podré hacer aún yo.

– Oiga, ¿qué pasa? Vamos a invertir un montón de dinero en esa excavación; me ha costado lo que no imagina convencer a un grupo de estudiantes y arqueólogos para que vayan a Irak y ahora usted me dice que no estará. ¿Qué broma es ésta?

– No es ninguna broma. El que yo no participe en la excavación no cambiará los términos del acuerdo al que llegamos. Es irrelevante mi presencia, todo lo que necesite lo tendrá. Le aseguro que Clara es una arqueóloga muy capaz, no necesita mi ayuda para llevar adelante la expedición, ni usted tampoco.

– No me gustan estos imprevistos.

– Yo odio los imprevistos, pero así es la vida, amigo. En todo caso ahora leeré su e-mail e iré solucionando lo que pide. ¿Quiere hablar con Clara?

– No, ahora no. Más tarde.

Clara le observaba desde el quicio de la puerta. Había escuchado parte de la conversación.

– Picot no se fía de mí.

– Picot no te conoce. Se maneja con estereotipos, así que si tú eres iraquí, lo que te corresponde es llevar velo y no ser capaz de dar un paso sin tu marido. Ésa es la imagen que en Occidente tienen de Oriente. Ya cambiará de opinión.

– Le preocupa que tú no estés.

– Sí, le preocupa. Pero tú no debes preocuparte. En realidad, no me necesitáis para nada. Clara, hemos repasado hasta la saciedad lo que hay que hacer. Conoces Safran mejor que yo, y de arqueología mesopotámica nadie te puede dar ni una sola lección. Además, he pensado que puedes nombrar ayudante a Karim. Es un historiador bastante capaz. Por otra parte, es el sobrino del Coronel y le encantará participar en una misión arqueológica.

– ¿Y tú, qué le dirás? ¿Cómo explicarás que no vas a estar?

– Tenemos que hablarlo, Clara, tenemos que decidir cómo nos separamos, cuándo y cómo lo decimos, qué hacemos a continuación. Hagámoslo lo mejor posible, por ti, por mí, por todos.

Clara asintió. Deseaba sinceramente que pudieran separarse como habían comenzado a hacerlo: sin reproches ni escenas. Pero se preguntaba en qué momento y a causa de qué darían rienda suelta a todas las emociones contenidas.

– ¿Qué te ha pedido Picot?

– Vamos al despacho a leer el e-mail. Luego nos pondremos a trabajar. No hay tiempo que perder. Tengo que llamar Coronel. Picot envía por anticipado parte del material y no quiere problemas en la aduana. ¿Tienes a mano el plan de trabajo que hicimos?

– Lo tiene mi abuelo, se lo dejé para que lo viera.

– Pues ve a buscarlo y, si estás lista, te vienes conmigo al ministerio y nos ponemos a preparar la expedición. Hay que empezar a mandar gente a Safran. Puede que uno de los dos deba ir de avanzadilla.

Alfred Tannenberg continuaba en el comedor y no disimuló su enfado cuando Clara entró.

– ¿Desde cuándo te has vuelto tan maleducada que me dejas con el plato puesto en la mesa y te vas? ¿Se puede saber qué pasa?

– Era Picot.

– Sí, ya he oído que era Picot. ¿Debe parar el mundo cuando llama Picot?

– Perdona, abuelo, pero ya sabes que es importante para lograr nuestro objetivo. Ha llamado para anunciar que manda por delante el material y a algunos colaboradores para que, cuando él llegue esté todo preparado y podamos ponernos a trabajar. Debemos resolver los problemas de la aduana. Ahmed hablará con el Coronel. Y uno de nosotros dos irá a Safran para que todo esté a punto cuando empiece a llegar el material. Tenemos que seleccionar a los obreros, terminar de acordar con el jefe de la aldea el salario del que hablamos…, en fin, un montón de cosas.

– De acuerdo, pero no vuelvas a dejarme solo sentado en la mesa. Nunca.

– No te enfades, por favor, estamos tan cerca de alcanzar tu sueño…

– No es un sueño, Clara, la Biblia de Barro existe, está ahí, sólo tienes que encontrarla.

– La encontraré.

– Bien, y cuando lo hagas coge las tablillas y regresa lo antes que puedas.

– No les pasará nada, te lo aseguro.

– Dame tu palabra de que no permitirás que nadie, nadie, se haga cargo de ellas.

– Te doy mi palabra.

– Ahora vete a trabajar.

– Precisamente venía a pedirte que me devolvieras los papeles con el plan que habíamos hecho entre Ahmed y yo.

– Están encima de la mesa de mi despacho, cógelos. Y en cuanto a Ahmed, cuanto antes se vaya, mejor.

Clara le miró asombrada. ¿Cómo era posible que su abuelo supiera lo que estaba pasando entre Ahmed y ella?

– Abuelo…

– Que se vaya, Clara, no le necesitamos ninguno de los dos. Lo pasará mal sin nosotros, porque sin nosotros no es nada.

– ¿Cómo sabes que Ahmed se va?

– Sé todo lo que pasa en la Casa Amarilla. ¿Qué clase de estúpido sería si no supiera lo que pasa en mi casa?

– Yo le quiero, te pido que no le perjudiques; si lo haces, no te lo perdonaré.

– Clara, en esta casa soy yo el que decide sobre todos vosotros. No me digas lo que puedo hacer o no.

– Sí, abuelo, sí te lo digo. Si le haces algo a Ahmed, yo también me iré.

El tono de voz de Clara no dejaba lugar a dudas. Alfred Tannenberg se dio cuenta de que la advertencia de su nieta era real.

Cuando entró en el todoterreno de su marido la tensión se reflejaba en el rostro de Clara.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ahmed.

– Sabe que nos separamos.

– ¿Y con qué me ha amenazado?

Clara sintió el desgarro que le estaban produciendo los dos hombres a quienes más quería en el mundo. No soportaba la animadversión que se tenían.

– Vamos, Ahmed, mi abuelo siempre se ha portado bien contigo, no utilices ese tono.

– Le conozco bien, Clara, por eso le temo.

– ¿Le temes? Él se ha volcado en ayudarte, no hay nada que hayas querido que no te lo haya dado, no sé por qué tienes que temerle.

Ahmed se calló. No quería descubrir a Clara la parte oscura de los negocios de su abuelo, negocios en los que él había participado por ambición.

– Tu abuelo ha sido generoso, sin duda, pero yo he trabajado lealmente a su lado, sin cuestionar jamás lo que hacía.

– ¿Y por qué debías de cuestionar lo que hace mi abuelo? -preguntó Clara enfadada.

– Vamos, Clara, no vayamos a estropearlo todo por culpa de tu abuelo. Estamos llevando las cosas bastante bien.

– Me doy cuenta de que no os soportáis el uno al otro. ¿Desde cuándo? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo no me he dado cuenta?

– No te hagas tantas preguntas. Estas cosas pasan en las familias, en los negocios, entre los amigos. Un día te dejas de entender con la gente y ya está.

– ¿Así de simple?

– ¿Quieres hacerlo complicado?

– ¡Quiero que no lo hagáis complicado ninguno de los dos, quiero que me dejéis en paz, quiero que no me convirtáis en vuestro campo de batalla!

Ahmed asintió. Iba conduciendo y no le veía la cara, pero se daba cuenta de que la armonía que había reinado entre ellos estaba a punto de quebrarse.

– Por mi parte procuraré hacer las cosas fáciles. Yo no quiero hacerte daño por nada del mundo. No te lo mereces.

– ¡Claro que no me lo merezco! De manera que no me fastidiéis.

– Bien, ¿qué le has dicho a tu abuelo?

– Nada, simplemente no le he negado que vayamos a separarnos. Quiere que te vayas cuanto antes.

– En eso estoy de acuerdo con él. Me iré de la Casa Amarilla. Puedo irme a casa de mi hermana.

De repente Clara sintió un dolor agudo en el pecho. Una cosa era hablar en abstracto de separarse y otra ver materializarse la separación.

– Haz lo que creas conveniente, lo que sea mejor para ti.

– Para los dos, Clara, para los dos.

Estuvo a punto de decirle que ella no quería separarse, que empezaba a sentir miedo por el dolor que ya le estaba acarreando saber que él se iba. Pero no lo dijo, prefería seguir intentando mantener la dignidad.

– Verás, Ahmed, lo único que quiero es que nos evitemos escenas el uno al otro. Y sobre todo quiero pedirte que no te enfrentes a mi abuelo. Yo le quiero.

– Ya lo sé, Clara, sé lo mucho que le quieres. Lo haré por ti; al menos lo intentaré.

Cuando entraron en el ministerio ya habían cambiado de conversación. Hablaban de quién de los dos iría a Safran.

– Voy yo, Ahmed, luego tú no estarás y prefiero saber desde el principio cómo se ha organizado todo, elegir yo a los obreros.

No le dijo que marcharse le ayudaría a despejar la angustia que estaba empezando a sentir.

– De acuerdo, puede que tengas razón. Yo me quedaré aquí y te ayudaré desde Bagdad. Así, de paso, voy organizando mi salida.

– ¿Cómo te vas a ir?

– No lo sé.

– Te acusarán de traición, Sadam puede enviar a alguien para que te asesine.

– Sí, es un riesgo que debo correr.

Pasaron el resto de la mañana al teléfono, arreglando papeles y permisos. A mediodía, Ahmed se fue a almorzar con el Coronel y Clara regresó a la Casa Amarilla.

– Llegas a tiempo para el almuerzo -le dijo Fátima- tu abuelo está en el despacho con una visita.

Clara se fue a su cuarto a refrescarse después de ordenar a Fátima que le avisara cuando su abuelo bajara a almorzar.

Tannenberg terminó de leer el último folio ante la mirada expectante de su interlocutor. Luego guardó cuidadosamente los papeles en una carpeta que depositó en el cajón superior de la mesa del despacho y clavó los ojos de acero en Yasir.

– Iré a El Cairo. Organiza una conferencia con Robert Brown, quiero que vaya a un lugar donde no le puedan intervenir el teléfono.

– Imposible. Los satélites norteamericanos graban todo, especialmente las conversaciones entre Estados Unidos y este pobre rincón del mundo.

– Déjate de florituras, Yasir, quiero hablar con Robert.

– No será posible.

– Tendrá que serlo. Quiero hablar con él y con otros amigos. O buscan la manera de que hablemos o les llamaré directamente a sus despachos. Hay que discutir el plan que me han enviado, ellos no conocen esto y han decidido cosas absurdas. Tal y como lo han planificado, sería un desastre. Además, quiero el mando, como siempre. No acepto que envíen a nadie a dirigir la operación. ¿Por qué? Porque en esta zona mando yo, es mi territorio, de manera que no van a sacarme de él.

– Nadie te quiere sacar de ninguna parte. Saben que no te encuentras bien y te mandan refuerzos.

– No empieces a subestimarme, Yasir, no te equivoques tú también.

– Puede que estén enfadados por lo de Clara en Roma, porque te hayas puesto al descubierto anunciando lo de la Biblia de Barro.

– Ése no era asunto suyo. Diles que quiero hablar directamente con ellos; de lo contrario no habrá operación.

– Pero ¿qué dices? ¿Quieres arruinarnos a todos?

– No, lo que quiero es saber exactamente qué va a pasar y cuándo. Tenemos que organizarlo cuidadosamente. Quiero que venga un hombre de Paul Dukais a hablar conmigo. Yo le diré cómo haremos lo que tenemos que hacer. Paul tiene un zoo, y los gorilas no sirven para todo. Dirigiré la operación a mi manera. Los hombres de Paul harán lo que yo diga, cuando yo diga y donde yo diga. Si no, te aseguro que nadie hará nada, salvo que quieran una guerra particular.

– Pero ¿qué te pasa, Alfred? Parece que te estás volviendo loco.

El anciano se levantó, se dirigió a su interlocutor y le abofeteó.

– Yasir, dejaste de comer mierda de camello el día en que me conociste. No lo olvides.

Los ojos negros del hombre brillaron de odio. Hacía toda una vida que se conocían, pero aquella afrenta no se la perdonaría.

– Vete y haz lo que te he dicho.

Yasir salió del despacho sin mirar atrás, sintiendo todavía la palma de la mano de Alfred en la mejilla.

El anciano encontró a Clara sentada, sola, en la mesa a la sombra de las palmeras, escuchando el rumor del agua de la fuente. Ella se levantó y le dio un ligero beso en el rostro bien afeitado. Le gustaba el olor a tabaco que desprendía su abuelo.

– ¡Tengo hambre, te has retrasado, abuelo! -le dijo a modo de saludo.

– Siéntate, Clara, me alegro de que estemos solos, tenemos que hablar.

Fátima terminó de colocar varias fuentes con distintas clases de ensalada y arroz para que se sirvieran con la carne y luego les dejó.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Tannenberg.

– No sé a qué te refieres…

– Ahmed se va. ¿Tú qué quieres?

– Yo me quedo en Irak. Éste es mi país, aquí está mi vida. La Casa Amarilla es mi casa. No me siento con ganas de convertirme en una exiliada.

– Si cae Sadam lo pasaremos mal. Nosotros también tendremos que irnos. No podemos estar aquí cuando lleguen los norteamericanos.

– ¿Llegarán?

– Acabo de recibir un informe confirmándome que la decisión está tomada. Confiaba en que no fuera así, en que lo de Bush fuera una bravuconada, pero, al parecer, los preparativos para la guerra están en marcha. Ya han decidido hasta el día D. Debemos empezar a prepararnos. Me voy a El Cairo, tengo que organizar algunas cosas y hablar con los amigos de allí.

– Tú eres un hombre de negocios, te has entendido con Sadam, es verdad, pero como tantos otros. No pueden represaliar a todos los iraquíes a los que les ha ido bien con este régimen.

– Si llegan, harán lo que quieran. Un ejército que gana una guerra puede hacer lo que quiera.

– No quiero irme de Irak.

– Pues tendremos que irnos, al menos hasta que sepamos qué va a pasar.

– Entonces, ¿por qué vamos a iniciar la excavación?

– Porque o encontramos ahora la Biblia de Barro o se perderá para siempre. Es nuestra última oportunidad. Nunca imaginé que Shamas hubiera regresado a Ur.

– En realidad a Safran.

– Está al lado, tanto da. Los patriarcas eran nómadas, iban de un lado a otro con el ganado y se asentaban temporalmente en algún lugar. No sería la primera vez que iban a Jaran, ni que regresarían a Ur. Pero siempre creí que la Biblia de Barro, de existir, estaría en Jaran o en Palestina, puesto que Abraham se dirigió a Canaán.

– ¿Cuándo te vas a El Cairo?

– Mañana temprano.

– Yo iré a Safran.

– ¿Y Ahmed? -El tono con el que preguntó por el marido de su nieta era neutro.

– Necesita alguna excusa para dejar Irak. ¿Le ayudarás?

– No, no lo haré. Tenemos negocios que terminar. Cuando lo hagamos, por mí puede irse al infierno. Pero tiene que cumplir, no se puede ir sin cumplir lo que ha firmado.

– ¿Qué negocio es?

– Arte, es a lo que me dedico.

– Ya lo sé, pero ¿por qué se tiene que quedar Ahmed?

– Porque es necesario para que salga bien el negocio que estoy a punto de hacer.

– Creí que querías que se fuera cuanto antes.

– He cambiado de opinión.

– Tendrás que hablar con él. Hemos acordado que deja la Casa Amarilla y se va a casa de su hermana.

– No me importa dónde viva, lo que quiero es que se quede hasta que lleguen los americanos.

– No querrá.

– Te aseguro que lo hará.

– ¡No le amenaces!

– ¡No le estoy amenazando! Somos hombres de negocios. Él no puede huir ahora. Ahora no. Tu marido ha ganado mucho dinero gracias a mí y me necesita para irse de aquí.

– ¿No le ayudarás si no quiere quedarse?

– No, no lo haré, ni siquiera por ti, Clara. Ahmed no va a arruinar el trabajo de toda una vida.

– Quiero saber qué es lo que tiene que hacer que sólo puede hacer él.

– Nunca te he metido en mis negocios y no lo voy a hacer ahora. De manera que cuando veas a Ahmed dile que quiero hablar con él.

– Vendrá está noche a por algunas cosas.

– Que no se vaya sin verme.

* * *

– No se fía de nosotros.

George Wagner utilizaba el tono de voz neutro que aquellos que le conocían sabían que presagiaba tormenta. Y Enrique Gómez le conocía bien, de manera que aunque hablaban por teléfono y a tantos miles de kilómetros de distancia no le costaba imaginar a su amigo con un rictus tenso en la comisura de los labios y un tic del ojo derecho que le hacía mover el párpado.

– Cree que lo de los italianos y su nieta ha sido cosa nuestra -respondió Gómez.

– Sí, eso cree, y lo peor es que no sabemos quién los envió. Yasir nos ha mandado decir que Alfred quiere hablar con todos nosotros y que no habrá operación si no la dirige él. Quiere que Dukais envíe a uno de sus hombres para discutir con él cómo se harán las cosas y amenaza con que no habrá operación si no se hace a su modo.

– Él conoce el terreno, George, en eso tiene razón. Sería una locura dejar la operación sólo en manos de Dukais. Sin Alfred no se puede hacer.

– Sí, pero Alfred no nos puede amenazar ni poner condiciones.

– Nosotros no queremos la Biblia de Barro para exponerla en un museo, y él la quiere para su nieta, bien, tenemos una divergencia, pero no podemos dejar de fiarnos de Alfred o echar todo por la borda por la cabezonería de ver quién se impone a quién. Corremos el riesgo de equivocarnos si desatamos una guerra entre nosotros. Si hemos llegado hasta aquí ha sido porque hemos actuado como una orquesta, cada cual en su papel.

– Hasta que Alfred ha decidido desafinar.

– No exageremos, George, y entendamos que lo de la Biblia de Barro lo hace por su nieta.

– ¡Esa estúpida!

– Vamos, no es ninguna estúpida, es su nieta. Tú no lo entiendes porque no tienes familia.

– Nosotros somos nuestra familia, nosotros, sólo nosotros, ¿o lo has olvidado ya, Enrique?

Enrique Gómez guardó silencio, pensando en Rocío, en su hijo José, en sus nietos.

– George, algunos hemos formado otra familia, y también nos debemos a ellos.

– ¿Tú nos sacrificarías por esa familia que has formado?

– No me hagas esa pregunta porque no tiene respuesta. Yo quiero a mi familia, y en cuanto a vosotros… sois como mis brazos, mis ojos, mis piernas… no se puede describir lo que somos los cuatro. No nos comportemos como niños preguntando a quién quieres más, si a papá o a mamá. Alfred quiere a su nieta, y ha flaqueado por ella, le quiere entregar la Biblia de Barro. No es suya, nos pertenece a nosotros tanto como a él. Pues bien, evitémoslo pero sin dramatismo, y confiemos en él, como siempre, para hacer la otra operación. Si le declaramos la guerra luchará y nos destruiremos.

– No nos puede hacer ningún daño.

– Sí, George, sí puede; lo sabes, y también sabes que si le apretamos lo hará.

– ¿Qué propones?

– Que organices dos operaciones. Una, la que teníamos prevista, ha de hacerse con Alfred al frente. La otra, la de la Biblia de Barro, hay que prepararla al margen.

– Eso es lo que he hecho desde el principio. Paul ha encontrado dos hombres para infiltrarse en el equipo de Picot.

– Bien, pues de eso se trata, de tener a alguien que no se separe de la nieta de Alfred, y si encuentran la Biblia, que se hagan con ella. Nadie tiene por qué sufrir daño.

– ¿Crees que la chica se la dejará arrebatar? ¿Crees que Alfred ha organizado las cosas para que no podamos quitársela?

– Sí, habrá previsto lo que podemos planear, nos conoce, pero nosotros también a él. De manera que estaremos jugando al ratón y al gato, pero si los hombres que manda Paul son listos, sabrán hacerse con la Biblia y escapar.

– ¿Conoces a algún gorila listo?

– Tiene que haberlos, George, tiene que haberlos. En todo caso, dejemos como última opción la fuerza, pero que sea la última, no la primera.

– Ya sabes cómo son las cosas en el terreno… no estaremos allí para evaluar la situación, serán los gorilas quienes decidan. Y pueden hacer daño a la chica.

– Al menos le daremos instrucciones claras para que no metan la pata el primer día.

– Consultaré a Frank, y si está de acuerdo lo haremos así. Puede que él te dé la razón; él también tiene familia.

– Tú la deberías de haber tenido, George.

– No me ha hecho falta.

– Dijimos que era lo mejor.

– Sí, y lo ha sido para vosotros, pero yo no he necesitado cargar con una mujer y unos hijos. De eso me he librado.

– No es tan malo tener una familia, George.

– Te hace blando y vulnerable.

– No teníamos otra opción.

– Ya lo sé, así lo decidimos, de manera que no le demos más vueltas. Llamaré a Frank.

– Y que Dukais mande a alguien inteligente a hablar con Alfred.

– Espero que lo haga.

– Alfred nunca ha soportado que le manden, ya lo sabes.

– Lo sé.

Pues hagamos las cosas bien. Yo no quiero que le pase nada a Alfred, ¿lo entiendes, George? No quiero que le pase nada. Quitémosle la Biblia de Barro; él sabe que no le pertenece, y lo entenderá aunque intente evitarlo.

– No podemos renunciar a la Biblia de Barro sólo porque la chica no nos la quiera entregar.

– No he dicho que renunciemos a nada, sólo me gustaría que se la quitáramos sin hacerle daño.

– Pero…

– Tú me entiendes, George, no le demos más vueltas. Hagamos lo que sea necesario, pero sólo si es necesario.