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16

– Pero, Abrán, lo que me estás contando también sucede en el Poema de Gilgamesh -protestó Shamas.

– ¿Estás seguro?

– ¿Cómo no voy a estarlo, si lo estudiábamos con Ili?

– Ya te he dicho que a veces los hombres intentan explicar lo que pasa a través de cuentos y poemas.

– Sea pues, continúa con la historia de ese Noé.

– En realidad no se trata de la historia de Noé, sino del enfado de Dios con los hombres por su comportamiento. Todo lo que veía Dios en la tierra era maldad, por eso decidió exterminar a su criatura más querida: al hombre.

»Pero Dios, que siempre es misericordioso, se conmovió ante la bondad de Noé y decidió salvarle.

– Por eso mandó construir un arca de madera resinosa, sí, ya lo he escrito antes -respondió Shamas releyendo una de las tablillas que tenía apiladas junto a la palmera en la que se apoyaban-. Y también las medidas del arca: longitud trescientos codos, anchura cincuenta y altura treinta. La puerta del arca estaba en un costado, y Dios mandó construirla de tres pisos.

– Veo que has escrito cuanto te he dicho.

– Claro. Aunque esta historia no me gusta tanto como la creación del mundo.

– ¿Y por qué no?

– Estuve pensando mucho en Adán y Eva cuando se ocultaron de Dios por la vergüenza de sentirse desnudos. Y en la maldición de Dios contra la serpiente por haber inducido a Eva a desobedecer.

– Shamas, no puedes escribir sólo lo que te gusta. Me pediste que te contara la historia del mundo. Pues bien, es importante que sepas por qué Él quiso castigar a los hombres e inundó la tierra. Si no quieres continuar…

– ¡Sí, claro que quiero! Sólo que me acordaba del Poema de Gilgamesh y… -el niño se mordió el labio temiendo haber provocado el enfado de Abrán-. ¡Por favor, continúa y perdóname!

– ¿Por dónde iba?

Shamas repasó las últimas líneas escritas en la tablilla y leyó en voz alta: «Él le dijo que entrara en el arca con su familia porque era el único hombre justo de su generación. También le ordenó que de todos los animales puros tomara siete parejas, el macho con su hembra, y de todos los animales que no son puros, una pareja, el macho con su hembra».

– Escribe -le conminó Abrán-: Asimismo Dios quiso que también guardara aves del cielo, siete parejas, machos y hembras. Luego el Señor le anunció que al cabo de siete días haría llover sobre la Tierra durante cuarenta días y cuarenta noches, exterminando sobre la faz del suelo todos los seres vi-vos. Y Noé hizo todo lo que le había mandado Yahvé.

»Noé contaba seiscientos años cuando acaeció el Diluvio, y entró en el arca, y con él sus hijos, su mujer y las mujeres de sus hijos, para salvarse de las aguas del diluvio, y junto a él los animales puros, y los animales que no son puros, y las aves y de todo lo que repta, sendas parejas de cada especie, machos y hembras, como había mandado Dios. A la semana, las aguas del diluvio vinieron sobre la Tierra.

»El año seiscientos de la vida de Noé, el mes segundo, el día diecisiete del mes, en ese día saltaron todas las fuentes del gran abismo y las compuertas del cielo se abrieron y estuvo descargando la lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches… Y Yahvé cerró la puerta detrás de Noé».

El niño hacía correr velozmente el cálamo sobre el barro, impresionado al imaginar que se abrían unas puertas en el cielo por las que Dios derramaba la lluvia. Pensó en un cántaro rompiéndose y derramando de golpe el agua. Shamas continuó escribiendo, sin levantar la vista, lo que le contaba Abrán: «Cuando subió el nivel de las aguas y quedaron cubiertos los montes más altos que hay bajo el cielo, pereciendo todos los seres vivos, desde los hombres al ganado, los reptiles y las aves del cielo, hasta que un día Dios se acordó de Noé e hizo pasar un viento sobre la tierra y las aguas empezaron a decrecer.

»Se cerraron las fuentes del abismo y las compuertas del cielo, y cesó la lluvia del cielo. Poco a poco retrocedieron las aguas sobre la Tierra. Al cabo de ciento cincuenta días, las aguas habían menguado, y en el mes séptimo, el día diecisiete del mes, varó el arca sobre los montes de Ararat. Las aguas siguieron menguando paulatinamente hasta el mes décimo, y el día primero del décimo mes asomaron las cumbres de los montes». [8]

Abrán se quedó en silencio y entornó los ojos. Shamas aprovechó para descansar. Utilizaba las tablillas por ambos lados; en la que se había empeñado no era una tarea fácil. Cuando Abrán terminara de contarle la historia del Noé hablaría con él sobre lo que le atormentaba en sueños. Quería regresar a Ur, se sentía extranjero en Jaran, pese a que allí estaban su padre, su madre y sus hermanos. Pero la felicidad había huido de su hogar desde que llegaron a la ciudad. Ahora apenas veía a su padre y su madre estaba siempre de malhumor. Todos echaban de menos la frescura de la casa que había construido su padre a las puertas de Ur. Ya no les gustaba ir de un lado a otro como antaño.

– ¿En qué piensas, Shamas?

– En Ur.

– ¿Y qué es lo que piensas?

– Que me gustaría estar con mi abuela, incluso ir a la escuela con Ili.

– ¿No te gusta Jaran? Aquí también estás aprendiendo.

– Sí, es verdad, pero no es lo mismo.

– ¿Qué es lo que no es lo mismo?

– Ni el sol, ni la noche, ni el habla de la gente, ni el sabor de los higos es igual.

– ¡Ah, sientes nostalgia!

– ¿Qué es la nostalgia?

– El recuerdo de lo perdido, y a veces de lo que uno ni siquiera conoce.

– No quiero separarme de la tribu, pero no me gusta vivir aquí.

– No estaremos mucho tiempo.

– Ya sé que Téraj es anciano y cuando no esté tú nos llevarás a Canaán, pero es que yo no sé si quiero ir a Canaán. A mi madre también le gustaría regresar.

Shamas se quedó en silencio, apesadumbrado por haber abierto en exceso su corazón. Temía que Abrán se lo dijera a su padre y éste se entristeciera al saber que no era feliz. Abrán parecía haberle leído el pensamiento.

– No te preocupes, no se lo diré a nadie, pero hemos de procurar que vuelvas a ser feliz.

El niño asintió aliviado mientras volvía a coger el cálamo para continuar escribiendo lo que le contaba Abrán.

Y así supo que Noé primero envió un cuervo y más tarde una paloma para ver si la tierra se había secado, y que tuvo que soltar una segunda paloma, y una tercera, hasta que esta última no regresó. Y cómo Dios se apiadó de los hombres y dijo «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, ni volveré a herir a todo ser viviente como lo he hecho».

Dios, le explicó Abrán, bendijo a Noé y a sus hijos y les dijo que fueran fecundos, se multiplicaran y llenaran la Tierra. También Él dio a los hombres todo lo que se mueve y tiene vida, lo mismo que les había dado la hierba verde, pero les prohibió comer la carne con su alma, es decir, con su sangre: «Y Yo os prometo reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y cada uno reclamaré el alma humana».

– ¿O sea, que devolvió a los hombres al Paraíso? -preguntó Shamas.

– No exactamente, aunque Dios nos perdonó y volvió a convertir al hombre en el ser más importante de su Creación dándonos todo lo que ha creado en la Tierra; la diferencia es que nada será regalado. Hombres y animales luchamos por la supervivencia, tenemos que trabajar para obtener la semilla de la tierra, las mujeres sufren para traer nuestra descendencia. No, Dios no nos devuelve al Paraíso, tan sólo se compromete a no borrarnos de la faz de la Tierra. Nunca más se abrirán las puertas del cielo derramando lluvia como si de un torrente se tratara.

»Dejémoslo ya, el sol se está escondiendo. Mañana te contaré por qué no todos los hombres hablamos igual y a veces no nos entendemos.

El niño abrió los ojos sorprendido. Abrán tenía razón, apenas se veía, pero a él le hubiera gustado continuar. Claro que su madre estaría buscándolo y su padre querría ver lo que había aprendido ese día en la escuela de escribas. De manera que se levantó de un salto, recogió cuidadosamente las tablillas y echó a correr hacia la casa de adobe que su familia tenía por hogar.

Al día siguiente Abrán no acudió a la cita con Shamas. Buscaba la soledad porque sentía dentro de él la llamada de la voz de Dios. Esa noche se había despertado envuelto en sudor, sintiendo que algo le apretaba en las entrañas.

Cuando se levantó, salió de Jaran y caminó sin rumbo durante horas hasta que al caer la tarde se sentó a descansar en un palmeral cercado por hierba fina. Esperaba una señal del Señor.

Cerró los ojos y sintió una punzada junto al corazón, al tiempo que escuchaba con nitidez la voz sagrada de Él.

«Abrán, dejarás tu tierra, tu patria, la casa de tu padre e irás a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición.

»Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan.

»Por ti se bendecirán todos los linajes de la Tierra. [9]

Abrió los ojos esperando ver al Señor, pero las sombras de la noche se habían apoderado del palmeral, sólo alumbrado por la luna rojiza y miles de estrellas como puntos diminutos brillando desde el firmamento.

La inquietud se volvió a apoderar de él. Dios le había hablado con nitidez, aún podía sentir la fuerza de sus palabras retumbando dentro de sí.

Sabía que debía ponerse en marcha a la tierra de Canaán como quería el Señor. Aun antes de salir de Ur Él ya le había marcado el destino que había aplazado por ser Téraj anciano y querer reposar en Jaran, tierra de sus antepasados.

Los días y las noches habían pasado sin que la tribu se moviera de Jaran, donde encontraron buenos pastos y una próspera ciudad para comerciar. Se habían asentado tal y como quiso Téraj, aunque Abrán siempre supo que aquella estancia era provisional, puesto que llegaría el día en que el Señor le instaría a cumplir sus deseos.

Ese día había llegado y sintió pesadumbre sabiendo que tenía que obedecer a Dios y disgustar a Téraj.

Su anciano padre, con la mirada nublada y dificultades al andar, dormitaba buena parte del día perdido en las regiones habitadas por el recuerdo y el temor al más allá.

¿Cómo le diría a Téraj que habían de partir? El dolor le oprimía el pecho y las lágrimas fluían de sus ojos sin poder evitarlas.

Amaba a su padre, que le había guiado a lo largo de su vida. De él había aprendido cuanto sabía, y observando sus manos diestras construyendo estatuas había comprendido que unas manos no hacen un Dios.

Téraj creía en Él, y había logrado prender a Dios en el alma del resto de la tribu, aun hoy propicia a honrar las figuras de dioses de barro profusamente adornados de los santuarios.

Abrán caminaba con paso ligero. Tenía que llegar a la casa de su padre, donde Sara le aguardaría despierta a pesar de que hacía rato que había caído el sol.

Sentía la necesidad de apresurar el paso porque sabía que Téraj le estaba esperando. Su padre le llamaba angustiado.

Cuando llegó cerca de Jaran se encontró a un hombre de la tribu que aguardaba para llevarle rápido junto a su padre. La tarde anterior, le explicó, Téraj había caído en un sopor del que nadie lograba despertarlo y sólo murmuraba el nombre de Abrán.

Cuando entró en la casa mandó a las mujeres que salieran de la estancia de su padre y pidió a su hermano Najor que le dejara velar al anciano.

Najor, agotado por la larga jornada, salió a respirar el aire fresco de la noche mientras Abrán cuidaba de Téraj. Quienes estaban en la casa escuchaban los murmullos apagados de la voz de Abrán, aunque también creyeron escuchar la voz cansada del anciano.

El amanecer les sorprendió con la muerte de Téraj. La esclava de Sara, la esposa de Abrán, se acercó a su tienda para avisar a Yadin, el padre de Shamas, que se apresuró a ir a la casa de Téraj situada a pocos pasos de la suya. Encontró a Abrán y a su hermano Najor, junto a las mujeres de ambos, Sara y Milca, y su sobrino Lot.

Las mujeres lloraban y se mesaban el cabello, mientras los hombres no lograban articular palabra, tan grande era su desolación.

Yadin se hizo cargo de la situación y envió a por su esposa para que, con ayuda de las otras mujeres, lavaran el cadáver de Téraj y lo prepararan para dormir el sueño eterno en la tierra de Jaran.

Téraj había muerto en el lugar que amaba por encima de todos los demás, puesto que en Jaran, en ese ir y venir con el ganado en busca de pastos y de grano, habían nacido casi tantos antepasados suyos como en Ur.

La tribu guardó el plazo de rigor antes de entregar el cuerpo de Téraj a la tierra seca y quebradiza de esa época del año.

Abrán reflejaba en el rostro el dolor de la orfandad. Téraj había sido su padre y su guía, le había enseñado todo cuanto sabía. Le había ayudado a encontrar a Dios y nunca le había reconvenido por reírse de las figuras de barro que ellos convertían en dioses por encargo de algún noble señor o del mismísimo rey.

Téraj había sentido a Dios en su corazón, lo mismo que lo había sentido Abrán. Ahora le tocaba a él dirigir la tribu, y cuidar de llevarla a tierras donde hubiera pastos y pudieran vivir sin temor. Una tierra prometida por Dios.

– Iremos a Canaán -anunció Abrán-. Preparémonos para partir.

Los hombres discutieron sobre el camino que deberían seguir. Unos preferían asentarse en Jaran, otros proponían regresar a Ur y los más seguirían a Abrán donde fuera que éste se encaminara.

Yadin se reunió con su pariente, ahora convertido en jefe de la tribu.

– Abrán, no te acompañaremos a Canaán.

– Lo sé.

– ¿Lo sabes? ¿Cómo es posible si hasta ayer ni yo lo sabía?

– Se podía leer en la mirada de tu familia que no me acompañaríais. Shamas sueña con regresar a Ur, tu esposa añora aquella ciudad, donde quedó su familia, e incluso tú prefieres guiar a tu clan yendo y viniendo de Ur a Jaran buscando en cada momento pastos y grano con que alimentaros. No, no tengo nada que reprocharte. Entiendo tu decisión, y me alegro por Shamas.

– Sin duda la añoranza que leo en los ojos de mi hijo me ha decidido a regresar.

– Shamas está llamado a perdurar a través de sus escritos. Será un buen escriba, un hombre justo y sabio. Su destino no es pastorear.

– ¿Cuándo partirás con la tribu?

– No antes de una luna. Tengo cosas que hacer, y sobre todo no puedo marchar hasta terminar el relato que le estoy contando a Shamas. Tiene que explicar a los nuestros que quedan en Ur y a cuantos encuentre a lo largo de la vida, quiénes somos, de dónde venimos y cuál es la voluntad de Dios. No podemos entender por qué debemos afrontar el sufrimiento si no entendemos por qué nos hizo el Señor y la falta cometida por aquel primer hombre y la primera mujer.

»Sólo perdura lo que está escrito y antes de partir quiero que Shamas escriba cuanto le he de decir.

– Así será. Le diré a mi hijo que te busque, y le prepararé suficientes tablillas para que pueda guardar todo lo que vayas a decirle.

Abrán le esperaba en el lugar de siempre, a las afueras de Jaran. Apenas habían hablado desde la muerte de Téraj. El niño se acercó con aire circunspecto, deseando encontrar las palabras que transmitieran el pesar que sentía por la ausencia del anciano y el dolor de Abrán. Pero no hizo falta que dijera nada porque Abrán le apretó el hombro en señal de reconocimiento y le invitó a sentarse a su lado.

– Sentiré no verte más -le aseguró Abrán.

– ¿No regresarás nunca a Ur, ni siquiera a Jaran? -preguntó preocupado Shamas.

– No. El día en que me ponga en camino será para siempre y sin mirar atrás. No volveremos a vernos, Shamas, pero te sentiré en el corazón y espero que no me olvides. Tú guardarás las tablillas con la historia del mundo y les explicarás a los nuestros lo que yo te he explicado a ti. Han de saber la verdad y dejar de adorar figuras de barro pintado de púrpura y oro.

Shamas asintió abrumado por el encargo de Abrán, que era señal de su confianza en él. Tímidamente le preguntó si Él le había vuelto a hablar.

– Sí, lo hizo el día en que preparaba a Téraj para devolverle a la tierra con que modeló al primer hombre. He de cumplir con lo que me ordena. Debes saber, Shamas, que mi estirpe se extenderá por todos los rincones de la Tierra, y de mí dirán que soy el padre de muchos.

– Entonces te llamaremos Abraham -afirmó el niño dibujando una sonrisa incrédula puesto que sabía que Sara, la esposa de Abrán, no le había dado hijos.

– Tú lo has dicho, así me conocerán los hijos de mis hijos y los hijos de sus hijos y los hijos de los hijos de éstos, y así a través de los tiempos.

Al niño le impresionó la firmeza con que Abraham aseguraba que se iba a convertir en el padre de muchas tribus. Pero le creyó, como siempre le había creído, sabiendo que nunca le había mentido y que era el único de todos ellos que podía hablar con Dios.

– Les diré a todos que deben de llamarte Abraham.

– Así lo harán. Ahora prepárate, porque debes escribir. Son muchas las cosas que tienes que conocer antes de separarnos.

Shamas sacó el cálamo y se colocó la tablilla sobre las rodillas, dispuesto a escribir cuanto le contara Abraham.

– Noé vivió novecientos cincuenta años y tuvo tres hijos: Sem, Cam y Jafet. Ellos repoblaron la tierra con sus hijos y los hijos de éstos. Entonces todos los hombres hablaban la misma lengua, la lengua que hablaba Noé.

»Al desplazarse los hombres de un lugar a otro, hallaron una vega en el país de Senaar y empezaron a fabricar ladrillos cociéndolos al fuego. El ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa y empezaron a edificar una ciudad y también decidieron construir una torre tan alta que se viera desde cualquier lugar de la Tierra. Una torre con la que acercarse al Cielo y llamar a la puerta de la morada de Dios. Cuando estaban construyéndola Él bajó a ver la obra de los hombres, y volvió a dolerse por su soberbia y de nuevo les castigó.

– Pero ¿por qué? -se atrevió a preguntar Shamas-. No veo dónde está el mal por querer alcanzar el cielo. En Ur los sacerdotes estudian las estrellas y por ello tienen que acercarse al firmamento. En Ur el rey pensaba construir un zigurat cerca de Safran para que los sacerdotes pudieran descifrar los misterios del Sol y de la Luna, la aparición y desaparición de las estrellas, los pesos y las medidas. Sabemos que la Tierra es redonda porque así lo han calculado los sacerdotes observando el cielo…

– ¡Calla, calla! -le conminó Abraham-. Debes escribir lo que te cuento y no discutir con Dios.

Shamas guardó silencio. Temía a Dios, a ese Dios que era el suyo porque era el de Abraham y el de su clan, pero que capaz de leer en sus corazones se enfadaba a menudo con los hombres. ¿Le castigaría a él por pensar que era injusto?

– Aquellos hombres -continuó Abraham- querían desafiar el poder de Dios, construir una torre en la que refugiarse si de nuevo Él decidía enviar un castigo terrible sobre la Tierra como lo había sido el Diluvio.

»De manera que esta vez decidió confundir el lenguaje de los hombres para que no se entendieran entre sí. Desde entonces cada clan tiene su propio lenguaje, y las tribus del norte no entienden a las del sur, ni las del este a las del oeste. Y así, en una ciudad encontramos hombres que tampoco se entienden entre ellos porque unos han llegado de un lugar distinto al de otros.

»El Señor no tolera ni el orgullo ni la soberbia en sus criaturas. No se puede desafiar a Dios, ni pretender acercarse a los límites que ha establecido entre el Cielo y la Tierra. [10]

De nuevo les sorprendió la aparición de la luna al ocaso y se encaminaron hacia Jaran. Abraham ayudaba a Shamas a llevar las tablillas. Ya en la puerta de la casa se encontraron a Yadin, quien invitó a pasar a su pariente y a compartir con ellos, un trozo de pan con leche.

Los dos hombres hablaron de los viajes que ambos habían de emprender en dirección contraria el uno del otro, sabiendo que era poco probable que volvieran a reunirse.

Yadin quería dejar de pastorear y asentarse para siempre en Ur, donde Shamas se convertiría en un escriba al servicio del palacio. Ili terminaría de enseñarle el manejo de las bullas y de los calculi, en los que Shamas había destacado durante su aprendizaje en Jaran.

En los últimos años, Shamas se había convertido en un adolescente consciente de que el aprendizaje exigía dedicación. Además, los escribas de Jaran no tenían con él ni la paciencia ni las contemplaciones que había tenido su maestro de Ur, y Shamas tuvo que esforzarse ante la amenaza de que no le seguirían enseñando si no hacía un esfuerzo mayor por aprender.

Pero aún debería adquirir muchos conocimientos para convertirse en un dub-sar (escriba) y, después de muchos años de ejercer de ello, adquirir el grado de ses-gal (gran hermano) y culminar su vida siendo un um-mi-a (maestro).

Shamas escuchaba en silencio la conversación entre su padre y Abraham y las recomendaciones que se hacían el uno al otro.

El invierno estaba vencido, y la primavera afloraba tiñendo de verde el color de la tierra y coloreando de azul intenso el cielo. Era la época propicia para viajar.

Abraham y Yadin acordaron despedirse sacrificando un cordero, con la esperanza de que fuera propicio al Señor.

– Padre, ¿cuándo nos iremos? -preguntó el niño no bien Abraham salió de la casa.

– Ya lo has oído, dentro de una luna no estaremos aquí. No iremos solos, otros miembros del clan regresarán a Ur con nosotros. ¿No te arrepentirás por no acompañar a Abraham?

– No, padre, deseo regresar a casa.

– Ésta es tu casa.

– Siento que mi casa es en la que crecí en Ur. Me acordaré de Abraham, pero él me ha dicho que todos debemos seguir nuestro camino. Él debe hacer lo que Dios le ha mandado, y yo siento que lo que espera de mí es que regrese a la tierra de nuestros antepasados. Allí explicaré a los nuestros cuanto sé sobre la historia del mundo, y guardaré con cuidado las tablillas con lo que Abraham me ha contado.

– Has elegido tu destino.

– No, padre, creo que Dios ha elegido por mí. Abraham me preguntó qué sentía dentro de mí y lo que siento es que debo regresar.

– Yo también lo siento así, hijo, y tu madre también. Ella tiene el corazón repleto de añoranza y volverá a reír el día en que nos acercamos a Ur. Desea morir donde nacieron y murieron los suyos. Ésta es nuestra casa, pero aquí se siente extranjera. Sí, debemos partir.

Shamas asintió feliz. La expectativa del viaje le provocaba un cosquilleo interno. Para él era una necesidad vital romper con la monotonía. Caminarían durante el día, acamparían al atardecer y las mujeres cocerían pan junto a la comida.

Saboreó de antemano las zambullidas en el Éufrates y las conversaciones alrededor del fuego.

Pensó en Abraham con una punzada de pesar. Le echaría de menos. Sabía que su pariente era un hombre especial, elegido por Dios para convertirse en padre de muchas tribus. No sabía cómo llegaría a suceder eso, puesto que Sara no le había dado hijos, pero si Dios se lo había prometido, así sería, se dijo Shamas.

Había escrito la historia del mundo. La Creación de la Tierra según sabía Abraham. No tenía duda de que habría sido así.

Su relación con Dios era difícil. A veces creía que estaba a punto de entender el misterio de la vida, pero cuando estaba a punto de alcanzarlo, la mente se le ponía borrosa y era incapaz de pensar.

En otras ocasiones no entendía las acciones de Dios, su ira y la dureza con la que castigaba a los hombres. No terminaba de entender por qué la desobediencia le resultaba tan insoportable al Señor.

Pero no entender a Dios y reprocharle en su fuero interno alguna de sus decisiones para con los hombres no le llevaba a creer menos en Él.

Su fe era como una roca asentada en la tierra para el resto de la eternidad.

Su padre le había instado a que fuera prudente cuando llegaran a Ur. No podía poner en cuestión a Enlil, padre de todos los dioses, ni a Marduk, ni a Tiamat, ni a tantas otras divinidades.

Shamas sabía de la dificultad de hablar de un Dios que no tiene rostro, al que no se puede ver, sólo sentir en el corazón. De manera que sería cuidadoso a la hora de hablar de Él, y no intentaría imponerlo a los otros dioses. Tendría que sembrar en el corazón de quienes le escucharan y esperar a que de la siembra emergiera Él.

Llegó el día de la despedida. A punto de amanecer, con el frescor del alba Abraham y su tribu y Yadin junto a los suyos se preparaban para partir. Las mujeres cargaban los asnos y los niños corrían a su alrededor con los ojos legañosos, interrumpiendo el quehacer de sus madres.

Shamas aguardaba expectante a que Abraham se dirigiera a él, y se sintió feliz cuando éste le hizo una seña para hacer un aparte.

– Ven, aún tenemos tiempo de hablar mientras los nuestros terminan de preparar el viaje -le dijo Abraham.

– Ahora que te vas ya siento lo mucho que me acordaré de ti -le dijo Shamas.

– Sí, los dos nos acordaremos el uno del otro. Pero quiero hacerte un encargo, de hecho ya te lo pedí días atrás: que no se pierda la historia de la Creación. Como te la conté, así hizo Dios todas las cosas.

»Los hombres nos olvidamos de que somos una mota de su aliento y tendemos a creernos que no lo necesitamos, pero otras veces le reprocharemos que no esté para ayudarnos cuando lo necesitamos.

– Sí, yo también me pregunto el porqué.

– ¿Cómo vamos a entender a Dios? Hemos sido hechos de barro, como esos dioses que construíamos Téraj y yo. Andamos, hablamos, sentimos porque Él nos insufló vida, y cuando quiere nos la quita de la misma manera que yo destruía los toros alados que los demás veneraban como dioses. Eran dioses creados por mí que dejaban de serlo por la fuerza de mi mano.

»No, no podemos entenderle a Él, ni siquiera intentarlo, y menos juzgar sus actos. Yo no puedo responder tus preguntas porque no tengo respuestas. Sólo sé que hay un Dios principio y fin, creador de cuanto existe, que así nos hizo, y nos condenó a morir porque nos permitió elegir.

– Dios te acompañará dondequiera que vayas, Abraham.

– Y a ti también, y a todos nosotros. Él todo lo ve y todo lo siente.

– ¿Con quién hablaré de Dios?

– Con tu padre, Yadin, que lo lleva en el corazón. Con el anciano Joab, con Zabulón, con tantos de tus parientes con los que inicias viaje, como con muchos de los que se quedaron en Ur.

– ¿Y quién me guiará?

– Hay un momento en la vida en que debemos buscar dentro de nosotros para decidir. Tú tienes a tu padre, puedes confiar en su cariño y sabiduría. Hazlo, sabrá ayudarte y encontrará respuestas que sacien tu corazón.

Escucharon la voz de Yadin llamándoles para despedirse. Shamas sentía un nudo en la garganta y hacía esfuerzos para no llorar. Pensaba que si lo hacía se reirían de él, puesto que ya estaba cerca de ser un hombre.

Abraham y Yadin se fundieron en un abrazo sentido. Sabían que nunca más se volverían a ver. Ambos intercambiaron las últimas recomendaciones, deseándose lo mejor para el futuro.

Abraham abrazó a Shamas, y el niño no pudo evitar que se le escapara una lágrima que inmediatamente enjugó con el puño.

– No te avergüences de sentir el dolor de la separación de quienes quieres y te quieren. Yo también tengo lágrimas en los ojos aunque no las deje fluir. Te recordaré siempre, Shamas, y debes de saber que así como yo seré el padre de hombres, como lo fue Adán, gracias a ti los hombres conocerán la historia del mundo y se la irán contando a sus hijos y éstos a los suyos y así hasta el fin de los tiempos.

Abraham dio la señal de partida y su tribu comenzó a caminar. Al mismo tiempo Yadin había levantado la mano indicando a los suyos que era la hora de partir. Cada familia iba en dirección opuesta a la otra; algunos volvían la vista y levantaban la mano en un último saludo. Shamas miraba en dirección a Abraham esperando que éste volviera los ojos hacia él, pero caminaba erguido, sin volver la vista atrás. Sólo cuando llegó a la altura del palmeral donde tantas tardes pasó con Shamas se paró durante unos segundos recorriendo con los ojos el lugar. Sintió a lo lejos la mirada de Shamas y se volvió sabiendo que el niño esperaba ese último adiós. No alcanzaron a verse, pero ambos sabían que se estaban mirando.

El sol estaba en lo alto y comenzaba la cuenta atrás de un día más de la eternidad.


  1. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Pasajes del Diluvio según la Biblia de Jerusalén.

  2. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Diálogo de Dios con Abrán, Biblia de Jerusalén.

  3. <a l:href="#_ftnref10">[10]</a> Referencias a la Torre de Babel según la Biblia de Jerusalén.