38585.fb2 La Biblia De Barro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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Clara estaba nerviosa, pendiente de escuchar el ruido del helicóptero en que viajaban su abuelo y Ahmed.

Su marido le había sorprendido al anunciarle que acompañaría a su abuelo a Safran. También sentía inquietud por su estado de salud, Ahmed le había dicho que no se preocupara, pero el que hubieran enviado días atrás un hospital de campaña no era una buena señal.

Llevaba todo el día ayudando a Fátima a organizar la casa donde se instalaría junto con su abuelo y no se había acercado a la zona de trabajo. Sabía que su abuelo era exigente y si además su salud se había deteriorado, necesitaría disponer de ciertas comodidades durante su estancia en Safran. No sabía cuánto tiempo se quedaría, ni tampoco cuánto se quedaría Ahmed.

Desde la ventana vio a Fabián caminando deprisa hacia ella.

– Creo que hemos encontrado algo -le dijo con la voz cargada de emoción.

– ¿Qué? Dime… -preguntó ansiosa.

– Hemos encontrado las plantas de varias casas situadas a menos de trescientos metros del templo, en el lugar donde hace una semana empezamos a excavar. No parecen muy grandes, quince metros de lado, y una pieza principal de forma rectangular. En una de ellas hemos encontrado una imagen, una mujer sedente, alguna diosa de la fertilidad. También restos de cerámica negra. Pero hay más, el equipo de Marta ha encontrado una colección de bulla <strong>[11]</strong> y de calculi <strong>[12]</strong> en una de las estancias del templo. Tenemos varios conos, conos perforados, bolas pequeñas y grandes, además de perforadas, y también un par de sellos, uno con la figura de un toro, el otro parece que lleva incrustado un león… ¿Te das cuenta de lo que esto significa…? Yves está como loco, y Marta no te digo.

– ¡Voy para allá! -gritó entusiasmada.

La figura de Fátima se recortó en la puerta de la casa.

– Tú no vas a ninguna parte. Aún no hemos terminado y tu abuelo está a punto de llegar -le reconvino su vieja criada.

Se oyó el ruido de un helicóptero, por lo que Clara no replicó. Por más que deseaba ir corriendo a la excavación, sabía que no podría hacerlo hasta que su abuelo estuviera instalado.

Aún quedaban unas horas de luz, pero aunque se hiciera de noche ella pensaba ir.

Ayed Sahadi, escoltado por dos hombres armados, entró con paso decidido en la estancia.

– Señora, el helicóptero está a punto de aterrizar. ¿Viene?

– Lo sé, Ayed, lo he oído; sí, voy con vosotros.

Salió de la casa seguida por Fátima. Se subieron a un jeep y se dirigieron al lugar donde el aparato estaba posándose.

Clara se sobresaltó al ver a su abuelo. El anciano había adelgazado tanto que la ropa parecía flotar sobre los huesos apenas cubiertos de piel.

Los ojos de azul acero parecían vagar por las cuencas y se movía con cierta torpeza, aunque intentaba caminar erguido.

Sintió que tenía menos fuerza en el abrazo que le dio, y por primera vez en su vida se enfrentó al hecho de que su abuelo era mortal y no un dios, tal y como le había visto hasta entonces.

Fátima acompañó a Alfred a su habitación, donde había dispuesto las cosas tal y como a él le gustaban, a pesar de lo exiguo del espacio. El médico le pidió que saliera para examinar a Tannenberg e intentar evaluar el efecto del viaje desde El Cairo a Bagdad y de allí hasta Safran. Fátima refunfuñó cuando vio que junto al doctor se quedaba la enfermera.

Cuando el médico salió del cuarto encontró a Clara en la puerta aguardando impaciente.

– ¿Puedo pasar?

– Mejor sería dejarle descansar un rato.

Fátima preguntó si debía llevarle algo para comer y el médico se encogió de hombros.

– En mi opinión debería de dormir; está agotado, pero si quieren, pregúntenle ahora cuando salga Samira. Le está poniendo una inyección.

– A usted no le conocía, doctor -dijo Clara con cierta desconfianza al hombre joven, alto y delgado que acompañaba a su abuelo junto a la pulcra enfermera que aún estaba en el dormitorio del anciano.

– No me recuerda, pero nos conocimos en El Cairo, en el Hospital Americano, cuando operaron a su abuelo. Soy el ayudante del doctor Aziz, me llamo Salam Najeb.

– Tiene razón, le conozco, perdone…

– No se preocupe, sólo nos vimos un par de veces en el hospital.

– Mi abuelo está… está muy grave.

– Sí. Tiene una fortaleza extraordinaria, pero el tumor ha crecido, no quiere volver a operarse, y la edad…

– Si se operara, ¿serviría de algo? -preguntó Clara temiendo la respuesta.

El médico permaneció unos segundos en silencio, como si estuviera buscando las palabras adecuadas para responderle.

– No lo sé. No sé qué encontraríamos al abrirle. Pero tal y como está…

– ¿Cuánto tiempo le queda?

La voz de Clara apenas era un susurro. Luchaba para no dejar escapar ni una lágrima, pero sobre todo no quería que su abuelo pudiera escuchar la conversación.

– Sólo Alá lo sabe, pero en opinión del doctor Aziz y en la mía, no más de tres o cuatro meses, y yo diría que incluso menos.

La enfermera salió de la estancia y sonrió tímidamente a Clara mientras aguardaba órdenes del médico.

– ¿Le puso la inyección? -preguntó Salam Najeb.

– Sí, doctor, ahora está tranquilo; ha dicho que quiere hablar con la señora…

Clara apartó a la enfermera y entró en el cuarto de su abuelo seguida de Fátima.

Alfred Tannenberg estaba acostado y parecía empequeñecido entre las sábanas.

– Abuelo -murmuró Clara.

– ¡Ah, niña mía! Siéntate. Fátima, déjanos, quiero hablar con mi nieta. Pero me gustaría que me prepararas una buena cena.

Fátima salió del cuarto sonriendo. Si Tannenberg tenía apetito, ella le sorprendería con el mejor de sus guisos.

– Me estoy muriendo -dijo Tannenberg mientras cogía las manos de su nieta.

La desesperación se dibujó en el rostro de Clara, que a duras penas podía contener el llanto.

– No se te ocurra llorar, nunca he soportado a la gente que llora, lo sabes bien. Tú eres fuerte, eres como yo, de manera que ahórrate las lágrimas y vamos a hablar.

– No te vas a morir -acertó a decir Clara.

– Sí, me voy a morir, y lo que quiero evitar es que te maten a ti. Estás en peligro.

– ¿Quién me quiere muerta? -preguntó Clara extrañada.

– Aún no he logrado averiguar quién estaba detrás de aquellos italianos que te siguieron por Bagdad. Y no me fío de George ni de Frankie, tampoco de Enrique.

– ¡Pero, abuelo, son tus amigos! Siempre dijiste que ellos eran como tú mismo, que si algún día te pasaba algo ellos me protegerían…

– Sí, así era en el pasado. No sé cuánto viviré, el doctor Aziz no me da más de tres meses, de manera que no perderemos el tiempo aplazando conversaciones para más adelante. Quiero que tengas la Biblia de Barro porque será tu salvoconducto para poder iniciar una vida lejos de aquí; será tu carta de presentación. Debemos de encontrarla porque no hay dinero en el mundo que pueda comprar la respetabilidad.

– ¿Qué quieres decir…?

– Lo que tú sabes, lo que siempre has sabido aunque nunca lo hayamos hablado. No te puedo dejar en herencia mis negocios porque no son lo que yo quiero para ti. Mis negocios morirán conmigo y tú dispondrás de dinero para vivir el resto de tu vida sin ninguna preocupación.

»Vuélcate en la arqueología, hazte un nombre, es lo que siempre quisimos los dos, es ahí donde encontrarás tu propio camino.

»En esta región me respetan, compro y vendo no importa qué, procuro armas a grupos terroristas, complazco los caprichos más extravagantes de algunos gobernantes y príncipes, me encargo de que algunos de sus enemigos les dejen de molestar, y ellos me hacen favores; por ejemplo, hacer la vista gorda ante el expolio del patrimonio arqueológico y artístico de sus países. No te voy a detallar cómo es mi negocio, es el que es, y me siento satisfecho de lo conseguido. ¿Decepcionada?

– No, abuelo, jamás podría sentirme decepcionada de ti. Te quiero muchísimo. Sabía algunas cosas, me daba cuenta de que tus negocios eran… difíciles. No te juzgo, jamás lo haría, estoy segura de que siempre has hecho lo que creías que debías hacer.

La lealtad incondicional de Clara era lo único que conmovía al anciano. Sabía que en aquellos últimos momentos sólo podía contar con ella. Podía leer en los ojos de su nieta y sabía que era sincera con él, que se le mostraba tal cual era.

– En mi mundo el respeto tiene mucho que ver con el miedo, y yo me estoy muriendo, no es un secreto. Estoy seguro de que el bueno del doctor Aziz no guarda el secreto sobre mi estado. De manera que los buitres vuelan sobre mi cabeza, lo siento, están ahí. Caerán sobre ti en cuanto yo no esté. Suponía que Ahmed se haría cargo del negocio y que él te protegería, pero vuestra separación me ha obligado a cambiar de planes.

– ¿Ahmed sabe todo sobre tus negocios?

– Lo suficiente; no es ningún inocente, por más que en los últimos meses parezca invadido por los escrúpulos, pero te protegerá hasta que estés fuera de Irak. Le he pagado bien.

Clara sintió náuseas. Tenía ganas de vomitar. Su abuelo acababa de destruir para siempre cualquier posibilidad de arreglo con su marido. No se lo reprochaba; la estaba preparando para que se enfrentara a la realidad, y en esa realidad estaba Ahmed cobrando por protegerla.

– ¿Quién me puede querer muerta?

– George, Frankie y Enrique reclaman la Biblia de Barro. Estoy seguro de que aquí hay hombres suyos dispuestos a arrebatárnosla si la encontramos. No tiene precio, mejor dicho, su precio es tan elevado que se niegan a aceptar el trato que les he propuesto.

– ¿Qué les has propuesto?

– Tiene que ver con un negocio, con el que será mi último negocio, puesto que no me queda mucho tiempo de vida.

– ¿Serían capaces de mandar matarme?

– Quieren la Biblia, de manera que intentarán arrebatárnosla en cuanto la encontremos. Procurarán no hacerte daño si se hacen con ella con facilidad, pero si no se la damos, harán lo que sea necesario. Habrán mandado a hombres preparados para hacer frente a lo que sea, y si es necesario matar, matarán. Yo haría lo mismo si estuviera en su lugar. De modo que procuro adelantarme a los pasos que puedan dar. Hasta que la Biblia no aparezca no corres ningún peligro; en el momento en que la encontremos comenzará el problema.

– Y tú estás seguro de que aquí hay hombres enviados por tus amigos…

– Los hay. Ayed Sahadi aún no los ha descubierto, aunque desconfía de unos cuantos. Pueden haberse infiltrado entre los obreros, los proveedores que vienen al campamento, incluso formar parte del equipo de Picot. Matar a alguien sólo es cuestión de dinero, y ellos tienen más del que necesitan, lo mismo que yo para protegerte.

La conversación con su abuelo la estaba desgarrando por dentro, pero por nada del mundo quería aparecer ante él como una mujer débil, y mucho menos que pudiera creer que se avergonzaba de él o le juzgaba. Además, en su fuero interno no le reprochaba nada, poco le importaba lo que su abuelo hiciera o hubiera hecho. Siempre había sabido que la suya era una existencia regalada en medio del polvorín de Oriente, donde sólo unos pocos disponen de todo. Ella pertenecía al grupo de los privilegiados, por eso llevaba siempre una escolta de hombres armados dispuestos a protegerla con sus propias vidas. Su abuelo les pagaba para que así fuera. Desde pequeña le había sabido poderoso e implacable, y a ella le gustaba el trato reverencial que le daban en el colegio y luego en la universidad. No, nunca había ignorado el poder de su abuelo, y si no había hecho preguntas es porque no quería que le dieran respuestas que le pudieran causar quebranto. Se había mantenido en una ignorancia tan cómoda como hipócrita.

– ¿Cuál es tu idea?

– Que mis amigos te dejen la Biblia de Barro a cambio de quedarse íntegramente con la ganancia de la operación que tenemos en marcha. Es mucho lo que les ofrezco, pero no quieren aceptar.

– La Biblia de Barro también es una obsesión para ellos…

– Son mis amigos, Clara, y les quiero como a mí mismo, pero no más que a ti. Tienes que irte de aquí. Tenemos que encontrar la Biblia de Barro antes de que lleguen los norteamericanos. En cuanto esté en nuestras manos debes irte inmediatamente. La alianza con el profesor Picot es un acierto; es un tipo controvertido, pero nadie le niega su calidad como arqueólogo. De manera que de su mano puedes introducirte en un mundo nuevo, pero eso sólo será posible si tienes la Biblia de Barro.

– ¿Y si no la encontramos?

– La encontraremos; pero si no fuera así, tendrías que salir de Irak de todas maneras, ir a El Cairo. Allí podrías vivir con cierta tranquilidad, aunque siempre he soñado con que vayas a Europa, que vivas en… donde quiera que decidas que quieres vivir, París, Londres, Berlín… No es dinero lo que te va a faltar.

– Nunca quisiste que fuera a Europa.

– No, y sólo debes ir con la Biblia de Barro, de lo contrario podrías tener que enfrentarte a dificultades que no quiero para ti, no soportaría que nadie te hiciera daño.

– ¿Quién me lo podría hacer?

– El pasado, Clara, el pasado que a veces irrumpe como un maremoto arrasando el presente.

– Mi pasado no es importante.

– No, no lo es. No es de tu pasado del que hablo. Ahora, explícame cómo va el trabajo.

– A Gian Maria se le ocurrió que Shamas podía haber guardado la Biblia de Barro en su casa en vez de en el templo, así que empezamos a ampliar el perímetro de la excavación. Hoy han encontrado restos de plantas de casas del pueblo que se apiñaba en torno al templo, puede que demos con la de Shamas… En el templo han aparecido, además de tablillas, bullas y calculis, algunas estatuas. Sólo queda que tengamos un golpe de suerte y encontrar los restos de la que fuera la casa de Shamas.

– Ese sacerdote, Gian Maria, ¿ha creado algún problema?

– ¿Cómo sabes que es un sacerdote?

Clara rió pensando en lo absurdo de su pregunta. Su abuelo estaba informado de todo lo que sucedía en el campamento; Ayed Sahadi, el capataz, le informaría detalladamente de todo, y además de él tendría otros hombres que no dejarían escapar un detalle sin comunicárselo.

Alfred Tannenberg bebió un sorbo de agua mientras esperaba la respuesta de su nieta. Sentía la fatiga del viaje, pero estaba satisfecho de la conversación con Clara. Eran iguales, ella no se había inmutado al escuchar que alguien la podía matar. Lo había encajado sin pestañear, sin hacer preguntas estúpidas ni tampoco sorprenderse como una virgen inocente al conocer lo turbio del negocio familiar.

– Gian Maria es una buena persona y muy capaz. Su especialidad son las lenguas muertas; el acadio, el hebreo, el arameo y el hurrita no son un secreto para él. Se muestra escéptico respecto a que Abraham pudiera dictar su visión de la Creación, pero trabaja sin rechistar. No te preocupes, no es peligroso, es un sacerdote.

– Si algo sé es que las personas no siempre son lo que parecen.

– Pero Gian Maria es un cura…

– Sí, lo es, lo hemos comprobado.

– De manera que ya sabes que no es peligroso. Tannenberg cerró los ojos, y Clara le acarició con ternura el rostro surcado de arrugas.

– Ahora me gustaría dormir un rato.

– Hazlo; está noche Picot querrá conocerte.

– Ya veremos. Ahora vete.

Fátima había instalado a Salam Najeb en una casa contigua y a la enfermera en un cuarto cercano al de Tannenberg, aunque creía que no había nada que pudiera hacer la tal Samira que no pudiera hacerlo ella. Conocía a Tannenberg tanto que sabía lo que éste necesitaba aunque no se lo dijera. Un gesto, el movimiento de una mano, la manera de ladear el cuerpo, señales que la ayudaban a anticipar lo que su señor iba a pedir. Pero el médico se había mostrado inflexible: Samira debía estar cerca del enfermo y avisarle a él ante cualquier contingencia. En realidad la casa que habían dispuesto para él estaba pared con pared con la de Tannenberg.

– ¿Qué te pasa, niña? -preguntó a Clara cuando ésta entró en la cocina buscándola.

– Está muy mal…

– Vivirá -le aseguró Fátima-, lo hará hasta que encuentres esas tablillas. No te dejará.

Clara se dejó abrazar por su vieja guardiana, sabiendo que podía contar con ella no importaba en qué circunstancia. Y las que se avecinaban no podían ser más inquietantes: su abuelo le acababa de anunciar que iban a intentar matarla.

– ¿Y el médico y la enfermera?

– Están organizando el hospital de campaña.

– Bien, me voy a la excavación. Regresaré para cenar, no sé si mi abuelo querrá cenar solo, conmigo o con los demás.

– No te preocupes, no faltará comida si es que quiere tener invitados.

El jeep estaba aparcado en la puerta de la casa y media docena de hombres aguardaban a que ella dispusiera dónde quería ir.

Cinco minutos después estaba en el yacimiento arqueológico.

Lion Doyle se acercó a ella sonriente.

– ¿Ya sabe la noticia? Han encontrado restos de casas, sus compañeros están entusiasmados.

– Sí, ya lo sé, no he podido venir antes. ¿Cómo va con su reportaje fotográfico?

– Bien, mejor de lo que esperaba, además Picot me ha contratado.

– ¿Le ha contratado? ¿Para qué?

– Al parecer, una revista de arqueología le pidió que le enviara un relato de la excavación, a ser posible ilustrado, y me ha pedido que me encargue de hacer las fotos. Mi viaje no resultará en balde.

Clara apretó los dientes, molesta. Así que Picot pensaba apropiarse de la gloria por adelantado enviando un reportaje a una revista sobre arqueología.

– ¿Y de qué revista se trata?

– Creo que se llama Arqueología científica. Me ha dicho que tiene ediciones en Francia, el Reino Unido, Alemania, España, Italia, Estados Unidos… En fin, que es una revista importante.

– Sí que lo es. Se podría decir que lo que se publica en Arqueología científica, existe y lo que no, no merece la pena.

– Si usted lo dice, así será; no entiendo nada de esto, aunque reconozco que me están contagiando su entusiasmo.

Dejó plantado a Lion Doyle y se dirigió hacia donde estaban trabajando Marta y Fabián.

Habían desenterrado otro sector del templo y encontrado un silabario; parecía como si de repente aquel lugar quisiera dejar de ser un misterio y ofreciera sus frutos al esfuerzo enconado de aquel grupo heterogéneo.

– ¿Dónde está Picot? -preguntó Clara.

– Hoy es un día increíble, ha dado con restos de las murallas de Safran. Está allí -respondió Marta señalando hacia donde Picot junto a un grupo de obreros parecían estar excavando la tierra con sus propias manos.

– ¿Sabes, Clara?, creo que ya estamos en la segunda terraza del templo. Parece un zigurat pero no estoy seguro, aquí hay restos de la muralla interior, y hemos empezado a desescombrar lo que parece una escalera -le informó Fabián.

– Necesitaríamos más obreros -afirmó Marta.

– Se lo diré a Ayed, pero no creo que sea fácil conseguir más gente. El país está en estado de alerta -respondió Clara.

Yves Picot estaba junto a una cuadrilla de trabajadores, con las manos metidas entre cascotes, absorto en lo que estaba haciendo, por lo que ni siquiera la vio llegar.

– Hola, ya sé que hoy es un gran día -fue el saludo de Clara.

– No te lo imaginas. Parece que la suerte se pone de nuestro lado. Hemos encontrado restos de la muralla exterior y pegadas a ella se ven claramente las plantas de algunas construcciones, ven, mira.

Picot la guió por la arena amarilla señalándole restos de ladrillos perfectamente apilados, donde sólo el ojo del experto podía decir que aquello había sido una casa.

– He puesto a más de la mitad de los hombres a trabajar en esta zona. Pero ya te habrá dicho Fabián que se ha avanzado mucho en el montículo y que el templo parece claramente un zigurat.

– Sí, lo he visto. Me quedaré trabajando en este sector…

– Bien. ¿Crees que podríamos conseguir más gente? Necesitamos más obreros si queremos despejar todo esto con cierta rapidez.

– Lo sé, Fabián y Marta también me lo han dicho. Veré qué se puede hacer. Por cierto, que el fotógrafo, ese tal Lion, me ha dicho que le has contratado.

– Sí, le he pedido que haga un reportaje fotográfico sobre lo que estamos haciendo.

– No sabía que te habías comprometido con nadie a publicar nuestro trabajo.

Clara recalcó el «nuestro» para que Picot notara su incomodidad. Él la miró divertido y dejó escapar una carcajada.

– ¡Vamos, Clara, no te mosquees, nadie te va a robar nada! Conozco gente en la revista Arqueología científica, me pidieron que les informara del trabajo que iba a hacer aquí. A todo el mundo le interesa tu Biblia de Barro. Si la encontramos, será un hito en la historia de la arqueología. No sólo demostraremos que Abraham existió, sino además que conocía la historia del Génesis. Será una revolución. Pero aunque no aparezcan esas tablillas, lo que estamos encontrando tiene la suficiente entidad para que nos sintamos orgullosos. Estamos desenterrando un zigurat del que nada se sabía, y en mejor estado del que podíamos esperar. No te preocupes, si esto es un éxito, lo será de todos. Mi cupo de vanidad está cubierto, señora, yo ya tengo la carrera hecha. ¡Ah!, y has dicho bien al decir «nuestro trabajo», porque nada de esto sería posible sin Fabián Tudela, Marta Gómez y los otros colegas.

Yves se agachó y continuó con su trabajo sin hacer caso de Clara, que sin decir palabra se dirigió hacia un grupo de obreros que en esos momentos despejaban un trozo de terreno.

Se estaba ocultando el sol cuando Picot dio por terminada la jornada de trabajo. Los hombres se sentían agotados y hambrientos, deseando unos llegar a sus casas, otros al campamento, para descansar y recuperar fuerzas.

Fátima esperaba a Clara en la puerta de la casa y parecía de buen humor.

– Tu abuelo se ha despertado; tiene hambre y te está esperando.

– Tengo que ducharme; luego iré con él.

– Me ha dicho que prefiere que cenéis solos, mañana recibirá a los arqueólogos.

– Me parece bien.

Estaban acabando de cenar cuando Fátima entró en la estancia para anunciar que Yves Picot quería saludar al señor Tannenberg.

Clara iba a replicar, pero Alfred no le dio tiempo e indicó a Fátima que le hiciera pasar.

Los dos hombres se midieron durante una décima de segundo, el tiempo en que tardaron en darse un fuerte apretón de manos y mirarse a los ojos.

A Picot no le gustó Tannenberg. Su mirada de azul acero reflejaba crueldad; por su parte, Tannenberg examinó a Picot y supo captar la fuerza que emanaba del francés.

Alfred Tannenberg dirigió la conversación, por lo que fue Picot quien habló la mayor parte del tiempo respondiendo a las preguntas certeras del anciano, que quería saber hasta los más insignificantes pormenores del trabajo. Picot respondió con minuciosidad a la curiosidad del abuelo de Clara, esperando el momento para pasar a ser él quien preguntara.

– Tenía ganas de conocerle; no he logrado que Clara me cuente ni cómo ni cuándo encontró usted esas tablillas en Jaran que nos han traído a todos hasta aquí.

– Fue hace mucho tiempo.

– ¿En qué año fue la expedición? ¿Quién la dirigía?

– Amigo mío, hace tanto que ni me acuerdo. Antes de la Gran Guerra, cuando a Oriente llegaban expediciones de románticos que amaban la aventura más que la arqueología y muchos de ellos excavaban llevados por la intuición. No, no fue una expedición de arqueólogos, sino de personas aficionadas a la arqueología. Excavamos en la zona de Jaran y encontramos esas tablillas en las que Shamas, un sacerdote o escriba, se refiere a Abraham y la Creación. Desde entonces he creído que algún día encontraríamos el resto de las tablillas a las que se refiere el escriba. La Biblia de Barro las llamo yo.

– Así las llamó Clara en el congreso de Roma y revolucionó a la comunidad de arqueólogos.

– Si Irak viviera una etapa de paz se habría puesto en marcha más de una expedición arqueológica intentando hacerse con el favor de Sadam para que les diera la exclusiva para excavar. Usted se ha arriesgado viniendo en el peor momento, ha sido valiente.

– En realidad, no tenía nada mejor que hacer -respondió Yves con cierto cinismo.

– Sí, ya lo sé, usted es rico, así que no se ve apremiado por la dura realidad de conseguir un sueldo a fin de mes. Su madre proviene de una antigua familia de banqueros, ¿no es así?

– Mi madre es británica, hija única, y mi abuelo, efectivamente, posee un banco en la isla de Man. Ya sabe, un paraíso fiscal.

– Lo sé. Pero usted es francés.

– Mi padre es francés, alsaciano, y yo me he educado a caballo entre la isla de Man y Alsacia. Mi madre heredó el banco, y mi padre es quien lo dirige.

– Y a usted no le interesa nada el mundo de las finanzas -afirmó más que preguntó Tannenberg.

– Efectivamente, lo único que me interesa del dinero es cómo gastarlo de la manera más placentera posible, y es lo que hago.

– Algún día herederá el banco, ¿qué hará con él?

– Mis padres gozan de excelente salud, de modo que espero que ese día esté lejano, además tengo una hermana mucho más inteligente que yo que está dispuesta a hacerse cargo del negocio familiar.

– ¿No le preocupa dejar algo sólido a sus hijos?

– No tengo hijos y no tengo ningún interés en reproducirme.

– Los hombres necesitamos saber que detrás de nosotros queda algo.

– Algunos hombres, yo no.

Clara asistía callada a la conversación de Yves con su abuelo notando que el arqueólogo no hacía nada por caer bien al anciano. Fue Samira quien puso punto final a la velada. Entró seguida de Fátima, que intentaba impedirle la irrupción.

– Señor Tannenberg, es la hora de la inyección.

Alfred Tannenberg miró a la enfermera con ira. La abofetearía en cuanto estuvieran solos por haberse atrevido a entrar y dirigirse a él en esos términos, como si fuera su niñera.

– Salga.

El tono del anciano era frío como el hielo y presagiaba una tormenta. Fátima agarró del brazo a la enfermera y la sacó reprochándole su comportamiento.

Tannenberg alargó la velada media hora más, haciendo caso omiso del cansancio de Clara, que a duras penas contenía los bostezos. Luego despidió a Yves Picot prometiéndole que contaría con una nueva remesa de obreros.

Minutos más tarde un grito desgarrador rompió el silencio de la noche. Luego se oyó el llanto de una mujer, que se fue apagando lentamente hasta desvanecerse de nuevo en el silencio.

Clara daba vueltas, incómoda, en la cama. Sabía que su abuelo había hecho pagar a Samira su osadía al interrumpirle y tratarle como a un niño recordándole la hora de la inyección.

La enfermera debería de aprender que Alfred Tannenberg pagaba muy bien a sus empleados, pero jamás disculpaba un error. Imaginó que habría azotado a la mujer; no era la primera vez que castigaba de esa manera a quienes le desagradaban con su actitud.

Ayed Sahadi había mandado vigilar a Lion Doyle y Ante Plaskic; desconfiaba de ambos, estaba seguro de que ninguno de los dos era lo que decían.

Lion Doyle por su parte también se mostraba alerta con Ayed Sahadi; intuía que era más que un capataz. En cuanto a Ante Plaskic, estaba seguro de que era un asesino como él, quizá otro hombre enviado por Tom Martin o por los amigos de éste, pero de lo que no tenía dudas era de que el croata no era el apacible informático que aparentaba ser.

Los tres hombres se reconocían en lo que eran: asesinos, mercenarios dispuestos a servir a quien pagara bien.

El galés intuía que estaba cerca el momento de actuar. Aún no habían encontrado la Biblia de Barro, pero los trabajos de la excavación avanzaban a marchas forzadas, y además cada vez se percibía más tensión en el campamento. Las noticias que llegaban de fuera no dejaban lugar a dudas: en cualquier momento las tropas estadounidenses dejarían caer toneladas de bombas sobre Irak.

Los obreros bromeaban asegurando que cazarían norteamericanos como conejos, que jamás les permitirían pisar la sagrada tierra de Irak, pero sabían que sus bravuconadas sólo servían para darse valor porque muchos de ellos morirían en el empeño o caerían sepultados bajo las bombas.

Clara no parecía desconfiar de Lion. Nunca evitaba su compañía, y le enseñaba con paciencia los frutos de barro arrancados a la tierra, mostrándole la importancia de cada objeto y cómo debían ser las fotografías para que tuvieran valor arqueológico.

Lion se había reído lo suyo cuando supo por el director de Photomundi que sus fotos de Bagdad las había comprado una agencia de noticias y que el reportaje en Arqueología científica había resultado un éxito, no sólo por el texto escrito por Picot sino por las fotos que lo ilustraban. El único inconveniente es que el reportaje había provocado que los canales de televisión pidieran a sus enviados en Irak que se dejaran caer por Safran y contaran la historia de lo que pasaba allí: un grupo de arqueólogos de varios países excavando ajenos a los tambores de guerra.

De manera que Lion Doyle no se sorprendió cuando vio aparecer a Miranda acompañada de Daniel, el cámara, y de otro grupo de periodistas que, bajo los auspicios del Ministerio de Información, habían aterrizado en Safran.

– ¡Vaya con el fotógrafo! -le dijo Miranda a modo de saludo.

– Me alegro de verte. ¿Cómo están las cosas por Bagdad?

– Mal, jodidamente mal. La gente está al límite. Tu amigo Bush insiste en que Sadam tiene armas de destrucción masiva y hace un par de días, el 5 de febrero, Colin Powell intervino en una sesión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas mostrando fotos tomadas por satélite en las que supuesta-mente se ven desplazamientos de soldados, además de lugares sospechosos de albergar las malditas armas.

– Que tú no crees que existan.

– Ni tú tampoco.

– Yo no lo sé.

– ¡Vamos, Lion, no te hagas el inocente!

– No tengo ganas de pelear, ¿vale?

Daniel decidió cambiar de conversación para que volviera a reinar la paz.

– ¿Cómo habéis pasado la Navidad en este sitio? pregunto con curiosidad.

– No hemos celebrado la Navidad. Aquí no descansan, trabajan dieciocho horas al día.

– Pero ¿ni siquiera ese día pararon? -insistió Daniel.

– La única novedad es que mejoraron el rancho.

– En Bagdad improvisamos una fiesta. Aportamos cada uno lo que fuimos capaces de encontrar.

Miranda les había dejado y recorría el campamento mirando a su alrededor con curiosidad. Le habían hablado de Yves Picot y de Clara Tannenberg, pensaba entrevistar a ambos. Haber salido de Bagdad para recalar en aquel trozo de tierra amarilla le parecía como aquellas excursiones que organizaba el colegio cuando era una niña y le ayudaban a romper con la monotonía.

Picot y Clara colaboraron en cuanto les pidieron los periodistas desplazados, aunque no podían evitar cierto fastidio por tener que interrumpir el ritmo de su trabajo. Todas las manos eran necesarias, las de Clara y las suyas también.

A Clara no se le escapó que Picot parecía deslumbrado por Miranda. No se separaba de ella, les veía hablar y reír, ajenos al resto. Pensó que acaso se conocían de antes y no pudo evitar una punzada de celos.

Miranda era todo lo que no era ella: una mujer hecha a sí misma, independiente, segura, de las que no le debían nada a ningún hombre, acostumbrada a tratarles de igual a igual, sin ningún tipo de concesiones. No le sorprendió que pareciera conocer a Lion Doyle; al fin y al cabo, todos eran periodistas.

A la hora del almuerzo, Miranda compartió mesa con Marta Gómez, Fabián Tudela, Gian Maria y Albert Anglade, además de Daniel y de Haydar Annasir, el ayudante de Tannenberg, y de la propia Clara. Lion se unió a ellos a pesar de la mirada de fastidio con que le recibió Miranda.

– Hay manifestaciones en toda Europa, la gente no quiere esta guerra -afirmaba Daniel.

– ¿Qué guerra? Aún no estamos en guerra, puede que Bush no ataque al final y sólo esté intentando asustar a Sadam -dijo tímidamente Haydar Annasir.

– Atacará -afirmó Miranda-, y lo hará en marzo.

– ¿Por qué en marzo? -preguntó Clara.

– Pues porque para entonces tendrá todo su dispositivo bélico preparado. Luego haría demasiado calor, y sus chicos no están acostumbrados a combatir bajo un sol cegador como el de este país, o sea que o vienen en marzo o a lo más tardar en abril.

– Esperemos que se retrasen -dijo Picot.

– ¿Hasta cuándo estarán aquí? -quiso saber Miranda.

– Según sus cálculos, nos queda un mes -fue la respuesta de Picot.

– ¿Mis cálculos? -preguntó Miranda.

– Usted acaba de decir que atacarán en marzo, y estamos en febrero.

– ¡Ah! Pues tiene razón, queda un mes. ¿Y cómo van a salir de aquí? Los soldados no les protegerán en cuanto comiencen los bombardeos, Sadam necesitará a todos los hombres disponibles, y tarde o temprano movilizarán a sus obreros.

La reflexión de Miranda les sumió en el silencio. De repente tomaban conciencia de que el mundo seguía un ritmo distinto al de la perdida aldea en la que se habían encerrado meses atrás, intentando encontrar en la arena un secreto tan viejo como el tiempo, un secreto que acaso sólo fuera una quimera.

Marta Gómez rompió el silencio que había caído en ellos.

– Ya lo han visto, hemos descubierto un templo, parece parte de un zigurat, aunque no estamos seguros; según nuestra opinión, es de dos mil años antes de Cristo, y no se sabía de su existencia. También estamos desenterrando restos de plantas de casas de la misma época, aunque desgraciadamente queda poco de ellas. Estamos estudiando los cientos de tablillas hallados en dos estancias del zigurat, tenemos unas cuantas estatuas en buen estado, bullas y calculis… quiero decirle, Miranda, que el trabajo que hemos llevado a cabo es extraordinario en tan poco tiempo. Lo que hemos hecho en estos cinco meses habrían significado años de trabajo en circunstancias normales. Entiendo que en estos momentos a los ciudadanos de cualquier lugar del mundo poco les importe el trabajo arqueológico, puesto que este país está al borde de la guerra, pero si las bombas no destruyen lo que hemos encontrado, le aseguro que éste será uno de los sitios arqueológicos más importantes de Oriente Próximo, si es que cuando la maldita guerra termine podemos regresar. Creo que todos nosotros podemos sentirnos satisfechos de lo que hemos hecho.

– Han contado con el visto bueno de Sadam para poder trabajar -afirmó Miranda, a modo de respuesta a Marta.

– Sí, claro. No se puede ir a un país a trabajar sin el permiso del régimen, el que sea. Nos ha permitido excavar y hemos contado con los medios para ello, medios que el profesor Picot paga de su bolsillo -fue la respuesta de Fabián Tudela.

– Creía que la señora Tannenberg era corresponsable y cofinanciadora de la expedición…

Clara decidió aprovechar la pregunta de Miranda para dejar sentado que aquélla era su expedición y que todo lo que había aflorado, y pudiera aflorar, le pertenecía tanto como a Picot.

– Efectivamente, éste es un proyecto que hemos puesto en marcha el profesor Picot y yo. Es un proyecto costoso y difícil dadas las circunstancias, pero tal y como le ha explicado la profesora Gómez, ya ha dado sus frutos, unos frutos extraordinarios.

– Pero ustedes buscan algo más; creo que usted, en un congreso celebrado el pasado año en Roma, habló de unas tablillas en las que alguien afirmaba que el patriarca Abraham le iba a contar la Creación, y que luego por casualidad encontraron aquí otras tablillas con el nombre del mismo escriba. ¿Me equivoco?

Esta vez fue Picot quien decidió responder a Miranda.

– No, no se equivoca. Clara posee un par de tablillas, que hemos podido datar, en que un escriba llamado Shamas cuenta que un tal Abrán le iba a desvelar la historia del mundo. Clara mantiene la hipótesis de que el Abrán al que se refiere Shamas es el patriarca Abraham y, si se confirma su teoría, el descubrimiento sería extraordinario.

– Tenga en cuenta que la ciencia duda de la existencia de los patriarcas, nadie ha podido demostrar hasta ahora que realmente fueran seres de carne y hueso. Si encontramos las tablillas a las que se refieren las que ya tiene Clara, no sólo sé demostraría que la Biblia tiene razón, sino que el Génesis fue revelado por Abraham. Usted no imagina la importancia que esto tendría para la arqueología, para la ciencia, también para la religión -explicó Fabián.

– Pero aún no han encontrado esas tablillas… -quiso saber Miranda.

– No, aún no -respondió Marta-, pero sí hemos hallado muchas tablillas con el nombre de Shamas, así que aún tenemos esperanza de encontrar la Biblia de Barro.

– ¿La Biblia de Barro?

– Miranda, ¿qué otra cosa serían unas tablillas con la leyenda de la Creación? -preguntó a su vez Marta.

– Tiene razón, además me gusta el nombre… La Biblia de Barro. ¿Y usted qué piensa de todo esto? Creo que es usted cura.

La pregunta de Miranda hizo que Gian Maria se atragantara, al tiempo que enrojecía hasta la raíz del cabello.

– ¡Vaya, es la primera vez que conozco a un hombre que se pone colorado! -rió Miranda.

– Vamos, Gian Maria, que sólo te han preguntado -le animó Marta.

El sacerdote no encontraba palabras para responder. Le ardía la cara al sentirse el blanco de todas las miradas. Fabián intentó echarle una mano desviando la atención.

– Gian Maria es experto en lenguas muertas; nos es de una enorme utilidad, trabaja a destajo descifrando tablillas. Sin él no habríamos podido avanzar como lo hemos hecho. De todas maneras, hasta que no encontremos esas tablillas y las analicemos, no sólo nosotros sino también otros expertos cualificados, no se podrá afirmar que son la Biblia de Barro. Hasta ahora nos movemos en el terreno de las hipótesis. Hay un par de tablillas escritas por una mano poco experta que más parecen unas páginas de un diario personal, un diario de barro, en que alguien anuncia que le van a contar algo. Como le ha dicho Marta, aunque no encontráramos esas otras tablillas lo que hemos desenterrado hasta ahora justifica nuestro trabajo aquí.

– ¿Por qué dice que esas dos tablillas, que son la causa de que estén ustedes aquí, están escritas por una mano poco experta? -preguntó Miranda.

– Por los trazos. Es como si ese Shamas no dominara el manejo del cálamo, que como usted sabe es una caña con la que se hacían incisiones en el barro. Es más, las tablillas que hemos encontrado aquí que también llevan el nombre de Shamas en la parte superior en nada se parecen a la escritura de las que tiene Clara. El Shamas de aquí era un escriba que dominaba la escritura y la aritmética, además de ser un experto naturalista que nos ha legado una lista de la fauna de la zona -respondió de nuevo Fabián.

– Podría ser que el Shamas que escribió las tablillas que aparecieron en Jaran y el Shamas de aquí no fueran la misma persona, aunque Clara asegura que sí -apuntó Marta.

– ¿Y por qué cree usted que es el mismo? -quiso saber Miranda.

– Porque siendo verdad que el trazo de las tablillas de Jaran es distinto al de las tablillas encontradas, aquí hay líneas, señales que parecen hechas por la misma mano, aunque éstas sean más firmes. Mi teoría es que Shamas pudo escribir las tablillas de Jaran siendo adolescente o niño y las de aquí ya adulto.

Clara no titubeó en la respuesta. Conocía las tablillas como la palma de su mano y el laboratorio dejaba poco lugar a dudas: las tablillas de Jaran y las de Safran parecían escritas por la misma mano.

– Pero me gustaría saber qué piensa la Iglesia de todo esto -insistió Miranda dirigiéndose a Gian Maria.

El sacerdote, ya repuesto del sobresalto inicial de que se dirigieran a él, volvió a ponerse colorado pero respondió a la curiosidad de la periodista.

– Yo no puedo responderle en nombre de la Iglesia, sólo soy un sacerdote.

– Pues dígame qué opina de todo esto.

– Sabemos por la Biblia de la existencia del patriarca Abraham. Naturalmente, yo sí creo que existió, que fue un hombre de carne y hueso, independientemente de que haya o no pruebas arqueológicas.

– ¿Y cree que Abraham sabía de la Creación y además se la contó a alguien?

– La Biblia no dice nada de eso, y es bastante explícita respecto a la vida del patriarca Abraham. De manera que… bien, soy escéptico, no me termino de creer que haya una Biblia de Barro. Pero si aparecen esas tablillas, será la Iglesia la que tenga que dictaminar o no su autenticidad.

– Pero ¿a usted le ha enviado el Vaticano? -preguntó Miranda.

– ¡No, por Dios! El Vaticano nada tiene que ver con mi estancia aquí -respondió temeroso Gian Maria.

– Entonces, ¿qué hace aquí? -insistió Miranda.

– Bueno, ha sido todo una casualidad…

– Pues explíquemela -le conminó la periodista, a pesar de la evidente incomodidad del sacerdote.

– ¿No podrías dejarle tranquilo? -intervino Lion Doyle que hasta ese momento había permanecido en silencio.

– ¡Vaya con el caballero andante! Siempre acudes en socorro del que lo necesita, ya sea una mujer perdida en un tiroteo o un cura en apuros.

– ¡Eres imposible, Miranda! -respondió Lion malhumorado.

– No, si no tengo inconveniente en responder-dijo Gian Maria con apenas un hilo de voz-. Verá, yo estaba en Bagdad colaborando con una ONG, pero de casualidad había conocido al profesor Picot, y vine aquí a ver su trabajo; él sabía que soy experto en lenguas muertas y, bueno, me quedé.

– ¿Y, siendo sacerdote, usted hace lo que le viene en gana? -insistió Miranda.

– Tengo permiso para estar aquí -contestó Gian Maria, poniéndose de nuevo colorado.

Durante el resto de la tarde Miranda y Daniel filmaron a los arqueólogos trabajando. Entrevistaron a Picot y a Clara, así como a Marta Gómez y a Fabián Tudela, que lo mismo que el resto del equipo tuvieron que atender y repetir las mismas palabras a otros periodistas llegados a Safran.

– Son agotadores, especialmente Miranda, aunque me cae bien.

– Vamos, Marta, ellos hacen su trabajo, como nosotros el nuestro.

– Tú siempre tan comprensivo, pero nos han hecho perder el día.

Fabián Tudela encendió un cigarrillo y dejó vagar la mirada por las volutas de humo. Marta tenía razón, sobre todo si lo que habían contado los periodistas se ajustaba a la realidad, es decir que la guerra podía comenzar en marzo, a más tardar en abril.

Se agachó junto a Marta y empezó despejar la arena de un lateral de lo que parecía una terraza que dejaba entrever un patio cuadrado con restos de ladrillos cocidos y cerámica.

La luz del sol se había apagado casi por completo cuando decidieron regresar al campamento. Los obreros murmuraban a causa del cansancio. Pero sobre todo les inquietaban las noticias suministradas por los periodistas: la guerra era inevitable y estaba a punto de comenzar.

Clara había dispuesto una cena en torno a hogueras donde lentamente se cocinaban media docena de corderos aromatizados con hierbas.

Un periodista holandés filmaba entusiasmado la escena, mientras que uno de sus colegas de la radio se quejaba de los problemas de conexión con el satélite para enviar la crónica de la jornada.

Yves Picot atendía a unos y a otros demostrando una paciencia infinita y procurando solventar los problemas que le planteaban con ayuda del bueno de Haydar Annasir, que siempre tenía solución para todo.

– Se le nota contento.

Picot se volvió al oír la voz de Clara.

– No tengo motivos para no estarlo.

– Pero esta noche parece usted más alegre.

– Bueno, hacía tiempo que no teníamos contacto con el mundo civilizado, y esta gente nos ha traído noticias frescas, además de recordarme que hay otra realidad al margen de excavar.

– O sea, que siente añoranza.

– ¡Menuda conclusión! No exactamente, pero llevamos cinco meses excavando, tragando polvo, no hemos hecho otra cosa que trabajar, y casi me había olvidado, que fuera de aquí hay vida.

– ¿Tiene ganas de marcharse?

– Estoy preocupado por la seguridad del equipo. Mañana llamaré a su marido. Quiero que Ahmed me explique el plan de evacuación. Se comprometió a tener preparados los medios para sacarnos de aquí cuando cayeran las primeras bombas.

– ¿Y si aún no hemos encontrado la Biblia de Barro?

– Nos iremos en cualquier caso. No pretenderá que nos quedemos a excavar mientras los norteamericanos bombardean Irak. ¿Cree que harán una excepción y no bombardearán Safran porque un grupo de locos esté aquí excavando? Soy responsable de esta gente, han venido por mí, algunos son amigos personales y no hay nada ni nadie que merezca la pena para que yo ponga en riesgo sus vidas, nada, ni siquiera la Biblia de Barro.

– ¿Cuándo se irá?

– No lo sé, aún no lo sé. Pero quiero estar preparado. Me parece que ha llegado el momento de recapitular. Quiero hablar con mi gente, decidiremos entre todos, pero no caben engaños, ya ha oído a los chicos de la prensa.

– Las cosas no están peor que hace cinco meses, nada ha cambiado.

– Ellos dicen que sí.

– Los periodistas exageran, viven de eso.

– Se equivoca; puede que algunos lo hagan, pero no todos, y aquí tenemos tres periodistas holandeses, dos griegos, cuatro británicos, cinco franceses, dos españoles…

– No siga, ya lo sé.

– Difícilmente pueden estar exagerando todos, o inventando que Bush está a punto de invadir.

– Yo seguiré.

Yves Picot miró fijamente a Clara. No podía exigirle que lo dejara, pero le irritaba que pudiera continuar sin él.

– Va a trabajar bajo una lluvia de bombas.

– A lo mejor sus amigos no ganan.

– ¿Quiénes son mis amigos?

– Los que nos van a bombardear.

– ¿Le ha dado un ataque de nacionalismo? No juegue a provocar complejo de culpa en los demás; al menos no lo intente conmigo porque perderá el tiempo. Mire, se lo diré una vez, a mí su Sadam me parece un dictador sanguinario que merece estar en la cárcel. No daría ni un pelo por él, me importa un bledo su destino. Lo que siento es que muchos iraquíes vayan a pagar por su culpa.

– ¿Por Sadam o porque nos quieren robar nuestro petróleo?

– Por las dos cosas. Sadam es la coartada, no lo dudo. Yo no participo del juego de la política, hace mucho que me bajé de ese tren.

– Usted no cree en nada.

– Cuando tenía veinte años era de izquierdas, un militante apasionado, y llegué a conocer tan bien el partido de mis sueños por dentro que huí asqueado. Nadie era lo que parecía ni mucho menos lo que decía ser. Entendí que política e impostura van a menudo de la mano, así que me desenganché. Defiendo la democracia burguesa que nos permite la ilusión de creer que gozamos de libertad, eso es todo.

– ¿Y los demás? ¿Qué pasa con quienes no hemos nacido en su primer mundo? ¿Qué debemos hacer o esperar?

– No lo sé, a lo que alcanzo es a saber que son víctimas de los intereses de los grandes, pero también víctimas de sus propios gobernantes, y víctimas de sí mismos. Soy francés y defiendo la Revolución francesa, creo que todos los países deberían de tener una revolución parecida que dé paso a la luz y a la razón. Pero en esta parte del mundo los ilustrados como usted o su abuelo asientan su riqueza y su poder sobre la miseria de sus compatriotas, así que no me pregunte a mí qué pueden hacer. No me siento culpable de nada.

– Cree que su cultura es superior a la nuestra…

– ¿Quiere que le diga la verdad? Pues sí, lo creo. El islam les impide hacer la revolución burguesa. Hasta que no separen política y religión no saldrán adelante. A mí me asquea ver a algunas de sus compatriotas tapadas de los pies a la cabeza, como esa mujer que le sigue a todas partes, Fátima se llama, ¿no? Me indigna que caminen detrás de sus maridos o que no puedan hablar tranquilamente con un hombre.

Fabián se acercó a ellos con una copa en cada mano.

– Es una suerte que éste no sea un país de estricta observancia islámica y podamos tomar una copa.

Les ofreció una copa a cada uno. Tanto Clara como Picot la cogieron como autómatas.

– ¿Qué os pasa? -preguntó Fabián.

– Le he dicho a Clara que tenemos que empezar a pensar en marcharnos.

– Por lo que nos han contado, no deberíamos de esperar mucho más -asintió Fabián.

– Mañana llamaré a Ahmed, para que coordine con Albert los detalles de nuestra evacuación. Estaremos hasta el último minuto en que no sea peligroso estar, pero ni un segundo más.

El tono de voz de Picot no admitía réplicas y Clara se dio cuenta de que tenía la batalla perdida.

– Clara, hemos conseguido mucho. ¿No se da cuenta? -dijo Fabián en un intento de animarla.

– ¿Qué hemos conseguido? -respondió airada.

– Hemos sacado a la luz un templo del que no había noticias, un pueblo del que nada se sabía. Desde el punto de vista profesional esta campaña ha merecido la pena, no nos vamos con las manos vacías, podemos sentirnos orgullosos del trabajo hecho. Hemos contado con gente extraordinaria que no se ha quejado de las jornadas agotadoras de trabajo. Llevamos cinco meses en que no hemos hecho otra cosa que excavar, nada más. No querrá que además nos juguemos la vida, ¿verdad?

Clara miró a Fabián pero no supo qué responder. En su fuero interno sabía que Picot y Fabián tenían razón, pero reconocerlo era tanto como darse por vencida.

– ¿Cuándo se irán? -alcanzó a preguntar.

– No lo sabré hasta que no hable con Ahmed. También quiero hablar con un par de amigos de París y con mis padres. Los banqueros siempre saben cuándo va a desencadenarse una guerra. Tú, Fabián, deberías hablar con tu gente de Madrid a ver qué te cuentan.

– Sí, mañana llamaremos. Ahora deberíamos atender a los periodistas y comernos esos espléndidos corderos. Estoy hambriento.

Desde el ventanuco del cuarto de Clara apenas se veía nada. No había luna, estaba escondida.

Hacía rato que no se oía el más leve ruido en el campamento. Todos dormían, pero Clara no lograba conciliar el sueño. Le había alterado la conversación con Picot tanto como la que posteriormente había mantenido con Salam Najeb, el médico que cuidaba a su abuelo.

Éste no se había andado con sutilezas: su abuelo había sufrido un desmayo, y el resultado de los análisis era preocupante. En su opinión debería ser trasladado a un hospital de verdad.

Clara había entrado a ver a su abuelo y se asombró de que en apenas un día hubiera envejecido tanto. Tenía los ojos hundidos y la respiración entrecortada. En cuanto le dijo que deberían trasladarle a Bagdad y de allí a El Cairo, su abuelo negó con la cabeza. No, no se iría hasta que no encontraran la Biblia de Barro. Ella no tuvo valor para decirle que Picot estaba dispuesto a marcharse.

El reloj marcaba las tres de la mañana y hacía frío; se puso una sudadera y con la luz apagada salió del cuarto dirigiéndose al de Fátima. La mujer tenía el sueño profundo y no se despertó pese a que Clara abrió la ventana para saltar al exterior.

Los guardias que la escoltaban dormían en la entrada principal y en el vestíbulo de la casa, pero no parecían preocuparse por la puerta de atrás.

Aguardó unos segundos hasta que su corazón dejó de latir aceleradamente y, agachada entre las sombras, empezó a poner distancia con el campamento dirigiéndose hacia el zigurat. Necesitaba tocar los viejos ladrillos de arcilla y sentir la brisa de la noche para tranquilizar su espíritu.

Los guardias dormitaban confiados, Ayed Sahadi les mataría si supiera que alguien era capaz de colarse en el perímetro arqueológico sin que se dieran cuenta. Pero no sería Clara quien se lo dijera. Buscó un lugar donde sentarse para poder pensar. Sentía que su vida estaba a punto de cambiar irremediablemente. Donde antes sólo había seguridad y certezas ahora vislumbraba dolor y soledad, y por primera vez se dio cuenta de que nunca se había parado a pensar; simplemente había vivido, sin preocuparse de nada, sin querer saber ni ver nada de lo que no le convenía a su egoísta comodidad.

No, no era mejor que Ahmed, que cobraría una cantidad sustanciosa por protegerla, sólo que al menos no era una hipócrita como él, ya que a ella no le dolía la conciencia.

Se quedó dormida acurrucada sobre un lecho de tierra y arcilla, y buscó en sueños a Shamas.


  1. <a l:href="#_ftnref11">[11]</a> Objeto de arcilla en forma de esfera, cono o cilindro que se utilizaba para registrar intercambios comerciales.

  2. <a l:href="#_ftnref11">[12]</a> Conjunto de fichas de arcilla que marcaban cantidades.