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Ili había alcanzado la distinción de um-mi-a (maestro) y era la máxima autoridad en aquel templo, desde el que contribuían al gobierno de la región.

El rey había querido extender su poder más allá de Ur, y había mandado levantar aquel zigurat de pequeñas dimensiones donde los hombres sabios almacenaban los conocimientos de los que eran custodios, y otros fruto de la observación de cuanto había a su alrededor, flores, plantas y el cielo, hasta desentrañar sus misterios.

Esa mañana era especial: un dub-sar (escriba) iba a adquirir la condición de ses-gal (gran hermano).

El anciano Yadin, que tenía los ojos nublados por el paso del tiempo, no alcanzaría a ver a Shamas pero seguiría la ceremonia de aceptación y reiría dejando ver su boca sin apenas dientes. Hacía tiempo que su esposa, la madre de Shamas, se había convertido en los ojos de Yadin y contaba a su marido los pormenores de cuanto sucedía a su alrededor. No dejaría de alzar la cabeza orgullosa al saber lo alto que había llegado su díscolo hijo.

El maestro saboreaba por adelantado los pormenores de la ceremonia de su alumno más querido. Shamas le había provocado muchos dolores de cabeza y en no pocas ocasiones había tenido que dominar la ira ante la tozudez de su alumno y la impertinencia de sus preguntas.

Shamas jamás se había conformado con respuestas simples. Necesitaba diseccionar cuanto le decían y encontrar su lógica; no aceptaba la verdad de los demás salvo que fuera clara y evidente.

Había logrado convencerle para que no manifestara desprecio a los dioses, al menos públicamente.

Su tío Abraham había persuadido al joven Shamas de que sólo había un Dios, y que todo había sido creado por su voluntad. Él, Ili, le explicaba que efectivamente la orden de la Creación había partido de Elohim, pero luego disputaban por la existencia de otros dioses a los que Shamas negaba.

Pero el tiempo no pasa en balde y Shamas había sosegado su espíritu y se había convertido en el mejor de los escribas; ahora alcanzaba una dignidad más, la de ses-gal, y algún día también sería um-mi-a, el um-mi-a de todos, puesto que era evidente su sabiduría, fruto de la observación y del estudio y de no conformarse jamás con lo evidente.

La esposa de Shamas, una joven llamada Lía, le ayudó a colocarse la túnica y le despidió con una sonrisa.

Aquel día Shamas se convirtió en ses-gal bajo los auspicios de Ili, mientras dejaba vagar la mente por otros territorios a muchos días de distancia.

Pensaba en Abraham; le imaginaba en la tierra de Canaán, convertido en padre de muchas tribus, pues hasta Ur habían llegado las noticias de su paternidad. Dios se lo había prometido y Dios había cumplido su palabra.

Dios le seguía pareciendo a Shamas un ser inescrutable y caprichoso, y aunque creía de todo corazón en Él, no alcanzaba a comprenderle, pero se decía que al fin y cabo él sólo era un hombre, fruto del soplo divino que había dado vida al barro del que habían salido los hombres.

En ocasiones creía que le iba a estallar la cabeza cuando intentaba seguir la lógica de la Creación. Había momentos en que sentía que iba a comprenderlo todo, pero esa quimera se desvanecía de inmediato y volvía a sentir la mente llena de tinieblas. El carraspeo de Ili le devolvió a la realidad. No había escuchado las palabras de su maestro y apenas había atendido a los escribas y sacerdotes que oraban junto a él a la diosa Nidaba.

Ansiaba quedarse a solas con Ili para ofrecerle un presente en el que en los últimos años había trabajado poniendo lo mejor de sí mismo. Se trataba de unas tablillas en las que con signos claros y elegantes había relatado cuanto le contó Abraham, la historia de la Creación del mundo, la ira de Dios con los hombres por su impiedad, la destrucción de Babel y la confusión de las lenguas… tres hermosas leyendas escritas en arcilla que deseaba que pasaran a engrosar una de las salas donde se guardaban otras historias y cuentos épicos.

Al caer la tarde, maestro y discípulo disfrutaron de unos momentos de soledad que pudieron dedicar a las confidencias.

Sobre el cráneo de Ili no quedaba ni un solo cabello y su andar lento, así como sus cejas de color blanco indicaban que había entrado en la ancianidad.

– Llegarás a ser un buen um-mi-a -le decía Ili.

– Me siento satisfecho con lo que soy. Es un privilegio trabajar aquí a tu lado, donde cada día aprendo algo nuevo.

– Que nunca es suficiente porque tienes ansias de conocer más, mucho más. Aún sigues preguntando el porqué de la existencia, y ni siquiera tu Dios te da la respuesta.

Shamas se quedó en silencio. Ili tenía razón: eran más las preguntas que brotaban de su garganta que las respuestas que era capaz de obtener de los hombres que le rodeaban.

– Hace tiempo que te hiciste hombre -continuó diciéndole Ili- y debes de aceptar que hay preguntas para las que no hay respuesta, no importa a qué dios invoques. Aunque al menos has aprendido a respetar a los dioses, porque me has hecho sufrir en más de una ocasión temiendo que tu osadía llegara a oídos de nuestro señor. Pero nadie te ha traicionado, ni siquiera los que no te entienden.

– Pero, Ili, tú sabes como yo que los dioses que guardamos en el templo son sólo barro.

– Lo son, pero no es al barro a quien invocamos cuando queremos algo de los dioses. Es a su espíritu, y eso es lo que tú no admites, que el barro sea sólo la representación de un dios, porque es difícil rezar a la nada, a un dios que no tiene rostro, ni forma, que no se ve.

– Decía Abraham que Dios creó a los hombres a imagen suya.

– ¿De manera que es como nosotros? ¿Se parece a ti, a mí, a tu padre? Si nos creó a imagen suya significa que podemos representarle en barro para dirigirnos a Él.

– Dios no está en el barro.

– Te he oído decir que tu Dios está en todas partes, acaso también en ese barro del que hizo a los hombres.

Llevaban años con la misma discusión, aunque el paso del tiempo les había permitido despojar a sus palabras de cualquier signo de acritud. Simplemente hablaban, ya no peleaban intentando imponer el uno al otro su idea de la divinidad.

– Te he traído un regalo -le dijo Shamas sonriendo ante la sorpresa que se dibujaba en el rostro de su maestro.

– Gracias, pero el mejor regalo ha sido que fueras mi alumno y ahora saberte un igual, porque me has hecho superarme cada día sabiendo que debía responder a tus preguntas.

Los dos hombres rieron. Habían llegado a apreciarse sinceramente y aceptarse el uno al otro tal cual eran, y ese aprendizaje no había estado exento de dolor.

Shamas condujo a Ili a una estancia pequeña donde le gustaba trabajar y le entregó varias tablillas envueltas en tela.

Ili las desenvolvió cuidadosamente y se maravilló de la precisión de los signos hechos por el cálamo del que fuera el más rebelde de sus alumnos.

– Es la historia de la Creación del mundo tal y como me la contó Abraham. Me gustaría que las tuvieras.

Los ojos de Ili se nublaron por la emoción mientras cogía el envoltorio que le entregaba de manos de Shamas.

– Me has hablado tanto de las leyendas de Abraham…

– Aquí las tienes tal y como me las contó. Conservo las tablillas que escribí en Jaran, pero mi pulso entonces no era tan firme y aún no habías hecho de mí lo que soy. Éstas, espero que las apruebes.

– Gracias, Shamas, gracias. Las conservaré conmigo hasta el último día de mi vida.

Aquella noche Lía escuchaba atentamente a su marido, entusiasmada al saberle convertido en un hombre importante dentro de la jerarquía del templo.

Más tarde, cuando su esposa dormía, Shamas desenvolvió sus viejas tablillas, las que trajo de Jaran, y las contempló en silencio. Verlas le transportaba a su niñez, a su adolescencia, a los años de pastoreo junto a su padre y su tribu. No sentía nostalgia del pasado porque le satisfacía el presente; sólo seguía echando de menos a Abraham para hablar de Dios. Incluso para los suyos el Dios de Abraham era un dios más, no el único, no el todopoderoso, sólo un dios más fuerte que los otros.

De nuevo envolvió las tablillas en la tela y las guardó cuidadosamente en un estante de la pequeña sala junto a otras tablillas perfectamente apiladas. Se preguntó qué sería de ellas cuando él muriera. Sus hijos, bien lo sabía, no tenían interés en un Dios al que no veían.

– ¡Shamas, despierta, despierta!

La voz de Lía denotaba miedo y angustia. Shamas abrió los ojos y se incorporó en el lecho, observando que por la ventana entraba la primera luz del amanecer.

– ¿Qué sucede?

– Ili te manda llamar, ve al templo.

– ¿Tan pronto? ¿Ha dicho por qué?

– No, el joven que ha venido se ha limitado a decir que Ili te espera.

Shamas no tardó en prepararse para salir hacia el templo, preocupado por el apremio de su maestro.

Cuando llegó a la sala rectangular donde Ili le esperaba junto a otros escribas, comprendió que algo grave sucedía.

– Shamas, el señor del Palacio quiere nuestras tierras. Está celoso de la prosperidad del templo.

– Pero ¿qué quiere de nosotros?

– Lo que tenemos: el trigo, los frutos, las palmeras, el agua. Quiere nuestro ganado y nuestra hacienda. Dice que en sus tierras escasea el fruto, y que sus arroyos están secos. Quiere aumentar el diezmo, asegura que es poco lo que recibe en comparación con lo que poseemos.

– Tenemos en los almacenes grano suficiente para que no desespere por la escasez.

– De nada carece, pero quiere más, cree que es mucho lo que tenemos y quiere disponer de ello. Es nieto de mi predecesor, el último gran maestro, y cree tener derecho para gobernar además del Palacio, el templo. Pretende que sea un administrador quien se encargue de supervisar nuestra labor y en su nombre decidir qué parte debe de ir al tesoro real y qué parte quedarse el templo.

»No te lo quise decir ayer puesto que era un día importante para ti, pero hace días que me dio el ultimátum y hoy, antes de que llegara el alba, uno de sus soldados vino a exigir mi respuesta. Creí que podríamos seguir hablando, que lograría convencerle, pero me equivoqué.

– ¿Y si nos oponemos a él?

– Nos arrasará, salará nuestras tierras, saqueará los almacenes… ¿Qué podemos hacer? -se lamentó Ili.

Los escribas callaban apesadumbrados, temiendo el desenlace del problema creado por el ensi. Algunos miraban a Shamas esperando de su mente inquieta una solución.

– Somos hombres de paz, no sabemos luchar -dijo Ili.

– Podemos pedir ayuda al soberano de Ur -propuso Shamas-. Es más poderoso que nuestro ensi, y éste no se atreverá a enfrentarse a él.

Dispusieron enviar un emisario a Ur para pedir ayuda al rey e implorar su protección. Ili designó a un joven escriba para que partiera de inmediato. Pero ¿se apiadarían de ellos?

Los reyes son caprichosos y su lógica nada tiene que ver con la de los mortales, de manera que el señor de Ur podía so-licitar por su ayuda un precio aún mayor que el del ensi de Safran.

El sol lucía en todo su esplendor iluminando las tierras amarillas de Safran cuando el grito de un hombre se alzó sobre el vocerío del mercado.

Ili y Shamas se miraron sabiendo que aquel grito presagiaba muerte y destrucción.

Todos los escribas acudieron a las puertas del templo adonde ya habían llegado los soldados dispuestos a entrar.

El crepitar del fuego y el llanto de las mujeres se elevaba hacia el cielo junto al griterío de los soldados y de los hombres que defendían sus hogares.

Shamas comprendió que nada podían hacer excepto doblegarse como los juncos que crecían en la orilla del Éufrates, aguardando a que se despejara la tormenta. Pero su instinto fue más fuerte y se enfrentó a los soldados, a pesar de que Ili le conminó a ceder.

Sabía que su esfuerzo resultaba inútil, pero no podía rendirse sin más ante la injusticia que se estaba perpetrando.

¿Cuánto tiempo había pasado? Quizá un segundo, o acaso horas; se sentía profundamente fatigado y en su cabeza reinaba la confusión.

«Ningún hombre es eterno aunque sea un rey. Algún día alguien en este templo volverá a vivir en paz, administrando las tierras, el ganado y las haciendas de los hombres que confían en el buen hacer de los escribas que como nosotros trabajamos desde el alba para que haya orden y justicia en la comunidad», pensaba Shamas mientras era arrastrado por un soldado al que había plantado cara.

Vio a Ili, su maestro, tendido en el suelo con una herida en la cabeza de la que manaba un hilo de sangre. Otros escribas yacían muertos a su alrededor, así como los servidores del templo que habían acudido a defender aquel lugar donde hasta entonces la vida había transcurrido con placidez.

Le dolía la cabeza, sentía los huesos del cuerpo pesados, apenas podía mover un brazo y, además, los ojos se le antojaban nublados.

«¿Me estaré muriendo como mis compañeros? ¿Acaso estoy muerto ya?»

Pensó que el dolor que sentía era demasiado intenso para estar muerto, así que aún le quedaba un hálito de vida, pero ¿cuánta? ¿Y Lía, estaría viva Lía? El soldado le dio una patada en el rostro y le dejó tirado entre los muertos; le creía uno de ellos puesto que apenas respiraba.

No quería morir pero no sabía cómo evitarlo. ¿Por qué había decidido Dios que éste fuera su final? Supo que sonreía; Ili le habría reprochado que en un momento así hiciera preguntas, una pregunta a Dios. Pero ¿acaso los otros no imploraban a Marduk?

Si estuviera Abraham le preguntaría por qué Dios se complacía en que sus criaturas murieran violentamente. ¿Era necesario ese final? No sabía si tenía los ojos cerrados porque nada veía, la vida se le escapaba por la codicia de un hombre. ¡Qué absurdo le parecía! ¿Dónde estaba Dios? ¿Al final le vería? Se sobresaltó al escuchar una voz, la voz de Abraham pidiéndole que confiara en Dios. Luego una luz blanca iluminó el rincón donde yacía y sintió una mano firme que agarraba la suya y le ayudaba a incorporarse. Dejó de sentir dolor y comprendió que se estaba fundiendo con la Eternidad.