38585.fb2 La Biblia De Barro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

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Yves Picot había tomado una decisión. En realidad, la decisión se la habían inspirado Marta y Fabián.

Ya que era ineludible el regreso, al menos debían hacerlo con el mayor número posible de objetos que habían encontrado: los bajorrelieves, esculturas, tablillas, sellos, bullas y calculis… la cosecha había sido fecunda.

Marta imaginaba una gran exposición avalada por alguna universidad, a ser posible la suya, la Complutense de Madrid, en colaboración con alguna fundación dispuesta a correr con los gastos del montaje.

Fabián decía que el trabajo hecho debía ser conocido por la comunidad científica, habida cuenta que era posible que si había guerra, de aquel templo no quedaría nada. Por eso creía, como Marta, que tenían que valorizar el descubrimiento hecho, y eso pasaba no sólo por una exposición, sino también por la edición de un libro con las fotos de Lion Doyle, dibujos, planos y textos de todos ellos.

Pero para llevar a cabo la idea de sus amigos tenía que convencer a Ahmed de que les dejara sacar de Irak los tesoros encontrados, y eso preveía que iba a ser harto difícil, puesto que formaba parte del patrimonio artístico del país y en aquellas circunstancias ningún funcionario de Sadam osaría sacar ni un trozo de arcilla para prestarlo a los países que iban a declararles la guerra.

Pensaba que quizá Alfred Tannenberg podría hacer valer su influencia para lograr que Sadam les permitiera llevarse en depósito los tesoros encontrados. Estaba dispuesto a firmar lo que fuera necesario asegurando que aquellos objetos eran y serían siempre de Irak y que en cualquier caso volverían al país.

Claro que para Alfred Tannenberg, lo mismo que para su nieta, el objetivo de la expedición no se había logrado: encontrar la Biblia de Barro, de manera que podía negarse a ayudarles para obligarles a continuar, aunque sólo un loco pensaría en seguir en un país que en cualquier momento iba a entrar en guerra.

Después de cenar y una vez que los miembros del equipo se dispersaron, Picot junto a Marta y Fabián invitó a Lion Doyle y a Gian Maria a unirse a ellos para participar en la reunión con Ahmed y Clara.

Había tomado afecto al sacerdote, y Lion Doyle le caía bien. Siempre estaba de buen humor y dispuesto a echar una mano a quien hiciera falta. Además, era inteligente y eso era algo que Picot valoraba.

Le pareció que Clara estaba nerviosa y algo ausente y Ahmed un poco tenso. Supuso que la pareja había discutido y se veía obligada a mantener el tipo delante de ellos, al fin y al cabo unos desconocidos.

– Ahmed, queremos saber su opinión sobre la situación real, los periodistas que han estado aquí aseguran que la guerra está en marcha.

Ahmed Huseini no respondió de inmediato a Picot. Termino de encender un cigarrillo egipcio, exhaló el humo, le miró sonriente y entonces articuló la respuesta.

– Ya nos gustaría saber a nosotros si al final nos van a atacar y sobre todo cuándo.

– Vamos, Ahmed, no se escape, esto es muy serio; dígame cuándo cree que debemos irnos, y en todo caso si tiene un plan de evacuación para el caso de que les ataquen por sorpresa -insistió Yves denotando cierta incomodidad.

– Lo que sabemos es que hay países que están tratando por todos los medios de evitar que se desencadene el conflicto bélico. Lo que no puedo decirles, amigos míos, es si lo conseguirán. En cuanto a ustedes… bien, yo no puedo decidir lo que deben hacer. Conocen la situación política igual que yo. Aunque no me crean, no tenemos más información que la que puedan disponer ustedes, que es la de los medios de comunicación occidentales. Yo no puedo afirmar que vaya a haber guerra, pero tampoco puedo afirmar lo contrario; claro que, bajo mi punto de vista, Bush está yendo demasiado lejos, de modo que… en fin, en mi modesta opinión hay más posibilidades de que la haya que de que no. Respecto a cuándo… todo dependerá del momento en que crean estar preparados.

Yves y Fabián intercambiaron una mirada en la que ambos reflejaban el desagrado que les estaba provocando Ahmed. No reconocían en aquel hombre cínico y escurridizo al arqueólogo eficiente e inteligente que habían tratado meses atrás. Sentían que les estaba engañando.

– No se ande por las ramas -insistió Picot sin ocultar su enfado-; dígame cuándo cree conveniente que nos vayamos.

– Si usted quiere irse ya, con mucho gusto lo organizaré todo para que puedan salir cuanto antes de Irak.

– ¿Qué pasaría si la guerra comenzara ya, esta misma noche? ¿Cómo nos sacaría de aquí? -le insistió Fabián.

– Intentaría enviarles helicópteros, pero no es seguro que pudiera disponer de ellos si efectivamente nos estuviesen atacando.

– De manera que nos recomienda que nos vayamos -afirmó más que preguntó Marta.

– Creo que la situación es crítica, pero no soy capaz de prever lo que va a pasar. Pero si quieren un consejo se lo daré: váyanse antes de que sea difícil hacerlo -fue la respuesta de Ahmed.

– ¿Qué opina usted, Clara?

Que Marta le preguntara a ella sorprendió a la propia Clara, también a Picot y a Ahmed.

– Yo no quiero que se vayan, creo que aún podemos encontrar la Biblia de Barro, que estamos cerca de conseguirlo, pero necesitamos más tiempo.

– Clara, lo único que no tenemos es tiempo -le dijo Picot-; debemos actuar sobre la realidad, no sobre nuestros deseos.

– Entonces decídanlo ustedes, en realidad poco importa lo que yo pueda opinar.

– Yves, ¿le importa que opine yo? -preguntó Lion Doyle.

– No, claro, hágalo, le he invitado a esta reunión porque me interesa saber qué piensa; también quiero conocer la opinión de Gian Maria -respondió Picot.

– Debemos irnos. No hace falta ser un lince para saber que Estados Unidos va a atacar. La información de mis colegas de la prensa no deja lugar a dudas. Francia, Alemania y Rusia tienen perdida la batalla en Naciones Unidas, y Bush lleva meses preparándose para atacar. Los militares del Pentágono saben que ésta es la mejor época para intentar una guerra contra un país como éste. El clima es determinante, así que deben de estar a punto de hacerlo; es cuestión de semanas, todo lo más, un par de meses.

»Puede que Clara tenga razón y que si se continuara trabajando tal vez pudieran encontrar esas tablillas a las que ustedes llaman la Biblia de Barro, pero no disponen de tiempo para hacerlo, por lo que deberían comenzar a desmantelar el campamento y salir de aquí cuanto antes. Si empiezan a bombardear, nosotros seremos el menor de los problemas de Sadam. Nos dejará a nuestra suerte, no enviará helicópteros para sacarnos, pero es que además sería una temeridad subirnos a un helicóptero si los norteamericanos empiezan a bombardear. Salir del país por carretera también sería una opción suicida. Por lo que a mí respecta, voy a prepararme para marcharme, no creo que pueda hacer mucho más aquí.

Lion Doyle encendió un cigarro. Le habían escuchado en silencio, y nadie se decidía a romperlo. Fue Gian Maria el que les sacó de su ensimismamiento.

– Lion tiene razón, yo… yo creo que deben irse.

– ¿Qué pasa? ¿Usted se queda? -quiso saber Marta.

– Yo me quedaré si Clara se queda. Me gustaría ayudarla.

Ahmed miró con desconcierto al sacerdote. Sabía que seguía a Clara por todas partes, que no se despegaba de su lado, parecía un perro fiel, pero de ahí a mostrarse dispuesto a quedarse en un país a punto de sufrir una guerra era algo que le desconcertaba. Estaba seguro de que entre su mujer y el sacerdote no había más relación que la que ambos evidenciaban, pero aun así no comprendía la actitud de Gian Maria.

– Seguiremos su consejo, Lion. Mañana empezaremos a embalar y a prepararnos para ir a Bagdad y de allí a casa. ¿Cuándo cree que nos puede sacar de aquí? -preguntó Picot a Ahmed.

– En cuanto me diga que está listo.

– Puede que en una semana, como mucho en dos, deberíamos tener todo recogido -asintió Picot.

Fabián carraspeó mientras miraba a Marta, buscando su apoyo. No podía decidir irse sin más, y Picot parecía olvidarse de su idea: sacar de Irak todo lo encontrado en la excavación de Safran.

– Yves, creo que deberías de preguntar a Ahmed sobre la posibilidad de hacer una exposición con las tablillas, los bajorrelieves… en fin, con todo lo que hemos encontrado.

– ¡Ah, sí! Verá, Ahmed, Fabián y Marta han pensado que deberíamos intentar dar a conocer a la comunidad científica los hallazgos de Safran. Usted sabe que lo que hemos encontrado tiene un valor incalculable. Pensamos en una exposición que pueda llevarse a distintos países. Nosotros buscaremos el patrocinio de universidades y fundaciones privadas. Usted podría ayudarnos en la puesta en marcha de la exposición, y desde luego también Clara.

Ahmed sopesó las palabras de Picot. El francés le estaba pidiendo que le dejase llevarse todo lo que habían encontrado, así sin más. Sintió una ráfaga de amargura. Muchos de los objetos encontrados ya estaban vendidos a coleccionistas particulares, ansiosos porque les entregaran la mercancía. Clara, desde luego, no lo sabía y tampoco Alfred Tannenberg, pero Paul Dukais, el presidente de Planet Security, había sido tajante al respecto en su última conversación con Yasir. Había coleccionistas que sabían de la existencia de los objetos desenterrados por los reportajes publicados en la revista Arqueología científica y se habían puesto en contacto con intermediarios que acababan llamando al despacho de Robert Brown, presidente de la fundación Mundo Antiguo, la pantalla que ocultaba los negocios sucios de George Wagner, de Frank Dos Santos y de Enrique Gómez, los socios de Alfred Tannenberg.

– Lo que me está pidiendo es imposible -fue la respuesta cortante de Ahmed Huseini.

– Sé que es difícil y más dada la actual situación, pero usted es arqueólogo, conoce la importancia del descubrimiento de este templo. Si dejamos aquí lo que hemos encontrado… bueno, nuestro trabajo, todos estos meses de sacrificio no tendrán sentido. Si nos ayuda a que sus jefes entiendan la importancia que tiene para la arqueología el que el mundo conozca lo que hemos encontrado, su país será el primer beneficiado. Por supuesto, todos los objetos regresarán a Irak, pero antes permitan que los conozca el mundo, que intentemos organizar esa exposición itinerante en París, Madrid, Londres, Nueva York, Berlín. Su Gobierno puede designarle a usted como comisario de esa exposición por parte de Irak. Creemos que podemos hacerlo. No nos queremos llevar nada, queremos que el mundo conozca lo que hemos encontrado. Hemos trabajado duro, Ahmed.

Picot se calló intentando sopesar por el gesto de Ahmed la respuesta de éste, pero fue Clara la que tomó la palabra.

– Profesor Picot, ¿no cree que se olvida de mí?

– En absoluto. Si hemos llegado hasta aquí ha sido con usted. Nada de lo que hemos hecho habría sido posible sin usted. No la queremos sacar de escena, todo lo contrario.

»Estamos aquí por su empeño, Clara. Por eso quiero que acepte interrumpir la excavación y venga con nosotros. Usted es parte fundamental de nuestro proyecto, la necesitamos para preparar la exposición, dar conferencias, participar en seminarios, acompañar a los objetos hallados donde quiera que los llevemos. Pero no podremos hacer nada si su marido no consigue que su Gobierno permita que saquemos de Irak lo que hemos encontrado.

– A lo mejor mi marido no puede hacerlo, pero mi abuelo sí.

La afirmación de Clara no les sorprendió. En realidad, Picot había pensado hablar con Alfred Tannenberg si Ahmed se mostraba demasiado reticente. Los meses pasados en Irak le habían enseñado que no había nada que Tannenberg no pudiera conseguir.

– Sería estupendo que entre Ahmed y su abuelo convencieran al Gobierno para que nos permitan mostrar al mundo el tesoro que el paso del tiempo había ocultado en Safran -dijo Picot.

Ahmed pensó que no era inteligente librar una batalla con Clara, ni siquiera con Picot. Era mejor ganar tiempo asegurando que haría cuanto estuviese en su mano e incluso mostrar entusiasmo. Además, a lo mejor ésa era su oportunidad de escapar de Irak. Picot le estaba brindando una cobertura inesperada. El problema era que muchos de los objetos encontrados no saldrían jamás de Irak ni con él ni con Picot.

– Haré lo que pueda para convencer al ministro -afirmó Ahmed.

– El ministro no es suficiente, hay que hablar con Sadam. Sólo él puede autorizar que salgan objetos artísticos de Irak, y más si son antigüedades -apuntó Clara.

– Entonces, ¿vendrá con nosotros? -le preguntó Marta a Clara.

– No, al menos no por ahora, pero me parece una buena idea que el mundo conozca lo que hemos desenterrado en Safran. Yo me quedaré aquí, sé que puedo encontrar las tablillas. Desde luego, ustedes no sacarán ni un objeto sin que antes se firme un acuerdo en que quede estipulado cómo y quiénes hicieron posible esta expedición-dijo Clara en tono desafiante.

Discutieron un rato más los pormenores para salir de Irak en cuanto fuera posible, y sobre todo cómo imaginaban que debía de ser la exposición.

No se escuchaba ni un ruido en el campamento cuando Clara, acompañada por Gian Maria, se dirigió hacia su alojamiento, segura de que Fátima la esperaría despierta. Ahmed discretamente había entrado en el hospital de campaña donde pasaría la noche.

– ¿Tienes sueño? -le preguntó a Gian Maria.

– No, estoy cansado, pero ahora mismo no sería capaz de dormirme.

– A mí me gusta la noche, disfruto del silencio, es el mejor momento para pensar. ¿Me acompañas a la excavación?

– ¿Ahora? -preguntó Gian Maria sin poder ocultar su sorpresa por la propuesta.

– Sí, ahora. Lo peor es que ya sabes que tengo dos hombres permanentemente detrás de mí, pero estoy acostumbrada a tener escolta desde que era pequeña, de modo que cuando no puedo escaparme de ellos, los olvido.

– Bueno, si quieres te acompaño. ¿Cogemos el coche?

– No, vayamos andando; es un paseo largo, ya lo sé, pero necesito caminar.

Los hombres que escoltaban a Clara permanecían varios pasos detrás de ellos, sin manifestar el fastidio que suponía renunciar a horas de sueño por el deseo de pasear de la nieta de Tannenberg.

Cuando llegaron cerca de la excavación Clara buscó un lugar donde sentarse e invitó a Gian Maria a acompañarla.

– Gian Maria, ¿por qué quieres quedarte aquí? Puedes correr peligro si los norteamericanos comienzan a bombardearnos.

– Lo sé, pero no tengo miedo. No creas que soy un temerario, pero ahora mismo no tengo miedo.

– Pero ¿por qué no te marchas? Eres sacerdote, y aquí… bueno, aquí no has podido ejercer tu ministerio. Somos todos casos perdidos, aunque realmente no has intentado catequizarnos, has sido muy respetuoso con nosotros.

– Clara, me gustaría ayudarte a encontrar la Biblia de Barro. Si fuera verdad que Abraham conocía el Génesis… y si lo conocía, ¿sería el mismo Génesis que conocemos nosotros?

– Así que te quedas por curiosidad.

– Me quedo por ayudarte, Clara. Yo…, bueno, no estaría tranquilo dejándote sola.

Clara se rió. Le conmovía que Gian Maria pensara que podía protegerla precisamente a ella, que la guardaban hombres armados de día y de noche. Sin embargo, el sacerdote parecía creer que poseía un poder taumatúrgico que hacía imposible que a ella le sucediera nada.

– ¿Qué te dicen en tu congregación cuando hablas con ellos?

– Mi superior me insta a que ayude a quienes lo necesitan; está al tanto de las penalidades que está viviendo Irak.

– Pero tú, en realidad, no estás ayudando a nadie. Estás aquí con nosotros, trabajando en una misión arqueológica.

Al decirlo, Clara se dio cuenta de lo extraño que resultaba que el sacerdote llevara dos meses entre ellos trabajando como un miembro más del equipo.

– Ya lo saben, pero aun así creen que puedo ser útil a las personas que están aquí.

– ¿No será que la Iglesia está tras la Biblia de Barro? -preguntó Clara con cierta alarma.

– ¡Por favor, Clara! La Iglesia no tiene nada que ver con mi estancia en Safran. Me duele que puedas desconfiar de mi palabra. Tengo permiso de mi superior para estar aquí, sabe lo que estoy haciendo y no se opone. Muchos sacerdotes trabajan. No soy el único, y por tanto no es extraño que me permitan trabajar en una misión arqueológica. Naturalmente que en algún momento deberé de regresar a Roma, pero te recuerdo que llevo aquí dos meses, no dos años, por más que a ti se te haya hecho muy largo este tiempo.

– No, lo que pasa es que… bueno, si lo pienso resulta extraño que un sacerdote haya terminado en esta expedición.

– No creo haber dado ningún motivo para que juzgues extraño mi comportamiento. No soy capaz de dobleces, Clara.

– ¿Sabes, Gian Maria?, aunque nunca hemos hablado de cosas personales, a veces tengo la impresión de que eres el único amigo que tengo aquí, el único que me ayudaría si tuviera un problema.

Volvieron a quedar en silencio, dejando vagar la mirada por la infinitud del cielo estrellado, saboreando la calma de la noche, sin necesidad de decirse nada.

Así estuvieron un rato, perdidos en sus pensamientos, sin alterarse por los ruidos de la noche ampliados por el silencio.

Luego el frío se apoderó del lugar y decidieron irse a dormir.

Clara entró en la casa procurando no hacer ruido y se dirigió hacia el cuarto de su abuelo, segura de que Samira y Fátima le estarían velando. La casa estaba a oscuras.

Entró con sigilo en la habitación, extrañada de la oscuridad rotunda que la envolvía. Tanteó la pared para no tropezar y susurró el nombre de Samira sin obtener respuesta. En el ambiente flotaba un olor dulce y pastoso. No veía nada, y ni Samira ni Fátima respondían a su llamada. Encontró el interruptor de la luz. Estaba furiosa pensando en que las dos mujeres se habían dormido en vez de mantener su atención en el anciano.

Cuando pudo ver la habitación ahogó el grito que pugnaba por escapar. Se apoyó contra la pared intentando dominar la náusea que le retorcía la boca del estómago.

Samira estaba tirada en el suelo con los ojos abiertos. Un hilo de sangre parecía haberse quedado inerte en la comisura de sus labios, pálidos por la ausencia de vida.

La enfermera tenía algo en la mano que no alcanzaba a ver porque las lágrimas y el miedo le cegaban la mirada.

No supo cuánto tiempo permaneció allí pegada a la pared sin moverse, pero Clara sintió que había pasado una eternidad cuando por fin se atrevió a acercarse a la cama de su abuelo, temiendo encontrarle muerto al igual que Samira.

Su abuelo tenía la mascarilla de oxígeno colgando a un lado de la cama y estaba sin sentido, blanco como la cera. Clara le acercó los dedos a la boca y sintió el aliento débil del anciano, luego pegó el oído a su corazón y escuchó el latido apagado de quien está a punto de dejar la vida. No supo cómo lo hizo, pero le colocó la mascarilla de oxígeno y a continuación salió corriendo de la habitación, sin ver que en un rincón yacía otro cuerpo.

Al salir se dio cuenta de que los dos hombres que guardaban la puerta de su abuelo estaban tendidos en el suelo, muertos. Volvió a sentir un ataque de pánico. Estaba sola y allí, en aquella casa, había un asesino.

Salió corriendo, y en la puerta de entrada respiró al ver a los hombres que habitualmente guardaban la casa. Los mismos que la habían saludado minutos antes cuando la vieron despedirse de Gian Maria. ¿Cómo era posible que alguien hubiera entrado en la casa sin que esos hombres se dieran cuenta?

– Señora, ¿qué sucede? -le dijo uno de los guardias que se habían acercado al verla aparecer en el umbral con los ojos desorbitados y una expresión de pánico dibujada en el rostro.

Clara hizo un esfuerzo por hablar, por encontrar algún rastro de fuerza para enfrentarse a aquel hombre que lo mismo era un asesino, el asesino de Samira y de los otros guardias.

– ¿Dónde está el doctor Najeb? -preguntó con una voz apenas audible.

– Duerme en su casa, señora -respondió el hombre señalando la casa donde Salam Najeb descansaba.

– Avísele.

– ¿Ahora?

– ¡Ahora! -El grito de Clara dejaba al descubierto su desesperación.

Luego envió a otro de los hombres a buscar a Gian Maria y a Picot. Sabía que debía avisar a Ahmed, pero no quería hacerlo hasta que no llegaran el francés y el sacerdote. Desconfiaba de su marido.

El médico apareció apenas dos minutos después. No le había dado tiempo a peinarse para aparecer presentable porque el guardia no le había dado opción, así que había alcanzado a ponerse un pantalón y una camisa antes de salir a reunirse con Clara.

– ¿Qué sucede? -le preguntó, alarmado por el aspecto de la mujer.

– ¿A qué hora dejó a mi abuelo? -le preguntó Clara sin responder a la pregunta que le acababa de hacer el médico.

– Pasadas las diez. Estaba tranquilo, Samira se ha quedado de guardia. ¿Qué ha pasado?

Clara entró en la casa seguida por el médico y le llevó hasta la habitación de Tannenberg. Salam Najeb se quedo inmóvil en la puerta mientras en su rostro reflejaba el horror que le producía la situación. Con paso decidido, haciendo caso omiso al cuerpo sin vida de Samira, se acercó a la cama de Alfred Tannenberg. Le tomó el pulso, mientras contemplaba cómo surgían en el monitor las débiles constantes vitales del anciano. Le examinó a conciencia hasta asegurarse de que no había sufrido ningún daño y volvió a colocarle la mascarilla de oxígeno. A continuación preparó una inyección, y le cambió la botella de suero y medicamentos en la que apenas quedaban unas gotas de líquido. Durante un rato estuvo luchando para arrancar una señal de vida al cuerpo inerte del anciano.

Cuando terminó se volvió hacia Clara, que aguardaba en silencio.

– No parece haber sufrido ningún daño.

– Pero está inconsciente -balbuceó Clara.

– Sí, pero espero que empiece a reaccionar.

El médico echó una mirada por la habitación y se acercó a Samira. Se arrodilló y examinó cuidadosamente el cadáver de la mujer.

– La han estrangulado. Debió de intentar defenderse o defenderle a él -dijo señalando a Alfred Tannenberg.

Luego se levantó y se dirigió a un rincón del cuarto donde, tirada en medio de un charco de sangre, estaba Fátima. Hasta ese momento Clara no se había fijado en el cuerpo de la mujer y no pudo evitar gritar.

– Cálmese, está viva, respira, aunque tiene un golpe muy fuerte en la cabeza. Ayúdeme a levantarla, la llevaremos al hospital de campaña, aquí no la puedo atender. Voy a ver a los hombres de fuera.

Clara se arrodilló, llorando, junto a Fátima, intentando levantarla. Dos de los guardias que contemplaban la escena esperando instrucciones se acercaron y cogieron a la mujer llevándola hacia el hospital tal y como había ordenado el médico.

Cuando Clara vio entrar a Yves Picot y a Gian Maria sintió un alivio inmediato, y rompió a llorar.

Gian Maria se acercó y la abrazó mientras Picot intentaba que respondiera a sus preguntas.

– Tranquilícese, ¿está bien? ¿Qué ha sucedido? ¡Dios mío! -exclamó al ver el cadáver de Samira.

– Diga a los guardias que lleven el cadáver al hospital -le pidió el doctor Najeb a Clara-. A los hombres de fuera les mataron de un disparo. Creo que su asesino les disparó muy de cerca. Debió utilizar una pistola con silenciador. Ya he dicho que se los lleven al hospital.

– ¿Y mi abuelo? -gritó Clara.

– Ya he hecho lo que podía hacer. Alguien debería quedarse con él, no moverse de su lado y llamarme si pasa algo. Pero ahora tengo que atender a esa mujer, y usted tendría que llamar a las autoridades para que investiguen qué ha pasado aquí. A Samira la han asesinado.

Salam Najeb les dio la espalda. No quería que le vieran llorar y estaba llorando. Lloraba por Samira, y lloraba por él, por haber accedido a viajar a Safran para cuidar al anciano Tannenberg. Lo había hecho por dinero. Alfred Tannenberg le había ofrecido el sueldo de cinco años por cuidarle, además de prometerle que le regalaría un apartamento en alguna zona residencial de El Cairo.

Ayed Sahadi se cruzó con el médico en el umbral de la casa. El capataz parecía alterado, estaba pálido, sabiendo que Tannenberg le haría responsable de cualquier desgracia y que su jefe, el Coronel, sería capaz de torturarle personalmente si el sistema de seguridad del que era responsable había fallado.

Cuando entró en el cuarto de Tannenberg dos de sus hombres salían con el cadáver de Samira. Clara seguía llorando y Picot estaba ordenando a uno de sus hombres que fuera a buscar al alcalde del pueblo y encontrara a alguna mujer capaz de cuidar del enfermo.

– ¿Dónde estaba usted? -gritó Clara a Ayed Sahadi cuando le vio entrar.

– Durmiendo -respondió éste airado.

– Le costará caro lo que ha pasado -le amenazó Clara.

El capataz no le respondió, ni siquiera la miró. Empezó a examinar la habitación, la ventana, el suelo, la disposición de los objetos. Los hombres que le acompañaban permanecían expectantes sin atreverse a moverse sin su permiso.

Unos minutos más tarde llegó el comandante del contingente de soldados encargados de la protección de Safran y del sitio arqueológico.

El comandante hizo caso omiso de Clara y de Picot, y se enzarzó en una discusión con Ayed Sahadi. Ambos tenían miedo, el miedo de saber que sus superiores eran aún más crueles que ellos mismos y sobre todo que eran los dueños de sus vidas.

Clara observaba las señales que aparecían en los monitores a los que estaba conectado su abuelo. Creyó percibir que éste movía los párpados, pero supuso que era fruto de su imaginación.

Cuando llegó el alcalde acompañado de su mujer y dos de sus hijas Clara les explicó lo que esperaba de ellas. Se harían cargo de la casa, y las dos jóvenes no se separarían del lecho de Alfred Tannenberg.

Ayed Sahadi y el comandante de la guarnición parecían de acuerdo en que sus hombres irrumpieran en todas las casas y tiendas en busca de algún indicio que les llevara al sospechoso del asesinato de Samira, pero sobre todo de quien había sido capaz de llegar hasta el mismísimo lecho de Alfred Tannenberg. Además, todos los miembros del campamento, no importa quiénes fueran, serían cacheados e interrogados por los soldados. La decisión que más les costó tomar fue la de llamar al Coronel. Cada uno le informaría por su cuenta.

Alfred Tannenberg se movía inquieto y Clara temió que estuviera empeorando, por lo que envió a una de las hijas del alcalde en busca del doctor Najeb. La muchacha regresó, pero acompañada de Ahmed Huseini.

– Lo siento, no he venido antes porque estaba con el doctor. Me ha explicado lo que ha pasado y le he ayudado con Fátima. Está inconsciente, ha perdido mucha sangre. La golpearon en la cabeza con algo contundente. En realidad, no creo que pueda decirnos nada hasta mañana, porque además está sedada.

– ¿Vivirá? -preguntó Clara.

– Ya te he dicho que sí, al menos es lo que el doctor Najeb cree -respondió Ahmed.

– ¿Dónde está el doctor? -preguntó Gian Maria.

– Cosiéndole la cabeza a Fátima; en cuanto termine vendrá -fue la respuesta de Ahmed.

Fabián y Marta entraron en el cuarto después de sortear a varios hombres armados que estaban en la entrada. Yves Picot se acercó a ellos y les puso al tanto de lo sucedido. Después de escucharle, Marta se hizo cargo de la situación.

– Creo que deberíamos irnos a la sala, y no continuar hablando aquí dado el estado del señor Tannenberg. Aquí molestamos más que otra cosa. Usted -añadió dirigiéndose a la esposa del alcalde-vaya a preparar café, la noche va a ser muy larga, y cuando lo tenga llévelo a la sala.

Clara la miró agradecida. Confiaba en Marta, sabía que pondría orden en medio del caos.

Marta se dirigió al comandante y a Ayed Sahadi, que seguían discutiendo en un rincón del cuarto.

– ¿Han examinado a fondo la habitación? -les preguntó.

Los dos hombres respondieron ofendidos; sabían hacer su trabajo. Marta pasó por alto su respuesta.

– Entonces lo mejor es que salgan del cuarto y vayan a la sala o donde crean conveniente. Ustedes dos -les dijo a las hijas del alcalde- se quedarán con el señor Tannenberg como les han dicho, y en mi opinión también deberían quedarse un par de hombres en la habitación, pero nadie más. Vámonos a la sala, ¿os parece? -dijo sin dirigirse a nadie en particular.

Salieron todos de la habitación y fueron a la pequeña sala tal y como les había ordenado Marta. Gian Maria no se despegaba del lado de Clara e Yves Picot especulaba con Fabián sobre lo sucedido.

– ¿No sería mejor que Clara nos dijera qué ha pasado? -dijo Marta.

El comandante y Ayed Sahadi cayeron en la cuenta de que no habían preguntado a Clara cómo y cuándo había entrado en la habitación de Tannenberg y se encontró el cadáver de Samira.

La esposa del alcalde entró con una bandeja cargada con el café y las tazas. La mujer también había colocado unas galletas en un plato.

Ayed Sahadi clavó los ojos en Clara y ésta sintió que aquel hombre al que su abuelo le había encargado la seguridad del campamento la miraba con ira.

– Señora Huseini, explíquenos a qué hora entró en el cuarto de su abuelo y por qué. ¿Escuchó algo raro?

Clara, con voz monótona, vencida por el cansancio y el miedo, relató su caminata con Gian Maria, el rato de charla que habían compartido cerca del templo, pero no, no recordaba a qué hora habían regresado. Les dijo que no había notado nada extraño. Los hombres que custodiaban el exterior de la casa estaban en sus puestos, de manera que subió confiada al cuarto de su abuelo en busca de Fátima.

Describió todos los detalles que recordaba de la escena que se había encontrado cuando encendió la luz. Y sí, ahora que se lo decían, recordó que no se había dado cuenta de la ausencia de los dos hombres que guardaban la puerta de su abuelo y que luego encontró muertos.

Durante una hora respondió a las preguntas de Ayed Sahadi y del comandante, que le insistían una y otra vez para que recordara cualquier detalle.

– Bueno, la pregunta que hay que hacerles a ustedes -dijo Picot dirigiéndose al comandante y a Ayed Sahadi- es: ¿cómo es posible que estando la casa rodeada de hombres, alguien haya entrado sin que le vieran y, además, consiguiera llegar hasta la habitación del señor Tannenberg matando previamente a dos guardias, a la enfermera y malhiriendo a Fátima?

– Sí, ésa es una pregunta a la que ambos deberán de responder. El Coronel llegará mañana y les exigirá respuestas.

Los dos hombres se miraron. Ahmed Huseini les había dado la peor noticia: la llegada del Coronel.

– ¿Le has llamado? -preguntó Clara a su marido.

– Sí. Esta noche han asesinado a una mujer y a dos hombres que estaban encargados de la custodia de tu abuelo. No es difícil imaginar que a quien querían matar era a él. De manera que mi obligación era informar a Bagdad. Supongo, comandante, que ya lo sabe, le habrán llamado para comunicárselo, pero si no lo han hecho se lo digo yo: un destacamento de la Guardia Republicana viene hacia aquí para custodiarnos. Está claro que usted no ha sabido o no ha podido hacerlo, y tampoco nuestro amigo Sahadi como capataz ha sido capaz de prever la traición.

– ¿La traición? ¿La traición de quién? -inquirió nervioso Ayed Sahadi.

– La traición de alguien que está aquí, en este campamento, no sé si es iraquí o es extranjero, pero de lo que no tengo dudas es que el asesino está entre nosotros -sentenció Ahmed.

– Incluido tú.

Todos miraron a Clara. Acusar a su marido directamente de estar en la lista de sospechosos dejaba al descubierto la quiebra de su relación, lo que como ella bien sabía era un error.

Ahmed la miró con furia. No le respondió, aunque se notaba el esfuerzo que estaba haciendo por dominarse.

– La pregunta es por qué y para qué -dijo Marta.

– ¿Por qué? -preguntó a su vez Fabián.

– Sí, por qué alguien entró en la habitación del señor Tannenberg, si realmente para asesinarle como cree Ahmed, o simplemente fue un ladrón que quiso robar y se vio sorprendido por Samira y los guardias, o…

– Marta, es difícil que alguien se metiera a robar precisamente en la casa de Tannenberg que está rodeada de hombres armados -le interrumpió Picot.

– ¿Qué cree usted, Clara?

La pregunta directa de Marta cogió de improviso a Clara. No sabía qué responder. Su abuelo era un hombre temido y poderoso, de manera que tenía un sinfín de enemigos, cualquiera de ellos podía querer verle muerto.

– No lo sé. No sé qué pensar, yo… estoy… estoy agotada… todo esto es horrible.

Un soldado entró en la sala y se acercó a su comandante. Le susurró algo al oído y salió tan rápido como había entrado.

– Bien-dijo el comandante-, mis hombres han empezado a interrogar a los obreros y a la gente del pueblo. Por ahora, nadie parece saber nada. Señor Picot, también interrogaremos a los miembros de su equipo y a usted mismo.

– Lo entiendo; por mi parte estoy dispuesto a colaborar con la investigación.

– Pues cuanto antes empecemos mejor. ¿Tiene inconveniente en ser el primero? -preguntó el comandante a Picot.

– En absoluto. ¿Dónde quiere que hablemos?

– Aquí mismo. Señora, ¿nos permite trabajar aquí?

– No -respondió Clara-, busquen otro lugar. Creo que el señor Picot le puede decir dónde instalarse, quizá en uno de los almacenes.

El comandante salió seguido por Picot, Marta, Fabián y Gian Maria. Serían los primeros en ser interrogados. En la sala quedaron además de Clara, su marido y el capataz, Ayed Sahadi.

– ¿Hay algo que no nos hayas dicho? -preguntó Ahmed a Clara.

– He contado todo lo que recuerdo, pero usted, Ayed, deberá explicar cómo alguien ha podido llegar hasta la habitación de mi abuelo.

– No lo sé. Hemos revisado las puertas y ventanas. No sé por dónde entró ni si fue un solo hombre o varios. Los hombres de la puerta juran que no han visto nada -aseguró el capataz-. Es imposible que alguien entrara sin que lo vieran.

– Pues alguien entró. Y debió de ser una persona de carne y hueso, no un fantasma, porque los fantasmas no disparan a bocajarro, ni estrangulan mujeres indefensas -afirmó Ahmed enfadado.

– Lo sé, lo sé… es que no me explico cómo ha podido suceder. Sólo cabe la posibilidad de que haya sido alguien de dentro de la casa -sugirió Ayed Sahadi.

– En la casa sólo estaban Fátima, Samira y los hombres que guardaban la puerta del cuarto de mi abuelo -apuntó Clara.

– También estaba usted; al fin y al cabo fue usted la que encontró los cadáveres…

Clara dio un respingo y se puso en pie dirigiéndose furiosa a Ayed Sahadi. Le dio una bofetada tan fuerte que le dejó los dedos marcados en la mejilla. Ahmed, de un salto, se puso en pie y agarró a Clara temiendo la reacción de Ayed.

– ¡Basta, Clara! ¡Siéntate! ¿Es que nos hemos vuelto todos locos? Y usted, Ayed, no vuelva a hacer insinuaciones de ningún tipo; le aseguro que no estoy dispuesto a consentirle ninguna falta de respeto ni hacia mi esposa ni hacia mi familia.

– Ha habido tres asesinatos y todos son sospechosos hasta que se encuentre al culpable -afirmó Ayed.

Ahmed Huseini se acercó a él. Parecía que iba a golpearle. Pero no lo hizo, sólo murmuró entre dientes:

– Usted está en la lista de los sospechosos, quizá alguien le ha comprado para acabar con la vida de Tannenberg. No se equivoque, no se equivoque o pagará el error muy caro.

El capataz salió de la sala mientras Clara se derrumbaba sobre el sillón. Su marido se sentó en una silla junto a ella.

– Deberías intentar comportarte, no perder los nervios. Te estás poniendo en evidencia.

– Lo sé, pero es que estoy destrozada, me siento fatal.

– Tu abuelo está muy mal, deberías trasladarle a El Cairo, o al menos a Bagdad.

– ¿Te lo ha dicho el doctor Najeb?

– No hace falta que lo diga nadie, sólo hay que verle para saber que se está muriendo. Admítelo, no intentes engañarnos como si fuéramos estúpidos, no puedes mantener la ficción de que está bien.

– Ha sufrido un shock, por eso le has visto así…

– ¡No seas ridícula! ¿A quién crees que engañas? En el campamento es un clamor que se está muriendo, ¿crees que has logrado ocultarlo?

– ¡Déjame en paz! ¡Te gustaría que mi abuelo se muriera, pero vivirá, ya verás como vivirá y os despedazará a todos por traidores e inútiles!

– Si no puedo razonar contigo, será mejor que me vaya a donde pueda ayudar. Yo que tú intentaría descansar.

– Voy a ver a Fátima.

– Bien, te acompañaré.

No llegaron a salir de la casa porque se encontraron en la puerta al doctor Najeb. El médico parecía agotado.

Les dijo que aún no sabía el alcance de las secuelas del golpe recibido por Fátima. Sin duda la habían golpeado con un objeto pesado, que le había abierto una brecha profunda en la cabeza por la que había perdido mucha sangre.

– El comandante ha colocado hombres armados por toda la tienda.

– Es la única persona que puede decirnos qué pasó, si es que le dio tiempo a darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor -afirmó Ahmed.

Alfred Tannenberg respiraba con dificultad y sus constantes vitales parecían alteradas. El doctor Najeb regañó a las mujeres por no haberle avisado. Clara se reprochó no haberse quedado junto a la cabecera de su abuelo, mientras observaba cómo Ahmed evaluaba la situación del enfermo sin ocultar un destello de satisfacción. Su marido odiaba a su abuelo con tal intensidad que no era capaz de ocultarlo.

El médico preparó una bolsa de plasma y les mandó a descansar, asegurando que no se movería del lado de Tannenberg.

El ruido del helicóptero rasgó el silencio pesado que envolvía el campamento. Picot había convenido con Fabián y Marta el fin de la aventura en que les había embarcado. En cuanto se lo permitieran, comenzarían a desmantelar el campamento para regresar a casa.

No se quedarían ni un día más de lo preciso, aunque Marta era partidaria de que, a pesar de las circunstancias, se tratase de convencer a Ahmed de que hiciera las gestiones para sacar de Irak todos los objetos desenterrados, a fin de hacer la gran exposición que planeaban.

Estaban tan cansados como el resto del campamento, sobre todo porque poco antes del amanecer había llegado un destacamento de la Guardia Republicana, el temido cuerpo de élite de Sadam Husein.

Picot observó a Clara dirigirse junto a su marido hacia el helicóptero. Las aspas del aparato no habían terminado de girar cuando un hombre corpulento, de cabello negro y bigote espeso, que parecía un calco del propio Sadam, saltó con agilidad. Después bajaron otros dos militares y una mujer.

El hombre vestido de militar emanaba autoridad, pero Picot pensó que también había en él algo siniestro.

El Coronel estrechó la mano de Ahmed y dio una palmada en el hombro a Clara, luego caminó junto a ellos en dirección a la casa de Tannenberg, haciendo una indicación a la mujer para que les siguiera.

La mujer parecía impresionada de estar en aquel lugar y un gesto de tensión se reflejaba en la comisura de los labios. Clara se dirigió a ella dándole la bienvenida. El Coronel acababa de decirle que la mujer era enfermera, una enfermera de confianza de un hospital militar. Había creído conveniente llevarla para ayudar al doctor Najeb tras saber que habían asesinado a Samira.

El sol calentaba cuando un soldado fue a buscar a Picot anunciándole que el recién llegado quería hablar con él.

Clara no estaba en la sala y tampoco Ahmed; sólo el hombre al que llamaban el Coronel, fumando un cigarro habano y bebiendo una taza de café.

No le tendió la mano; tampoco él hizo ademán de extender el saludo más allá de una breve inclinación de cabeza. Decidió sentarse, aunque el militar no le había invitado a hacerlo.

– Bien, déme su opinión sobre lo sucedido -le preguntó directamente el Coronel.

– No tengo ni idea.

– Tendrá alguna teoría.

– No. No la tengo. Sólo he visto en una ocasión al señor Tannenberg, de manera que no se puede decir que le conozca. En realidad, no sé nada de él y no puedo aventurar por qué alguien se metió en su habitación y mató a su enfermera y a los guardias que le protegían.

– ¿Sospecha de alguien?

– ¿Yo? En absoluto. Verá, no me hago a la idea de que haya un asesino entre nosotros.

– Pues lo hay, señor Picot. Espero que Fátima pueda hablar. Hay una posibilidad de que ella le haya visto. En fin… mis hombres van a interrogar también a los miembros de su equipo…

– Ya lo han hecho, anoche nos interrogaron.

– Siento las molestias, pero comprenderá que es necesario.

– Sin duda.

– Bueno, quiero que me diga quién es quién; necesito saberlo todo de la gente que hay aquí, sean iraquíes o extranjeros. Con los iraquíes no hay problema, sabré todo lo que se puede saber de ellos, incluso más de lo que ellos mismos saben sobre sí mismos, pero de su gente… Colabore, señor Picot, y cuéntemelo todo.

– Mire, a la mayoría de las personas que están aquí las conozco desde hace mucho tiempo. Son arqueólogos y estudiantes respetables; no encontrará al asesino entre los participantes en esta misión arqueológica.

– Se sorprendería de dónde se puede encontrar a gente dispuesta a asesinar. ¿Les conoce a todos? ¿Hay alguien a quien haya conocido recientemente?

Yves Picot permaneció en silencio. El Coronel le estaba haciendo una pregunta a la que no quería responder, porque si decía que había miembros de la misión a los que no había visto nunca antes de salir hacia Irak, los convertiría en sospechosos, y eso era algo que le repugnaba, sobre todo por las consecuencias que pudiera tener sobre ellos la sombra de la sospecha. En Irak la gente desaparecía para siempre jamás.

– Piense, tómese su tiempo -le dijo el Coronel.

– En realidad, les conozco a todos, son personas recomendadas por amigos cercanos de toda mi confianza.

– Yo, sin embargo, tengo que desconfiar de todo el mundo; sólo así lograremos resultados.

– Señor…

– Llámeme Coronel.

– Coronel, yo soy arqueólogo, no acostumbro a tratar con asesinos, y los miembros de las misiones arqueológicas no suelen dedicarse a matar. Pregunte cuanto quiera, interróguenos lo que haga falta, pero dudo mucho que vaya a encontrar a su asesino entre nosotros.

– ¿Colaborará?

– Contribuiré en lo que pueda, pero me temo que no tengo nada que aportar.

– Estoy seguro de que me ayudará más de lo que imagina. Tengo aquí una relación de los miembros de su equipo. Le iré preguntando por cada uno de ellos, puede que saquemos algo o puede que no. ¿Le parece que comencemos?

Yves Picot asintió. No tenía opción. Aquel hombre siniestro no estaba dispuesto a aceptar una negativa, de manera que hablaría con él, aunque estaba firmemente decidido a no decir más que naderías.

No había comenzado a hablar cuando Clara entró en la sala. Sonreía, lo que le produjo extrañeza. Con tres cadáveres y un asesino suelto no era como para sonreír.

– Coronel, mi abuelo quiere verle.

– De manera que ha recuperado el conocimiento… -murmuró el militar.

– Sí, y dice sentirse mejor que nunca.

– Iré de inmediato. Señor Picot, hablaremos más tarde…

– Cuando usted quiera.

El Coronel salió de la sala acompañado por Clara. Picot suspiró aliviado. Sabía que no se libraría del interrogatorio pero al menos ganaba tiempo para prepararse, por lo pronto buscaría a Fabián y a Marta para hablar de ello.

El doctor Najeb hizo una señal a Clara y al Coronel para que no se acercaran a la cama de Tannenberg hasta que la enfermera no le cambiara la bolsa de plasma.

La mujer parecía eficiente y un minuto más tarde había terminado su tarea.

Salam Najeb estaba a punto de dormirse de pie; las señales del cansancio eran patentes en su rostro y en su aspecto, también la tensión de la larga vigilia luchando por la vida de Alfred Tannenberg.

– Parece haberse recuperado milagrosamente, pero no deberían cansarle -les dijo a Clara y al Coronel a modo de consejo, aun sabiendo que éstos harían caso omiso de su recomendación.

– Debería descansar, doctor -le respondió Clara.

– Sí, ahora que la señorita Aliya está aquí iré a asearme y a descansar un rato. Pero antes pasaré a ver a Fátima.

– Mis hombres la están interrogando -dijo el Coronel.

– ¡Pedí que no lo hicieran hasta que yo no dijera si estaba en condiciones para hacerlo! -protestó el médico.

– ¡Vamos, no se ponga así! Ha regresado del mundo de los muertos y puede sernos muy útil, sólo el señor Tannenberg y Fátima saben lo que sucedió en esta habitación, así que nuestra obligación es hablar con ellos. Tenemos tres cadáveres, doctor -respondió el Coronel, sin dejar lugar a dudas de que nada ni nadie se interpondría en sus decisiones.

– Esa mujer está muy grave y el señor Tannenberg… -Salam Najeb no siguió hablando: la mirada del Coronel era lo suficientemente explícita como para que un hombre prudente no malgastara ni una palabra más.

La enfermera se hizo a un lado, dejando a Clara y al Coronel situarse junto al enfermo. Clara tomó la mano de su abuelo entre las suyas y se la apretó, reconfortada al sentirle vivo.

– No pueden contigo, viejo amigo -fue el saludo del Coronel.

Alfred Tannenberg tenía los ojos hundidos y la palidez de sus mejillas indicaba que la muerte le seguía rondando, pero la fiereza de su mirada no dejaba lugar a dudas de que batallaría por su vida hasta el final.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó el anciano.

– Eso sólo nos lo puedes decir tú -respondió el Coronel.

– No recuerdo nada preciso, alguien se acercó a mi cama, creí que era la enfermera, alguien me iluminó la cara, luego escuché algunos ruidos secos, intenté incorporarme y… no sé, creo que logré quitarme la máscara de oxígeno. La luz estaba apagada y no veía nada… creo que me empujaron… estoy confuso, no recuerdo bien lo que sucedió, no vi realmente nada. Pero sé que había alguien aquí, alguien que se acercó hasta mí. Podían haberme matado, quiero que castigues a los hombres encargados de guardar la casa. Son unos inútiles, ni mi vida ni este país están seguros en sus manos.

– No te preocupes por eso, ya me he encargado de ellos, llorarán lo que les queda de vida por haber permitido lo que pasó -aseguró el Coronel.

– Supongo que nada de esto habrá alterado el trabajo de la misión, Clara aún puede encontrar lo que buscamos -afirmó Tannenberg.

– Picot se va, abuelo.

– No se lo permitiremos, se quedará aquí -sentenció el anciano.

– No, no podemos hacer eso, sería… sería un error. Es mejor que se vaya, yo me quedaré el tiempo que queda, pero tú deberías salir de aquí. El Coronel está de acuerdo.

– ¡Me quedaré contigo! -gritó Tannenberg.

– Deberías reconsiderarlo, amigo; el doctor Najeb nos insiste en que debemos sacarte de aquí. Te garantizo la seguridad de Clara, me ocuparé de que no suceda nada, pero tú debes irte-dijo el Coronel.

Alfred Tannenberg no replicó. Se sentía agotado y era consciente de la debilidad del hilo del que pendía su vida. Si le llevaban a El Cairo acaso lograría vivir un poco más, pero ¿cuánto? Sentía que no debía dejar a su nieta en vísperas de la guerra, porque una vez que comenzara nadie se ocuparía de ella.

– Ya veremos, tenemos tiempo. Ahora quiero que celebremos una reunión con Yasir y Ahmed, lo que ha pasado no puede repercutir en el negocio.

– Ahmed parece capaz de llevarlo adelante -comentó el Coronel.

– Ahmed es incapaz de hacer nada sin que le digan lo que tiene que hacer. Todavía no me he muerto, y aunque lo haga no será él quien me herede -sentenció Tannenberg.

– Ya conocía vuestras diferencias, pero quizá en este momento deberías de ser más flexible. No te encuentras bien, ¿verdad, Clara?

Clara no respondió a la pregunta del Coronel. Sería leal a su abuelo hasta el último suspiro, y además ella tampoco se fiaba de Ahmed.

– Abuelo, si quieres celebrar una reunión iré a buscar a quien me digas.

– Dile a ese marido tuyo que venga; también quiero ver a Ayed Sahadi y a Yasir. Pero antes me prepararé para recibirles. Dile a la enfermera que me ayude a vestirme.

– ¡Pero no puedes levantarte! -exclamó Clara asustada.

– Puedo. Haz lo que te he dicho.

Los hombres del Coronel no habían conseguido que Fátima les contara nada relevante. La mujer apenas podía hablar, y no dejaba de llorar. Estaba sentada cerca de la cama de Alfred Tannenberg y se había quedado dormida mientras Samira preparaba las bolsas con suero que calculaba que necesitaría el anciano a lo largo de la noche. Escuchó un ruido fuera de la habitación, pero no abrió los ojos; imaginó que algo se les habría caído a los hombres que custodiaban la puerta.

De repente otro ruido, esta vez en la habitación, hizo que se volviera adonde estaba Samira. Vio a alguien vestido de negro, de pies a cabeza, con el rostro tapado, alguien que estaba estrangulando a Samira; no le dio tiempo a gritar, porque la figura se abalanzó sobre ella, le tapó la boca y la golpeó con un objeto que llevaba en la mano. La golpeó varias veces hasta que perdió el sentido. Era todo lo que recordaba.

No, no sabía si era un hombre quien la había atacado, pero debía serlo porque era muy fuerte. Llevaba guantes, porque ella intentó morder la mano que le tapaba la boca y recordaba que estaba cubierta por una tela elástica.

No, no recordaba ningún olor especial, ni que aquella figura dijera una sola palabra, sólo que sintió miedo, un miedo absoluto, profundo, porque sentía que la vida se le escapaba. Por eso daba las gracias a Alá, por haber conservado su vida y la de su señor.