38585.fb2 La Biblia De Barro - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

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– Mercedes, no llores; por favor, hija, no llores.

La niña, agarrada a la mano de su madre y temblando de frío y de hambre, a duras penas se sostenía en pie. El guardia la había empujado por no estarse quieta en la fila donde las prisioneras y sus hijos estaban alineadas. Caída en el suelo, su carita había chocado contra el barro. Se había levantado de inmediato porque su madre había tirado de ella presa del horror. En los campos, los prisioneros procuraban fundirse con el gris del cielo para no llamar la atención de los SS, ni de los kapos, ni de ninguno de aquellos hombres dispuestos a hacerles sufrir.

Su madre le apretaba la mano mientras le pedía en voz baja y llena de angustia que no llorara. El guardia que la había empujado se había distraído con otro de los pequeños que se había salido de la fila, y en aquellos segundos preciosos Mercedes intentaba retener las lágrimas tal y como le pedía su madre.

Observó a un grupo de oficiales de las SS fundiéndose en abrazos con otros oficiales que acababan de bajar de unos coches negros. Los hombres parecían contentos, y uno de ellos le aseguraba a otro que aquél sería un día inolvidable.

Durante unos instantes Mercedes pensó en qué podían hacer aquellos hombres de especial para convertir el día en una jornada inolvidable, y de nuevo se estremeció.

Uno de los kapos de nombre Gustav se acercó a donde estaban y ordenó a los niños que formaran una fila frente a sus madres. Los más pequeños se resistían a soltarse de las manos de sus madres, pero uno de los guardias de las SS se acercó con un vergajo en la mano y empezó a repartir golpes, de manera que fueron las mujeres las que suplicaron a sus hijos para que obedecieran de inmediato.

– ¡Escuchad! -gritó un oficial de las SS con un tono de voz que asustó a los pequeños-. Desde Berlín ha venido un comité científico para veros -continuó diciendo el SS-; vais a ayudar a la ciencia, al menos serviréis para eso. Todas vosotras bajaréis hasta la cantera, allí os espera un regalo con el que debéis subir de inmediato. Vuestros bastardos se quedarán aquí, para ellos tenemos otro regalito.

Alfred rió ante las palabras de su compañero de las SS, y Georg le preguntó con curiosidad por la duración de la prueba.

– Ya veremos de lo que son capaces esas perras -respondió.

Mercedes sorbía las lágrimas mientras su madre le sonreía, intentando tranquilizarla al tiempo que iniciaba el descenso a la cantera. La mujer estaba embarazada de ocho meses; hacía siete que la habían llevado a uno de los comandos dependientes de Mauthausen y ella misma se maravillaba de haber sobrevivido hasta aquel momento. Ella creía que su fortaleza era la herencia de sus padres, trabajadores del campo, como sus abuelos y todos sus antepasados hasta donde alcanzaba a saber. Otras mujeres en su estado habían muerto, incapaces de resistir las torturas y el trabajo de sol a sol. Algunas habían desaparecido al ser requeridas desde la enfermería para comprobar la marcha de su embarazo. Pero ella estaba aún más delgada que antes de quedarse embarazada, y su vientre apenas hinchado no llamaba la atención.

La había detenido la Gestapo en la Francia de Vichy cuando intentaba huir con su hija. Las deportaron a Austria en un tren de ganado, donde las encerraron en un vagón del que no las dejaron bajar ni de noche ni de día; allí, hacinadas junto a otros cientos de prisioneros, se decía que mientras estuvieran vivas no perderían la esperanza. Su marido era español y, como ella, colaboraba con la Resistencia. Le habían matado en un enfrentamiento con la Gestapo en pleno centro de París cuando intentaba huir de un control. Se había quedado sola sin saber que estaba embarazada. Intentó huir a España para refugiarse con la familia de su marido, diezmada durante la Guerra Civil. Pensaba ir a Barcelona y buscar a su madre, segura de que ésta las ayudaría. Los jefes de la Resistencia aceptaron trasladarla a la frontera, pero apenas había logrado llegar a la valla cuando la detuvieron.

Una vez en el campo, la mandaron desnudarse como al resto de las prisioneras y le entregaron la ropa que debía llevar con un triángulo rojo en medio del cual estaba la letra F. El triángulo rojo era el de los prisioneros políticos, la letra, la de su nacionalidad.

No supo hasta mucho después que estaba esperando un hijo. Pensaba que se le había retirado la regla por el miedo, las torturas, la falta de alimento y el agotamiento. Cuando fue consciente de que de nuevo iba a ser madre lloró desconsoladamente, culpándose por convertir al hijo que nacería en un prisionero desde su primer día de existencia. Luego la desesperación dio paso a la esperanza y a las ganas de vivir, pues el saberse embarazada también le dio nuevas fuerzas: tenía que mantenerse viva por el hijo que iba a nacer y por Mercedes; ambos la necesitarían, sólo la tenían a ella, aunque había hecho memorizar a Mercedes la dirección de su abuela en Barcelona por si algún día lograba salir de allí al menos una de ellas.

– ¿Por qué esos bastardos no bajan también a por piedras? -preguntó Georg.

– Es una idea, pero a ellos les tenemos otra sorpresa reservada. Van a ducharse allí. Veremos lo que aguantan -respondió Heinrich entre risotadas.

– Bajemos a ver cómo van las perras -les propuso Alfred.

El feliz grupo de oficiales y civiles bajó unos cuantos escalones de las «escaleras de la muerte» para ver mejor lo que estaba pasando al fondo de la cantera, donde las mujeres a duras penas podían soportar las piedras que les ataban a la espalda. Algunos soldados las empujaban al tiempo que les gritaban para que no se pararan, pero muchas no podían soportar la carga y caían al suelo aplastadas por las piedras. De las cincuenta mujeres, quince murieron a causa de las patadas de los soldados que, además, las golpeaban con bastones para que se pusieran en pie y subieran los ciento ochenta y seis escalones que conducían de la cantera a la explanada del campo.

Chantal apenas podía respirar; sólo la imagen de Mercedes y el deseo de ver nacer a su hijo le hacían sacar fuerzas de lo más recóndito de su alma. Caminaba doblada, arrastrando los pies al tiempo que intentaba contener las náuseas, y aunque su gesto era de dolor por dentro sonreía por ser capaz de superar cada paso.

Uno, dos, tres… De repente alzó la mirada y contempló con horror cómo los guardias empujaban a los niños para que bajaran hasta la cantera.

Apenas podía distinguir a Mercedes, pero la supuso asustada, a punto de llorar. Se irguió para que su hija la viera, intentando transmitirle la fuerza de la que en realidad carecía. Temía lo que los SS hubieran podido idear porque no alcanzaba a entender por qué empujaban a los niños hacia ellas.

La idea había sido del capitán Alfred Tannenberg y fue muy aplaudida por sus amigos. Los niños debían ir con palos dando en las nalgas a las mujeres como si de bestias de carga se trataran.

– Ellas son mulas -les dijo Alfred riendo- y vosotros los conductores. Tenéis que ser duros: si alguna tropieza y cae, le dais fuerte, no importa que sea vuestra madre; si no lo hacéis, os cargaremos las piedras a vosotros y haremos que os vayan azotando hasta que lleguéis arriba.

Los pequeños estaban aterrorizados pero apenas se atrevían a llorar, sabiendo que si lo hacían serían castigados. Cada uno cogió el palo que les daban y bajaron la escalera temerosos. Las mujeres que a duras penas pisaban los primeros escalones les miraron expectantes, hasta que comprendieron el juego cruel ideado por aquellas mentes perversas de los hombres de las SS.

– El que no dé a la mula será castigado -gritaba Alfred Tannenberg, ante las risotadas de sus amigos y del resto de los invitados a aquel espectáculo.

– ¡Vamos, vamos! ¡Empezad! -gritaban los kapos.

Los niños miraban angustiados a sus madres sin atreverse a levantar los palos.

– ¡Mercedes, dame con el palo, por Dios, hija, no te preocupes! -imploraba Chantal a su hija.

De repente una mujer se cayó y su rostro se hundió en el barro. Uno de los kapos se acercó y la pateó, pero Alfred le dio el alto buscando al hijo de la prisionera.

– ¡Eh, tú! ¡Ven aquí! -ordenó a una niña cuya delgadez la hacía parecer un espectro.

La niña, de unos ochos años y que apenas tenía fuerzas para sostener el palo, se acercó temerosa a unos pasos de aquel oficial de las SS.

– ¿Es tu madre? -preguntó el capitán Tannenberg. La pequeña asintió sin palabras.

– Pues empieza a golpear a la mula hasta que se levante. ¡Vamos, hazlo!

Hubo unos segundos de silencio. La niña no se movió. Apenas había entendido lo que aquel hombre le decía porque era sorda y aún no era capaz de leer con rapidez los labios de quien le hablaba.

El capitán Tannenberg se enfadó al verla inmóvil y cogió el palo, con el que golpeó sin piedad a la mujer que yacía sobre el barro. La pequeña le miró con horror y se tiró al suelo junto a su madre, mientras los oficiales de las SS estallaban en risas.

De repente, un niño apenas dos años mayor que la pequeña se acercó intentando ayudar a la mujer y a la niña a levantarse. Tannenberg le miró con los ojos desorbitados por la rabia.

– ¡Cómo te atreves! ¡Bastardo!

Un minuto después sacó la pistola de su funda y disparó sobre la niña tras derribar al pequeño de una patada; éste quedó tendido sobre el tercer escalón mientras que la madre apenas tenía fuerzas para gemir. La mujer intentó acercarse arrastrándose hasta el cuerpo inerte de su hija, pero una patada de Tannenberg en la cara la dejó convertida en un amasijo de carne sanguinolenta. El niño hizo ademán de incorporarse, pero no pudo porque el oficial le volvió a patear hasta dejarle inconsciente; quedó allá tirado, junto al cuerpo de su madre y de su hermana ya cadáveres.

– ¡Vamos, mulas! ¡Vamos! La que no ande ligera terminará como ésa, y vosotros, o arreáis a las mulas u os pasará lo mismo que a ese desgraciado. Su madre era una maldita comunista, zorra italiana, pero ya hemos hecho justicia. La muy cerda había parido a ese ser al que llamaba hija. ¿Eso era una niña? ¡Era un monstruo! -gritaba Tannenberg encendido por el espectáculo del que él mismo era parte.

Mercedes empezó a temblar asustada al ver a su amigo Carlo tendido en el suelo sin moverse. Carlo era mayor que ella, tenía diez años, pero siempre se mostraba compasivo y amable y le decía que no debía tener miedo.

Los hombres de las SS les gritaban para que azotaran a las mujeres, y Mercedes dejó escapar una lágrima. No quería pegar a su madre y miró desesperada a su alrededor: ninguno de sus amigos tenía el palo levantado. Sintió una mano sobre su brazo. Era la mano de Hans, que con la mirada la instaba a caminar.

– Mercedes, por favor, no te pares; mueve el palo pero sin dar a tu madre.

– No, no… -gimoteó la niña.

Una mujer embarazada gritó mientras caía desesperada al suelo. Estaba abortando allí, en aquellas escaleras, presa de un terrible dolor y angustia. La señora Müller era austríaca, una austríaca judía, profesora de piano, que había estado escondida en casa de unos amigos, pero alguien la denunció y hacía cuatro meses que había llegado a aquel infierno junto a su pequeño hijo Bruno.

El capitán Tannenberg se acercó a ella y la miró fríamente. Luego hizo una seña a uno de los médicos del campo.

– Doctor, ¿cree que los fetos judíos son como los demás? Deberíamos comprobarlo, no creo que esta cerda sirva para mucho más.

Todos quedaron en silencio y expectantes, mientras el médico se agachaba y, con un bisturí, abría el vientre de la mujer mientras aullaba de dolor; luego arqueó el cuerpo y dejó de gritar, estaba muerta. Los otros médicos se habían acercado curiosos a participar de aquella cesárea improvisada, hecha sin ningún tipo de anestésico.

El pequeño Bruno rompió a llorar desesperado; intentó alejarse, pero un kapo le sujetó con fuerza obligándole a contemplar la carnicería a la que estaban sometiendo a su madre.

Algunos niños empezaron a vomitar, incapaces de soportar aquella escena dantesca, mientras los visitantes de Berlín aplaudían entusiasmados.

Habían subido quince escalones cuando Chantal tropezó y cayó; un hilo de sangre se le escapaba por la comisura de los labios.

El capitán Tannenberg empujó a Mercedes hacia su madre.

– ¡Pégale! ¡Vamos! ¡Esa mujer es un animal! ¡Es sólo una mula! ¡Haz lo que te digo!

Mercedes estaba paralizada por el horror. No era capaz de emitir ningún sonido, y miraba con ojos desorbitados a aquel hombre que la empujaba.

– ¡Pega a la mula! ¡Haz lo que te ordeno! -gritó el capitán Tannenberg cada vez más enfurecido.

Chantal no podía hablar, notaba cómo se le escapaba la vida y se sentía impotente para proteger a su hija y a aquel niño que iba a nacer; alcanzó a extender la mano hacia Mercedes y ésta se arrodilló junto a su madre rompiendo a llorar.

El capitán Tannenberg se acercó a Chantal y la propinó una patada en el vientre que la dejó inconsciente mientras la sangre le empezaba a fluir entre las piernas. Luego levantó el vergajo para golpearla, pero no pudo hacerlo unos dientes pequeños y afilados se clavaron en su muñeca con inusitada fuerza, provocando una carcajada en los espectadores llegados de Berlín.

Mercedes mordía con fuerza la mano del capitán. Tenía sólo cinco años y era un saco de huesos, pero de algún lugar había sacado la fuerza y el valor para enfrentarse a aquel animal.

El capitán Tannenberg la empujó y la tiró al suelo. Estaba furioso por haber sido atacado por aquella niña andrajosa, iba a dispararle pero desvió la pistola hacia el vientre de Chantal. Disparó sobre su vientre como si fuera un blanco, un disparo en el centro y cuatro disparos alrededor; luego desenvainó su cuchillo reglamentario de las SS y la abrió en canal como si de un animal se tratara, arrancando de las entrañas muertas el cadáver de aquel niño que nunca nacería. Después, se lo tiró a Mercedes dándole en la cara con los restos de aquella criatura.

Los gritos de la niña eran aterradores, pero el capitán Tannenberg aún no había terminado con ella: la levantó con una sola mano y la lanzó escaleras abajo. El cuerpo de la pequeña, quedó desmadejado entre las piedras de granito, con la cabeza manando sangre.

El pequeño Hans Hausser corrió escaleras abajo para intentar socorrerla sin escuchar el gemido angustiado de su madre, que temía las represalias de aquel capitán de las SS.

Uno de los kapos le agarró en volandas y no le dejó llegar hasta donde yacía el cuerpo inerte de Mercedes.

– ¡Tú, judío!, ¿quieres acabar como ella?

El kapo apaleó al pequeño Hans bajo la mirada indiferente del capitán Tannenberg y de sus amigos, que seguían expectantes las dificultades de las mujeres para alcanzar la «cumbre», el final de las escaleras.

De las cincuenta mujeres sólo habían llegado dieciséis, el resto o había tropezado cayendo escaleras abajo o, desesperadas, se habían dirigido a los centinelas esperando que les disparasen, tal y como habían oído que hacían con los hombres.

La señora Hausser fue una de las pocas en llegar a la explanada del campo, pero no se engañaba, sabía que con eso no compraba su vida. Miró hacia atrás intentando averiguar dónde estaba su hijo y lloró al ver cómo uno de los kapos le azotaba con un palo.

Marlene Hausser encontró fuerzas para gritar, intentando desesperada que su hijo pudiera oírla.

– ¡Hans, tienes que vivir! ¡Hijo, no olvides nunca esto! ¡Vive! ¡Vive!

Un centinela la derribó de un golpe al suelo, lo primero que vio cuando abrió los ojos fue las botas brillantes de un oficial de las SS.

– Esta mujer padece del corazón, debemos operarla urgentemente-dijo aquel joven rubio con aspecto angelical enfundado en el odiado uniforme negro.

Uno de los kapos la levantó del suelo y, a empujones, la condujo a la enfermería junto al resto de las mujeres. Los médicos llegados de Berlín y sus colegas de Mauthausen estaban preparándose para operar a las supervivientes de dolencias que ninguna padecía.

– ¿Vamos a malgastar la anestesia? -preguntó uno de los enfermeros ayudantes.

– Pongámosle la suficiente para que no se mueva demasiado, no me gusta operar escuchando gritos -respondió uno de los médicos.

Colocaron a Marlene Hausser sobre una camilla y le ataron las piernas y los brazos. La mujer sintió un pinchazo en el brazo y poco después la invadió el sueño; no podía evitar cerrar los ojos, aunque oía cuanto decían a su alrededor. Apenas pudo articular un grito cuando el bisturí se hundió en su pecho abriéndola hasta debajo de la caja torácica. El dolor era insoportable y lloraba impotente deseando morir.

Aun así logró articular una oración por su hijo Hans. Si Dios realmente existía no se cebaría más en el pequeño inocente y le permitiría vivir.

Sintió que le apretaban el corazón antes de exhalar el último suspiro.

El cadáver de Marlene Hausser fue descuartizado por aquellos hombres que se llamaban médicos y que ansiaban explorar los más recónditos lugares del cuerpo humano.

Una tras otra, las dieciséis supervivientes de la «escalera de la muerte» fueron operadas de enfermedades que no padecían. Corazón, cerebro, hígado, riñones… órganos vitales diseccionados en pequeños pedazos mientras los médicos participantes disertaban sobre sus conocimientos.

Aquellos hombres también se entretuvieron con algunos de los cadáveres de las mujeres que se habían quedado sobre los escalones de la muerte. Incluso le cortaron la cabeza a la pequeña italiana sorda, para estudiar con más sosiego los oídos de la pobre desgraciada.

Mientras los kapos, a instancias del capitán Tannenberg, habían ordenado a las niñas y niños que se desnudasen y se metieran en la ducha. Un estanque repleto de barro, con el agua helada que caía sobre las cabezas atormentadas de aquellas criaturas que acababan de quedarse huérfanas, fue el último entretenimiento con que Tannenberg obsequió a sus invitados de Berlín.

Algunos niños murieron congelados y otros sufrieron un colapso; apenas media docena logró sobrevivir, aunque murieron horas más tarde.

Esa noche los hombres de Berlín degustaron una copiosa cena y ninguno habló de lo relevante: Alemania estaba perdiendo la guerra. Todos se comportaron como si su ejército fuera un coloso que aún arrasaba las entumecidas tierras de Europa. Sólo más tarde, cuando Alfred Tannenberg se quedó a solas con Georg, Heinrich y Franz, dieron rienda suelta a su preocupación. Entonces se dijeron lo que no dirían jamás delante de otros que no fueran ellos, y empezaron a pensar en las vías de escape para cuando Hitler perdiera la guerra.

– Yo os avisaré -les aseguró Georg-, quiero que Heinrich y tú estéis preparados; a Franz ya le he dicho que debe pedir el traslado al cuartel general, la influencia de su padre y la de los míos será suficiente para conseguirlo. Lo que no puede es volver al frente.

– ¿Tan seguro estás de que perderemos la guerra? -preguntó inquieto Alfred.

– Ya la hemos perdido, supongo que no creerás la propaganda de Goebbels. Nuestros soldados han empezado a desertar. Hitler ya no es el que era, no es capaz de entender lo que está pasando, y la gente que le rodea le tiene demasiado miedo para decírselo. Seamos prácticos y afrontemos la realidad: los aliados querrán hacer un escarmiento con Alemania, y pagaremos los hombres que hemos sido leales al Führer, de manera que hay que ir preparando las vías de escape. Ya conocéis a mi tío, es un sabio de verdad. Antes de la guerra un colega norteamericano le invitó a viajar a Estados Unidos a su universidad, a trabajar en uno de los laboratorios secretos del Gobierno. Mi tío lleva meses trabajando en una bomba que podría poner punto final a la guerra, me temo que no llegará a tiempo. Pero estamos de suerte, su colega norteamericano se las ha ingeniado para ponerse en contacto con él. Le ha ofrecido sacarle de Alemania, hay gente poderosa en su país dispuesta a ser generosa y perdonar a los científicos que quieran colaborar con Estados Unidos. Mi tío primero se asustó, luego me lo contó. Le he animado a que continuara en contacto con su amigo, y ahora puede sernos muy útil para huir.

– Pero, Georg, no creo que nos pueda sacar también a nosotros -afirmó Heinrich.

– Nosotros debemos empezar a preparar nuestro propio plan de fuga -le interrumpió Alfred.

– Necesitaremos identidades nuevas… -dijo Franz.

– Ya me he encargado de eso, hace meses que mandé preparar documentos falsos para unos amigos míos muy especiales -respondió riéndose Georg-. Lo bueno de trabajar en los servicios secretos es que conoces a una gentuza muy interesante con habilidades insospechadas. Os proporcionaré una nueva identidad, dejadlo de mi cuenta. Lo importante es que estéis preparados para escapar en cuanto os avise. Tú, Franz, has estado en el frente, pero a Heinrich y a Alfred les vengo informando de la situación, aunque a Alfred le cuesta terminar de creer que Alemania pueda ser derrotada. Pero es así, de manera que debéis tener listo el equipaje.

– No hay problema por nuestra parte -aseguró Heinrich, hablando por él y por Alfred.

– Yo estoy de permiso, de manera que nadie me va a reclamar por ahora en el frente, y mañana en cuanto lleguemos a Berlín pediré el traslado -les comentó Franz.

– Hecho -dijo Georg-, y ahora pongámonos a pensar qué haremos cuando salgamos de Alemania…

Mercedes deliraba. Carlo, Hans y Bruno la miraban asustados temiendo verla morir. Ellos habían sobrevivido de milagro, allí tirados sobre los fríos escalones donde habían caído sus madres, pateados por los guardias que les dieron por muertos. Después cuando los hombres importantes de Berlín se metieron en la enfermería para contemplar las operaciones en vivo, nadie pareció interesarse por los cadáveres que yacían en las «escaleras de la muerte», ni tampoco por aquellos niños heridos más muertos que vivos.

Cuando Hans se acercó a socorrer a Mercedes uno de los centinelas le había golpeado hasta hacerle perder el sentido. Aun así, pudo escuchar el grito de su madre pidiéndole que viviera.

Un equipo de prisioneros fue obligado a limpiar las «escaleras de la muerte» y, como pudieron, levantaron a aquellos niños y les trasladaron a uno de los pabellones. Les colocaron sobre un camastro y un médico polaco, llamado Lechw, intentó reanimarles con poco más que trozos de tela empapada en agua con los que les limpió la sangre.

La niña era la que se hallaba en peor estado. Estaba inconsciente y el prisionero polaco maldecía en voz baja, impotente por carecer de medios para poder curarla. Pensó que a los críos les dejarían allí puesto que habían perdido a sus madres, pero a la niña o bien la rematarían o la harían desaparecer en la enfermería, de la que pocos enfermos lograban salir con vida.

El médico polaco cosió la cabeza de Mercedes con la aguja y el hilo con los que los presos remendaban su ropa. Uno de los prisioneros, un ruso, sacó de no se sabía dónde una botella con restos de vodka que le tendió al doctor para desinfectar la cabeza de la niña. Ésta gemía y se retorcía de dolor, pero no lograba salir de la inconsciencia provocada por los golpes.

Uno de los prisioneros alertó sobre las consecuencias de tener allí a una niña.

– Si la descubren le pueden hacer cualquier cosa y a nosotros también…

– ¿Y qué sugieres, que se la entreguemos al kapo? Ese hijo de puta de Gustav sería capaz de estrangularla con sus propias manos. Dudo que la llevaran al comando de las mujeres de donde vinieron estos críos… -respondió el médico.

– En realidad, no se sabe si es una niña o un niño con este pelo rapado -terció otro de los prisioneros.

– ¡Pero vosotros estáis locos! ¡Si la descubren nos molerán a palos! -dijo un hombre ya entrado en años.

– Yo no la voy a entregar, haced lo que queráis -respondió el polaco, mientras le limpiaba los restos de sangre de la cabeza.

Aquella niña le recordaba a la suya, que no sabía qué suerte había podido correr. Unos amigos le habían asegurado que protegerían a su mujer y a su hija, pero ¿habrían podido hacerlo o su pequeña estaría en un campo como el de Mauthausen? Si era así, pedía a Dios que alguien tuviera piedad de ella, la misma que él sentía por aquella chiquilla que yacía inconsciente y que no estaba seguro de que consiguiera sobrevivir.

– Por favor, no la entreguen.

Los hombres miraron al niño que horas antes había intentado defender a su madre y a su hermana en las escaleras de la muerte.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó el médico polaco.

– Carlo Cipriani, señor.

– Pues bien, Carlo, tenéis que ayudarnos a que no nos descubran. Procurad que nadie se fije en vosotros, es difícil pasar inadvertidos para los kapos, pero no imposible -explicó el polaco.

– Sí, señor, lo haremos, ¿verdad? -dijo Carlo dirigiéndose a sus amigos Bruno y Hans.

Los niños asintieron, por nada del mundo harían nada que delatara a Mercedes. Luego se sentaron en el suelo, cerca del camastro donde se encontraba la pequeña, a la espera de que la vida volviera a ella. También ellos estaban heridos, aunque las que más sangraban eran las heridas del alma. Habían asesinado brutalmente a sus madres ante sus ojos, haciéndoles sentirse impotentes por no poder ayudarlas.

Aquella noche Mercedes estuvo en coma navegando por las espesuras de las tinieblas próximas a la muerte. Fue un milagro que a la mañana siguiente recuperara el conocimiento, según aseguró el médico polaco.

Carlo apretó la manita de Mercedes apenas la vio abrir los ojos. La había velado toda la noche junto a Hans y Bruno. Los tres habían rezado, pidiéndole a un Dios que no conocían que se apiadara de su amiga. El médico les dijo que Dios les había escuchado, arrancándola de la penumbra.

Cuando los kapos llegaron al pabellón ordenando a los hombres que salieran a formar, no prestaron atención a los niños heridos que se guarnecían en un rincón aterrados.

Habían tapado a Mercedes y apenas se la distinguía, y nadie se acercó al camastro a ver el pequeño bulto que ni siquiera se movía.

En cuanto estuvieron solos, Hans le dio a Mercedes de beber un poco de agua. La niña le miró agradecida; le dolía la cabeza, estaba mareada, pero sobre todo tenía miedo, un miedo profundo que había anidado en sus entrañas. Sentía el sabor de la sangre en los labios, la sangre del hermano muerto que aquel hombre de las SS le había tirado a la cara.

– Tenemos que matarle -susurró Carlo y sus tres amigos le observaron expectantes.

Ellos apenas se podían mover por los golpes recibidos y las heridas mal curadas, pero se acercaron más para escuchar las palabras del niño dichas en apenas un murmullo.

– ¿Matar? -preguntó Mercedes.

– Tenemos que matarle, él ha matado a nuestras madres -insistió Carlo.

– Y nuestros hermanitos ya… ya no podrán nacer -dijo Mercedes con los ojos llenos de lágrimas.

Ni Hans, ni Bruno ni Carlo dejaron escapar lágrima alguna, a pesar del enorme dolor que les atenazaba el alma.

– Mi madre decía que cuando deseas mucho algo se cumple -dijo tímidamente Hans.

– Yo quiero que le matemos -insistió Carlo.

– Y yo también -dijo Bruno.

– Y yo -afirmó Mercedes.

– Pues le mataremos -dijo por último Hans-, pero ¿cómo?

– En cuanto podamos -respondió Bruno.

– Aquí será difícil -señaló un apesadumbrado Hans.

– Pues cuando salgamos de aquí, no estaremos mucho tiempo -insistió Bruno.

– Eso es casi imposible, no creo que salgamos vivos de aquí -sentenció Hans.

– Mi madre decía que los aliados van a ganar, ella lo sabía -insistía Bruno.

– ¿Quiénes son los aliados? -preguntó Mercedes.

– Pues los que están contra Hitler -le respondió Hans.

– Lo juraremos -propuso Carlo.

Colocaron sus manos sobre la de Mercedes y cerraron los ojos, conscientes de la solemnidad del momento.

Juramos que mataremos a ese hombre malvado que ha matado a nuestras madres y a nuestros hermanos.

Los niños repitieron las palabras de Carlo y ratificaron con la mirada que cruzaron aquel juramento que les obligaría por el resto de sus vidas. Mantuvieron las manitas juntas, apretándolas para imprimir fuerza al juramento y darse ánimos.

Pasaron el resto del día imaginando el momento en que le matarían, discutiendo sobre el cómo y con qué. Cuando por la noche llegaron los hombres al barracón les encontraron ateridos de frío, hambrientos, pero con una mirada brillante en los ojos que no supieron explicarse más que por la fiebre que los cuatro tenían como consecuencia de las heridas sufridas.

El médico polaco les examinó y en su rostro se dibujó la preocupación. Mercedes tenía infectada una de las heridas de la cabeza. La volvió a lavar con restos del vodka de aquel prisionero ruso con dotes para hacerse con lo que no era suyo.

– Necesitamos medicamentos -sentenció el médico.

– No te atormentes, no hay nada que hacer -respondió otro prisionero polaco, un ingeniero de minas.

– ¡No voy a rendirme! ¡Soy médico y lucharé por la vida de estos niños hasta el último aliento que me quede!

– No os enfadéis -terció otro polaco-. Éste de aquí -dijo señalando al ruso- conoce a los que limpian la enfermería, a lo mejor puede pedirles que nos traigan algo.

– Pero lo necesito ahora -se quejó el médico.

– Danos tiempo -pidió su amigo.

Amanecía cuando el médico polaco sintió que le presionaban el brazo. Se había quedado dormido mientras intentaba guardar el sueño de los niños. Su amigo y el ruso le entregaron un envoltorio y luego cada uno se fue a su catre.

El médico desenvolvió con cuidado el pequeño paquete y tuvo que reprimir un grito de alegría cuando vio el contenido. Vendas, desinfectante y analgésicos constituían el mejor botín jamás soñado.

Se levantó con cuidado para no despertar a nadie y observó el sueño inquieto de los cuatro niños. Quitó el trozo de tela con que había envuelto la cabeza de Mercedes y procedió a desinfectarle de nuevo la herida. La niña se despertó y él le hizo una seña para que no gritara y aguantara el dolor. La pequeña mordió la manta con que se tapaba y, pálida como la muerte, se quedó quieta mientras el médico parecía ensimismado curándole la herida. Luego aceptó el vaso de agua y las dos píldoras que éste le dio.

Hans, Bruno y Carlo también recibieron los cuidados del médico, que volvió a curarles las heridas que cubrían sus pequeños cuerpos. Asimismo, recibieron un analgésico para aguantar mejor el dolor, al que casi se habían acostumbrado.

– He escuchado a uno de los kapos decir que la guerra va mal -afirmó un comunista español mientras observaba cómo el médico polaco terminaba de curar a los niños.

– ¿Y te lo crees? -le respondió el doctor.

– Sí, me lo creo. Se lo estaba contando a otro de los kapos, al parecer había escuchado un comentario de uno de los oficiales que vinieron de Berlín. Y tengo un amigo que limpia en la sala de radio que asegura que los alemanes están nerviosos, escuchan la BBC a todas las horas del día y que algunos empiezan a preguntarse qué será de ellos si Alemania pierde la guerra.

– ¡Dios te oiga! -exclamó el polaco.

– ¿Dios? ¿Qué tiene que ver Dios con esto? Si Dios existiera no habría permitido esta monstruosidad. Yo nunca creí en Dios, pero mi madre sí y supongo que estará rezando para verme regresar algún día. Pero si salimos de aquí no habrá sido Dios quien nos saque, sino los aliados. ¿Es que tú crees en Dios? -preguntó el español con un tono no exento de ironía.

– Yo sí, si no fuera así no habría soportado esto. Él me está ayudando a sobrevivir.

– ¿Y por qué no ha echado una mano a las madres de estos pobres desgraciados? -le preguntó el español señalando a los niños.

Mercedes escuchaba la conversación sin perder palabra, haciendo un gran esfuerzo por entender lo que decían los dos hombres. Hablaban de Dios. Cuando estaba en París su madre a veces la llevaba a la iglesia, iban al Sacré Coeur, porque vivían cerca. Nunca permanecían dentro mucho tiempo, su madre entraba, hacía la señal de la cruz, parecía murmurar algo y luego se marchaban. Su madre le decía que Dios protegería a su papá y que iban a la iglesia a pedírselo a Dios. Pero su padre desapareció y ellas tuvieron que huir, y Dios no había hecho nada por evitarlo.

Pensó en lo que aquel español decía, que Dios no estaba allí, y en silencio le dio la razón. No, en Mauthausen no estaba Dios, de eso no había duda. Cerró los ojos y empezó a llorar procurando que nadie la oyera; veía a su madre, destrozada sobre las piedras de aquellas escaleras interminables.

La consoló escuchar a los hombres ponerse de acuerdo sobre lo que harían con ella. Sus amigos, Carlo, Hans y Bruno suplicaron a aquellos hombres que le permitieran estar con ellos, se comprometieron a cuidarla, juraron que no molestarían y asumieron el compromiso de no llorar para que no la descubrieran.

De manera que continuaría allí, en aquel pabellón, como si de un niño se tratara se tendría que comportar como tal, y sobre todo intentar pasar inadvertida, si la descubrían lo pagarían todos, y por nada del mundo ella haría nada que pudiera provocar daño alguno.

Alfred Tannenberg estaba nervioso. La llamada de Georg urgiéndole a viajar con Heinrich de inmediato a Berlín se había producido tan sólo una semana después de la visita a Mauthausen.

Georg no le había dado ninguna explicación salvo que le esperaba al día siguiente en su despacho, y a primera hora, le dijo.

Zieris, el comandante de Mauthausen había intentado sonsacarle cuando le anunció que se marchaba. Naturalmente le cortó en seco: él, Tannenberg, iba a Berlín por orden de la Oficina Central de Seguridad del Reich, lo mismo que su amigo Heinrich.

Viajaron buena parte de la noche y llegaron a Berlín cuando estaba a punto de amanecer. Heinrich propuso ir cada uno a la casa de sus padres, para darles un abrazo y asearse antes de presentarse en la oficina de la RSHA, y a Alfred le pareció una buena idea. Tenía ganas de abrazar a su padre, incluso escuchar el parloteo de su madre, que a buen seguro se quejaría al verle más delgado.

A las ocho en punto de la mañana los dos oficiales se presentaron en el despacho de Georg, donde también encontraron a Franz. Después del saludo hitleriano, los cuatro amigos se fundieron en un abrazo.

– Hemos perdido, es cuestión de días que esto se derrumbe, los rusos han cruzado nuestras posiciones. Hitler está fuera de sí, pero ha perdido la guerra y en Alemania ya no manda nadie. Debemos irnos.

– ¿Y Himmler? -preguntó Alfred.

– A Himmler le he convencido de que debo de ir a Suiza y reunirme allí con un grupo de nuestros agentes. En vista del rumbo que estaba tomando la guerra, hace meses que le convencí de la necesidad de prepararnos para lo que pudiera pasar. Por eso, en previsión de la caída del Reich, tenemos gente en varios países organizando la llegada de los nuestros.

Georg sacó de un cajón tres carpetas y les dio una a cada uno de sus amigos. Las abrieron y examinaron sus nuevos documentos de identidad.

– Tú, Heinrich, saldrás para Lisboa, y de allí a España. Tenemos buenos amigos en el círculo del general Franco. Te llamarás Enrique Gómez Thomson. Tu padre es español, tu madre inglesa, por eso no hablas el idioma, pues has vivido siempre fuera de España. Ahí tienes el número de uno de mis mejores hombres, un agente, que hace tiempo ha ido organizando la infraestructura necesaria para acoger a unos cuantos amigos por si acaso perdíamos la guerra. Es un viejo amigo nuestro de la universidad, Eduard Kleen.

Heinrich asintió, sin despegar la mirada de aquellos documentos que le convertirían en otro hombre.

– ¿Cómo llegaré a Lisboa?

– Te irás mañana por la tarde en avión, espero que los aliados no te derriben -respondió riendo Georg-. Oficialmente vas destinado a nuestra embajada en Lisboa, ahí tienes la orden con el nombramiento de ayudante del agregado militar. Pero en cuanto se anuncie el fin de la guerra, sal de Lisboa; antes te habrás puesto en contacto con nuestro amigo Eduard Kleen, él tendrá preparado tu viaje a España. Primero a Madrid, después él te dirá. Eduard ha hecho un buen trabajo, estos documentos son españoles de verdad, de nuestros amigos franquistas, no hay nada que los amigos no hagan si les pones un buen puñado de billetes encima de la mesa.

– Y a mí me envías a Brasil… -comentó Franz mientras leía los datos de su nuevo pasaporte.

– Sí. Tenemos que irnos a lugares donde nadie nos busque, donde tengamos amigos, donde los gobiernos hagan la vista gorda y no tengan ningún interés en indagar quiénes somos. Brasil es un buen escondite. Allí tengo a otro de mis agentes favoritos. Es un bon vivant, que como Eduard lleva meses preparando unos cuantos escondrijos para algunas personas relevantes que no tienen la más mínima intención de pasar el resto de sus días en una cárcel.

Yo no hablo portugués -se quejó Franz.

– ¡Qué le vamos a hacer! Es un buen destino, Franz, no te quejes. Lo que no podemos es irnos todos juntos y al mismo lugar. No sería inteligente, sino una locura estúpida.

– Tiene razón Georg -terció Alfred, que se sentía satisfecho de la identidad que le había facilitado. Suizo, sería un suizo de Zurich, pero su destino final sería El Cairo.

– ¿Y tú, Georg? -quiso saber Franz.

Yo me voy mañana mismo, ya os lo he dicho, primero a Suiza acompañando a mi tío, y de allí nuestros amigos norteamericanos nos llevarán a su maravilloso país. Mis padres se han ido hoy, se quedarán en Suiza con una falsa identidad. En cuanto a los vuestros, quiero que habléis con ellos y a lo sumo dentro de dos horas me digáis qué quieren hacer. Puedo pasarles a Suiza y darles documentos falsos, pero lo debemos hacer hoy, mañana ya no estaré y no confío en nadie salvo en mí mismo y en vosotros.

»Tenéis dos horas; id a casa, hablad con vuestra familia, pero que sean discretos, si alguien se entera y llega a oídos que no deben, nos fusilarán. Dentro de dos horas os espero aquí.

– Pero Himmler no aceptará que desaparezcas… -comentó Franz.

– Es que no voy a desaparecer. Voy a encargarme de supervisar los escondites que han ido eligiendo nuestros agentes. Y lógicamente también tenemos amigos en Estados Unidos, más de los que imagináis.

Alfred Tannenberg aguardaba impaciente la respuesta de su padre. Éste se había quedado en silencio, perdido en sus propios pensamientos, sin hacer caso a los requerimientos angustiosos de su mujer.

– Padre, por favor, quiero que os vayáis -insistió Alfred Tannenberg.

– Lo haremos, hijo, lo haremos, pero no quiero irme muy lejos de Alemania. Aunque perdamos la guerra, éste es nuestro país.

– Papá, no tenemos tiempo…

– Sea, vamos a prepararnos.

Ni a Franz ni a Heinrich les costó convencer a sus padres, estaban dispuestos a pasar la frontera e instalarse en Suiza, desde donde seguirían los acontecimientos. Hacía mucho tiempo que el dinero de todos ellos estaba a buen recaudo en los bancos suizos, de manera que para ninguno era un problema vivir en el país vecino.

Georg demostró sus enormes dotes de organización, porque cuando dos horas después sus amigos entraron en su despacho ya tenía los pases firmados para todos y cada uno de los miembros de sus familias. Debían salir esa misma tarde, por la noche a más tardar, porque, insistía, la guerra estaba a punto de terminar.

Luego les invitó a almorzar en su casa.

– Bien, ahora debemos abordar la segunda parte, y es qué haremos cuando estemos fuera de aquí.

– Casarnos -afirmó sin vacilar Franz.

– ¿Casarnos? -preguntó Heinrich.

– Sí, lo he hablado con Alfred, y es lo más inteligente. Debemos casarnos de inmediato con alguna mujer del país en que nos toque residir. Él no puede, porque ya está casado con Greta, pero es una buena idea.

– Casaos vosotros, yo no tengo intención de contraer matrimonio -dijo Georg, y sus amigos no hicieron ningún comentario.

– Tengo un plan que proponeros.

Las palabras de Alfred concitaron la curiosidad de sus amigos. Todos sabían de su inteligencia retorcida, de su capacidad de improvisar en las circunstancias más difíciles. Bien que lo había demostrado.

– Nuestros padres tienen dinero, de manera que no deberíamos preocuparnos, pero me temo que a lo mejor no resultará tan sencillo conseguir fondos para vivir. Sí, ya sé que nosotros tenemos nuestro propio dinero, lo que hemos guardado estos años, pero puede que no podamos sacarlo todo.

Además, no sabemos qué pasará, ni cuánto empeño pondrán los vencedores en perseguirnos. Somos oficiales de las SS, nuestros nombres son conocidos, no somos unos cualquiera, porque nuestros padres tampoco lo son. Creo que estarán más tiempo en Suiza del que ellos creen, y temo que si empiezan a buscar responsables de… lo que ha sucedido aquí alguien podría decidir que nosotros también tenemos nuestra parte de responsabilidad. Quiero decir que debemos montar nuestro propio negocio, y os aseguro que será un negocio próspero.

Le escuchaban expectantes sabiendo que la idea de Alfred sin duda les sorprendería.

– Vamos a dedicarnos el arte, a las antigüedades, a nuestra profesión, ¿no somos arqueólogos?

– Vamos, Alfred, ¿de qué se trata? -le preguntó Franz con tono impaciente.

– Mi destino es El Cairo, el de Georg Boston, tú te vas a Brasil y Heinrich a España: ¡es perfecto! -Alfred hablaba más para sí mismo que para sus amigos.

– Explícate-le apremió Georg.

– Aún tengo las tablillas que quitamos a los viejos en Jaran, además de las otras tablillas y objetos que trajimos, ¿os acordáis?

– Sí, claro -respondió Heinrich.

– Bueno, pues vamos a vender antigüedades, objetos únicos que constituyen el sueño de cualquier coleccionista. Oriente está lleno de antigüedades con más de dos mil años.

– ¿Y de dónde vamos a sacar esos objetos? -preguntó Franz.

– Veo que en la universidad no fuiste un alumno aplicado. ¿No recuerdas ninguna lección sobre los ladrones de tumbas? Los países de Oriente tienen gobiernos corruptos, es cuestión de dinero, dinero para excavar dónde y cómo queramos, dinero para hacernos con lo que encontremos, dinero para comprar incluso algunos objetos que están en museos y que en esos países a nadie le importan, porque no saben ni lo que tienen. Os aseguro que hay gente en el mundo dispuesta a pagar lo que le pidamos por determinados objetos, con los que nosotros les tentaremos. De manera que yo organizo el negocio desde El Cairo. Me moveré por Siria, Transjordania, Irán, Palestina…yo suministraré la materia prima y vosotros la venderéis; tú, Georg, te encargarás del mercado norteamericano, Heinrich del europeo y Franz del latinoamericano. Naturalmente necesitamos tapaderas, pero en eso ya pensaremos cuando llegue el momento.

Alfred Tannenberg hablaba con tanto entusiasmo que contagió a sus amigos. Los cuatro hombres dejaron volar la imaginación haciendo planes para el futuro inmediato.

– En definitiva: vamos a robar a gran escala, vamos a quedarnos con los tesoros de esos ignorantes que no saben lo que tienen-aseguró Alfred.

– Deberíamos montar una empresa de importación y exportación, con oficinas en los sitios donde nos vamos a instalar-propuso Heinrich.

– Tú, Georg, que vas a vivir en Boston, deberías aprender cómo se pone en marcha una asociación cultural encargada de promover el arte. Los norteamericanos tienen fundaciones… no sé si una fundación nos puede servir de tapadera, pero necesitamos una pantalla relacionada con el arte, una asociación o fundación que con el tiempo financie expediciones arqueológicas, cuyos frutos naturalmente nos quedaremos. Una fundación siempre es opaca, de manera que desde ahí podemos operar para vender arte a quien lo quiera comprar -aseguró Alfred.

– Las fundaciones no son empresas -afirmó Franz.

– La nuestra lo será, aunque no lo parezca. Será como nosotros, parecerá una cosa pero será otra. Necesitamos respetabilidad -le respondió Alfred.

– Pero no es fácil tener una fundación; las fundaciones dependen de bancos, universidades, y yo no sé qué me voy a encontrar en Estados Unidos -comentó Georg con preocupación.

– Te vas a encontrar con que los norteamericanos pagarán bien a tu tío, le introducirán de inmediato en los círculos académicos, le pondrán a trabajar en proyectos secretos… conoceréis gente importante. Todo dependerá de cómo te organices tú, de que seas capaz de fundirte con el medio ambiente, de ir aprovechando la estela de tu tío. No, no podremos tener una fundación ni el primer año ni el segundo, antes debemos de formar parte de la sociedad en la que a cada uno de nosotros nos toque vivir. Cuando no llamemos la atención, cuando seamos parte del paisaje, entonces empezaremos a poner en marcha nuestro plan. Mientras tanto, yo iré haciendo acopio de material para cuando llegue el momento. En cuanto a lo de tener una empresa de importación y exportación, me parece buena idea, en Europa van a necesitar de todo, les hemos arrasado, está todo por reconstruir, y tú acabas de decir que en Estados Unidos tenemos más amigos de los que imaginamos. La paz nos va a hacer ricos -dijo riéndose Alfred.

– ¿Venderemos las tablillas de Jaran? -quiso saber Georg.

– No, no lo haremos. Quiero encontrar el resto. Si diéramos con las tablillas escritas por ese Shamas revolucionaríamos el mundo de la arqueología, además de hacernos inmensamente ricos. Pero no debemos precipitarnos, yo me encargaré de seguir excavando en Jaran, de buscar en la arena del desierto, donde quiera que se encuentren esas tablillas en que está escrita esa versión del Génesis que el patriarca Abraham le contó a ese tal Shamas. ¿Qué sabía Abraham de la Creación? ¿Su versión es la misma que la de la Biblia? Os aseguro que no pararé hasta dar con todas las tablillas; cuando las tenga decidiremos qué hacer, y lo que hagamos tendrá trascendencia mundial.

– No nos conviene hacernos visibles -respondió Georg inquieto.

– Tranquilo, no seremos visibles, recuerda que dentro de unos días ya seremos otros; además, siempre habrá gente que nos sirva de pantalla. No os lo he dicho, pero mi único sueño es hacerme con esas tablillas… ¡Dios, lo que daría por encontrarlas!

– Vosotros no le habéis tenido que aguantar estos años a cuenta de las tablillas de Jaran -se quejó Heinrich-, pero no ha habido día en que no haya dejado de hablarme de ellas, ¡está obsesionado!

– Lo que tenemos que tener claro es lo que vamos a hacer y cómo. Me parece importante que ideemos la manera de ponernos en contacto. En cuanto a las tablillas de Jaran… las compartiré con vosotros, claro está, pero dejad que sea yo quien me encargue primero de encontrarlas y después decidir qué hacer con ellas -exigió Alfred.

– Por mí, sea -concedió Heinrich.

– ¿Qué será del Führer?

– Supongo que no te vas a poner sentimental, ¿verdad, Franz? Tanto nos da. No podemos asociarnos con un perdedor. Tenía una idea grande para Alemania pero no ha sabido ganar la guerra, de manera que sería absurdo dejarnos vencer con él -fue la respuesta fría de Georg.

– Pero ¿dónde está? -insistió Franz.

– Parece que le han convencido para que se instale en el bunker, no lo sé, pero tampoco me importa; yo me largo de aquí lo mismo que vosotros. ¿Creéis que a él le preocupamos algo cualquiera de nosotros? Salvémonos los que podamos, es lo único que cabe hacer. Él ya tiene su sitio en la historia.

Se despidieron sabiendo que pasaría mucho tiempo antes de que pudiesen volver a verse, pero se juraron lealtad hasta el fin de sus días, regocijándose del negocio ideado por Alfred. Iban a robar, a arrebatar de las entrañas de Oriente sus más preciados tesoros; tanto les daba a quién pertenecieran, estaban dispuestos a venderlos al mejor postor, y sabían que siempre encontrarían coleccionistas carentes de escrúpulos y ansiosos por poseer piezas únicas, fuera del alcance del común de los mortales.

En Mauthausen no terminaba de llegar la primavera. Hacía frío y los prisioneros, más muertos que vivos, observaban la inquietud de sus guardianes convencidos de que estaba a punto de ocurrir algo. En los últimos días los centinelas se mostraban más brutales y les disparaban a poco que tropezaran.

Alfred Tannenberg contemplaba el exterior del campo desde la ventana del despacho de Zieris. La noche había traído consigo una helada y los centinelas que guardaban el campo se frotaban las manos inquietos. Alfred y Heinrich habían llegado apenas una hora antes a Mauthausen y acudieron de inmediato al despacho de Zieris para enseñarle los papeles con sus nuevas órdenes. El comandante del campo les había escuchado con curiosidad, sin atreverse a hacer preguntas que estaba seguro que aquellos oficiales tan bien relacionados esquivarían. Ya intentaría él averiguar por sus propios medios por qué los dos oficiales habían sido requeridos para misiones fuera de Austria, en un lugar indeterminado.

Apenas se despidieron de Zieris, Heinrich y Alfred Tannenberg se dirigieron a sus casas, situadas fuera del campo en el encantador pueblo que le daba nombre, Mauthausen.

En poco menos de dos horas Heinrich había hecho el equipaje y recogido todas sus pertenencias personales de la casa donde había vivido los últimos años bajo los cuidados de fräulein Heines. El ama de llaves había dejado escapar una lágrima al saber que aquel educado oficial de las SS se marchaba y previsiblemente no regresaría nunca más, pero entendió que no eran momentos para sentimentalismos y ayudó a su señor a guardar sus pertenencias en dos maletas y un baúl. Luego, en el momento de la despedida, él le deslizó unos cuantos billetes que, le dijo, la ayudarían hasta que encontrara otra casa donde prestar sus eficaces servicios.

Quince minutos después Heinrich llamaba con fuerza a la puerta de la casa de Tannenberg. Cuando su amigo abrió supo que pasaba algo que le preocupaba sobremanera. Sabía que Greta, la esposa de Alfred, estaba esperando un hijo, pero aún faltaban un par de meses para que diera a luz.

– ¿Qué sucede? -preguntó Heinrich, sin ocultar la alarma que le producía el rostro circunspecto de Alfred.

– Greta…, está mal, muy mal. He mandado llamar al médico. Espero que no pierda a nuestro hijo, no se lo perdonaría…

– ¡Vamos, no digas eso! Déjame verla…

– Pasa, pero no te aconsejo que entres en el cuarto, la criada está intentando ayudarla…

– Entonces no me quedo, debo irme y tú también. Recuerda que Georg quiere que mañana estemos lejos de aquí.

– No te preocupes, regresa a Berlín y coge tu avión a Lisboa, yo… yo veré qué puedo hacer, pero ahora no me queda otro remedio que permanecer aquí.

– ¡Georg dijo que saliéramos cuanto antes!

– Georg no tiene una esposa embarazada, de manera que haré lo que pueda, y en este momento no puedo irme.

– Tienes que pasar la frontera mañana por la noche… -insistió Heinrich.

– No sé si podré, pero tú vete, hazme ese favor, vete cuanto antes de aquí; no estaré tranquilo hasta saberos a todos a salvo.

Se fundieron en un largo abrazo. Les unía no sólo la infancia y los años de universidad, también los años vividos en Mauthausen les habían marcado para siempre. Habían hecho del dolor ajeno su mejor diversión, tanto que habían perdido la memoria sobre el número de prisioneros a los que personalmente habían torturado y asesinado.

– Nos volveremos a ver -aseguró Alfred.

– De eso estoy seguro -le respondió Heinrich.

El médico tardó en llegar y cuando lo hizo Alfred le amenazó con que pagaría cara la tardanza. Greta lanzaba alaridos de dolor y la criada había sido incapaz de prestarle ayuda alguna.

Durante una hora Alfred esperó en la cocina bebiendo aguardiente mientras el médico luchaba por salvar la vida de su hijo y de Greta. No rezó pidiendo ayuda a Dios porque en nada creía, de manera que durante esa hora hizo un plan para intentar salir cuanto antes de Austria, ya que esa noche no podría hacerlo tal y como Georg lo había previsto.

Cuando vio al médico en el umbral de la puerta y detrás, llorando, a la criada, supo que algo había salido mal. Se levantó de la silla y acercándose al doctor esperó a que éste hablara.

– Lo siento, ha sido imposible salvar a la niña, y su mujer… bueno, el estado de la señora Tannenberg es muy delicado. Debería trasladarla a un hospital, ha perdido mucha sangre; si la deja aquí, no creo que pueda aguantar.

– ¿La niña? ¿Era una niña? -acertó a preguntar rojo de ira.

– Sí, era una niña.

Alfred Tannenberg abofeteó al médico y éste no se resistió. Nunca habría osado enfrentarse a un oficial de las SS y mucho menos a un hombre como aquél, cuya mirada revelaba que no conocía ningún límite.

Tampoco se atrevió a moverse, de manera que aguantó en pie, con el rostro enrojecido por el golpe y la vergüenza, sintiendo un dolor insoportable en el oído.

– Consiga una ambulancia, ¡hágalo ya! -gritó Tannenberg-. ¡Y usted -le dijo a la criada-, vaya con mi esposa!

La mujer salió deprisa de la cocina, temiendo que la golpeara también a ella. Greta gemía medio inconsciente llamando a la hija perdida.

La ambulancia tardó en llegar otra hora más y para entonces Greta había entrado en un estado de inconsciencia profundo que a Tannenberg se le antojaba cercano a la muerte.

Cuando llegaron al hospital Greta era ya cadáver y lo único que pudieron hacer los médicos fue certificar su muerte.

Tannenberg no demostró más emoción que furia, una furia que médicos y enfermeras creyeron que era por haber perdido a su esposa, aunque en realidad al capitán de las SS lo que le enfurecía era haber perdido unas horas preciosas en su planificada fuga.

Ahora debía avisar a los padres de Greta y esperar a que llegaran para asistir al entierro, lo que le retrasaría por lo menos un par de días, y Georg había dejado claro que tenían el tiempo en contra. Al menos, pensó, Heinrich y Franz cumplirían el plan previsto. Él tendría que quedarse hasta el entierro de Greta; lo contrario supondría afrentar a su poderoso suegro Fritz Hermann, lo que sería tanto como disgustar a Himmler, y mientras Alemania no cayera definitivamente, esos hombres eran quienes movían los hilos de aquel ya desfallecido Reich.

Regresó a su casa con el cadáver de Greta y ordenó a la criada que amortajara el cuerpo de su mujer. No sentía demasiado su pérdida, aunque había sido una esposa entusiasta y leal que jamás le había defraudado porque se había sometido a todos sus caprichos sin cuestionarlos ni protestar. Habían tardado varios años en concebir un hijo, una hija, había dicho el doctor, y Greta se sentía inmensamente feliz por ello. Le había llegado a gustar la idea de tener descendencia y sentía que le turbaba saber que Greta albergaba un niño en su seno. Lo imaginaba rubio, de piel blanquísima y mirada azul, sonriente y feliz.

El comandante de Mauthausen se mostró solícito cuando se enteró de la muerte de Greta y le preguntó por su retrasada misión fuera de Austria, a lo que Tannenberg no respondió, simplemente le informó de que su suegro, Fritz Hermann, estaba a punto de llegar y debía disponer lo necesario para hacer los honores a uno de los hombres más cercanos a Himmler.

Zieris entendió el mensaje y no insistió, aunque aún le hizo una confidencia.

– En estas últimas horas he recibido una llamada de Berlín. La Cruz Roja está insistiendo a Himmler para que les permita visitar Mauthausen. Hace meses que están intentando entrar en los campos. Tengo amigos que me aseguran que nuestro Reichführer pretende negociar una salida con los aliados. Me temo que todo está perdido… los rusos ya han ocupado parte de Alemania y los aliados están a punto de ocupar Austria, pero supongo que usted ya sabe todo esto, ¿o me equivoco?

Tannenberg no respondió, sino que permaneció en silencio de pie mirando fijamente al comandante del campo.

– Es una pena que se vaya, viene un contingente de las SS a ayudarnos a evacuar el campo, debemos deshacernos de algunos prisioneros. Esto tiene que parecer… bueno, sólo un campo de prisioneros. El castillo de Hartheim va a ser transformado de inmediato en un orfanato. Y debemos borrar cualquier huella de las cámaras de gas, de los hornos crematorios…, en fin, nos espera una ardua tarea, siento que no nos pueda echar una mano porque no tenemos demasiado tiempo para hacer lo que nos han ordenado.

El comandante no logró sacar a Alfred Tannenberg del silencio en que se había instalado. No era difícil darse cuenta que para Alfred Tannenberg nada de lo que le contaba Zieris sería un problema.

Herr Hermann y su esposa lloraron desconsolados la muerte de su hija Greta y de la nieta no nacida. Ahora que se estaba derrumbando el Reich, a Tannenberg le pareció que su otrora influyente suegro era sólo un simple hombre sin ninguna imaginación para intentar salvarse. No le dijo que él se marchaba, sólo que tenía encomendada una misión para lograr que, pasara lo que pasase, las SS sobrevivieran y algún día intentaran devolver su grandeza a Alemania.

Fritz Hermann le escuchaba mientras se enjugaba las lágrimas.

Cuando sus suegros, más aturdidos que otra cosa, se despidieron de él para regresar a Berlín, Tannenberg suspiró aliviado. Por fin podía organizar su propia fuga, porque era evidente que no había tiempo que perder.

Buscó los documentos que le había dado Georg y los guardó en una cartera de piel. Luego, con una pequeña maleta donde guardaba las dos tablillas de Jaran y algo de ropa, más dos bolsas, una con dólares y otra repleta de anillos, relojes, y joyas arrebatadas a los prisioneros que llegaban al campo, se dispuso a dejar Mauthausen para siempre.

Un coche con un chófer le esperaba en la puerta de su casa. Salió sin siquiera despedirse de la criada y tampoco saludó al soldado que le había de trasladar a Suiza.

Cuando llegaron a la frontera sonrió aliviado. En cuanto llegara a Zurich buscaría a sus padres, pero no se quedaría mucho tiempo en Suiza. Una vez establecidos los contactos previstos por Georg, viajaría de inmediato a El Cairo. Pero lo primero era llegar a Zurich y allí adoptar la nueva personalidad que le había proporcionado su amigo.

Sus padres se habían instalado en un hotel discreto cerca del centro de la ciudad, que en aquellos días estaba abarrotada de agentes de todos los lugares del mundo en busca de información, pero sobre todo era una plataforma envidiable para contemplar el fin del III Reich.

Su madre le abrazó aliviada y su padre tampoco ocultó la emoción que sentía al verle, aunque su madre rompió a llorar cuando anunció el fallecimiento de Greta y la pérdida de su hija.

– ¿Cuánto tiempo te quedarás? En Berlín sólo me dijiste que nos veríamos aquí y que te habían encargado una misión delicada -quiso saber su padre.

– No me quedaré más que un par de días, el tiempo necesario para encontrar un avión que me lleve a Lisboa o a Casablanca, y de allí a El Cairo.

– ¿A El Cairo? ¿Por qué tienes que ir a Egipto?

– Padre, no hace falta que te diga que hemos perdido la guerra.

– ¡No digas eso! ¡Alemania aún puede ganar! ¡Hitler no se rendirá jamás!

– Vamos, padre, aceptaste venir a Suiza porque eras consciente de la situación.

– Lo hice porque me convenciste de que era mejor esperar aquí el final de la guerra, pero no la doy aún por perdida.

– Pues hazlo, cuanto antes lo asumas mejor para la familia. Y ya sé que querrás regresar cuando termine, pero yo en tu lugar no lo haría. Los aliados buscarán a todos aquellos que hayan tenido un papel relevante junto a Hitler y les juzgarán como al Führer. Es mejor aceptar la realidad, por eso me voy a El Cairo; iniciaré una nueva vida, lo dejo todo, ya no puedo hacer nada más por Alemania.

La pesadumbre se apoderó de herr Tannenberg, que miraba con incredulidad a su hijo.

– ¿También nos dejas a nosotros? -le preguntó directamente su madre.

– De alguna manera sí, voy a dejaros. Tenemos que separarnos. No os puedo llevar conmigo; si me hicierais caso permaneceríais aquí, en Suiza. Papá, aquí tenemos dinero, dinero suficiente para vivir cómodamente el resto de vuestras vidas. Si regresas a Alemania cuando termine la guerra lo perderás todo.

– ¿Estarás en contacto con nosotros? -le preguntó su madre.

– Sí, procuraré haceros saber cómo estoy y tener noticias vuestras y del resto de la familia. Pero no sé ni cuándo ni cómo podré hacerlo. Paso a la clandestinidad: voy a cambiar de nombre y tengo que asumir una nueva identidad, de manera que no me será fácil ponerme en contacto con vosotros con regularidad; lo haré cuando pueda, cuando no corra riesgos, ni tampoco os lo haga correr a vosotros.

Su madre comenzó a llorar mientras su padre, de pie, paseaba por la estancia, rumiando las palabras de su hijo.

– He hablado con los padres de Georg y los de Heinrich, los de Franz están en Ginebra -le dijo.

– Lo sé, Georg lo preparó todo meticulosamente. Aquí estaréis bien, hay muchos alemanes, muchos amigos que saben como nosotros que el Reich está acabado. Si yo fuera tú, padre, empezaría a pensar en montar algún negocio, algo que te permita arraigarte en Suiza y mantenerte ocupado. Y haría algo más, empezaría a decir en voz alta que estás decepcionado con Hitler, que ha llevado a Alemania a la ruina, que te sientes engañado.

– ¡Pero eso sería una infamia!

– Eso sería aceptar la realidad. Dentro de unos meses Hitler será un apestado, los aliados le juzgarán y le ahorcarán. Buscarán a todos los que han colaborado con él para hacer lo mismo, de manera que estás a tiempo de marcar distancias.

– Pensé que en las SS te habían inculcado el sentido del honor -se quejó su padre.

– En las SS me han enseñado sobre todo a sobrevivir, y eso es lo que voy a hacer.

– ¿Qué harás en El Cairo, hijo? -le preguntó suavemente su madre.

– Casarme en cuanto pueda.

– ¡Dios mío! ¡Pero, hijo, no hace cuatro días que te has quedado viudo!

– Lo sé, madre, lo sé. Pero de nada sirve guardar luto. Tengo que dejar de ser Alfred Tannenberg, tengo que empezar una nueva vida, y para eso necesito que alguien me facilite vivir acorde a mi nueva identidad.

– ¿Dejarás de llamarte Tannenberg? ¿Te avergüenzas de tu apellido? -preguntó rojo de ira su padre.

– No, no me avergüenzo de ser un Tannenberg, pero no quiero que me fusilen por serlo, de manera que hasta que no sepamos qué sucede cuando caiga el Reich, lo mejor es pasar inadvertido, y difícilmente puede pasar inadvertido un oficial de las SS.

– Hijo -insistió su madre-, dinos qué harás en El Cairo, qué necesitas, pídenos lo que sea…

– Necesito dinero, francos suizos, dólares, lo que puedas darme, padre. En cuanto a lo que voy a hacer… bien, hemos llegado a un acuerdo Heinrich, Georg, Franz y yo; en cuanto sea posible pondremos en marcha una empresa de importación y exportación, a ser posible de antigüedades. Pero eso será más adelante, lo primero es llegar a El Cairo, buscar al contacto que me indicó Georg, y fundirme con el paisaje hasta el final de la guerra. No sé a ciencia cierta qué pasos daré, tendré que improvisar, pero ten por seguro que la mejor manera de ser otro es encontrar una familia que me acoja y me proteja, por eso, en cuanto pueda, me casaré.

Aquella noche cenó con sus padres y sus hermanas, así como con los padres de Heinrich y de Georg. Éstos mostraron la misma preocupación que sus padres por la decisión adoptada por sus hijos, aunque en el caso de los padres de Georg les producía cierto alivio saber que su hijo estaba con su tío rumbo a Estados Unidos.

Todos se resistían a convertirse en exiliados y hablaban de regresar en cuanto acabara la guerra; decían estar convencidos de que al final los aliados no juzgarían a los civiles, porque de hacerlo tendrían que sentar en el banquillo a buena parte de Alemania.

– Ya veréis cómo los futuros jefes de Alemania serán algunos de los delincuentes políticos que hoy están prisioneros en los campos, salvo que alguien tenga el acierto de matarles antes -comentaba Alfred.

Dos días después, Alfred Tannenberg se despedía de sus padres. En su fuero interno sabía que era para siempre. No podría dar un paso atrás y mucho menos regresar a Alemania, de manera que fuera cual fuese el destino de sus padres, allí se separaban sus caminos de manera irremediable.

Cuando su avión aterrizó en El Cairo sintió un nudo en el estómago. En ese momento comenzaba el resto de su vida y no alcanzaba a ver más que incertidumbre. Había viajado con su pasaporte auténtico, tal y como le había recomendado Georg; los papeles falsos debía utilizarlos cuando su instinto le dijera que había llegado el momento, es decir, cuando fuera oficial que Alemania había perdido la guerra, lo que sería en cuestión de semanas o acaso días.

Un taxi le llevó a un hotel discreto cercano a la embajaba norteamericana. Sonrió para sus adentros pensando en la cercanía de sus enemigos, que nunca sospecharían que un oficial de las SS se alojaría tan cerca de ellos.

El hotel olía a rancio y sus huéspedes eran mayormente europeos: refugiados, espías, diplomáticos, aventureros. Entregó su pasaporte al recepcionista.

– Veamos, señor Tannenberg, sólo me queda una habitación doble, si la quiere tendrá que pagar como si la fueran a ocupar dos personas -le dijo el hombre de la recepción, sabiendo de antemano que aquel alemán alto y de mirada de acero no se negaría a pagar el doble.

Alfred Tannenberg asintió, consciente de que ésas eran las reglas del juego y que de nada le serviría protestar y mucho menos llamar ladrón a aquel hombrecillo risueño.

– Me parece bien, además espero a otra persona -dijo tirándose un farol.

– ¿Ah, sí? ¿Y cuándo llegará esa persona? -quiso saber el recepcionista

– Ya se lo diré -respondió Tannenberg con tono indiferente.

La habitación no era demasiado espaciosa, pero desde la ventana se divisaba el Nilo. Una cama grande, la mesilla con una lámpara, un sofá que podía hacer a su vez de cama, una mesa y dos sillas, además de un armario, eran todo el mobiliario. Una puerta daba a un pequeño baño. Tannenberg se dijo que aquél sería su hogar provisional hasta que encontrara al agente de Georg, un oficial de las SS, también encargado de encontrar escondrijos a otros camaradas que, sabedores de la situación en Alemania, habían buscado las excusas pertinentes para huir a tiempo.

En realidad, todos habían salido de Berlín con las bendiciones de sus jefes. Georg supuestamente para supervisar a los agentes en el extranjero, Franz para incorporarse a los efectivos de las SS en América del Sur, Heinrich para formar parte de la representación diplomática de Alemania en Portugal y él para trabajar con el grupo de agentes destacados en El Cairo. Todos tenían una cobertura oficial y además papeles falsos para en cualquier momento asumir su nueva identidad.

Decidió ser prudente, de manera que una vez que estudió el mapa de El Cairo, salió a buscar el lugar donde, según Georg, encontraría a su contacto. Caminó durante una hora, comprobando que El Cairo era una ciudad repleta de europeos. Le llamó la atención la circulación caótica: los taxis cruzaban las calles sin mirar ni a derecha ni a izquierda, los automovilistas parecían tener el dedo pegado al claxon y los peatones sorteaban los peligros del tráfico con indiferencia.

Sonrió satisfecho al ver el letrero del restaurante: «Restaurante Kababgy».

Empujó la puerta y entró. Un camarero perfectamente uniformado se acercó solícito hablándole en inglés.

Alfred Tannenberg hablaba el inglés con soltura, pero le sorprendió que también lo hiciera aquel camarero cairota; éste confundió la perplejidad del nuevo cliente con desconocimiento de la lengua y le preguntó en qué idioma hablaba.

– ¿Francés, alemán, italiano, español…?

– Alemán -acertó a decir Tannenberg.

– ¡Ah, sea bienvenido! ¿Tiene reserva?

– No, no me ha dado tiempo, acabo de llegar y… bueno; un amigo me dijo que éste era uno de los mejores restaurantes de la ciudad.

– Gracias, señor, y… ¿puede decirme quién es su amigo?

– Bueno, es posible que usted no conozca el nombre, es… es alemán como yo…

– Entre nuestros clientes tenemos a muchos europeos como usted… Pero pase, le buscaré una mesa.

El comedor estaba a rebosar y sólo quedaba libre una pequeña mesa situada en un discreto rincón, que fue a la que le condujo el camarero.

Cenó con apetito, observando a los otros comensales del restaurante; desde luego la clientela era variopinta. Cuando regresó al hotel se dijo que al día siguiente saldría a buscar a su contacto. Georg le había dado una dirección cercana a Jan el Jalili, el lugar donde los viejos artesanos cairotas elaboran y guardan sus tesoros.

Se despertó poco antes del amanecer y se sintió lleno de vida. Estaba deseando seguir descubriendo la ciudad, ir a las pirámides, incluso viajar hasta Alejandría, pero se dijo que esas excursiones tendrían que esperar.

Jan el Jalili resultó ser una ciudad dentro de la ciudad, las calles estrechas, repletas de recovecos, se le antojaban iguales y el olor denso a especias le producía un agradable cosquilleo en el estómago. Anduvo largo rato incapaz de encontrar la dirección que buscaba, hasta decidirse a preguntar a un hombre que, sentado ante la puerta de su pequeña tienda, fumaba un largo cigarrillo aromático. El hombre le explicó amablemente por dónde tenía que ir y al despedirse le indicó que no se perdería porque todo el mundo conocía en El Cairo la tienda de Yasir Mubak.

El edificio de tres plantas parecía más cuidado que el resto de las casas de la zona. Un letrero explicaba que allí estaba la sede de un negocio de importación y exportación, además de una tienda donde prometían antigüedades auténticas.

Cuando empujó la puerta, le sorprendió verse en una tienda abigarrada de objetos. No había un centímetro donde no hubiese algo, aunque una rápida mirada le bastó para saber que aquellas antigüedades eran en realidad baratijas e imitaciones. Un joven de aspecto pulcro se acercó a él.

– ¿En qué puedo ayudarle?

– Busco al señor Mubak.

– ¿Le espera?

– No, en realidad no sabe que llegaba hoy, pero dígale que vengo de parte de herr Wolter.

El joven le miró de arriba abajo y titubeó, pero luego le señaló una silla para que aguardara, mientras él se perdía por una escalera que conducía a los pisos superiores.

Tannenberg estuvo esperando más de un cuarto de hora sabiéndose observado, antes de que Yasir Mubak bajara la escalera y se acercara sonriente a él.

– Pase, pase, los amigos de herr Wolter son siempre bienvenidos. ¿Quiere subir a mi despacho?

Siguió al hombre por las escaleras hasta el primer piso donde una puerta les condujo a una estancia amplia, decorada a la occidental, y otra puerta daba al despacho del señor Mubak. No sabía de dónde venían, pero escuchaba el susurro de voces y máquinas de escribir, lo que evidenciaba que en aquel lugar había más gente trabajando.

– Bien, señor… ¿Me ha dicho su nombre?

– No, no se lo he dicho. Soy Alfred Tannenberg y tengo cierta urgencia en encontrarme con el señor Wolter.

– Desde luego, desde luego… Verá, yo enviaré recado al señor Wolter de que usted le quiere ver y él se pondrá en contacto con usted. ¿Quiere que le dé alguna nota o le transmita algo especial?

Tannenberg sacó un sobre lacrado y se lo entregó a Yasir Mubak.

– Déselo de mi parte a herr Wolter, y dígale que estoy en el hotel Nacional.

– Lo haré, lo haré, ¿en qué otra cosa puedo servirle?

Iba a responder cuando la puerta del despacho se abrió y entró una mujer morena, con cierto parecido a Yasir Mubak y vestida como él a la occidental. La mujer llevaba un sobrio traje de chaqueta gris con una blusa blanca, zapatos negros de tacón y el pelo recogido en un moño.

– ¡Lo siento! Pensé que estabas solo…

– Pasa, pasa… Alia, te presento al señor Tannenberg. Es mi hermana, además de una gran ayuda en el negocio.

Alfred Tannenberg se puso en pie y chocó los talones inclinando la cabeza. No se atrevía a darle la mano, porque aunque la mujer parecía estar occidentalizada, lo mismo consideraba una ofensa que un hombre la tocara.

– Señora…

– Encantada, señor Tannenberg -le respondió Alia en un aceptable alemán.

– ¡Habla usted mi idioma!

– Sí, viví unos años en Hamburgo acompañando a mi hermana menor, casada con un hombre de negocios de su país.

– Mi cuñado es fabricante de ropa y nos compraba algodón, conoció a mi hermana y… bueno, se enamoraron, se casaron y han vivido felizmente en Hamburgo hasta hace un par de años. La guerra les ha obligado a dejar Alemania y ahora están aquí -explicó Yasir.

– Y yo he vivido largas temporadas en Hamburgo ayudando a mi hermana con sus cuatro traviesos hijos -explicó a su vez Alia.

Yasir Mubak invitó a Tannenberg a tomar el té y éste aceptó, sin dejar de observar a Alia. La mujer no era ni guapa ni fea, ni alta ni baja, pero tenía un atractivo especial, desde luego ejercía sobre él cierto magnetismo. Durante la hora que estuvo en las oficinas de Mubak, no dejó de observar de reojo a Alia. Tannenberg calculó que la mujer tendría alrededor de treinta años y parecía muy saludable. Fue en ese momento cuando tomó la decisión. Se casaría con Alia Mubak, si es que el agente de las SS le confirmaba que aquella era una familia de fiar, aunque debía de serlo puesto que las oficinas de Mubak eran el punto de encuentro entre los agentes de las SS que llegaban de Alemania.

Esa misma noche recibió la visita de herr Wolter, en realidad el comandante de las SS Helmut Wolter.

Tenían más o menos la misma edad y parecían hermanos gemelos. Wolter era rubio, con los ojos de azul acero y la piel blanca, ahora tostada por el sol. Alto, de complexión atlética, era el modelo de oficial que a Himmler le gustaba tener en las SS.

El comandante Wolter le puso al tanto de la situación en Egipto. Como el resto de los países de la zona, los egipcios simpatizaban con la causa de Hitler, y su odio a los judíos era proporcional al de los alemanes. Allí estaban seguros, no tenían nada que temer, y en esos años él y otros agentes habían establecido una tupida organización. Ahora que la guerra parecía perdida, la dedicarían a proteger a los suyos en espera de que la situación volviera a cambiar en Alemania. Las SS, le dijo, no se rendirían jamás.

Más allá del discurso patriótico, que Alfred supuso que Wolter se veía obligado a hacer, sintió simpatía por aquel agente que llevaba ya cinco largos años en El Cairo y que había viajado por Oriente estudiando el terreno, y repartiendo dinero para comprar voluntades.

– ¿Yasir Mubak es de fiar? -preguntó Alfred.

– Sí, desde luego que sí. Es cuñado de un empresario alemán, nazi como nosotros, que ha hecho grandes servicios al Reich. Yasir y el resto de la familia simpatizan con nuestra causa y nos han prestado su ayuda de manera incondicional. Podemos confiar en Yasir como en nosotros mismos -le aseguró el comandante Wolter.

– ¿Trabaja para nosotros?

– Colabora con nosotros, nos da mucha y buena información. Yasir tiene su propia red de agentes repartidos por todo Oriente Próximo. Es un comerciante y asegura que un comerciante tiene que estar bien informado. Su colaboración es gratuita, jamás ha aceptado dinero.

– No me gustan los hombres que no cobran por su trabajo -dijo Tannenberg.

– Es que él no trabaja para nosotros, trabaja con nosotros, ésa es la diferencia, capitán.

– ¿Y su familia?

– Yasir está casado, tiene cinco o seis hijos, varias hermanas y hermanos, unos padres ya ancianos y un sinfín de tíos, primos y demás parientes. Si le cae bien algún día le invitará a que entre en su santuario familiar, le aseguro que es toda una experiencia.

– He conocido a su hermana Alia.

– ¡Ah, sí, Alia! Es una mujer peculiar, la solterona de la familia, ayuda a Yasir en el negocio puesto que habla inglés y alemán. Lo aprendió en Hamburgo, estuvo allí haciendo de tía solterona con los cuatro hijos de su hermana.

– ¿Solterona?

– Tiene treinta años y en Egipto si una mujer llega a esa edad sin casarse difícilmente encontrará marido, salvo que su familia le dé una dote extraordinaria. Pero ella no parece preocupada por quedarse soltera; además, aquí la encuentran un poco rara, no se quiere vestir como las demás mujeres, y no es bien vista por eso, aunque nadie se atreve a decir nada porque Yasir es un hombre bien relacionado con los jerarcas del Gobierno.

Alfred Tannenberg escuchó con atención la información que le daba el comandante Wolter sobre la familia Mubak; luego los dos hombres hablaron del futuro inmediato y del papel que el propio Alfred podía desempeñar en el servicio secreto de las SS en Egipto.

Los días posteriores, el capitán Tannenberg fue tejiendo su propio plan de acción. Las noticias que llegaban de Alemania eran contundentes, los aliados estaban cada vez más cerca de ganar la guerra y entre la comunidad internacional que en esos días abarrotaba los mejores hoteles de El Cairo tampoco había dudas: con la derrota de Alemania comenzaba una era nueva.

Una tarde en que Tannenberg visitó a Yasir en el edificio de Jan el Jalili, le hizo abiertamente dos propuestas.

– Yasir, amigo mío, discúlpeme si le ofende lo que voy a decirle, pero me gustaría tener su permiso para cortejar a Alia. Mis intenciones son claras como el agua: si ella quiere y su familia nos da su bendición, para mí sería un honor que se convirtiera en mi esposa.

Yasir se quedó mirándole asombrado. No podía entender que aquel hombre bien parecido, que además disponía de fortuna personal, se hubiera fijado en su querida hermana. Alia no era atractiva, pensó, ni destacaba por nada salvo por su conocimiento del inglés y del alemán, además de haber aprendido a escribir a máquina. Él dudaba que fuera a ser una buena esposa y en la familia ya se habían resignado a que Alia se quedara soltera, y, de repente aquel alemán le pedía permiso para cortejarla, ¿por qué?, se preguntó.

– No haré nada sin tu consentimiento -le dijo Tannenberg, al ver aflorar la duda en la mirada de su nuevo amigo.

– Hablaré con mi padre, es él quien tiene que darle permiso. Si mi padre quiere considerar su propuesta, se lo haré saber.

Pero a Yasir aún le quedaba otra sorpresa.

– Bien, amigo mío, ahora me gustaría que habláramos de negocios. Quiero poner en marcha una empresa… una empresa de antigüedades, y también quiero financiar excavaciones arqueológicas, ya sabe que soy arqueólogo, bueno, lo era antes de la guerra.

En el tiempo que llevaba en El Cairo Tannenberg había sopesado qué tipo de hombre era Yasir Mubak, llegando a la conclusión de que al comerciante lo único que le importaba era ganar dinero, cuanto más mejor. Con la ayuda de Yasir podría llevar a cabo algunas de sus ideas, en realidad podría cumplir con el objetivo compartido con sus camaradas, con Georg, Franz y Heinrich: saquear los tesoros arqueológicos de Oriente y ponerlos a la venta, y estaba seguro de haber encontrado en Yasir al socio adecuado para la empresa.

Después de cinco horas, durante las cuales Yasir exigió que nadie le molestase, llegaron a un acuerdo para formar una compañía dedicada a las antigüedades. Yasir continuaría con sus negocios y sería socio de Tannenberg en el que el capitán quería poner en marcha. Los contactos del uno junto a las ideas del otro podían hacerles aún más ricos de lo que eran; además, tenían algo en común: carecían de escrúpulos.

La respuesta del padre de Alia y Yasir le llegó una semana después a través de una nota enviada por el anciano, en la que le invitaba a almorzar el siguiente viernes con su familia.

Alfred Tannenberg sonrió satisfecho. Las cosas no podían irle mejor: acababa de poner un negocio en marcha y además iba a casarse. La boda con Alia tenía muchas ventajas, entre otras que él pasaría a formar parte del clan Mubak y eso le supondría estar bajo la protección de una de las familias principales de Egipto, e iba a necesitar protección ahora que la guerra estaba en su fase final. Asimismo, ser socio de Yasir le abriría las puertas en todo Oriente, donde podrían desconfiar de un extranjero, pero no de un miembro de la respetada familia Mubak.

La ventaja de vivir una época extraordinaria como la de la guerra le permitió convencer al padre de Alia para no retrasar demasiado la boda, pero aun así tuvo que aceptar dejar pasar unos meses.

El día en que el comandante Wolter le telefoneó para informarle del suicidio de Hitler se sorprendió a sí mismo pensando que tanto le daba, y que su única preocupación era la situación que debían afrontar los SS que estaban en Egipto y en otros lugares de Oriente. Pero el comandante Wolter le recordó que pondrían en marcha los planes previstos y pasarían a la clandestinidad; tenían documentación falsa y dinero para ello. La guerra había llegado a su fin y los aliados se habían encontrado con que el infierno existía en la tierra, y no era otro que los campos de concentración sembrados por Alemania, Austria, Polonia… por todos aquellos países en los que Hitler había puesto la bota.

– Sin los malditos norteamericanos no nos habrían vencido -se quejó el comandante Wolter.

– Empezamos a perder la guerra en Rusia, Hitler se equivocó, calibró mal a Stalin -le respondió Alfred.

– Me pregunto por qué Norteamérica no ha entendido a Hitler -insistió Wolter.

Alfred Tannenberg sopesó con Yasir y con Wolter si debía o no adoptar una nueva identidad. El comandante Wolter le instó a que lo hiciera; Yasir por su parte dijo que nadie le iría a buscar a Egipto, y que a su padre no le gustaría que una de sus hijas se casara con un hombre con identidad falsa. El argumento decidió a Alfred a seguir llamándose Tannenberg. Sabía que corría riesgos, pero coincidía con Yasir en que en Egipto podría sobrevivir con su propia identidad.

Un año después de acabada la guerra, Alfred Tannenberg ya se había casado con Alia Mubak y, lo que era mejor, los negocios empezaban a irle mejor de lo que esperaba. Había logrado ponerse en contacto con Georg que, bajo la protección de su tío, comenzaba a tejer su nueva vida en Estados Unidos. Heinrich estaba en Madrid disfrutando de su nueva identidad, bajo el manto protector del régimen de Franco, y Franz se mostraba exultante en Brasil, donde la red de las SS había demostrado ser harto eficaz para proteger a los suyos. Claro que aún debería pasar un tiempo antes de que el negocio del robo de antigüedades, tal y como lo habían concebido, empezara a funcionar, pero Tannenberg estaba haciendo lo que creía necesario, que consistía en empezar a buscar los objetos que pondrían en el mercado cuando llegara el momento oportuno.

Yasir le presentó a las personas adecuadas, ladrones de tumbas que conocían el Valle de los Reyes como la palma de la mano. Pero fue él, el propio Tannenberg, quien aplicando sus conocimientos de historia antigua hizo un plan detallado para financiar excavaciones en Siria, Jordania, Irak… sobre todo puso especial empeño en dirigir personalmente un equipo que se puso a trabajar en Jaran.

Soñaba con encontrar las tablillas de Abraham, las tablillas escritas por aquel Shamas que relataban las historias contadas por Abraham.

Tannenberg contagió a Alia de su pasión por las tablillas bíblicas y convenció a Yasir de la importancia de la empresa.

Aquellas tablillas eran su obsesión, el motor principal de su vida; estaba convencido de que el día que las reuniera todas, ese día, entraría por la puerta grande en la historia y a nadie le importaría lo que hubiese sido. No es que se arrepintiera de nada de lo hecho en Mauthausen, todo lo contrario, pero era consciente de que las potencias aliadas querían ver juzgados a todos aquellos que habían trabajado en los campos. A él le buscarían, pero pronto se dio cuenta de que no con el suficiente empeño y, como decía Yasir, nadie iría a buscarle a Egipto.

En Egipto, más tarde en Siria y en Irak, encontró un refugio seguro al igual que muchos de sus camaradas. Del juicio de Nuremberg fue sabiendo mientras excavaba de nuevo en Jaran soñando en encontrar las tablillas sobre la Creación del mundo. Allí en Jaran Alia concibió a su hijo Helmut, mientras su rastro se perdía entre las arenas de los desiertos de Oriente Próximo.