38585.fb2
El hombre dormitaba con los ojos cerrados en la quietud de su despacho. Acababa de terminar una larga reunión y había decidido descansar unos minutos, de manera que había dicho a su secretario que no le pasara llamadas ni le molestaran hasta que él no le avisara.
El pitido del intercomunicador le sacó de su ensimismamiento. Abrió los ojos irritado. Despediría a todo el personal de su secretaría por haber osado molestarle. No soportaba que no se cumplieran a rajatabla sus órdenes. De nuevo se oyó el pitido y la voz temerosa de su secretario quebró el silencio.
– Señor Wagner, es urgente…
Se levantó del sofá y se sentó detrás de su mesa. Apretó el botón que le comunicaba con su secretaría.
Rugió más que preguntó que por qué le molestaban.
– Es el señor Brown, señor, el presidente de la fundación Mundo Antiguo; dice que es muy urgente, que tiene que decirle algo que no puede esperar.
George Wagner descolgó el teléfono dispuesto a mandar al infierno al hombre al que había manejado como una marioneta durante los últimos cuarenta años.
– Habla -le dijo a Robert Brown.
– ¡No sabes lo que ha pasado! ¡La han encontrado! ¡Existe! -gritó Brown.
– Pero ¿qué dices? ¡Habla y no balbucees sandeces!
Robert Brown tragó saliva intentando tranquilizarse; mientras Ralph Barry, a su lado, se bebió un vaso de whisky de un solo trago.
– La Biblia de Barro… existe… la han encontrado. Ocho tablillas con el Génesis, firmadas por Shamas… -acertó a decir Robert Brown.
George Wagner apretó los brazos del sillón; procurando no dejar traslucir ninguna emoción.
– ¿De qué hablas? -insistió.
– Acabo de recibir una comunicación anunciando que ayer en Safran, en Irak, dejaron al descubierto otra estancia del templo. Al parecer se trataba de una habitación pequeña, como si fuera la de un escriba. Encontraron unas cuantas docenas de tablillas y no se percataron hasta hace unas horas de que entre ellas estaba la Biblia de Barro. Son ocho tablillas, tres de ellas en muy mal estado, habrá que reconstruirlas, pero no hay duda de que son parte de la Biblia de Barro -concluyó Robert Brown.
George Wagner se sintió conmocionado. Unos días antes Alfred Tannenberg había muerto asesinado, y ahora aparecía la Biblia de Barro… El destino se había querido burlar de su amigo negándole lo que más ansiaba en el mundo, en realidad lo que había sido la razón de su existencia.
– ¿Dónde están las tablillas? -preguntó.
– En Safran; bueno, puede que a esta hora ya estén en Bagdad. Iban a trasladar a Clara a Bagdad. Nuestro hombre está con ella, y en cuanto pueda se hará con las tablillas, aunque la situación es muy delicada.
– Quiero que se haga ya con las tablillas, en cuanto las tenga le sacaremos de allí. Llama a Paul Dukais, dile que es una prioridad, que debe de anteponer el conseguir las tablillas a cualquier otra cosa, incluido el resto de la operación.
– Pero… aún no he logrado hablar con nuestro hombre, han sido nuestros amigos los que me han enviado el mensaje -comentó Robert Brown.
– ¿No se habrán equivocado? -preguntó desconfiado George Wagner.
– No, no hay ninguna equivocación, te lo aseguro. La Biblia de Barro existe.
– ¿Qué sabemos de Ahmed Huseini?
– Tiene las mismas instrucciones que nuestro hombre, hacerse con las tablillas. No te preocupes, las conseguiremos -respondió Brown.
– Sí, sí me preocupo, aunque naturalmente que las conseguiremos o mandaré que os corten la cabeza.
Robert Brown se quedó unos segundos en silencio. Sabía que George Wagner no amenazaba en vano.
– Ahora mismo llamaré a Paul Dukais… -aseguró.
– Hazlo.
– ¿Y si ella…? Bueno, ¿y si Clara se resiste…?
– Clara es una mota de arena en nuestras vidas -fue la respuesta del Mentor.
El Coronel acababa de llegar a la Casa Amarilla y sentía la presencia de Alfred Tannenberg en aquel despacho que fuera de su amigo y en el que ahora se encontraba hablando con Clara.
Ahmed Huseini asistía nervioso a la entrevista, temiendo la reacción de su mujer.
– Mi querida niña, lo mejor es que me entregues las tablillas; yo las sacaré de Irak y haré que las depositen en un lugar seguro.
– Pero si me acabas de decir que mañana mismo debo estar fuera de Irak… ¿Por qué no las puedo llevar conmigo?
El militar estaba demasiado preocupado por la situación como, para en esa ocasión, hacer alarde de sus dotes diplomáticas.
– Clara, tu abuelo tenía unos socios, y ya sabes lo que va a pasar en cuanto empiece la guerra… De manera que no seas tozuda y facilítanos nuestro trabajo.
– Estas tablillas no tienen nada que ver con los negocios de mi abuelo. Son mías, de nadie más.
– Los socios de tu abuelo no piensan lo mismo. Entrégalas y recibirás tu parte cuando llegue el momento.
– No, no están en venta, no lo estarán jamás -respondió Clara con un tono de voz lleno de desafío.
– ¡Por favor, no hagas las cosas difíciles! -le suplicó Ahmed.
– No, no las hago difíciles, simplemente me niego a que me robéis. Mi abuelo me explicó detalladamente en qué consistían sus negocios, y me aseguró que estas tablillas, la Biblia de Barro, eran mías, de manera que no son parte del negocio.
El Coronel se puso en pie y se acercó a Clara. Ésta leyó en los ojos del hombre que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por hacerse con las tablillas. El miedo le recorrió la espina dorsal. Miró a Ahmed, pero en los ojos de su marido sólo había angustia y resignación. ¿Dónde estaba el hombre del que se había enamorado? Supo que tenía que ganar tiempo, o de lo contrario podía perderlo todo, incluso la vida.
– Si se las doy, ¿me promete que no harán nada hasta que yo pueda hablar con los socios de mi abuelo? -preguntó cambiando el registro de voz.
– Desde luego, desde luego… Los socios de tu abuelo son caballeros razonables. No quieren perjudicarte. Es una buena idea que discutas esto con ellos. Pero ahora no me hagas perder más tiempo. Sabes que sólo faltan dos días para que nos ataquen, y debemos salir de aquí, tanto tú como nosotros. A mí me es más difícil escapar, aunque lo haré. De manera que no me retrases.
– Bueno, le daré las tablillas mañana…
– No, mañana no, ahora; las quiero ahora, Clara.
Clara comprendió que no podía hacer otra cosa que entregárselas, puesto que el Coronel no se iría sin ellas.
– De acuerdo -respondió con tono cansino-, espéreme aquí.
Salió del despacho y subió de dos en dos las escaleras hacia su habitación. Fátima aún estaba deshaciendo el equipaje.
– ¡Ve a tu cuarto y súbeme ropa tuya, nos vamos! -le ordenó a su vieja criada.
– Pero ¿adónde? ¿Qué pasa? -preguntó la mujer alarmada.
– Quieren quitarme la Biblia de Barro. Debemos huir ahora mismo. No puedo pedirte que me acompañes, porque si me cogen nos matarán… pero al menos date prisa y tráeme tu ropa.
– ¿Y Gian Maria y el otro hombre, Ante Plaskic? Les he llevado a las habitaciones de invitados… Ellos te pueden ayudar…, les avisaré…
– ¡No! ¡Haz lo que te he dicho! ¡Rápido!
Clara sacó una bolsa y la llenó de ropa cogida al azar; también metió el saquito en el que guardaba las tablillas. Temía que terminaran hechas pedazos, pero correría el riesgo; todo menos entregárselas al Coronel. Si lo hacía, no las volvería a ver jamás.
Fátima llegó presurosa con las prendas que Clara le había pedido. En un minuto Clara se colocó encima de la ropa que llevaba una túnica negra, además de cubrirse la cabeza con un velo negro que casi le arrastraba hasta los pies.
– ¿Vienes? -le preguntó a Fátima.
– Sí, no te dejaré -respondió la atemorizada mujer.
Ayed Sahadi estaba en el descansillo de las escaleras, a la espera de ver aparecer a las dos mujeres. El Coronel le había ordenado que vigilara la escalera y él se había apostado en el descansillo, desde donde podía ver la puerta del cuarto de Clara.
Fátima reprimió un grito de miedo al ver al hombre del Coronel recostado en la pared y fumando uno de sus inconfundibles cigarros egipcios.
Clara clavó los ojos en los de Ayed Sahadi midiéndole, sopesando su posible reacción.
– ¿Qué hace aquí? -le preguntó con un destello de ira.
– El Coronel me ha enviado -respondió él encogiéndose de hombros.
– El Coronel desconfía de mí -afirmó Clara.
– ¿Cree que tiene motivos? -le preguntó con tono de burla el hombre que durante los últimos meses había sido su sombra.
– Quiere la Biblia de Barro -respondió Clara.
– La quieren los socios de su abuelo, es parte del negocio -respondió Ayed Sahadi.
– No, no lo es. Tú sabes mejor que nadie lo que hemos trabajado por conseguirlas; estas tablillas no son sólo un tesoro arqueológico, son el sueño de mi abuelo.
– No se meta en problemas: si no las entrega se las quitarán, de manera que actúe con inteligencia.
– ¿Cuánto quieres por ayudarme?
La propuesta de Clara le sorprendió. No esperaba que ella intentara sobornarle, puesto que sabía que traicionar al Coronel era tanto como firmar su sentencia de muerte.
– Mi vida no tiene precio-respondió muy serio.
– Hasta tu vida tiene un precio. Dime cuánto quieres por ayudarme a salir de aquí.
– ¿De esta casa?
– De Irak.
– Usted dispone de un pasaporte egipcio, puede irse cuando quiera; además, tiene el permiso del Coronel.
– De nada me sirve ese permiso si no le entrego las tablillas. ¿Doscientos cincuenta mil dólares son suficientes?
La codicia se reflejó en la sonrisa nerviosa de Ayed Sahadi. El hombre sentía correr por su sangre la tentación del dinero, aun sabiendo que aceptar era un acto de traición.
– De cualquier manera yo voy a ganar dinero, hace mucho tiempo que trabajo para el Coronel, y me sé las reglas del negocio.
– Entonces conoce las leyes de la oferta y la demanda. Yo necesito salir de Irak y usted puede ayudarme a salir. ¿Cuánto quiere? Fije la cantidad, se la pagaré.
– ¿Puede pagarme medio millón de dólares?
– Puedo pagarle medio millón de dólares en Egipto o en Suiza, en cualquier lugar fuera de Irak, aquí no tengo ese dinero.
– ¿Y cómo sé que me pagará?
– Porque si no lo hago usted me podría matar, o entregarme al Coronel, lo que vendría a ser lo mismo.
– También puedo entregarla ahora.
– Pues hágalo o acepte mi oferta, pero ya no hay tiempo que perder.
No le dio tiempo a responder. El ruido de la puerta al abrirse le distrajo tanto como a Clara. Gian Maria acababa de salir de la habitación de invitados y les observaba expectante.
– Pero ¿qué pasa? -preguntó sin entender por qué Clara vestía el ropaje de las shiíes lo mismo que Fátima.
– Es muy fácil de entender: el Coronel quiere la Biblia de Barro y yo no se la quiero dar, así que le estoy proponiendo a Ayed Sahadi que me ayude a escapar.
Gian Maria les miró asombrado, sin terminar de entender el alcance de las palabras de Clara.
Se quedaron en silencio durante unos segundos cruzando las miradas, hasta que Ayed Sahadi esbozó una mueca y con una seña les indicó que se metieran en el cuarto de Gian Maria. Una vez allí paseó nervioso por la habitación mientras meditaba la manera de conseguir el medio millón de dólares que le ofrecía Clara sin jugarse la vida. Llegó a la conclusión de que aquélla era una apuesta de casino: o todo o nada; si ayudaba a Clara podía perder la vida o ganar más dinero del que había soñado nunca.
– Si nos encuentra nos matará -murmuró Ayed Sahadi.
– Sí, lo hará -respondió Clara.
– Usted conoce esta casa mejor que yo, y sabe que hay soldados vigilándola.
– Puedo salir como si fuera Fátima, nadie se fijará en mí.
– Hágalo: vaya a la cocina, coja un cesto y salga por la puerta de atrás como si fuera a comprar. Fátima debe quedarse en su habitación y usted, Gian Maria, en la suya.
– Pero ¿adónde irá Clara? -preguntó Gian Maria aterrado.
– Creo que el único lugar donde puede estar segura, al menos durante unas horas, es en el hotel Palestina -respondió Ayed Sahadi.
– ¡Está loco! El hotel está lleno de periodistas y muchos conocen a Clara -dijo Gian Maria, cada vez más asustado.
– Por eso debe buscar a alguien en quien crea que puede confiar, quizá aquella periodista, la que hizo tan buenas migas con el profesor Picot. Pídale que la oculte hasta que yo pueda ir a buscarla. Pero no salga de su habitación.
– ¿Cree que puedo confiar en ella? -le preguntó Clara.
– Creo que a ella le gusta el profesor Picot y a él no le gustaría saber que a usted le ha pasado algo porque no la han ayudado; eso se interpondría entre los dos. De manera que aunque usted no le caiga demasiado simpática a la periodista, la ayudará.
– ¡Vaya, es usted psicólogo! -respondió con acidez Clara.
– No perdamos el tiempo, váyase. Ocúltese la cara. Fátima le ayudará a colocarse el velo como lo llevan las mujeres shiíes. Y deje esa bolsa tan grande que lleva en la mano. Tendrá que ocultar las tablillas en otra parte. Busque algo más pequeño…
– Es que no caben… -protestó Clara.
– Tenemos un carro de la compra -recordó Fátima-; a lo mejor caben ahí.
– ¡Buena idea! -exclamó Clara.
– Yo te acompañaré -afirmó Gian Maria.
– ¡Ni se le ocurra! ¿Quiere que nos maten a todos? Márchese, Clara. Ustedes, hagan lo que les he dicho. Dentro de un rato esto será un infierno. El Coronel querrá interrogarles, y la peor parte se la va a llevar usted, Fátima…
– ¡Ella viene conmigo! -afirmó Clara.
– No, no puede ir. Sólo tenemos una oportunidad, no la desaproveche. Ahora todo depende de Fátima. El Coronel ordenará que la torturen, seguro de que ella sabrá dónde ha podido usted escapar. Si ella habla estaremos todos muertos…, salvo que…
– ¿Salvo qué? -preguntó Gian Maria.
– Que les hagamos creer que, o bien Clara se ha ido sin decirle nada, o que alguien la ha raptado a ella y se ha llevado también las tablillas… -dijo Ayed Sahadi pensando en voz alta.
– Pero los soldados dirán que han visto salir a una mujer, a la que creerán que es Fátima, de manera que lo del secuestro no se sostiene -comentó Clara desanimada.
– Bien, entonces juguémonos el todo por el todo. Intenten salir las dos, si los soldados no las detienen… diríjanse al hotel Palestina, allí las encontraré. Y usted, Gian Maria, enciérrese en su cuarto, hágase el dormido. ¿Dónde está el croata? -quiso saber Ayed Sahadi.
– En un cuarto que hay en la planta baja, cerca de la puerta que da al garaje -le informó Fátima.
– Mejor así. Esperemos que no se dé cuenta de nada.
Las dos mujeres se deslizaron sigilosamente hacia la cocina. Procuraban no hacer ruido y apenas se atrevían a respirar. Gian Maria, lleno de angustia, se refugió en su habitación, se puso de rodillas y comenzó a rezar pidiéndole a Dios que les ayudara. Sólo Dios podía salvarles, bien lo sabía él.
Clara vació el contenido de la bolsa en el carro de la compra, colocando lo mejor que pudo las tablillas para evitar que sufrieran ningún daño. Después abrazó a Fátima y al hacerlo sintió que la quería como a la madre que apenas había tenido tiempo de conocer.
Abrieron la puerta de la cocina que daba al jardín trasero y salieron con paso decidido y tranquilo hacia la cancela que daba a la puerta exterior. Nadie pareció reparar en ellas. Cuando salieron a la calle, Clara murmuró a Fátima que no apresurara el paso y que continuara tranquila, sin más prisa que la habitual. Caminaron en silencio, dejando atrás la Casa Amarilla.
Ayed Sahadi estaba encendiendo otro cigarrillo cuando Ahmed Huseini apareció al pie de la escalera preguntándole nervioso por Clara.
– No me he movido de aquí, de manera que estará en su cuarto -respondió Sahadi aspirando el humo del tabaco.
Ahmed Huseini subió la escalera con paso rápido, se acercó a la puerta del cuarto que también había sido suyo y llamó con los nudillos haciéndose anunciar. No hubo respuesta.
– ¡Clara, ábreme!
Se volvió hacia donde estaba apoyado Ayed Sahadi y de nuevo le preguntó por Clara.
– Ya le he dicho que no me he movido de aquí desde que el Coronel me envió. Desde luego no la he visto salir, de manera que tiene que estar ahí.
Ahmed Huseini abrió la puerta y entró en la habitación. Fátima había puesto flores en un jarrón colocado sobre la cómoda; el olor de las flores junto con el del perfume de Clara impregnaban la estancia, provocándole una oleada de nostalgia.
– Clara… -susurró esperando que apareciera su mujer de entre las sombras que empezaban a apagar la tarde, aunque era evidente que no estaba allí.
Salió del cuarto y con gesto contrito volvió a preguntar a Ayed Sahadi.
– Pero ¿dónde está mi mujer?
– ¿No está en la habitación? -Ayed Sahadi procuró imprimir un tono de alarma a su voz.
– No, no está, ha tenido que verla salir…
– No, no, no ha salido, se lo aseguro, aquí no se ha movido ni el aire desde que el Coronel me envió a vigilar. Tiene que estar ahí…
– ¡No! ¡No está! -gritó Ahmed.
Ayed Sahadi se dirigió a la habitación y abrió la puerta. Entró como si realmente creyera que iba a encontrar a Clara.
– ¡Tenemos que avisar al Coronel! -dijo Ahmed Huseini.
– Espere…, puede estar en algún otro lugar de la casa-respondió Ayed Sahadi.
Cada uno buscó por una parte de la casa, sin dar con ella ni con Fátima. Dos de las criadas dijeron que creían haber visto salir a Fátima con alguien, pensaron que con alguna de sus primas, puesto que iba vestida con la misma vestimenta que llevan las shiíes.
Cuando entraron en la sala de estar el Coronel hablaba por el teléfono móvil y por el tono no era difícil saber que discutía con alguien.
Al ver a los dos hombres solos, al Coronel no le costó imaginar que Clara había desaparecido.
– ¿Dónde está? -les preguntó con un tono de voz frío como el hielo.
– No está en su cuarto -respondió Ahmed.
El Coronel preguntó directamente a Ayed Sahadi, y esta vez en su tono afloraba la desconfianza.
– ¿Dónde está?
– No lo sé. Me situé en el descansillo de la escalera, y allí he estado hasta que ha venido Ahmed. Por tanto, se ha tenido que ir antes de que usted me enviara. Yo no me he movido de allí.
– La hemos buscado por toda la casa -dijo Ahmed, temiendo la reacción del Coronel.
– ¡Hemos sido unos estúpidos! -gritó el Coronel-. ¡Es igual de astuta que su abuelo y nos ha burlado!
Salió de la sala gritando órdenes a los soldados que custodiaban la casa. Un minuto después las dos criadas eran interrogadas. Uno de los hombres del Coronel sacó de su cuarto a Gian Maria y casi a empujones le llevó hasta la sala, donde ya estaba Ante Plaskic respondiendo a las preguntas del Coronel.
– ¡Usted la ha ayudado a huir! -bramó el militar.
– Le aseguro que no lo he hecho -aseguró sin demostrar miedo el croata.
– ¡Sí, sí lo ha hecho y confesará! Y usted lo mismo -gritó el Coronel dirigiéndose a Gian Maria.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Gian Maria pidiendo a Dios que le perdonara por mentir.
– ¿Dónde está Clara Tannenberg? ¡Usted lo sabe! ¡Ella no daba un paso sin usted! ¡Dígame dónde está!
– Pero… pero… yo… yo no sé… Clara… Clara… -Gian Maria se sentía sobrecogido por la situación.
Uno de los soldados se acercó al Coronel y le susurró algo en voz baja. Las dos criadas no sabían nada. Habían visto salir a Fátima con otra mujer. Creyeron que se trataba de una de sus parientes. Llevaban el carro de la compra y no sospecharon nada.
– De manera que se ha vestido como las mujeres shiíes… Hay que buscar en las casas de los parientes de Fátima -ordenó el Coronel.
Gian Maria recibió unos cuantos golpes de uno de los hombres del militar. El sacerdote pensó que no soportaría el interrogatorio y una vez más se encomendó a Dios, pidiéndole que le diera fuerzas para no traicionar a Clara. No lo hizo, aunque perdió dos dientes y el oído le sangraba cuando el soldado terminó con él.
Ante Plaskic tampoco estaba en mejor estado después de pasar por las manos de su interrogador. La suerte, pensó el croata, estaba con él, porque lo normal hubiese sido que el hombre le hubiera destrozado, y se había conformado sólo con golpearle.
– No saben nada -afirmó Ayed Sahadi.
– ¿Y tú cómo lo sabes? -le preguntó el Coronel.
– Porque si ha huido como parece, no se lo habrá dicho a nadie. Ella nos conoce, sabe que tenemos métodos para hacer hablar a cualquier hombre, por tanto no podía correr el riesgo de confiarse a nadie.
El Coronel pensó en las palabras de Ayed Sahadi y las hizo suyas. Su hombre de confianza tenía razón. Clara sabía que él interrogaría a todos los de la casa y que de ser preciso les mandaría matar, de manera que no podía permitirse el lujo de confiar sus planes a nadie.
– Tienes razón, Ayed, tienes razón… Bien, dejad a esos dos. Quiero que los hombres vigilen la casa -ordenó-; nos vamos al cuartel general, a comenzar la caza. La pequeña Tannenberg pagará caro el haberme desafiado.
– Coronel, faltan sólo dos días, ¿no deberíamos olvidarnos por ahora de Clara? -dijo Ahmed Huseini, haciendo un esfuerzo por parecer tranquilo ante el militar.
– ¿Quieres salvarla? Pues quítatelo de la cabeza. ¡No voy a dejar que nadie se burle de mí!
– Dentro de dos días los norteamericanos y los ingleses comenzarán a bombardear Irak; se supone que tenemos un trabajo que hacer. Mike Fernández me ha llamado esta mañana. Está preocupado, y mucho; teme que la desaparición de Tannenberg dificulte la operación -añadió Ahmed Huseini.
– Ese boina verde siempre está preocupado. Nosotros haremos nuestro trabajo, que él haga el suyo -respondió el Coronel.
– Señor, insisto en que Clara no debería de ser una prioridad. Lo importante es la operación. Lo que tenemos que hacer es difícil, nuestros hombres tienen que empezar a actuar en el momento en que empiecen a bombardearnos; no deberíamos distraernos con Clara. No puede ir muy lejos…
– Escucha, Ahmed, yo puedo ocuparme de Clara y de la operación, eres tú quien parece no ser capaz de controlar a una mujer. Nuestros amigos de Washington quieren la Biblia de Barro, es la parte más importante del negocio, de manera que la tendrán. Quiero verte en media hora en mi despacho; llama a mi sobrino para que venga también.
Cuando el Coronel se marchó, Ahmed Huseini intentó ayudar a Gian Maria a sentarse en un sillón. Luego pidió a una de las criadas que fuera al botiquín y buscara con qué curar las heridas del sacerdote.
Ante Plaskic estaba aún en el suelo, sin moverse, de manera que Huseini también intentó ayudarle a ponerse en pie, pero el croata se encontraba en peor estado que Gian Maria y apenas podía moverse, así que le dejó en el suelo.
Los dos soldados que se habían quedado en la habitación miraban impávidos sin hacer nada por ayudarle. Eran los mismos que acababan de interrogar al sacerdote y al croata y tanto les daba que éstos vivieran o murieran, ellos sólo hacían su trabajo, que era obedecer al Coronel.
Ayed Sahadi se hizo cargo de la situación y ordenó a los dos hombres que volvieran a registrar la casa y se aseguraran de que todas las puertas al exterior estaban vigiladas, tal y como había ordenado el Coronel.
– Gian Maria, ¿dónde está Clara? -preguntó Ahmed.
– No lo sé… -respondió el sacerdote en un murmullo.
– Ella confía en usted -insistió Ahmed.
– Sí, pero no sé dónde está, no la he visto desde que llegamos a la casa. Yo… yo también quisiera encontrarla. Estoy preocupado por lo que le pueda pasar. El Coronel… es un hombre terrible.
Ahmed Huseini se encogió de hombros en un gesto de cansancio. Tenía una sensación de náusea que le oprimía la boca del estomago.
– No quiero que le suceda nada a Clara; si usted sabe dónde está dígamelo para intentar ayudarla. Es mi esposa…
– No sé dónde está, temo por ella-respondió el sacerdote, buscando la mirada de Ayed Sahadi que acababa de levantar a Ante Plaskic, tumbándole en el sofá.
– Tengo que irme, el Coronel me espera en su despacho, y a usted también, Ayed; de manera que no podemos quedarnos aquí más tiempo. Las criadas les ayudarán. Márchense, márchense cuanto antes; si pueden, salgan hoy mismo dé Irak. Llamaré a mi oficina para que vengan a entregarles un pase que les permita sortear los controles, si es que deciden salir de aquí por carretera. Pero si yo fuera ustedes, procuraría ponerme en camino cuanto antes.
Gian Maria asintió a las palabras de Ahmed Huseini. Apenas podía moverse, pero sabía que debía hacerlo.
– Iré al hotel Palestina -alcanzó a decir.
– ¿Al Palestina? ¿Por qué? -quiso saber Ahmed.
– Porque allí están la mayoría de los extranjeros y quiero saber cómo salir de aquí: si puedo ir con alguien, si me pueden ayudar…
– Puedo intentar facilitarles un coche hasta la frontera con Jordania, aunque no estoy seguro de poder lograrlo dadas las circunstancias -afirmó Ahmed.
– Si no hay más remedio le pediré ayuda, pero si fuera posible me gustaría no tener que recurrir a usted. No creo que debamos de tentar al Coronel -respondió Gian Maria.
– Vayan al Palestina, allí estarán mejor que aquí, y sigan el consejo del señor Huseini: salgan de Irak cuanto antes -sentenció Ayed Sahadi, intercambiando una mirada intencionada con Gian Maria que no se le escapó a Ante Plaskic.
Antes de irse Sahadi se acercó al sacerdote y le advirtió en voz baja:
– No le diga a ese hombre dónde está Clara. No me fío de él, no es lo que parece.
Gian Maria ni siquiera respondió. Luego, cuando Ahmed Huseini y Ayed Sahadi se marcharon, se hizo el silencio en la casa; sólo del jardín llegaba el eco de algunas palabras intercambiadas por los soldados.
Tardaron más de media hora en poder moverse, mientras las dos criadas intentaban ayudarles; aunque, nerviosas por la situación, no sabían bien qué debían hacer.
Ante Plaskic les pidió que trajeran algún analgésico mientras terminaba de quitarse los restos de sangre de la cara. Aún tardaron un buen rato antes de ser capaces de levantarse y hasta de articular palabra.
Clara y Fátima entraron en el hotel Palestina con paso rápido antes de que nadie les preguntara dónde iban. Afortunadamente había cierta confusión en la entrada, donde un grupo de periodistas descargaban los equipos de televisión de un jeep, mientras otros acudían presurosos a echarles una mano.
En recepción les dijeron que Miranda estaba en su habitación, la 501, y que la avisarían de inmediato. Clara esperó a que el recepcionista tuviera a Miranda al otro lado del teléfono y pidió hablar con ella directamente, a pesar de que el hombre le insistía en que le dijera su nombre para transmitírselo a su cliente.
– Hola, Miranda, soy amiga del profesor Picot, nos conocimos en Safran, ¿puedo subir a verla?
Miranda reconoció la voz de Clara. Se extrañó de que la mujer no le dijera abiertamente quién era y que utilizara el artificio de nombrar a Picot, pero la invitó a subir.
Dos minutos más tarde, cuando abrió la puerta de su habitación se encontró con dos mujeres shiíes cubiertas de negro de la cabeza a los pies. Las invitó a entrar y cuando cerró la puerta aguardó expectante.
– Gracias, nos está salvando la vida -le dijo Clara al tiempo que se apartaba el velo de la cara e indicaba a Fátima con un gesto que se sentara en la única silla que parecía haber en la habitación.
– Sabía que era usted, le he reconocido la voz, pero ¿qué sucede?
– Tengo que salir de Irak, he encontrado la Biblia de Barro y me la quieren quitar
– ¡La Biblia de Barro! Entonces, ¿existe? ¡Dios mío, Yves no se lo va a creer!
A Clara no le pasó inadvertido que Miranda se refería a Picot por su nombre de pila. Ayed Sahadi había sido capaz de ver que entre la periodista y Picot había algo más que una corriente de simpatía, de manera que ésta la ayudaría para hacerle un favor a Picot.
– ¿Me ayudará?
– Pero ¿en qué?
– Ya se lo he dicho, tengo que salir de aquí.
– Primero, cuénteme qué ha sucedido y quién le quiere quitar la Biblia de Barro. ¿La tiene aquí? ¿Me la enseñará?
Clara metió la mano en el carro de la compra y sacó cuidadosamente un paquete envuelto en varias telas. Lo colocó encima de la cama de Miranda y empezó a desenvolver su contenido hasta dejar al descubierto ocho tablillas de barro. En otro paquete más pequeño llevaba las dos tablillas que su abuelo encontró en Jaran.
Miranda se quedó extasiada ante aquellos trozos de barro grabados con signos ininteligibles para ella. Aquellas tablillas eran como aquellas ante las que se había extasiado tantas veces en el Louvre, donde su padre la llevaba de pequeña y le explicaba que los hombres habían aprendido a escribir en el barro.
Con voz pausada Clara fue leyendo el contenido de las tablillas y Miranda no pudo dejar de sentirse emocionada.
– ¿Cómo las encontraron? -preguntó.
– Fue Gian Maria… Bueno, en realidad encontramos otra estancia en el templo y unas cuantas docenas de tablillas, algunas rotas. Gian Maria se puso a clasificarlas y descubrió que entre las tablillas estaban éstas.
– ¿Quién se las quiere quitar? -quiso saber la periodista.
– Todos, mi marido, la gente de Sadam, el Coronel… creen que pertenecen a Irak -respondió a modo de excusa.
– Y es verdad, pertenecen a Irak -fue la respuesta seria de Miranda.
– ¿Cree que en esta situación mi país está en condiciones de conservar estas tablillas? ¿Cree que a Sadam le importan algo? Usted sabe como yo que va a haber guerra, de manera que la última preocupación de nuestros gobernantes es la arqueología.
Miranda no parecía muy convencida de la explicación de Clara, intuía que había algo más que no le contaba.
– Llame a Picot… -le sugirió.
– Todas las comunicaciones están intervenidas. Si le llamo y le digo lo que he encontrado, me localizarán y nos quedaremos sin la Biblia de Barro.
– Pero usted, ¿qué es lo que quiere…?
– Sacarlas de Irak y mostrarlas al mundo -mintió Clara-, que sean parte de la exposición que el profesor Picot va a poner en marcha. Usted sabe que mi marido consiguió un permiso para que sacaran de Irak algunas de las piezas encontradas en Safran. Yo quiero que en esa exposición esté la Biblia de Barro, quiero que el mundo conozca el mayor descubrimiento arqueológico de los últimos cincuenta años. La Biblia de Barro va a hacer revisar muchas teorías históricas y arqueológicas. Asimismo, va a significar una gran conmoción entre los cristianos, pues es la prueba evidente de la existencia del patriarca Abraham, y que lo que sabemos del Génesis tal y como apareció en la Biblia que se encontró en el Templo de Jerusalén en tiempos del rey Josías, se lo debemos a él.
Las dos mujeres se miraron en silencio. Desconfiaban la una de la otra, quizá porque entre ellas había una rivalidad de la que ni siquiera eran conscientes a cuenta de Yves Picot. Aunque Clara también sabía que para la periodista ella era una protegida del régimen de Sadam, y por tanto no era una persona de fiar, por más que Miranda estuviera en contra de la guerra.
– No entiendo por qué no le permiten sacar estas tablillas, al fin y al cabo su marido obtuvo los permisos para sacar más de veinte piezas de las que encontraron en el templo, además de no sé cuántas tablillas.
– Estas tablillas tienen un valor religioso de primera magnitud, por no hablar del valor histórico y arqueológico. Usted no lo comprende, pero no son unas tablillas más, es la Biblia, la primera Biblia escrita por el hombre, inspirada por Dios al patriarca Abraham. ¿Cree que el régimen va a permitir que salgan de Irak? Son una pieza fundamental, incluso pueden significar una moneda de cambio si las cosas se ponen mal para Sadam… ¡Por favor, Miranda, ayúdeme!
– ¿Me está pidiendo que saque estas tablillas de Irak?
– Sí…, y también a mí… no sé…
– ¿Y Gian Maria?
– En la Casa Amarilla, se ha quedado allí con Ante Plaskic.
– ¿Por qué? ¿Por qué no están ellos aquí?
– Porque he tenido que escaparme. Me ha ayudado Ayed Sahadi, pero si alguien se entera le matarán, lo mismo que a nosotras. Gian Maria se reunirá conmigo si le es posible.
– ¿Y el croata?
– Él no sabe nada, no le he dicho nada.
– ¿Por qué?
– No lo sé, yo… yo sólo confío en Gian Maria.
– ¿Y el capataz?
– Me va a ayudar por dinero, por mucho dinero, aunque también podría entregarme si alguien le ofrece más.
– ¿Y su marido?
– Mi marido no sabe que estoy aquí, no creo que me denunciara, pero tampoco quiero correr riesgos, ni hacérselos correr a él. Nos vamos a separar, hace meses que cada uno ha elegido su propio camino.
– Pero yo no puedo hacer nada -protestó Miranda.
– Puede dejar que me quede aquí con Fátima. Nadie nos buscará en su habitación. No la molestaremos, dormiremos en el suelo. Ayed Sahadi ha prometido venir a buscarnos, y si no viene… bueno, ya se nos ocurrirá algo.
– La buscarán aquí.
– No, nadie creerá que me he quedado en Bagdad, pensarán que estoy huyendo hacia alguna de las fronteras: como voy con Fátima, nos buscarán en la zona fronteriza con Irán, ya que en el otro lado Fátima tiene familia.
Miranda encendió un cigarro y se acercó a la ventana. Necesitaba pensar. Sabía que Clara no le estaba diciendo toda la verdad, aunque sí notaba que estaba asustada y mucho más Fátima. Había una pieza que no encajaba y su instinto le decía que por ayudar a aquella mujer se podía meter en un lío. Además, no estaba de acuerdo con que sacara la Biblia de Barro de Irak. Aquellas tablillas eran patrimonio de los iraquíes y sólo con permiso del pueblo iraquí debían salir del país. Era cierto que Irak estaba al borde de la guerra, que todas las noticias apuntaban a que el presidente Bush ordenaría en cualquier momento que comenzaran los bombardeos, pero aún quedaban esperanzas, aún se libraba una batalla en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde países tan poderosos como Rusia, Francia y Alemania se oponían a cualquier acción bélica.
Clara fue consciente de las dudas de la periodista y se adelantó dándole una solución.
– Al menos permítanos estar aquí hasta que llegue Ayed Sahadi. Luego nos iremos, no la pondremos en ningún compromiso. De noche y con el toque de queda, nos detendrán.
– Me gustaría saber qué ha hecho usted para que su amigo Sadam la quiera detener -preguntó Miranda.
– No he hecho nada, de verdad. Si logro salir de Irak, podrá comprobar que no la he engañado, puesto que presentaré junto al profesor Picot este descubrimiento al mundo entero.
– Quédense esta noche, no hay mucho espacio, pero supongo que podremos arreglarnos. Ya hablaremos mañana, ahora tengo que salir, mis colegas me estarán esperando.
Cuando Miranda cerró la puerta de la habitación Clara sintió una oleada de alivio. Había logrado vencer la resistencia de la periodista, aunque era consciente de que ésta aún no había decidido hasta cuándo seguiría ayudándola. De lo que estaba segura es de que no la denunciaría, y eso en sí mismo era todo lo que necesitaba hasta que Ayed Sahadi se pusiera en contacto con ella o fuera a buscarla.
En el despacho del Coronel, en el cuartel general de los Servicios Secretos la actividad era más intensa de lo habitual. El militar gritaba a alguien que le escuchaba a través de la línea telefónica, mientras un soldado entraba y salía constantemente depositando sobre la mesa del Coronel papeles y documentos, que otro soldado cogía de inmediato y guardaba en carpetas clasificadoras que a continuación introducía en unas bolsas negras de nailon.
Ahmed Huseini apuraba el vaso de whisky y Ayed Sahadi fumaba uno de sus cigarros aromáticos, ambos a la espera de que el Coronel acabara la conversación telefónica.
Cuando por fin lo hizo los dos hombres aguardaron expectantes.
– No quieren dejarme ir, en Palacio prefieren que me quede aquí, en Bagdad. Le he dicho al ayudante del presidente que soy un soldado y quiero incorporarme a mi unidad, que está en Basora, y de paso evaluar personalmente la situación en la frontera con Kuwait. No sé si me permitirán hacerlo -les explicó sin ocultar su contrariedad.
– Debería de estar en la frontera pasado mañana; Mike Fernández le espera en el punto convenido para sacarle de Irak y trasladarle hasta Egipto. En El Cairo tiene que establecer contacto con Haydar Annasir, ya sabe que es uno de los cerebros de la organización de Tannenberg. Es él quien le dará la documentación y el dinero necesario para que viva plácidamente el resto de su vida con la nueva identidad -le explicó con tono cansino Ahmed Huseini.
– Lo sé, lo sé… ¿me vas a explicar lo que debo hacer? Si no salimos de aquí antes del día 20, puede que no podamos hacerlo nunca-se quejó el Coronel.
– Yo me tengo que quedar -replicó Ahmed.
– ¡Es tu obligación! Debes coordinar la operación, pero a ti los yanquis no te harán nada, los amigos de Tannenberg lo aseguraron -replicó el Coronel.
– Quién sabe lo que pasará -se quejó Ahmed.
– ¡Nada! ¡No pasará nada! A ti te sacarán de aquí, y también a Ayed. Se quedará contigo, los dos os encargaréis de que la operación sea un éxito.
»Los hombres de Tannenberg están preparados, no puedes flaquear; si te ven débil, todo se vendrá abajo. Tannenberg ya no está, de manera que necesitan confiar en alguien, ¡tú eres el marido de su nieta, eres el jefe de familia, actúa como tal! -El tono del Coronel era de enfado.
– ¿Dónde estará Clara? -se preguntó en voz alta Ahmed Huseini.
– La estamos buscando. He ordenado una alerta especial en todos los pasos fronterizos. Pero hemos de ser prudentes para no alertar a Palacio -dijo Ayed Sahadi.
– Tu esposa es muy lista, pero no tanto para que no seamos capaces de encontrarla -apostilló el Coronel.
– Si le parece, Coronel, podemos repasar de nuevo los detalles de la operación. He de verme con algunos de los hombres por si hay que darles nuevas instrucciones… -terció Ayed Sahadi.
– Pongámonos a ello -respondió el Coronel.
Miranda estuvo distraída durante la cena. No podía dejar de pensar en Clara. Tuvo la tentación de llamar a Picot a París, o a aquella arqueóloga, Marta Gómez, para preguntarles qué debía hacer, pero si los teléfonos estaban pinchados lo único que conseguiría es que detuvieran a Clara y también a ella por haberla ocultado.
– ¿Te encuentras mal?
– No, no, es que estoy cansada.
El cámara de la televisión francesa se encogió de hombros ante la respuesta de Miranda. Era evidente que la mujer no había prestado atención a la conversación durante la cena y que su entrecejo fruncido era un signo evidente de que algo le preocupaba.
– Bueno, te diré lo que Lauren Bacall a Humphey Bogart: si me necesitas, silba…
– Gracias, Jean, pero estoy bien. Esto es agotador, llevamos demasiado tiempo aquí esperando a que los norteamericanos decidan comenzar la guerra; ya estoy harta.
– Pues más vale que te armes de paciencia, a no ser que quieras marcharte -respondió el francés.
– No, no quiero marcharme, pero casi quiero que pase algo de una vez, aunque sea la guerra.
– Como siempre, eres políticamente incorrecta -dijo una periodista inglesa con la que había coincidido en otros conflictos bélicos.
– Lo sé, Margaret, lo sé, pero estáis todos tan hartos como yo, y me apuesto lo que queráis a que estáis deseando que pase algo.
La discusión duró hasta la medianoche, de manera que enlazaron la cena con unas copas servidas generosamente en un local discreto situado cerca de la calle Baladiya.
Cuando regresó al hotel Miranda rechazó tomar una última copa y se dirigió a su habitación, ansiosa por saber si Clara aún se encontraba allí.
Abrió la puerta con cuidado y encontró a las dos mujeres en el suelo acurrucadas junto a la pared, cubriéndose con la colcha. Tanto Clara como Fátima dormían profundamente, y vio reflejado en sus rostros una mezcla de cansancio y desesperanza.
Se desvistió con cuidado y dudó si decirles que compartieran la cama con ella. Luego pensó que de nada serviría despertarlas, puesto que la cama era pequeña y no cabrían las tres.
– ¿Dónde está Clara?
Gian Maria esperaba que Ante Plaskic le hiciera la pregunta y estaba preparado para mentir.
– No lo sé, ojalá supiera dónde poder encontrarla. Temo por ella.
– Ella no se habría ido sin despedirse de usted -insistió el croata.
– ¿Cree que si supiera dónde está no se lo diría? Se lo habría dicho a esos hombres que nos han pegado… yo… yo no estoy acostumbrado a la violencia, y si lo hubiese sabido…
– No lo habría dicho, estoy seguro -le cortó Ante Plaskic.
– ¡Vaya, sabe usted mucho!
– Sí, sé de lo que es capaz un hombre.
– Soy un sacerdote.
– También sé de lo que es capaz un sacerdote. En la guerra, el sacerdote de mi pueblo ayudaba a la gente. Un día llegó una patrulla de paramilitares buscando a un hombre, a un jefe de nuestras milicias. Le había escondido en la iglesia, pero no lo dijo; le torturaron delante de todo el pueblo arrancándole la piel a tiras, pero no lo dijo. Su sacrificio no sirvió de nada: encontraron al hombre y lo mataron después de arrasar el pueblo.
Gian Maria no pudo ocultar la impresión que le había provocado el relato del croata y haciendo un esfuerzo se acercó a él y le puso una mano en el hombro.
– No busco compasión -le respondió Ante Plaskic.
– Todos necesitamos piedad y compasión -respondió el sacerdote.
– Yo no.
Ya había caído la noche y ambos parecían haberse recuperado lo suficiente como para intentar abandonar la Casa Amarilla. Las dos criadas les habían ayudado a ordenar el exiguo equipaje que llevaban. Una de ellas les dijo que tenía un primo que vivía cerca y que, si le pagaban bien, podría llevarles con el coche hasta el hotel Palestina. Aceptaron y en esos momentos aguardaban a que la mujer regresara con su primo.
– ¿Por qué no confía en mí? -preguntó el croata.
– ¿Qué le hace pensar que no confío en usted?
– Nadie confía en mí. No hace falta ser un lince para darse cuenta de que en Safran yo estaba de más; procuraban esquivarme cuanto podían.
– Si hubiese sido así, el profesor Picot no le habría aceptado en el equipo y Clara no habría consentido que se quedara.
– Pero yo soy tan insignificante que a pesar del malestar que les provocaba no me tenían en cuenta. Si desaparecía de su vista dejaban de pensar en mí; en realidad me pasaba los días encerrado en el almacén.
– Veo que se autocompadece.
– Se equivoca, describo la realidad. Ni yo le gustaba a ellos, ni ellos me importaban a mí.
– ¿Y entonces por qué aceptó el trabajo?
– Porque era eso, trabajo, y todos necesitamos trabajar.
Por fin llegó la criada con su primo, que les ayudó a meterse en el coche. No tardaron más de un cuarto de hora en llegar al hotel Palestina. Aún había gente rezagada entre el vestíbulo y el bar. El recepcionista les juró que no tenía ninguna habitación libre; sólo después de mucho insistir, y aceptar unos cuantos billetes de dólar que le entregaron discretamente, accedió a enseñarles dos habitaciones, que les anunció estaban en malas condiciones porque debían ser restauradas, pero las circunstancias lo habían impedido.
Tenía razón el hombre de la recepción. Las habitaciones a las que les llevó necesitaban no sólo una mano de pintura; también la moqueta había conocido tiempos mejores y los cuartos de baño no estaban muy limpios.
– Tendrán que arreglarse con esto. Ahora les traeré unas mantas.
Gian Maria quiso saber si Miranda y el resto de los periodistas que habían estado en Safran seguían en el hotel. El recepcionista les aseguró que sí.
– Bueno, a lo mejor mañana a alguno de ellos no les importa compartir sus habitaciones con nosotros… -dijo el sacerdote con un deje de esperanza.
Miranda dormía profundamente cuando la insistencia de unos golpes secos en la puerta la devolvieron a la realidad.
Se levantó de un salto y al ir hacia la puerta tropezó con Clara, que dormía profundamente al igual que Fátima.
– ¿Quién es? -preguntó en voz baja y la respuesta la sor-prendió.
– Gian Maria; por favor, ábrame, deprisa.
El sacerdote entró en la habitación mirando hacia atrás; preocupado por si alguien le seguía.
– ¿Están aquí? ¡Gracias a Dios! -dijo al comprobar los dos bultos acurrucados en el suelo.
– Espero que usted sea capaz de darme una explicación sobre lo que está pasando -le requirió la periodista.
– Si la encuentran pueden matarla -fue la respuesta de Gian Maria señalando a Clara, que en ese momento parecía salir del sueño profundo en que había estado sumida.
– ¿Por qué? -insistió Miranda.
– Porque ha encontrado la Biblia de Barro y se la quieren quitar -respondió Gian Maria.
– Esas tablillas no son suyas, pertenecen a los iraquíes, de manera que en esto no les sigo -replicó Miranda.
– ¿No nos va a ayudar? -preguntó Clara, ya totalmente despierta.
– Usted quiere llevarse algo que no le pertenece, de manera que eso es un robo. No puedo justificar que nadie robe, aunque estemos en vísperas de una guerra.
– ¡La Biblia es mía! -respondió Clara con la voz cargada de angustia.
– La Biblia de Barro es de Irak por más que la haya encontrado usted. Pero además, no me está diciendo la verdad. Su abuelo y usted son dos personas de confianza del régimen de Sadam, tanto es así que a su marido no le costó nada conseguir los permisos y todas las bendiciones del régimen para que el profesor Picot pudiera sacar de Irak buena parte de las piezas que encontraron en Safran; entonces, ¿por qué no le van a dar permiso para sacar estas tablillas? Ya, ya sé que son un descubrimiento extraordinario, pero eso no significa que no pueda conseguir la autorización para presentarlas al mundo entero en esa exposición que prepara Picot. Tampoco entiendo por qué la persiguen y mucho menos por qué una chica del régimen dice que su vida corre peligro. Salvo, claro está, que usted se quiera quedar con lo que no es suyo, y eso la convierte en una ladrona, aquí y en cualquier parte del mundo. De manera que me gustaría que mañana encuentre otro lugar donde esconderse. No quiero tener nada que ver con un robo, y dudo que el profesor Picot apruebe su actitud.
Las palabras de Miranda cayeron sobre Clara como un jarro de agua fría. Fátima, que se había despertado y observaba la escena sentada en el suelo, se tapó la cara con las manos.
– Y usted, Gian Maria…, me extraña su actitud. Es un sacerdote y resulta que no se inmuta ante un robo; no sólo eso, sino que quiere ayudar al ladrón, en este caso a la ladrona. Sinceramente, no le entiendo -continuó diciendo Miranda.
Las palabras de la periodista conmocionaron al sacerdote que en ningún momento había cuestionado que aquellas tablillas no fueran de Clara. Después de unos segundos de perplejidad, respondió a Miranda:
– Tiene razón, o al menos parte de razón. Pero… bueno, creo que las cosas no son sólo como parecen, como usted las está describiendo. Mire mi cara, encienda la luz.
Miranda encendió la luz de la lámpara situada en la mesilla de noche y alcanzó a ver el rostro golpeado del sacerdote, así como una mano amoratada.
– ¿Qué le ha sucedido? -preguntó alarmada.
– El Coronel quería saber dónde estaba Clara -respondió el sacerdote.
– ¿El Coronel?
– No sé si usted llegó a conocerle en Safran. Es un hombre muy poderoso, y quiere las tablillas, pero no para Irak, las quiere para hacer algún negocio. Supongo que Clara nos lo podrá explicar, pero lo que escuché en la Casa Amarilla fue algo de unos amigos de Washington y de que la guerra empezaba mañana, y cosas por el estilo.
– ¿La guerra comienza mañana? ¿Y ese Coronel cómo lo sabe? No entiendo nada-dijo Miranda.
– Es muy complicado de explicar. Quiere la Biblia de Barro para venderla, por eso me persigue, para quitármela. Yo no la voy a robar, sólo quiero darla a conocer al mundo y dejarla en un lugar seguro hasta que termine la guerra y pueda volver a Irak -explicó Clara, que sobre la marcha había elaborado esa excusa para aplacar la desconfianza de Miranda.
– O sea, que tenemos un coronel corrupto que quiere estas tablillas… bueno, pues denúnciele y entrégueselas a las autoridades. Por ejemplo a su marido, que yo sepa es el director del departamento arqueológico o algo así, ¿no?
– No puedo -protestó Clara.
– ¿Su marido también es un corrupto? ¡Vamos, Clara!
– Piense lo que quiera. Entiendo que no me quiera ayudar, así que Fátima y yo nos iremos, pero permítanos quedarnos hasta que se haga de día. Si salimos ahora a la calle nos detendrán. Ayed Sahadi nos prometió sacarnos de aquí, fue él quien nos sugirió que nos refugiáramos en este hotel. Pero no se preocupe, en cuanto se haga de día nos iremos, se lo prometo.
Miranda se quedó mirando a Clara sin saber qué hacer. No se fiaba de ella, en realidad no le gustaba Clara. Su instinto le decía que aquella mujer no era sincera, que detrás de aquellas palabras desesperadas había una impostura.
– En cuanto amanezca, se marchan -sentenció Miranda.
– Por favor, ayude a Gian Maria -pidió Clara con voz suplicante.
– No, no necesito ayuda, no se preocupe -respondió Gian Maria.
– Sí, sí la necesita. Debe salir de Irak mañana mismo, antes de que comiencen los bombardeos. No sabemos cuánto va a durar la guerra. Márchese, si se queda aquí le matarán. ¿El Coronel le ha permitido venir aquí? -quiso saber Clara.
– Nos dejó tirados a Ante Plaskic y a mí después de haber ordenado a sus hombres que nos interrogaran. Ayed Sahadi le persuadió de que usted le conoce bien y que por tanto no nos habría dicho jamás dónde pensaba huir. Eso pareció convencerle, y nos dejó allí en la Casa Amarilla. Su marido daba la impresión de sentirse desesperado; aunque está con el Coronel creo que quiere ayudarla.
– No, no quiere ayudarme, quiere la Biblia de Barro. -Ahmed no es un mal hombre, Clara -le respondió Gian Maria.
– Hágame un favor y márchese. Yo no puedo salir de aquí fácilmente, puede que tarde días, o incluso meses, pero usted tiene que irse; si se queda sólo aumentará mi angustia -afirmó Clara.
– ¡Muy conmovedor! -les interrumpió Miranda-. Pero son ustedes… No lo entiendo, Gian Maria, no entiendo lo que está haciendo.
– No puedo explicárselo, no sé explicárselo, pero le aseguro que actúo de acuerdo a mi conciencia, y estoy convencido de no estar haciendo nada malo. Yo… yo creo que Clara no se quedará con esas tablillas, que algún día las devolverá, ella sabe que no son suyas, pero en estas circunstancias… Miranda, a veces es tan difícil dar respuestas…
– Hasta ahora, ni usted ni Clara me han dado ninguna respuesta, de manera que no quiero tener nada que ver con este robo. En cuanto a lo de que mañana empieza la guerra, ¿están seguros?
– En realidad comenzará el día 20, es decir, mañana todavía hay tiempo para que Gian Maria salga de Irak -afirmó Clara.
– ¿Cómo puede estar segura de que la guerra comenzará el día 20? -insistió la periodista.
– Lo ha dicho el Coronel…
– Pero que yo sepa ese Coronel lo es del ejército de Sadam, no de Estados Unidos, de manera que dudo que conozca la fecha en que Bush va a ordenar atacar, a no ser…
– ¿En qué mundo vive, Miranda? -le preguntó Clara con amargura.
– ¿Y usted?
– En uno en el que los hombres deciden sobre la vida y la muerte de los demás por negocios, por hacer buenos y rentables negocios. Con esta guerra muchos ganarán dinero a espuertas -fue la respuesta airada de Clara.
– Yo lo único que sé es que si hay guerra la gente morirá, morirá por nada -dijo Miranda con furia.
– ¿Por nada? No, no se equivoque, se lo acabo de decir: morirán porque algunos hombres van a ganar dinero, mucho dinero, y además aumentarán su poder, el que ya tienen ahora y el que tendrán en el futuro. Por eso se va a hacer esta guerra, por eso se han hecho todas las guerras. Ni usted ni yo podemos pararlas, además, si no fuera ésta, sería otra; es la historia, Miranda, la historia de la humanidad. Si algo aprendes con la arqueología es que la mayoría de las ciudades que rescatamos del fondo de la tierra han sido destruidas en una guerra, o abandonadas después de una guerra. Hay cosas que no se pueden cambiar.
Clara hablaba con dureza, dejando ver que sentía conmiseración por Miranda, que parecía no entender la realidad que la rodeaba.
– ¿Sabe?, usted y yo siempre estaremos en frentes diferentes. Son las personas como usted las que provocan la desgracia a sus congéneres -respondió la periodista sin ocultar el desprecio que sentía por Clara.
– ¡Por favor! ¡Por favor! -intentó terciar Gian Maria-. Esta pelea es absurda, estamos todos nerviosos…
– ¿Nerviosos? ¿Usted ha escuchado lo que dice Clara? A esta mujer no le importa nada ni nadie, sólo realizar sus deseos y por supuesto ella misma. A mí me parece… a mí me parece un monstruo.
La afirmación de Miranda fue como una sacudida que les dejó a todos en silencio. Aún faltaban unas horas para que amaneciera, y la tensión en la habitación empezaba a resultarles a todos igualmente insoportable.
Clara hizo caso omiso de Miranda y se acercó a Gian Maria.
– ¿Te irás como te he pedido?
– Pero ¿y tú? Quiero ayudarte…
– ¿Crees que puedo huir a través de Irak con un sacerdote? ¿Cuánto tiempo crees que tardaría el Coronel en encontrarnos? Sólo tengo una oportunidad, y no puedo jugármela por ti.
– Yo no quiero que te pase nada por mi culpa, quiero ayudarte -protestó Gian Maria.
Unos golpes secos en la puerta les sobresaltaron sumiéndoles en el silencio. Miranda les hizo un gesto para que entraran en el cuarto de baño. Luego abrió la puerta.
Ayed Sahadi parecía nervioso y entró empujándola sin decir ni una palabra hasta que la puerta estuvo cerrada.
– ¿Dónde están? -preguntó.
– ¿Dónde están quiénes?
– ¡No tengo tiempo que perder! ¿Dónde está Clara?
Empujó la puerta del baño y sonrió. Gian Maria, Clara y Fátima estaban pegados a la pared. En el rostro de Fátima se reflejaba el miedo, en el de Gian Maria preocupación, en el de Clara desafío.
– Salgan, nos vamos -ordenó a Clara y a Fátima.
– Quiero ir con ustedes -pidió Gian Maria.
– Sería un estorbo -dijo Clara.
– ¿Por qué no le ayuda a irse de aquí? -preguntó Ayed a Miranda.
– ¿Y cómo? Dígame cómo le saco de aquí. Según me acaban de contar mañana empieza la guerra, así que intentar llegar a la frontera sería un suicidio.
Ayed Sahadi miró a Clara con un mudo reproche. ¿Por qué había tenido que contar a la periodista que la guerra estaba a punto de comenzar?
– Pues que se quede aquí, los norteamericanos saben que éste es el hotel de los periodistas, de manera que no les bombardearán.
– Quiero acompañarles -insistió Gian Maria.
– No creo que nos sea útil… -dijo Ayed pensando en voz alta.
– Gian Maria, no vendrás. Es mi vida la que está en peligro, de manera que no vendrás.
La afirmación de Clara parecía no dejar lugar a ninguna duda, pero Ayed Sahadi seguía meditando sobre la conveniencia o no de sacar provecho de la presencia del sacerdote.
– ¿Dónde las va a llevar? -preguntó Gian Maria.
– No se lo diré, si el Coronel decide volver a interrogarle puede que no sea tan benevolente como la última vez -respondió Ayed.
– Pero si le torturan puede decir que Clara se fue con usted -dijo Miranda.
– Pero no sabe adónde, de manera que nos vamos. Tápense la cara y sigan todos mis instrucciones. Hay hombres del servicio secreto por todas partes -explicó Ayed Sahadi.
– ¿Y cómo vamos a salir? -quiso saber Clara.
– En una alfombra, en realidad, en dos alfombras. Hay un camión en la puerta de servicio, que está esperando para cargar algunas alfombras; así saldrán del hotel. Se reunirán conmigo más tarde. Ahora vamos al ascensor de servicio.
Salieron de la habitación dejando allí a Miranda y a Gian Maria. La periodista parecía aliviada, mientras que el sacerdote tenía un aire de desolación.
– ¿Quiere una copa? -le ofreció Miranda a Gian Maria.
– No bebo -respondió éste con apenas un susurro.
– Yo tampoco; tengo algunas botellas porque ayudan a comprar voluntades. Pero esta noche creo que sí voy a tomar un trago.
Buscó en el cuarto de baño un vaso y abrió una botella de bourbon que guardaba en el armario. Se sirvió dos dedos y se llevó el vaso a los labios, sintiendo cómo el líquido le quemaba la garganta y segundos después le calentaba las entrañas.
– ¿Qué significa Clara para usted? -preguntó de sopetón al sacerdote.
Gian Maria la miró sin saber qué responder. No podía decirle la verdad.
– Nada, nada de lo que usted pueda imaginar. Tengo una obligación moral para con ella, eso es todo.
– ¿Una obligación moral? ¿Por qué?
– Porque soy sacerdote, por eso, Miranda, por eso. A veces Dios nos coloca en circunstancias que nunca habíamos sospechado. Siento no poder darle otra respuesta.
Miranda aceptó la explicación de Gian Maria. Sabía que el sacerdote no la engañaba y notaba la convulsión interna que parecía hacerle sufrir.
– ¿Es verdad que mañana comienza la guerra? -le preguntó.
– Eso dijeron el Coronel y Ahmed.
– Hoy es diecinueve…
– Pues mañana comenzarán a bombardear.
– ¿Cómo lo sabían?
– No lo sé, hablaron de unos hombres de Washington, pero lo cierto es que no lo sé. Acababan de darme la paliza más horrible que pueda imaginar.
– Sí, ya lo veo, ¿y dónde está Ante Plaskic?
– En su habitación. Con él se ensañaron más, nos ha costado ponernos en pie y llegar hasta aquí.
– ¿Quién les trajo?
– El primo de una de las criadas de Clara.
– ¿Y ahora qué quiere hacer?
– ¿Yo? No lo sé. Siento que… siento que estoy a punto de fracasar. No soy capaz de irme de Irak sin saber que Clara está bien.
– Pero ella se tiene que ocultar, no se pondrá en contacto con usted.
Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación. Miranda y Gian Maria se quedaron quietos, como si quisieran asegurarse de que aquella llamada había sido un error. De nuevo escucharon los golpes y una voz conminando a abrir la puerta.
Clara estaba pálida, Fátima temblaba y Ayed Sahadi parecía furioso.
– ¡Es imposible salir de aquí! El Coronel no se fía de nadie, tiene el hotel rodeado. Han registrado el camión y los soldados lo están vigilando. No nos han descubierto porque el chófer no sabe nada, sólo que tenía que transportar una carga. Se tienen que quedar aquí.
– ¿Aquí? No, le aseguro que aquí no van a quedarse. Busque otro lugar, pero no se quedarán en mi habitación -replicó Miranda.
– Salga y dígale a los soldados que las detengan -la retó Ayed-; o se quedan aquí hasta que las pueda sacar o las detendrán.
– ¡No pueden quedarse en mi habitación! -afirmó la periodista.
– Que vengan a la mía -les ofreció Gian Maria.
– ¿Consiguió un cuarto? ¿En qué planta? -preguntó Ayed Sahadi.
– En la cuarta. Es una habitación horrible, con una sola cama, y la ducha no funciona muy bien, pero nos podemos arreglar.
– ¿Y Ante Plaskic? -quiso saber Clara.
– Está en la primera planta.
– Pero puede querer verle, no sería extraño que se acercara a su habitación -dijo Ayed.
– Puede ser, pero si lo hace, no le dejaré entrar.
– ¿Y el servicio de limpieza del hotel? ¿Qué dirán cuando vean en una habitación a dos mujeres shiíes que no están registradas en el hotel? -preguntó Miranda.
– Escuchen, la situación es la que es, de manera que tenemos que improvisar. Si usted no las deja estar aquí, irán a la habitación de Gian Maria. Ojalá el Coronel no haga registrar el hotel. Ahora díganos cómo se va a su cuarto.
Volvieron a salir seguidos de Gian Maria. Miranda se sirvió otros dos dedos de bourbon, se los bebió de golpe y se acostó. Estaba agotada, necesitaba dormir, aunque le iba a ser difícil. No podía dejar de darle vueltas al anuncio de que en unas horas comenzaría la guerra. ¿Cómo lo sabían Clara y Ayed?
La despertó el sonido del teléfono. Sus compañeros la esperaban para desayunar y salir a grabar por las calles de Bagdad. Quince minutos más tarde y con el pelo mojado de la ducha, estaba en el vestíbulo.
Pasó el resto del día nerviosa, sin saber qué hacer: ¿debía de compartir con sus colegas lo que sabía, que la guerra comenzaría unas horas después, o debía de permanecer en silencio?
Llamó a su jefe en Londres y éste le aseguró que había fuertes rumores de que la guerra sería inminente. Cuando le preguntó si ese mismo día, él rió.
– Si lo supiera, ¡menuda exclusiva! Estamos a 19, hace dos días que el presidente Bush le lanzó el ultimátum a Sadam; ya sabes que todas las embajadas están siendo evacuadas y recomendando a sus compatriotas que salgan, de manera que en cualquier momento puede empezar la traca, pero no sabemos cuándo. Te llamaré, aunque imagino que me llamarás tú antes, en cuanto os empiecen a bombardear.
Miranda no hizo nada por tener noticias de Clara ni de Gian Maria. Les sabía en el hotel, un piso más abajo de donde estaba su habitación, y le preocupaba lo que les pudiera suceder, pero al mismo tiempo se decía que no quería ser cómplice de un robo, y eso es lo que Clara quería perpetrar, el robo de la Biblia de Barro.
Aquella noche alargó la conversación con el resto de sus colegas, segura de que el ruido de las bombas no tardaría en hacerse presente. Cuando de repente el cielo empezó a iluminarse con ráfagas de fuego y un ruido ensordecedor lo inundó todo sintió miedo. Era 20 de marzo, la guerra había comenzado.
Horas más tarde, y a través de sus redacciones, los periodistas destacados en Bagdad supieron que las fuerzas de la coalición habían entrado en Irak. La suerte estaba echada.