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Durante el resto de la cosecha, Josep volvió a concentrarse en pensamientos serios y prácticos, libres de contaminación de la esperanza infantil, sueños y milagros.
¿De dónde iba a sacar dos pollos?
Se dijo que si tenía que robarlos, habría de ser a un hombre rico cuya familia no sufriera por culpa del delito, y sólo conocía a un rico que criara pollos.
El alcalde.
– Ángel Casals -dijo en voz alta.
– ¿Qué pasa con él? -preguntó Donat.
– Oh… Que… ha pasado con su mula para inspeccionar el pueblo -respondió Josep.
Donat siguió cortando racimos de uva.
– ¿Y a mí qué me importa?
Era peligroso. Ángel Casals tenía un rifle del que se mostraba orgulloso, un arma larga con la culata de madera, y lo conservaba engrasado y pulido como una joya. Cuando Josep era todavía un crío, el alcalde había usado el rifle para matar a un zorro que pretendía comerse sus pollos. Los niños del pueblo habían descubierto el cadáver; Josep recordaba claramente la belleza de aquel animal, la suavidad perfecta de su pellejo lustroso, de un marrón rojizo, y la piel sedosa y blanca de la tripa, así como los ojos amarillos, inmóviles por la muerte.
Estaba seguro de que Ángel dispararía a cualquier ladrón con la misma facilidad con que había disparado al zorro.
El robo de pollos tendría que darse en plena noche, cuando todo el pueblo estuviera durmiendo profundamente el sueño propio de los trabajadores honrados. Josep pensó que todo saldría bien una vez lograra colarse en el gallinero. Las aves debían de estar acostumbradas a que los hijos del alcalde entraran a recoger huevos; si se movía despacio y en silencio, con un poco de suerte los pollos no armarían demasiado lío.
El problema más serio se presentaba justo antes de entrar en el gallinero. Ángel tenía un mastín negro, grande, malvado y ladrador. La mejor manera de encargarse del perro era matarlo, pero Josep sabía que matar a un perro le resultaría tan imposible como rajarle el gaznate a un hombre.
Y el perro le daba miedo.
Durante varios días, a la hora de cenar se comía sólo la mitad de su chorizo para guardar los restos en un bolsillo, pero pronto se dio cuenta de que no sería suficiente. Al terminar la cosecha, cuando él y Donat cogieron el barril que contenía el zumo de la última carga de uva y lo añadieron a los toneles de fermentación del cobertizo de su padre, oscurecidos por el tiempo, Josep se fue a la tienda de Nivaldo y le preguntó si le quedaba alguna salchicha tan estropeada ya que no se pudiera vender.
– ¿Y para qué quieres una salchicha podrida? -preguntó Nivaldo de mal humor.
Josep le explicó que la necesitaba para un ejercicio de talla de madera que se había inventado el sargento y que requería cebo para trampas para animales. El hombre llevó a Josep hasta su almacén, donde guardaba un surtido de butifarras colgadas de una viga con cuerdas formando una hilera para secarse; algunas estaban enteras, otras con algún trozo cortado y vendido ya. Había morcillas de cebolla y pimentón, lomo con pimienta roja y sin ella, salchichón, sobrasada. Josep señaló un pedazo de lomo que empezaba claramente a verdearse, pero Nivaldo meneó la cabeza.
– ¿Estás de broma? Eso es un excelente trozo de cerdo que lleva mucho tiempo adobado. Se corta la punta y el resto está espléndido. No, ese trozo es demasiado bueno para tirarlo. Espera y verás.
Se abrió paso entre una montaña de sacos de alubias y una caja de patatas arrugadas. Josep lo oyó gruñir tras el montón de alubias mientras movía sacos y cajas, y al fin regresó con un largo trozo de… algo que parecía cubierto de una capa blanca.
– Huy… ¿Y crees que a los animales…? Bueno, ya sabes. ¿Les gustará?
Nivaldo cerró los ojos.
– ¿Que si les gustará? ¿Una morcilla de arroz? Es demasiado buena para ellos. Una morcilla olvidada tanto tiempo. Es justo lo que andan buscando, Tigre.
De pequeño, a Josep le había mordido un perro callejero, un chucho huesudo y amarillo de la familia Figueres. Cada vez que pasaba por su viña, el perro saltaba hacia él, ladrando como un loco. Aterrado, intentaba intimidar al animal gritándole y clavándole una mirada de supuesta amenaza en aquellos ojos que parecían la encarnación del mal, pero eso sólo servía para que el perro se excitara más todavía. Un día, cuando se le acercó gruñendo, Josep soltó una patada y el perro le clavó sus dientes aterradores y afilados en el tobillo con tal fuerza que, cuando logró soltar la pierna de un tirón, ya empezaba a sangrar. Durante dos años, hasta que murió el perro, Josep evitó acercarse a las tierras de los Figueres.
Nivaldo le había dado algunos consejos:
– Nunca mires a los ojos a un perro que no sea tuyo. Los perros entienden la mirada de un extraño como un desafío y si son fieros, responden atacando, incluso puede que quieran matarte. Hay que mirarlos sólo un instante y luego desviar la mirada sin mostrar miedo ni huir, y hablarles con calma y suavidad.
Josep no tenía ni idea de si las teorías de Nivaldo funcionaban, pero las recordó mientras frotaba la morcilla con todas sus fuerzas con un puñado de hierba para arrancarle el moho blanco. La cortó en trozos pequeños y aquella tarde, cuando caía el crepúsculo en Santa Eulalia, fue andando hasta la plaza, más allá del campo de cultivo de los Casals. El gallinero quedaba en un extremo del campo, donde el fértil suelo estaba abonado, pero sin arar. El perro, atado con una cuerda muy larga a la destartalada estructura, dormía tumbado delante de los pollos como un dragón que vigilara su castillo.
El gallinero quedaba a la vista de la casa del alcalde, a poco más de la mitad de la extensión de sus tierras.
Josep deambuló hasta que cayó del todo la noche y entonces volvió a la tierra de los Casals.
Esta vez, sin apartar la vista del farol prendido en la ventana de la casa, caminó despacio por la viña en dirección al perro, que pronto empezó a ladrar. Aún no se había acercado lo suficiente para poderlo ver, cuando el perro se lanzó hacia él, retenido tan sólo por las limitaciones de su correa. El alcalde, agotado por las faenas del campo y de la administración, al igual que sus hijos, debía de dormir profundamente, pero Josep sabía que si el perro seguía ladrando no tardaría en acercarse alguien de la casa.
– Ya, ya, tranquilo, así está bien, guapo. Sólo he venido de visita, monstruo, perro de mierda, bestia horrorosa -añadió en un tono amistoso que hubiera aprobado el propio Nivaldo, al tiempo que sacaba un trozo de morcilla del bolsillo.
Cuando se lo lanzó, el perro lo esquivó como si le hubieran tirado una piedra, pero el fuerte olor de la morcilla llamó su atención. Devoró el pedazo de un solo bocado. Josep le tiró otro, que desapareció con la misma rapidez. Cuando se dio la vuelta y empezó a alejarse, sonaron de nuevo los ladridos, pero estaba vez duraron poco, y cuando Josep abandonó aquellas tierras el silencio reinaba ya en la noche.
Volvió pasada la medianoche. Para entonces brillaba tanto la luna en lo alto que cualquiera que estuviera mirando lo habría visto, pero la casa permanecía a oscuras. Esta vez el perro volvió a ladrar al principio, aunque parecía esperar los dos trozos de morcilla que Josep le dio enseguida. Se sentó en el suelo justo al límite de longitud de la correa. Josep y el perro se miraron. Se puso a hablarle un buen rato en voz muy baja y sin pensar lo que decía, sobre uvas y cuerpos de mujer y santas patronas y el tamaño del miembro de los animales, picor de huevos y sequía, y luego le dio otro trozo de morcilla -pequeño, pues tenía que racionar las provisiones- y se fue a casa.
Volvió otras dos veces a los campos del alcalde la noche siguiente. La primera, el perro soltó dos ladridos antes de que Josep empezara a hablar. Cuando acudió por segunda vez, el animal lo esperaba en silencio.
A la noche siguiente, el perro no ladró. Cuando le llegó la hora de irse, Josep se acercó tanto a él que podría haberle mordido, sin dejar de hablarle con tono lento y regular.
– Cosa buena, horrenda bestia fea preciosa, si quieres ser mi amigo, yo quiero ser amigo tuyo…
Sacó un trozo de morcilla y se lo mostró, y la criatura reaccionó a su gesto brusco con un gruñido grave y feo. Al instante, lanzó su gran cabeza negra hacia la mano de Josep. Primero notó el morro y luego su gruesa lengua, húmeda, cosquillosa y rasposa, como si un león le lamiera la mano, hasta que no quedó ni rastro de la olorosa morcilla.
Alguien se había percatado de sus incursiones nocturnas. Josep sabía por las sonrisillas taimadas que le mostraba por la mañana, que su padre daba por hecho que él se escabullía para estar con Teresa Gallego, y no dijo nada que pudiera contradecir su convicción. Aquella noche esperó hasta que el reloj francés emitiera dos campanadas amables y asmáticas antes de abandonar su esterilla de dormir y abandonar la casa en silencio.
Vagó por la oscuridad como un espíritu. Al cabo de dos o tres horas, el pueblo empezaría a desperezarse, pero en ese momento el mundo entero dormía.
Incluso el perro.
El gallinero no tenía cerradura, pues en Santa Eulalia nadie robaba a nadie. Sólo un palito encajado entre dos arandelas de hierro mantenía la puerta cerrada. En un instante estuvo dentro.
Hacía calor y el olor a excrementos de ave era fuerte y agudo. La mitad superior de una de las paredes era un enrejado de alambre a través del cual filtraba la luna su pálido brillo. La mayor parte de los pollos dormían, bultos oscuros bajo la luz de la luna, pero algunos escarbaban y picoteaban entre la paja del suelo. Uno miró a Josep y cloqueó con curiosidad, pero pronto perdió el interés.
Había algunas aves en unas baldas sujetas en la pared. Josep pensó que serían las gallinas ponedoras. No quería llevarse por error ningún gallo de buenos espolones. Sabía que el menor sonido que produjera al moverse podía provocar un desastre ruidoso: cloqueos, cacareos, ladridos del perro en la puerta. Bajó las manos hacia uno de los nidos. Mientras cerraba con fuerza la mano derecha en torno al cuello para evitar que el pollo graznara, con la izquierda lo apretó contra su propio cuerpo para impedir que batiera las alas. Esforzándose por no pensar en lo que hacía, retorció el cuello plumoso. Esperaba oír algo parecido a un crujido cuando se partiera, pero fue más bien un crepitar, producido por la fractura rápida de muchos huesillos. El ave se resistió unos instantes, pataleando para librarse de su agarre, pero Josep siguió retorciéndole el cuello como si pretendiera arrancarle la cabeza y al fin el pollo se estremeció y murió. Volvió a dejarlo en el nido y trató de aquietar la respiración.
Cuando cogió el segundo pollo, todo empezó como con el primero, pero con una diferencia importante. Lo apoyó en el pecho, y no en el abdomen, lo cual provocó que su mano quedara en un ángulo que le restringía los movimientos, de tal modo que apenas podía retorcer el cuello hasta un punto que resultó no bastar para que se partiera. No podía hacer más que sujetar el pollo con fuerza y seguir retorciendo el cuello plumoso con tanta fuerza que de repente empezaron a dolerle los dedos. El ave se resistió con mucha fuerza al principio y luego ya más débilmente. Las alas latían contra el cuerpo de Josep, agitadas. Cada vez más débil… Ah, Dios, le estaba estrangulando el futuro a aquella criatura. Pudo percibir cómo se ausentaba la vida, notó que el último latido de su vaga existencia ascendía por el cuello y palpitaba contra su mano de hierro como una burbuja al ascender dentro de una botella. Luego, se fue.
Se arriesgó a cambiar de posición la mano en el cuello con rapidez y lo retorció firmemente, aunque ya no era necesario.
Al salir del gallinero, el gran perro negro estaba plantado delante de él. Josep sostuvo los dos pollos bajo un brazo como si cargara con un bebé y sacó los restos de morcilla del bolsillo, seis o siete trozos que lanzó al perro del alcalde.
Se alejó con las piernas temblorosas y flojas, como un ladrón asesino en la negrura de la noche. A su alrededor, todos dormían -su padre, su hermano, Teresa, el pueblo, el mundo entero-, puros e inocentes. Sintió que había cruzado un abismo del que salía cambiado, y de repente el significado de aquella orden del sargento Peña le pareció bien claro: «Ve y mata a algún ser vivo».
Cuando el grupo de cazadores se reunió a la mañana siguiente, lo encontraron en el claro, ocupándose de dos pequeñas hogueras en las que crepitaban los dos pollos sobre dos espetones de madera sostenidos por estacas en forma de «Y».
El sargento revisó la escena con rostro meditabundo, pero los chicos estaban encantados.
Josep cortó los pollos y los repartió con generosidad, aunque se quemó un poco los dedos con la grasa ardiente.
Peña aceptó un muslo.
– Muy crujiente la piel, Álvarez.
– Los he embadurnado con un poco de aceite, sargento.
– Bien hecho.
Josep se quedó un pedazo y le pareció que aquella carne era deliciosa. Todos los jóvenes comieron y se relajaron, entre carcajadas y bocados, para disfrutar del inesperado banquete.
Cuando hubieron terminado, se limpiaron las manos de grasa en el suelo del bosque y se tumbaron despatarrados, con la espalda apoyada en los troncos de los árboles. Henchidos de bienestar, eructaban y se quejaban de los pedos de Xavier. Era como estar de vacaciones. No les hubiera sorprendido que el sargento repartiera caramelos.
En vez de eso, Peña mandó a Guillem Parera y a Josep que lo siguieran. Los guió hasta la choza en que se alojaba y les dio unas cajas para que cargaran con ellas de vuelta al claro del bosque. Eran de madera, más o menos de un metro por lado, y sorprendentemente pesadas. Al llegar al claro, el sargento abrió la caja que llevaba Josep y sacó unos paquetes abultados, envueltos en un algodón muy grasiento y rodeados de áspera cuerda de yute.
Cuando cada uno de los jóvenes hubo recibido su paquete, Peña ordenó que retirasen la cuerda y desenvolvieran la tela engrasada. Josep desató el suyo con cuidado y se metió el cordón en el bolsillo. Descubrió que bajo el envoltorio exterior había otras dos capas.
Bajo el tercer envoltorio -ahí dentro, esperando ser descubierta como el fruto seco dentro de su cáscara-, había un arma.