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Regresó a la alcantarilla sin razón alguna, como un animal que se arrastrara hasta su madriguera, y se sentó en la tierra, junto a las cenizas del fuego apagado.
Había confiado mucho en Guillem. No sabía leer ni escribir, pero para él era el más listo después de Nivaldo. Josep recordó que Guillem le había impedido regresar como un estúpido a manos del sargento Peña en la estación de Madrid, y que se había dado cuenta de inmediato de que el fregadero del café Metropolitano sería un buen refugio para ellos. Josep no se consideraba listo y no sabía si sería capaz de sobrevivir solo.
Mientras pasaba el fino fajo de pesetas del bolsillo a un calcetín, reparó en que a Guillem le hubiera sido muy fácil robar todo el dinero en vez de la mitad y se le ocurrió de pronto que su amigo había convertido sus problemas en una apuesta. Era como si el propio Guillem le estuviera hablando: «Empezamos desde aquí con el mismo dinero. A ver a quién le va mejor.»
La rabia renació y se impuso al miedo, lo que le permitió abandonar la seguridad temporal de la alcantarilla. Pestañeando para defenderse de la luz, gateó de nuevo hasta la carretera y echó a andar.
Al poco rato, llegó a un lugar en el que las vías del tren que apuntaban al este en dirección a Barcelona se cruzaban con otras que discurrían de norte a sur. Aunque le preocupaba admitirlo, Guillem había tenido razón al respecto de unas cuantas cosas en su discusión de la noche anterior. Josep no podía volver a Santa Eulalia. Sería peligroso ir a Barcelona o incluso permanecer en cualquier parte de Cataluña.
Dobló a la izquierda y siguió las vías que iban hacia el norte.
Ahora le parecía justo seguir los consejos de Guillem; al fin y al cabo, se dijo, había pagado por ellos.
No sabía dónde paraban los trenes ni si sería seguro montar en alguno, pero al llegar a una colina larga y empinada, ascendió hasta casi el final de la cuesta y se tumbó bajo un árbol a esperar.
No había pasado una hora cuando oyó el traqueteo sordo y el distante aullido animal del silbato, y esperó con esperanzas crecientes. El avance del tren se volvió aun más lento al ascender la cuesta, tal como él deseaba. Cuando llegó a su altura vio que podía haberlo abordado con facilidad, pero estaba formado por completo por vagones de pasajeros y, por lo tanto, no le servía.
Vagón tras vagón, desde las ventanillas lo miraba la gente apiñada en la tercera clase, de camino a vidas más seguras que la suya.
Al cabo de otra hora volvió a oír el sonido del tren y esta vez sí era lo que estaba esperando, una larga hilera de vagones de carga. Cuando empezaron a pasar vio uno con la puerta abierta a medias y corrió junto a él hasta que pudo asirse y montar sin dificultad.
Tras rodar por el oscuro interior se puso en pie y pensó que prefería el olor a cebolla, porque aquel vagón apestaba a orina. Pensó que tal vez ésa fuera una de las razones por las que los guardias azotaban a los polizones con sus porras. Entonces, alguien dijo en voz baja:
– Hola.
– Hola.
Cuando sus ojos empezaron a adaptarse a la penumbra interior, vio a quien lo saludaba tumbado entre la negrura, menudo y delgado, un rostro adornado con una barba negra.
– Me llamo Ponç.
– Yo, Josep.
– Sólo voy hasta Girona.
– Yo también, aunque mi destino final es Francia. Voy a buscar trabajo allí. ¿Conoce algún pueblo en el que pueda encontrarlo?
– ¿A qué clase de trabajo te dedicas?
– Todo lo que tenga que ver con viñas.
– Bueno, hay tantos viñedos… -El hombre meneó la cabeza-. Pero la cosa está mal en todas partes. -Hizo una pausa, pensativo-. ¿Conoces el valle de Orb?
– No, señor.
– He oído que ahí les va mejor. Es un valle que tiene su propio clima, más cálido que el de Cataluña en invierno, perfecto para la uva. Allí hay muchísimas viñas. Tal vez tengan trabajo, ¿no?
– ¿A qué distancia queda el valle?
El otro se encogió de hombros.
– Más o menos a cinco horas de la frontera. El tren llega directo.
– ¿Este tren?
El hombre resopló.
– No, con éste llegas a Girona. Los que se encargan de pensar esas cosas en Madrid hicieron nuestras vías más anchas que las de Francia para que los vecinos, si decidían invadirnos, no pudieran movilizar sus tropas ni sus armas por medio del ferrocarril. Has de cruzar la frontera a pie y colarte en otro tren en Francia.
Josep asintió y atesoró aquella información.
– Has de saber que, al final, inspeccionan todos los vagones. Sé cuidadoso y abandona el tren. Cuando veas un gran depósito de agua blanco, el tren se frenará para subir una cuesta. Allí tienes que saltar.
– Le estoy muy agradecido.
– De nada. Pero ahora quiero dormir, así que se acabó la conversación.
Josep se instaló contra la pared del vagón, cerca de la puerta abierta. En otras circunstancias él también hubiera dormido, pero estaba nervioso. Toqueteó con el dedo gordo del pie derecho las siete pesetas que llevaba encajadas en el calcetín izquierdo para asegurarse de que el dinero seguía allí. Mantuvo la mirada fija en el bulto recostado en la oscuridad, su compañero de viaje, mientras el tren coronaba la cuesta y, entre balanceos y tembleques, empezaba a ganar velocidad al descender por el otro lado de la colina.