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En las raras ocasiones en que su padre había encontrado algún fertilizante, había pedido prestado un caballo y un carro para llevarlo hasta sus tierras, pero Josep no mantenía con los amigos de su padre una relación que permitiera dar por hechos esa clase de favores. Sabía que no podía seguir usando la mula de Maria del Mar indefinidamente, y el éxito de su primera cosecha le había dado el valor de gastar algo de dinero, aunque con prudencia, de modo que una mañana emprendió el camino hacia Sitges y buscó la tonelería de Emilio Rivera. La encontró en un largo edificio bajo lleno de troncos descortezados, apilados en el almacén. Junto a uno de esos troncos encontró a Rivera, el tonelero de rostro encarnado, en compañía de un peón mayor con el que partía troncos por medio de cuñas de acero y unas mazas muy pesadas. Rivera no se acordó de Josep hasta que éste le recordó aquella mañana en la que había tenido la amabilidad de llevar a un extraño a Barcelona.
– Le dije que necesitaba comprar una mula y usted me habló de su primo, que se dedica a comprar caballos.
– Ah, sí, mi primo, Eusebi Serrat. Vive en Castelldefels.
– Sí, en Castelldefels. Me habló de una feria que se celebra allí. Entonces no pude ir, pero ahora…
– La feria se celebra cuatro veces al año y la próxima será dentro de tres semanas. Siempre tiene lugar los viernes, día de mercado. -Sonrió-. Dígale a Eusebi que va de mi parte. Por una módica cantidad le ayudará a comprar una buena mula.
– Gracias, señor -se despidió Josep.
Sin embargo, no emprendió la marcha.
– ¿Algo más? -preguntó Rivera.
– Me dedico a hacer vino. Tengo una vieja cuba de fermentación en la que se están pudriendo dos listones y los he de cambiar. ¿Usted hace ese tipo de reparaciones?
Rivera parecía apenado.
– Bueno, pero… ¿no me puede traer la cuba?
– No, es muy grande.
– Y yo soy un tonelero muy ocupado, con encargos que cumplir. Si fuera con usted, le costaría demasiado. -Se volvió hacia el peón-. Juan, ya puedes empezar a apilar los troncos cuarteados… Además -dijo, dirigiéndose de nuevo a Josep-, no tengo tiempo que perder.
Josep asintió.
– Señor…, ¿cree que podría aconsejarme para que lo repare yo mismo?
Rivera meneó la cabeza.
– Imposible. Para eso hace falta mucha experiencia. No conseguiría que le quedaran bien tirantes y pronto gotearían. Ni siquiera se pueden usar planchas de troncos serrados. Las planchas han de venir de troncos como éste, partidos con los nudos íntegros para que la madera sea impermeable. -Vio la cara que ponía Josep y soltó el martillo-. Le diré lo que podemos hacer. Dígame exactamente cómo llegar a su pueblo. Algún día, cuando tenga que pasar por esa zona, me acercaré y le repararé la cuba.
– Tiene que estar arreglada en otoño, cuando prense mis uvas.
«Si no, estoy perdido.» No abrió la boca para decirlo, pero el tonelero pareció entenderlo.
– Entonces, tenemos meses por delante. Es probable que me dé tiempo.
La palabra «probable» incomodó a Josep, pero se dio cuenta de que no podía hacer nada más.
– ¿Puedes usar unos buenos toneles de segunda mano, de 225 litros? Antes contenían arenques -dijo Rivera.
Josep se echó a reír.
– No. Bastante malo es ya mi vino sin necesidad de que apeste a arenque -dijo, arrancando una sonrisa al tonelero.
Castelldefels era un pueblo de mediano tamaño que se había convertido en sede de una gran feria de caballos. Allí donde Josep mirase, había animales de cuatro patas rodeados de hombres enfrascados en charlas. Consiguió no pisar los excrementos de caballo que había por todas partes, con un hedor fuerte y agudo.
La feria empezó mal para él. Se fijó en un hombre que se alejaba de él cojeando. Su manera de andar le pareció familiar, así como la estructura de su cuerpo, la forma de su cabeza y el color del pelo.
Tuvo un miedo tan fuerte que se sorprendió.
Quería huir, pero se obligó a rodear el grupo de comerciantes de caballos al que se acababa de unir aquel hombre.
Aquel tipo le llevaría como unos quince años. Tenía una complexión jovial y rojiza y la nariz larga y gruesa.
Su cara no se parecía en nada a la de Peña.
Necesitó un buen rato para calmarse. Deambuló por el recinto de la feria, perdido y anónimo entre la multitud, y al fin recuperó el control de sí mismo.
Fue una suerte que le costara un largo rato y muchas preguntas localizar la pista de Eusebi Serrat.
Le maravilló que Serrat y Emilio Rivera tuvieran alguna relación, pues en contraste con el tonelero campechano y con pinta de trabajador, su primo parecía un aristócrata digno y seguro de sí mismo, con aquel traje gris, su sombrero elegante y su camisa nívea adornada por una corbata negra de lazo.
Aun así, Serrat escuchó a Josep con educación y enseguida aceptó guiarle en su compra, a cambio de una cantidad menor. Durante las siguientes horas fueron a ver a ocho vendedores de mulas. Aunque examinaron con atención trece animales, Serrat dijo que sólo tres de ellos merecían ser tenidos en cuenta por Josep.
– Pero antes de que decidas quiero que veas una más -le dijo.
Guió a Josep entre el amasijo de hombres, caballos y mulas hasta llegar a un animal marrón con tres medias y el morro pintados de blanco.
– Un poco más grande que las demás, ¿no? -dijo Josep.
– Las otras eran mulas en sentido estricto, hijas de yeguas fecundadas por mulos. Ésta es un burdégano, cruce de una asna con un semental árabe. La conozco desde que nació y sé que es amable y capaz de trabajar más que dos caballos. Cuesta un poco más que las otras que hemos visto, pero yo le recomiendo que la compre, señor Álvarez.
– También he de comprar un carro y mis ahorros son limitados -dijo Josep, lentamente.
– ¿Cuánto dinero tiene? -Al oír la respuesta de Josep, Serrat frunció el ceño-. Creo que tiene sentido gastar la mayor parte en la mula. Vale lo que cuesta. A ver qué podemos hacer.
Josep observó a Serrat mientras éste entablaba una agradable conversación con el dueño de la mula. El primo del señor Rivera era amistoso y tranquilo. No hubo nada del estridente regateo que Josep había presenciado entre otros vendedores y sus clientes. Cuando el mulero mencionó una cantidad, el rostro de Serrat mostró un educado lamento y se renovó la conversación con calma.
Al fin Serrat se acercó a él y le comunicó el precio más bajo del vendedor: más de lo que había previsto Josep, pero tampoco exageradamente.
– Y le regalará el arnés -añadió Serrat, con una sonrisa al ver que Josep asentía.
Éste entregó el dinero y recibió a cambio un recibo firmado.
– Hay algo más que quiero enseñarle -dijo Serrat.
Llevó a Josep hasta la sección de equipamientos de la feria, en la que se exhibían carromatos, carros y arados. Cuando se detuvieron ante un objeto que quedaba detrás de una caseta, Josep creyó que se trataba de una broma. El lecho de madera quedaba liso sobre el suelo. En otro tiempo habría sido el tipo de carromato que buscaba, un carro de tiro resistente con los paneles bajos. Pero había un amplio espacio abierto en el fondo porque faltaba una plancha, y la contigua al agujero tenía dos amplias rajas.
– Sólo necesita un par de tablas -dijo Serrat.
– ¡No tiene ejes ni ruedas!
Se quedó mirando mientras Serrat se abría paso hasta un vendedor y hablaba con él. El comerciante escuchó, asintió y despachó a dos ayudantes.
Al cabo de pocos minutos, Josep oyó un fuerte chirrido, como de animal dolorido, y reaparecieron los ayudantes, empujando cada uno un eje unido a dos ruedas de vagón, que emitían a cada vuelta una protesta estridente.
Cuando los dos hombres acercaron más las ruedas, Serrat metió una mano en el bolsillo y sacó una navajita. La abrió, rasgó el eje y asintió.
– Óxido superficial. El metal suena bien por debajo. Durará años.
El precio total se ajustaba al presupuesto de Josep. Ayudó a un grupo de hombres a cargar el destartalado fondo y a encajarle los ejes y luego miró mientras le engrasaban las ruedas. Al poco rato, la mula estaba ya en el arnés y Josep se sentó en el banco y tomó las riendas. Serrat montó y le estrechó la mano.
– Lléveselo a mi primo Emilio. Él lo arreglará.
El señor Rivera y Juan estaban trabajando en el almacén cuando Josep llegó a la tonelería. Se acercaron al carro y lo inspeccionaron.
– ¿Hay algún objeto relacionado con su viña que no esté roto? -preguntó Rivera.
Josep le sonrió.
– Mi fe en la humanidad, señor. Y en usted, pues el señor Serrat ha dicho que me arreglaría el carro.
Rivera parecía molesto.
– Eso ha dicho, ¿eh?
Hizo señas a Juan para que lo siguiera y se alejaron los dos.
Josep creyó que lo habían abandonado, pero al poco rato regresaron cargados con dos gruesas planchas.
– Tenemos algunas tablas que no sirven para los toneles, pero sí para carros. Hago un precio especial a los clientes antiguos y valiosos.
Juan tomó medidas y fue cantando números, y Rivera cortó las planchas con rapidez. El ayudante perforó los agujeros y luego atornillaron bien las planchas.
Poco después Josep abandonaba la tonelería al mando de un robusto carromato que daba la sensación de poder con cualquier carga, con apenas un mínimo chirrido en las ruedas al girar y la mula sensible a sus órdenes y manteniendo la pista con dulzura y tranquilidad. Sintió crecer el ánimo. Entre ser un muchacho montado en el carro que alguien había prestado a su padre en acto de caridad y un hombre al mando de su propio carromato, había una diferencia. Le pareció que era similar a la que se produce entre ser un joven desempleado sin perspectivas o ser el dueño de un viñedo ocupado en trabajar su propia tierra.
Cuando estaba soltando el carromato y metiendo a la mula bajo el refugio de sombra que proporcionaba el alero del tejado de la parte trasera de la casa, apareció Francesc.
– ¿Es tuya?
– Sí. ¿Te gusta?
Francesc asintió.
– Es como la nuestra. El color es distinto y tiene las orejas un poco más grandes, pero por lo demás es como la nuestra. ¿Puede ser padre?
– No, no puede ser padre.
– ¿No? Mi mamá dice que la nuestra tampoco. ¿Cómo se llama?
– Bueno… No lo sé. ¿La tuya tiene nombre? -preguntó, pese a que había usado la mula de Marimar para arar durante meses.
– Sí, la nuestra se llama Mula.
– Ya. Bueno, y a ésta… ¿por qué no la llamamos Orejuda?
– Es un buen nombre. ¿Tú puedes ser padre, Josep?
– Eh… Creo que sí.
– Eso está bien -respondió Francesc-. ¿Y qué hacemos ahora, Josep?