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A primera hora de la mañana siguiente salió con el carromato al campo, en busca de la granja de cabras de los Llobet. Oyó y olió la granja mucho antes de verla y se dejó guiar por los abundantes balidos y por un leve y acre tufillo que fueron creciendo a medida que se acercaba. Tal como le habían dicho, había estiércol disponible y los dueños de la granja estaban encantados de que se lo llevara.
En el viñedo, descargó el estiércol con una carretilla y lo esparció a paladas entre las hileras de las vides. Era viejo ya y se desmenuzaba, un material fino que no quemaría sus viñas, pero pese a la abundancia de provisiones apenas esparció una capa mínima. Su padre le había enseñado que era bueno nutrir las plantas, pero bastaba el menor exceso de fertilizante para estropearlas. También había oído a Léon Mendes decir que las vides requerían «un poco de adversidad para reafirmar su personalidad».
Al fin de una sola jornada de trabajo había fertilizado ya todo su viñedo, de modo que al día siguiente ató el arado a la mula y mezcló bien el abono con la tierra. Luego ajustó la reja del arado para que levantara un caballón de tierra contra la parte baja de cada vid a medida que él iba arando; a veces en invierno había escarcha en Santa Eulalia, y así sus plantas estarían protegidas hasta que llegara el calor.
Sólo entonces, por fin, pudo dedicarse Josep a la poda que tanto amaba, y a medida que iba avanzando el invierno lo pasó animado y con la seguridad de que iba progresando.
Una noche, a mediados de febrero, una llamada a la puerta lo sacó del sopor en que dormía sin soñar y, tras bajar a trompicones en ropa interior por los escalones de piedra, se encontró a Maria del Mar al otro lado de la puerta con una mirada salvaje y el cabello enloquecido.
– Francesc.
Tres cuartos de luna convertían el mundo en una mezcla recortada de sombras y luz derramada. Josep corrió a casa de Marimar por el camino más corto, cruzando su viñedo y el de Quim. Dentro de la casa, subió una escalera de piedra similar a la suya y encontró al chiquillo en una habitación pequeña. Maria del Mar llegó tras él justo cuando se arrodillaba sobre el catre en que dormía Francesc. El muchacho tenía la cabeza muy caliente y se puso a temblar y a agitar las extremidades.
Maria del Mar emitió un sonido ahogado.
– Es una convulsión por la fiebre -explicó Josep.
– ¿De dónde le viene? Parecía contento y se ha tomado su cena. Luego lo ha vomitado todo y se ha puesto enfermo de repente.
Josep observó al niño tembloroso. No tenía ni la menor idea de qué podía hacer para ayudarle. No había médico al que llamar. A media hora de distancia vivía un veterinario que a veces trataba a los humanos, pero era un triste recurso; la gente solía decir que bastaba que él tratara a un caballo para que se muriese.
– Dame vino y un trapo.
Cuando se lo llevó, Josep le quitó el camisón a Francesc. Empapó el trapo en vino y se puso a bañar al muchacho, que parecía un conejo recién despellejado. Se vertió un poco de vino en las manos y masajeó a Francesc, presionándole los brazos y las piernas. Su cuerpo pequeño y huesudo, con la cadera deformada, lo llenaba de tristeza e inquietud.
– ¿Por qué haces eso?
– Recuerdo que mi madre me lo hacía cuando caía enfermo.
Masajeó con gentileza, pero con brío, el pecho y la espalda de Francesc con el vino y luego lo secó y volvió a ponerle el camisón. Francesc parecía dormir ahora con normalidad y Josep lo arrebujó con la manta.
– ¿Le volverán a dar esos temblores?
– No lo sé. Creo que a veces se repiten. Recuerdo que Donat tuvo convulsiones cuando éramos pequeños. Los dos tuvimos fiebre varias veces.
Ella suspiró.
– Tengo café. Voy a prepararlo.
Él asintió y se instaló junto al catre. Francesc hizo algún ruidillo un par de veces; no eran gemidos, sino quedas protestas. Cuando regresó su madre, había empezado ya la segunda convulsión, algo más fuerte y larga que la anterior, y tuvo que dejar las tazas de café, coger al chiquillo, besarle la cabeza y la cara y abrazarlo y mecerlo con fuerza hasta que pasaron los temblores.
Luego Josep lo volvió a bañar con vino y lo masajeó, y esta vez Francesc se sumergió en el sueño, con la quietud total de los perros y los gatos que duermen junto al fuego, sin emitir ruido ni agitación alguna.
El café estaba frío, pero se lo bebieron igualmente y se sentaron a contemplar al muchacho un largo rato.
– Se va a quedar pegajoso e incómodo -dijo ella.
Se levantó, se marchó un momento y regresó con un balde de agua y más trapos. Josep la miró mientras bañaba a su hijo, lo secaba y le cambiaba el camisón. Tenía unos dedos largos y sensibles, con uñas oscuras, cortas y limpias.
– No puede dormir con estas sábanas -añadió.
Volvió a desaparecer y Josep la oyó en la habitación contigua, quitándole las sábanas a su propia cama. Cuando volvió, él levantó a Francesc sin que se despertara y ella puso la sábana limpia en el catre. Josep acostó de nuevo al niño y ella se arrodilló, lo tapó bien y luego se tumbó a su lado. Miró a Josep. Vocalizó la palabra «gracias» sin pronunciarla.
– De nada -susurró Josep.
Se los quedó mirando un momento y luego, entendiendo que a partir de aquel momento se convertía en un intruso, murmuró «buenas noches» y se fue a casa.
Al día siguiente esperó a que Francesc se le acercara en el viñedo, pero el niño no apareció.
Josep temió que hubiera empeorado y al caer la tarde se acercó a la casa de los Valls y llamó a la puerta.
Maria del Mar tardó un poco en responder a la llamada.
– Buenas noches. Quería saber cómo va el niño.
– Está mejor. Pasa, pasa. -Josep la siguió hasta la cocina-. La fiebre y los temblores han desaparecido. Lo he tenido cerca todo el día y ha echado varias cabezadas. Ahora duerme como siempre.
– Buena señal.
– Sí. -Maria del Mar vaciló-. Estaba a punto de preparar una cafetera. ¿Quieres un poco?
– Sí, por favor.
El café estaba en un bote de barro, en un estante alto. Se puso de puntillas para estirarse y alcanzarlo, pero él estaba tan sólo un paso detrás y alzó una mano para bajar el bote. Cuando se lo iba a pasar, ella se dio la vuelta; sin pensarlo siquiera, Josep le dio un beso.
No fue gran cosa, pues a ambos les llegó como una sorpresa. Josep esperaba que ella lo apartara de un empujón y lo echara de casa, pero se quedaron mirándose un largo rato. Luego, sabiendo ahora perfectamente lo que hacía, la volvió a besar.
Esta vez, ella le devolvió el beso.
A los pocos segundos se besaban ambos frenéticamente, al tiempo que se exploraban con las cuatro manos, entre sonoros jadeos.
Poco después se dejaron caer al suelo. Él debió de hacer algún ruido.
– No lo despiertes -susurró ella con fuerza.
Josep asintió y siguió con lo que estaba haciendo.
Se sentaron a la mesa y se tomaron el café, que sabía a chicoria.
– ¿Por qué no volviste con Teresa Gallego?
Josep esperó un momento antes de contestar.
– No podía.
– Ah, ¿no? Ella pasó un infierno esperándote. Puedes creerme.
– Lamento haberle causado tanto dolor.
– ¿De verdad? ¿Y qué le impidió volver, señor?
La voz sonaba débil, pero controlada.
– …Eso no te lo puedo contar, Maria del Mar.
– Pues deja que te lo cuente yo -respondió, como si se le hubieran escapado las palabras-. Estabas solo, conociste a una mujer, tal vez a muchas, y eran más guapas que ella, quizá tenían la cara más hermosa, o mejores… -Agitó los hombros-. O tal vez sólo fuera porque estaban más disponibles. Y te dijiste que Teresa Gallego estaba muy lejos, en Santa Eulalia, y que en realidad tampoco era para tanto. ¿Por qué ibas a volver?
Al menos, ahora ya sabía de dónde venía aquel resentimiento.
– No, no fue así para nada.
– ¿No? Pues cuéntame cómo fue.
Josep bebió un sorbo de café y la miró.
– No te lo voy a contar -contestó en voz baja.
– Mira, Josep. Anoche te fui a buscar porque eres el vecino que me queda más cerca, y ayudaste a mi hijo. Te lo agradezco. Te lo agradezco mucho. Pero lo que acaba de pasar… Te pido que lo olvides para siempre.
Josep sintió alivio; se dio cuenta de que era lo mismo que quería él. Maria del Mar era como su café: tan amarga que no había manera de disfrutar de ella.
– De acuerdo -contestó.
– Quiero un hombre en mi vida. Me han tocado algunos malos y creo que la próxima vez me merezco uno bueno, uno que me trate bien. Creo que tú eres peligroso, el tipo de hombre capaz de desaparecer como el humo.
Josep no encontró razón alguna para defenderse.
– ¿Sabes si Jordi sigue vivo? -preguntó ella.
Quería decirle que había muerto. Ella merecía saberlo, pero Josep se dio cuenta de que esa información provocaría demasiadas preguntas, demasiados riesgos. Se encogió de hombros.
– Me da la sensación de que no.
No se le ocurría una respuesta mejor.
– Creo que si estuviera vivo, hubiera vuelto para ver al niño. Jordi tenía buen corazón.
– Sí -concedió Josep, acaso con demasiada sequedad.
– Tú no le caías bien -dijo Maria del Mar.
Quería decirle que a él tampoco le gustaba Jordi, pero al mirarla se dio cuenta de que estaba viendo una herida demasiado abierta. Se levantó y le dijo en tono amable que no dejara de acudir a él si Francesc lo necesitaba para algo.
Al cabo de un par de días, Francesc volvía a visitarlo con regularidad, tan enérgico como siempre. A Josep le gustaba aquel niño, pero la situación era incómoda. Él y Maria del Mar se preocupaban de parecer amistosos en presencia de terceros, pero él creía que Clemente Ramírez había corrido la voz de que estaban relacionados de algún modo, y el pueblo tomó nota de que Josep pasaba mucho rato con el crío.
El pueblo se apresuraba mucho a sacar conclusiones, así fueran erradas.
Un atardecer, de camino hacia la tienda de Nivaldo, Josep se topó con Tonio Casals, que pasaba el rato delante de la iglesia con Eduardo Montroig, hermano mayor de Esteve. A Josep, Eduardo le parecía simpático, aunque demasiado serio para alguien todavía joven. Eduardo apenas sonreía y Josep pensó que en aquel momento parecía particularmente incómodo mientras Tonio le sermoneaba con voz resonante y truculenta. Tonio Casals era un hombre alto y guapo, como su padre, pero allí terminaba la similitud, pues a menudo tenía mal beber. Josep no tenía ganas de sumarse a su conversación, así que saludó con un gesto, les deseó buenas noches y se dispuso a pasar de largo.
Tonio sonrió.
– Ah, el pródigo. ¿Qué tal te sientes ahora que vuelves a arar tu propias tierras, Álvarez?
– Muy bien, Tonio.