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1De vuelta a casa

El día en que todo empezó, Josep estaba trabajando en el viñedo de los Mendes y a media mañana había entrado ya en una especie de trance que lo llevaba de una vid a la siguiente para podar las ramas secas y agotadas que habían soportado la fruta cosechada en octubre, cuando cada grano de uva parecía jugoso como una mujer carnosa. Podaba con mano implacable, dejando las reducidas vides que producirían la siguiente generación de uvas. Era un raro día encantador en un febrero áspero y, pese al frío, el sol parecía imponerse en el vasto cielo francés. A veces, cuando daba con un grano arrugado que había pasado inadvertido a los recolectores, rescataba la uva Fer Servadou y se deleitaba con su sabrosa dulzura. Al llegar al final de cada hilera, armaba una pira con los sarmientos podados y tomaba una rama encendida de la hoguera anterior para prender una nueva. El acre olor del humo se sumaba al placer del trabajo.

Acababa de encender una pira cuando, al alzar la mirada, vio que Léon Mendes se abría paso entre las viñas, sin detenerse a hablar con ninguno de los otros cuatro trabajadores.

– Monsieur -saludó con respeto cuando Mendes llegó a su altura.

– Señor. -Era una broma entre ellos, según la cual el propietario se dirigía a Josep como si éste lo fuera también, y no fuese sólo un simple peón. Sin embargo, Mendes no sonreía. Fue amable, pero directo como siempre-: Esta mañana he hablado con Henri Fontaine, que ha regresado hace poco de Cataluña. Josep, tengo muy malas noticias. Tu padre ha muerto.

Josep se sintió como si lo hubieran golpeado, incapaz de articular palabra. «¿Mi padre? ¿Cómo puede haber muerto mi padre?»

– ¿Qué causó su muerte? -preguntó al fin, como un estúpido.

Mendes meneó la cabeza.

– Henri sólo oyó que había muerto a finales de agosto. No sabía nada más.

– …Volveré a España, monsieur.

– ¿Estás seguro? -preguntó Mendes-. Al fin y al cabo, él ya no está…

– No, tengo que volver.

– ¿Y podrás regresar… a salvo? -preguntó con amabilidad.

– Creo que sí, señor. Llevo mucho tiempo pensando en volver. Le agradezco su amabilidad, monsieur Mendes. Por acogerme. Y por enseñarme.

Mendes se encogió de hombros.

– No ha sido nada. Nunca se termina de aprender sobre vinos. Lamento profundamente la pérdida de tu padre, Josep. Creo recordar que tienes un hermano mayor, ¿no?

– Sí. Donat.

– En la zona de donde tú eres, ¿el primogénito es el heredero? ¿Heredará Donat la viña de tu padre?

– En nuestra zona, es costumbre que el primogénito herede dos tercios y que los siguientes se repartan lo que quede y obtengan un trabajo del que vivir. Pero en mi familia, dada la escasez de nuestras tierras, la costumbre es que el mayor se lo quede todo. Mi padre siempre dejó claro que mi futuro estaba en el Ejército o en la Iglesia. Por desgracia, no valgo para ninguno de ambos.

Mendes sonrió, aunque con tristeza.

– No puedo decir que me parezca mal. En Francia, el reparto de propiedades entre los hijos ha provocado la existencia de explotaciones ridículamente pequeñas.

– Nuestra viña se compone sólo de cuatro hectáreas. Apenas daría para mantener a una familia, teniendo en cuenta que se cultiva en ella una clase de uva que sólo sirve para hacer vinagre.

– Tu uva no está mal del todo. Tiene sabores agradables y prometedores. De hecho, es demasiado buena para hacer vinagre barato. Cuatro hectáreas, manejadas adecuadamente, pueden proporcionar una cosecha digna de un buen vino. Sin embargo, tenéis que cavar bodegas para que el caldo no se amargue con el calor del verano -explicó Mendes gentilmente.

Josep sentía un gran respeto por Mendes. Sin embargo, ¿qué sabía el vinatero francés de Cataluña, o del cultivo de uvas destinadas al vinagre?

– Monsieur, usted ha visto nuestras casitas, con sus suelos de tierra -dijo en un tono demasiado impaciente, alelado como estaba de pensar en su padre-. No tenemos grandes castillos. No hay dinero para construir grandes bodegas con sótanos para conservar el vino.

Era obvio que monsieur Mendes no quería discutir.

– Ya que no vas a heredar el viñedo, ¿a qué te dedicarás en España?

Josep se encogió de hombros.

– Buscaré trabajo.

«Casi seguro que no será con mi hermano Donat», pensó.

– ¿Tal vez en otra zona? La región de La Rioja tiene unos pocos viñedos en los que deberían considerarse afortunados de poder contratarte, porque tienes un talento natural para la uva. Eres capaz de percibir sus necesidades, y tus manos son felices con el contacto de la tierra. Por supuesto, La Rioja no es Burdeos, pero allí se hacen algunos vinos aceptables -añadió en tono altivo-. Aunque si alguna vez quieres volver a trabajar aquí, enseguida encontrarás empleo conmigo.

Josep le dio de nuevo las gracias.

– No creo que vaya a La Rioja ni que vuelva a trabajar en Languedoc, monsieur. Cataluña es mi lugar.

Mendes asintió con la cabeza, demostrando que lo comprendía.

– La llamada del hogar siempre es poderosa. Ve con Dios, Josep -dijo con una sonrisa-. Y dile a tu hermano Donat que cave una bodega en el sótano.

Josep sonrió también, y meneó la cabeza. Se dijo a sí mismo que Donat no sería capaz de cavar ni un agujero para cagar.

– ¿Te vas? Ah…, pues buena suerte.

Margit Fontaine, la casera de Josep, recibió la noticia de la marcha de éste con su sonrisilla íntima, casi pícara, e incluso, según sospechaba él, con cierto placer. Para ser una viuda de mediana edad, tenía aún un rostro hermoso y un cuerpo que había provocado un acelerón en el corazón de Josep al verla por primera vez, aunque estaba tan poseída de sí misma que al cabo de un tiempo había perdido todo su atractivo. Ella le había proporcionado comidas descuidadas y un lecho blando que en alguna ocasión se había dignado a compartir con desdén, tratándolo como si fuera un torpe alumno de su estricta academia sexual. «Despacio, con determinación. ¡Con suavidad! ¡Jesús, muchacho, que no estás en una carrera!» Era cierto que le había enseñado meticulosamente lo que un hombre podía hacer. A él le habían intrigado las lecciones y su belleza, pero no habían intercambiado ninguna ternura y, como ella terminó desagradándole, el placer era limitado. Sabía que ella lo veía como un huesudo joven campestre al que debía enseñar todo acerca de cómo satisfacer a una mujer, un español sin el menor interés, que hablaba mal el occitano, idioma de la región, y no conocía el francés.

Así que, sin despedidas románticas, Josep se fue a primera hora del día siguiente tal como había llegado a Francia: en silencio y sin llamar la atención, sin molestar a nadie. Llevaba al hombro una bolsa de tela que contenía salchichas, una baguete y una botella de agua. En el otro, sostenía una manta enrollada y un regalo de monsieur Mendes: una pequeña bota de vino sujeta con una correa. El sol había vuelto a desaparecer y el cielo parecía gris como el cuello de una paloma; era un día frío pero seco y la superficie del camino de tierra era firme; buenas condiciones para caminar. Por suerte, sus piernas y sus pies se habían endurecido con el trabajo. Tenía mucho camino por delante y se obligó a mantener un ritmo decidido, pero tranquilo.

Su objetivo para el primer día consistía en llegar a un castillo del pueblo de Sainte Claire. Cuando llegó, a última hora de la tarde, se detuvo en la pequeña iglesia de Saint Nazare y pidió a un sacerdote que lo orientara para llegar a la viña de un hombre llamado Charles Houdon, amigo de Léon Mendes. Tras encontrar el viñedo y transmitir al señor Houdon las felicitaciones de monsieur Mendes, obtuvo permiso para dormir aquella noche en la sala de los toneles.

Al caer el crepúsculo, se sentó en el suelo cerca de unos barriles y se comió las salchichas con pan. La limpieza de la sala de toneles de Houdon era impecable. El dulzor intenso del fermento de uvas no llegaba a imponerse al duro aroma del roble nuevo y al sulfuro que los franceses quemaban en sus barriles y botellas para mantenerlos puros. En el sur de Francia se quemaba mucho sulfuro por miedo a una serie de males, sobre todo la filoxera, una plaga que estaba arruinando los viñedos del norte, causada por un piojo minúsculo que se comía las raíces de las cepas. Aquella sala de toneles le recordó la de la bodega de los Mendes, aunque Léon hacía vino tinto y a Josep le habían contado que Houdon sólo hacía vino blanco con uva Chardonnay. Josep prefería el tinto y en aquel momento se concedió la indulgencia de dar un solo trago de la bota. Era un pequeño estallido, agudo y limpio: vin ordinaire, un vino común que en Francia podían permitirse hasta los jornaleros y, sin embargo, mejor que cualquier vino que Josep hubiera probado en su pueblo.

Había pasado dos años trabajando en las viñas de Mendes, más otro como suplente del bodeguero y un cuarto en la sala de toneles, bendecido por la oportunidad de probar vinos cuya calidad ni siquiera había imaginado jamás.

– Languedoc es conocido por producir un vin ordinaire decente. Yo hago vinos honestos, algo mejores que los comunes. De vez en cuando, por mala suerte o por estupidez, hago un vino tirando a malo -le había dicho en una ocasión monsieur Mendes-. Pero, por lo general, gracias a Dios, mi vino es bueno. Claro que nunca he producido ninguno que fuera grande de verdad, un vino que marque una era, como las cosechas que crearon míticos viticultores como Lafite y Haut-Brion.

Sin embargo, nunca había dejado de intentarlo. En su implacable búsqueda del cru definitivo -una perfección a la que se refería como «el vino de Dios»-, cuando lograba una cosecha capaz de derramar su gloria por el paladar y el gaznate, exhibía una sonrisa brillante durante una semana.

– ¿Notas la fragancia? -preguntaba a Josep-. ¿Sientes la profundidad, el perfume oscuro que juguetea con el alma, el aroma floral, el sabor a ciruelas?

Mendes le había enseñado lo que el vino podía llegar a ser. Hubiera sido más compasivo dejarlo en la ignorancia. Ahora se daba cuenta de que aquel líquido claro y amargo creado por los viticultores de su pueblo era un mal vino. «Meado de caballo», se decía a sí mismo con aire taciturno; probablemente hubiera sido mejor para él quedarse en Francia con Mendes y luchar por lograr vinos mejores, en vez de correr riesgos al regresar a España. Se consoló con la certeza de que a esas alturas ya podría llegar a casa sin peligro. Habían pasado más de tres años sin la menor señal de que las autoridades españolas lo buscaran.

Le disgustaba la amarga conciencia de que varias generaciones de su familia habían pasado la vida haciendo malos vinos. Aun así, era buena gente. Gente trabajadora. Con eso, volvió a pensar en su padre. Intentó imaginarse a Marcel Álvarez, pero sólo lograba recordar algunos detalles menores, domésticos: las manos grandes de su padre, su escasez de sonrisas. Un diente caído le dejaba un hueco entre los incisivos inferiores; los dos contiguos estaban retorcidos. Su padre tenía también un dedo del pie torcido, el pequeño del izquierdo, de tanto llevar mal calzado. A veces trabajaba sin zapatos: le gustaba la sensación del suelo bajo los pies y entre sus dedos nudosos. Tumbado, Josep se dejó llevar por los recuerdos y por primera vez se permitió entrar en un verdadero estado de duelo a medida que la oscuridad se filtraba en la sala por sus dos altas ventanas. Al fin, destrozado, se durmió entre los toneles.

Al día siguiente el aire se volvió cortante. Esa noche, Josep se envolvió en su manta y se encajó en un montón de heno en una granja. El heno podrido estaba caliente y le hizo sentir una especie de comunión con todas las criaturas que se encierran en sus madrigueras a esperar que salga el sol. Esa noche tuvo dos sueños. Primero la pesadilla, un sueño terrible. Luego, afortunadamente, soñó con Teresa Gallego y al despertarse tenía un recuerdo muy claro, lleno de detalles deliciosos y torturadores. «Qué desperdicio de sueño», se dijo. Después de cuatro años, seguro que se había casado o se había ido a trabajar lejos del pueblo. O las dos cosas.

A media mañana tuvo un golpe de suerte cuando un carretero lo transportó con su carga de leña, tirada por dos bueyes con unas bolas rojas de madera clavadas en la afilada punta de sus cuernos. Si caía algún leño, Josep bajaba de un salto y lo volvía a colocar. Por lo demás, recorrió más de ocho leguas montado en la carga con un lujo relativo. Por desgracia, esa noche, la tercera que pasaba en el camino, no encontró ninguna comodidad. La oscuridad lo asaltó caminando por zonas boscosas, sin ningún pueblo ni granja a la vista.

Le parecía que había salido ya de Languedoc y que el bosque en que se encontraba pertenecía a la provincia de Rosellón. De día no le disgustaban los bosques; desde luego, mientras existió el grupo de caza él había disfrutado de sus incursiones entre los árboles. Pero la oscuridad en una zona boscosa no le gustaba demasiado. No había luna ni estrellas en el cielo y no tenía sentido recorrer el sendero del bosque sin ver nada. Al principio se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el tronco de un pino grande, pero pronto lo amedrentó el fuerte siseo del viento al colarse entre tantos árboles y optó por trepar a las ramas bajas del pino y seguir subiendo hasta que se vio bien lejos del suelo.

Se encajó en una horquilla entre dos ramas y trató de taparse cuanto fuera posible con la manta, pero el intento fue vano y el viento lo derrotó mientras permanecía colgado del árbol en posición bien incómoda. Entre la oscuridad que lo rodeaba sonaba de vez en cuando algún ruido. El ulular de algún búho lejano. Un lúgubre arrullo de pichones. Un… sonido agudo que imaginó como el chillido de un conejo, o de cualquier otra criatura a punto de ser asesinada.

Luego, desde el suelo directamente a sus pies, un frotar de cuerpos entre sí. Gruñidos, resoplidos, un fuerte bufido, pezuñas que rasgaban el suelo. Sabía que eran jabalíes. No los veía. Tal vez fueran sólo unos pocos, aunque en su imaginación parecía una enorme piara. Si se caía, uno solo podía resultar letal, con aquellos terribles colmillos y sus pezuñas tan afiladas. Sin duda, las bestias habían olido las salchichas y el queso, aunque Josep sabía que podían comer cualquier cosa. Su padre le había contado en una ocasión que de joven había visto cómo unos jabalíes desgarraban las entrañas de un caballo herido en una pata para comérselo.

Josep se agarró con fuerza a la rama. Al cabo de un rato oyó que los animales se alejaban. Todo quedó de nuevo sumido en el silencio y en un gélido frío. Le pareció que la oscuridad era eterna.

Cuando al fin llegó la luz del día, no vio ni oyó ningún animal y descendió del árbol para desayunarse una salchicha mientras caminaba por el estrecho sendero. Aunque estaba agotado tras pasar la noche sin dormir, mantuvo su ritmo habitual. Hacia el mediodía, los árboles se fueron aclarando y aparecieron campos y hasta un buen atisbo de las montañas que se alzaban más allá. Al cabo de una hora, cuando ya llegaba a los Pirineos, empezó a llover con fuerza y Josep se refugió en un establo adjunto a una hermosa granja, que tenía la puerta abierta.

El padre y el hijo que se esforzaban por recoger el estiércol de los lechos de las vacas dentro del establo dejaron de trabajar y lo miraron fijamente.

– Bueno, ¿qué pasa? -preguntó bruscamente el hombre.

– Voy de paso, señor. ¿Puedo esperar un rato aquí, hasta que pase lo peor de la lluvia?

Josep vio que el hombre lo repasaba cuidadosamente con la mirada. Quedaba claro que no le complacía el regalo que le había traído la lluvia.

– Está bien -dijo el granjero, y se movió un poco para seguir usando su afilada horca sin dejar de vigilar al extraño.

Seguía diluviando. Al cabo de un ratito, en vez de permanecer quieto, Josep tomó una pala que estaba apoyada en la pared y se puso a ayudar a los otros dos. Poco después, lo escuchaban con interés mientras él les hablaba de los jabalíes.

El granjero asintió:

– Qué cabrones, esos cerdos malditos. Y se reproducen como las ratas. Están por todas partes.

Josep trabajó con ellos hasta que todo el establo quedó libre de estiércol. Para entonces el granjero ya se había ablandado y le dispensaba un trato amistoso y le dijo que, si quería, podía quedarse a dormir allí. Así que pasó aquella noche cómodo y sin pesadillas, con tres vacas grandes que lo abrigaban a un lado y un enorme montón de excrementos calientes al otro. Por la mañana, mientras llenaba su botella de agua en un manantial que corría detrás de la casa, el granjero le explicó que estaba justo al oeste de un paso muy usado para cruzar la frontera.

– Es la parte más estrecha de la montaña. Es un paso bajo y podrías cruzar la frontera caminando en tres días y medio. Si no, si vas hacia el oeste unas cinco leguas, llegarás a un paso más alto. Lo usa poca gente porque se tarda más que por el otro. Te llevará un par de días más y tendrás que caminar sobre nieve, aunque no muy espesa. Además, en el paso alto no hay guardias en la frontera -añadió el granjero, buen conocedor.

Josep temía a los guardias fronterizos. Cuatro años antes, con la intención de evitarlos, se había colado en Francia siguiendo senderos desdibujados por las montañas boscosas y había perdido mucho tiempo, convencido de que en cualquier momento se despeñaría por una sima, suponiendo que no le disparasen antes los guardias. Entonces había aprendido que la gente que vivía cerca de la frontera conocía los mejores caminos para el contrabando, y ahora aceptó el consejo de aquel hombre.

– Hay cuatro pueblos a lo largo del paso alto en los que podrás buscar comida y refugio -le explicó-. Deberías detenerte en cada uno de ellos a pasar una noche, incluso si te sobran horas de luz y te parece que podrías seguir caminando, pues fuera de esos pueblos no hay comida ni ningún lugar protegido donde dormir. El único segmento del paso en el que deberás apresurarte para evitar que te atrape la oscuridad es la larga caminata que lleva hasta el cuarto pueblo.

El granjero le explicó a Josep que por aquel paso alto entraría en España por el este de Aragón.

– Comprobarás que está libre de las milicias carlistas, aunque de vez en cuando los guerreros de la gorra roja se adentran en el territorio del Ejército español. El pasado mes de julio llegaron hasta Alpens y mataron a ochocientos soldados -dijo. Miró a Josep-. Por cierto, ¿tienes algo que ver con ese conflicto? -preguntó en tono cuidadoso.

Josep estuvo tentado de decirle que había estado a punto de llevar él mismo la gorra roja, pero negó con la cabeza y dijo:

– No.

– Bien hecho. Por Dios, los españoles no tenéis peor enemigo que vosotros mismos cuando os da por pelearos.

Josep estuvo a punto de tomarlo como una ofensa, pero, al fin y al cabo, ¿no era cierto? Se contentó con decir que la guerra civil era muy dura.

– ¿A qué vienen todos esos muertos? -preguntó el hombre.

Josep se encontró dándole una lección de historia de España a aquel granjero. Durante mucho tiempo, sólo a los hijos primogénitos de los reyes se les había permitido heredar la corona. Antes de nacer Josep, el rey Fernando VII, tras ver cómo tres esposas se le morían sin descendencia, tuvo dos hijas seguidas de su cuarta esposa y persuadió a las cortes para que cambiaran la ley, de modo que pudiera designar como futura reina a su primera hija, Isabel. Eso había enloquecido de rabia a su hermano menor, el infante Carlos Maria Isidro, que hubiera heredado el trono en el caso de que Fernando no dejara sucesor.

Le contó que Carlos se había rebelado y había huido a Francia, mientras que en España sus fieles conservadores se habían unido para formar una milicia armada que desde entonces no había dejado de luchar.

Lo que no explicó Josep fue que él mismo había decidido huir de España por culpa de aquel conflicto y que eso le había costado los cuatro años más solitarios de su vida.

– Me trae sin cuidado de quién sea el culo real que se sienta en el trono -dijo con amargura.

– Ah, sí, ¿de qué le sirve a un hombre común y sensato preocuparse por esas cosas?

El granjero le vendió a muy buen precio un pequeño queso de bola hecho con leche de sus vacas.

Cuando echó a andar por los Pirineos, el paso alto resultó ser poco más que un sendero estrecho y retorcido que no hacía sino subir y bajar una y otra vez. Josep era una mota en la vastedad infinita. Las montañas se alargaban ante él, salvajes y reales, picos agudos y marrones cuyas cumbres blancas se fundían en el azul antes del horizonte. Había pinares poco densos, interrumpidos por riscos pelados, rocas tumbadas, tierra retorcida. A veces, en puntos de mucha altitud, se detenía a mirar, como si estuviera soñando, la increíble vista que se le revelaba. Temía a los osos y a los jabalíes, pero no se topó con ningún animal; una vez, desde lejos, vio dos grupos de ciervos.

El primer pueblo al que llegó no era más que un pequeño racimo de casas. Josep pagó una moneda por dormir en el suelo de la cabaña de un cabrero, cerca del fuego. Pasó una noche desgraciada por culpa de unos bichitos negros que se cebaron en él a placer. Al día siguiente, mientras caminaba, se iba rascando una docena de picaduras.

El segundo y el tercer pueblo eran mejores, más grandes. Durmió una noche cerca de una estufa de cocina y la siguiente en el banco de trabajo de un zapatero remendón, sin bichos y con el fuerte y recio aroma de cuero en las narices.

La cuarta mañana arrancó pronto y con energías, consciente de la advertencia que le había hecho el granjero. En algunas zonas era difícil seguir el sendero, aunque, tal como le había dicho aquel hombre, sólo un breve espacio, en la parte más alta, estaba cubierto de nieve. Josep no estaba acostumbrado a la nieve y no le gustaba. Imaginaba que se partía una pierna y moría congelado o de hambre en aquella horrible extensión blanca. De pie sobre la nieve hizo una única comida fría con su atesorado queso y se lo tragó todo como si ya muriera de hambre, permitiendo que cada valioso bocado se le deshiciera, delicioso, en la boca. Sin embargo, ni murió de hambre ni se partió una pierna; la nieve, poco profunda, frenó su marcha pero no supuso mayor apuro.

Le parecía que las montañas azules seguirían desfilando eternamente por delante de él.

No vio a sus enemigos, los carlistas con sus gorras rojas.

No vio a sus enemigos, las tropas gubernamentales.

Ni vio a ningún francés o español, y no tuvo ni idea de dónde estaba la frontera.

Seguía marchando por los Pirineos, como una hormiga sola en el mundo, cansado y ansioso, cuando la luz del día empezó a flojear. Sin embargo, antes del anochecer llegó a un pueblo en el que encontró a unos ancianos sentados en un banco frente a la posada, junto a dos jóvenes que lanzaban palos a un famélico perro amarillo que ni siquiera se movía.

– Ve a buscarlo, vago de mierda -gritó uno de ellos. Las palabras sonaron en la variedad de catalán propia de Josep, y así supo que estaba cerca de España.