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Se sentó en el banco de la viña bajo el sol alimonado de principios de primavera con los ojos cerrados, obligando a su mente a trabajar, esforzándose por encontrar la salida de aquel pánico que le paralizaba el pensamiento.
Uno: ¿estaba seguro de que aquel hombre era Peña?
Lo estaba. Lo estaba.
Dos: ¿Peña lo había visto a él, y lo había reconocido?
Aunque con reticencias, Josep decidió que debía dar por hecho que Peña lo había visto. No podía permitirse el lujo de creer en la casualidad. Lo más probable era que Peña hubiera ido a la competición de Sitges con la esperanza de atisbarlo. Tal vez se hubiera enterado de algún modo de que Josep Álvarez había regresado a Santa Eulalia y necesitara determinar si se trataba del mismo Josep Álvarez al que había conocido y entrenado, al que llevaba tiempo buscando, el único de los muchachos del pueblo que se le había escapado.
«Escapado, de momento», se dijo Josep, desanimado.
De momento.
Tres: bueno. Alguien iría en su busca.
Cuatro: ¿qué opciones tenía?
Recordó lo terrible que había sido sentirse perseguido, sin hogar, deambulando.
Pensó que tal vez pudiera vender el vino, conseguir dinero en metálico y pagarse un billete en una diligencia de pasajeros en vez de tener que huir en el vagón de carga.
Pero sabía que no le iba a dar tiempo.
No podía pedir a Maria del Mar y Francesc que huyeran con él y compartieran su vida de fugitivo. Sin embargo, si los dejaba atrás, su vida sería un desconsuelo. Dio un respingo sólo de pensar en el dolor que provocaría a Marimar un nuevo abandono.
Sólo le quedaba una opción.
Recordó la lección que Peña había logrado enseñarle: cuando es necesario matar, cualquiera puede hacerlo. Cuando es en verdad necesario, matar se vuelve muy fácil.
El LeMat estaba tal como lo había dejado, detrás de un saco de grano bajo el alero del ático. Sólo cuatro de sus nueve cámaras estaban cargadas y Josep no tenía más pólvora. Así que tendría que arreglárselas con cuatro tiros y un cuchillo bien afilado.
Para sobrevivir al miedo, se entregó ciegamente al trabajo, que siempre había sido su mejor remedio cuando se enfrentaba a algún problema. Trabajó sin cesar para levantar un trozo más del muro de piedras que recorría el lateral inacabado de la bodega, y a última hora de la tarde pasó a la poda de sus vides. Tenía siempre a mano el LeMat, aunque no esperaba que Peña desfilara por el pueblo y le atacara a plena luz del día.
Al llegar el crepúsculo, la penumbra reunida en torno a la casa contribuyó a magnificar su miedo, así que sacó el LeMat y subió al monte, hasta un lugar que, a la clara luz de la luna, le permitía ver el trozo del sendero que llegaba hasta su viña. Casi daba gusto estar sentado allí, hasta que se dio cuenta de que, si llegaba alguien, lo más probable era que no lo hiciera por el camino. Lo más fácil era que alguien formado por Peña rodeara el pueblo para acercarse desde la colina. Josep se dio la vuelta y miró ladera arriba, sintiéndose expuesto y desprotegido.
Al fin regresó a la casa en busca de mantas y se las llevó a la bodega, donde las extendió junto a los toneles de vino y cerca de la carretilla, llena de arcilla del río. Se tumbó con la cabeza entre los ejes de la carreta, pero al poco rato notó que las piedras del suelo se le clavaban en la espalda y que la bodega era un dormitorio gélido, adecuado para el vino, pero inhóspito para la carne humana. Además, se le ocurrió que, si se presentaba algún problema, no parecía sabio enfrentarse a él como un animal acobardado en un agujero en la tierra.
De modo que cogió sus mantas y el arma y regresó nervioso a casa, donde se metió en la cama en busca de un descanso limitado e inquieto.
La calidad del sueño no varió durante las dos noches siguientes. Al alba de la tercera logró al fin alcanzar un sueño más profundo, pero al rato lo despertó una llamada a la puerta.
Consiguió ponerse los pantalones de trabajo y, sosteniendo el arma, bajó por la escalera de piedra mientras el reloj francés daba las cinco, su hora normal para despertarse. Intentó obligarse a pensar con claridad.
Se dijo que un asesino no llamaría a la puerta.
¿Era Marimar? ¿Y si el niño estaba enfermo otra vez?
Pero no conseguía atreverse a abrir la puerta.
– ¿Quién es?
– ¡Josep! ¡Josep! Soy Nivaldo.
Tal vez hubiera alguien detrás de él, con un arma en la mano.
Descorrió el cerrojo de la puerta, abrió apenas una rendija y miró hacia fuera, pero el cielo estaba nublado y aún era de noche, de modo que casi no se veía nada. Nivaldo metió una mano temblorosa por la rendija y le agarró la muñeca.
– Ven -le dijo.
Nivaldo meneaba la cabeza y se negaba a responder a sus preguntas mientras se apresuraban por el sendero y cruzaban la plaza. Apestaba a coñac. Antes de conseguir abrir la puerta de su tienda, chocó varias veces la llave con la cerradura.
Cuando Nivaldo rasgó una cerilla para encender la lámpara, Josep vio una botella vacía en el mostrador y luego descubrió de inmediato la causa del nerviosismo de su amigo.
El hombre estaba tumbado en el suelo, como si durmiera, pero era evidente que no se iba a despertar, por el forzado ángulo en que estaba doblado su cuello.
– Nivaldo -dijo Josep con suavidad.
Cogió la lámpara que sostenía el otro y se agachó sobre el cuerpo del suelo.
Peña estaba junto a la silla en que se había sentado, ahora caída por el suelo. No parecía el próspero hombre de negocios que Josep había creído ver en el mercado de Sitges; más bien, un soldado muerto, vestido tal como lo recordaba Josep, con su ropa de trabajo raída, botas militares de piel buena pero gastadas y una navaja enfundada en el cinto. Tenía los ojos cerrados. La cabeza colgaba en un ángulo imposible de noventa grados y un moratón enorme recubría todo un lado del cuello, de un color morado, casi negro, como el de las uvas Tempranillo, con una herida abierta en carne viva y llena de sangre coagulada.
– ¿Quién se lo ha hecho?
– Yo -respondió Nivaldo.
– ¿Tú? ¿Cómo?
– Con esto.
Nivaldo señaló una gruesa barra de hierro, apoyada en la pared. Siempre había formado parte de la tienda; el mismo Josep la había usado más de una vez para ayudar a Nivaldo a abrir un tonel de harina o una caja de café.
– Nada de preguntas ahora. Tienes que sacármelo de aquí.
– ¿Adónde lo llevo? -preguntó Josep, como un estúpido.
– No lo sé. No lo quiero saber, no lo quiero saber -dijo Nivaldo, enloquecido. Estaba medio borracho-. Te lo tienes que llevar ahora mismo. Yo he de limpiar todo y dejar cada cosa en su sitio antes de que empiece a entrar gente por esa puerta.
Ofuscado, Josep se lo quedó mirando.
– ¡Josep! ¡Te he dicho que lo saques de aquí!
El carro y la mula eran demasiado ruidosos. Se fue corriendo a casa. La carretilla estaba llena de arcilla en la bodega, pero la que había heredado de Quim, más grande, estaba vacía. Las ruedas oxidadas chirriaron en cuanto la movió, así que se vio obligado a perder un tiempo precioso en engrasarla antes de poderla empujar hasta la tienda entre la oscuridad.
Envolvieron a Peña en una manta sucia y luego Nivaldo lo agarró por los pies y Josep por los hombros. Como su cuerpo tenía ya la rigidez de la muerte, al soltarlo en la carretilla estaba tan tieso que quedó apoyado en el borde, de donde era fácil que se cayera. Josep le empujó por la cintura y, pese a la rigidez, encontró la flexibilidad suficiente para conseguir que las nalgas se encajaran en la cavidad de la carretilla.
Nivaldo entró en la tienda y cerró la puerta, y Josep se fue empujando su carga.
Todavía estaba bastante oscuro, pero los trabajadores de las viñas de todo el pueblo empezaban ya a abandonar la cama, y Josep agonizó de preocupación al pensar en la posibilidad de encontrarse con alguien que se hubiera levantado pronto y estuviera dispuesto a pasar cinco minutos de charla. En más de una ocasión había visto a Quim Torras empujar alegre y ruidosamente a su rollizo amor sacerdotal con aquella misma carretilla, dando vueltas y vueltas a la plaza. Pasó por delante de la casa de Eduardo tan rápido como pudo, muy consciente de cada ruido que producía. Las ruedas engrasadas ya no chirriaban, pero al ser de metal emitían un tintineo suave y rápido sobre los adoquines de la plaza y, una vez superada la zona pavimentada, hacían volar los guijarros del camino.
Cuando pasó por las tierras de Ángel, grajo un cuervo y el perro del alcalde, sucesor del que una vez fuera engañado por Josep, muerto tiempo ha, soltó sus alocados ladridos.
Cállate, cállate, cállate.
Avanzó aún más deprisa y al fin entró en su viña con gran alivio, pero de repente se detuvo.
¿Y ahora?
Aún faltaban horas para la primera luz grisácea del día, pero si Josep había de cumplir con la extraña responsabilidad que le había adjudicado Nivaldo, no podía enterrar el cuerpo en un lugar poco profundo o descuidado. Tampoco sabía cómo cavar una tumba si en cualquier momento podía acercarse alguien por el camino que llevaba al río o podía acudir Marimar en su busca.
Tenía que encontrar la manera de hacer que Peña desapareciera de la vista.
Llegó a la bodega, abrió la puerta y empujó la carretilla hasta dentro.
Cuando encontró la lámpara en la oscuridad y encendió una cerilla, ya sabía lo que había que hacer.
Metió las manos por debajo de los hombros de Peña y arrastró el cuerpo para sacarlo de la carretilla. El hueco curvo de la pared de piedra que en otro tiempo le había parecido como un armario brindado por la naturaleza ya no iba a contener estantes llenos de botellas de vino. Peña era un hombre alto y musculoso, de modo que Josep gruñó mientras lo encajaba de pie en aquel hueco, con la espalda apoyada en la suave pared de piedra, la cabeza suelta y la parte alta del pecho rozando una piedra nudosa que salía hacia la pared contraria, más burda. El cuerpo seguía algo doblado por la cintura, pero Josep no andaba buscando precisamente su mejor compostura.
La tarde anterior había añadido agua a la arcilla del río que había en su carreta, pero a la luz de la linterna vio que la superficie se había secado y estaba llena de grietas. Le echó el agua que conservaba para beber en un cántaro en la bodega y la amasó con la pala; mezcló la capa superficial con el interior, más húmedo. Luego llenó un cubo de arcilla, cogió un poco con la llana y lo extendió al borde del hueco. Buscó una buena piedra grande, la apretó contra la arcilla y la emparejó con otra, sirviéndose de la llana con pericia para retirar el exceso de barro en la junta, trabajando con la misma lentitud y el mismo cuidado que había aplicado para construir la pared de piedras en las demás partes de la bodega.
Después de levantar tres capas de piedras desde la parte baja del hueco, la más alta llegaba a la altura de las rodillas de Peña. Josep cogió la carretilla de Quim y salió de la bodega para recoger el montón de tierra excavada que había pensado en esparcir por el camino. Mientras llenaba la carretilla, las primeras luces del alba iluminaron el cielo.
Ya de vuelta en la bodega, echó a paladas la gravilla por detrás del cuerpo. Tiró de él para que no quedara apoyado en la pared y colocó el relleno, echándolo con cuidado por los lados de las piernas; luego lo apisonó con firmeza para que Peña permaneciera como un muerto en pie, algo torcido pero sostenido en alto como un árbol por la tierra que rodea las raíces.
Luego empezó a colocar piedras de nuevo.
La pared llegaba ya casi a la altura de la cintura de Peña cuando Josep oyó la clara y aguda voz que sonaba al otro lado de la puerta.
– Josep.
Francesc.
– Josep, Josep.
El niño lo buscaba a voces.
Dejó de trabajar en la pared, se incorporó y escuchó. Francesc seguía llamándolo, pero la voz menguó enseguida y luego desapareció. Unos instantes después, Josep volvía a colocar piedras.
A medida que iba creciendo la pared, más o menos a cada metro, Josep añadía grava de relleno hasta llegar a la última fila de piedras que hubiera colocado, y luego la presionaba. Cuando se vació la carretilla de grava, salió con mucha cautela pero no vio a nadie bajo el brillante sol del mediodía y pudo llenarla y regresar con ella a la fría oscuridad, iluminada apenas por su lámpara.
Trabajaba con metódica severidad para rellenar el espacio y levantar la pared, despreciando el hambre y la sed. Parecía que la tierra ascendiera en torno al cadáver como una lenta marea; costaba mucho llenar una tumba, por muy vertical que fuera. Josep intentaba no mirar al sargento Peña. Cuando no podía evitarlo, veía la cabeza apoyada en el hombro derecho, tapando así el horrendo moratón y la herida del cuello. No quería fijarse en el punto de calvicie propio de la mediana edad ni en los pocos cabellos plateados; eso hacía de Peña alguien demasiado humano, una víctima. Dadas las circunstancias, Josep prefería recordarlo como un cabrón asesino.
Para cuando llegó a la altura de los hombros trabajaba ya más despacio, subido a una escalerilla. Añadió una hilera más de piedras a la pared y luego echó con la pala algo de tierra mezclada con grava. Los guijarros y la arena taparon el cabello ralo y negro de Peña y escondieron para siempre la coronilla calva. Josep enterró la cabeza, añadió unos centímetros más de tierra y la apisonó.
La pared nueva llegaba sólo hasta un metro por debajo del techo de piedra cuando se le acabó la arcilla, pero ahora ya le parecía que podía salir a buscar más con una tranquilidad razonable, pues si alguien entraba en la bodega, no vería nada extraño.
Al salir vio por el sol que ya llegaba el fin de la tarde. Estaba sin comer ni beber desde el día anterior y, al bajar con la carretilla de Quim por el camino que llevaba hacia la viña de Marimar, se sintió aturdido y mareado.
Se arrodilló en la orilla del río y se lavó las manos. Se puso a beber agua fría sin parar y notó que las manos le sabían a arcilla, pero no le dio importancia. Se salpicó agua a la cara y luego echó una larga meada junto a un árbol.
La orilla de donde recogía el fango quedaba a cierta distancia del final del camino, corriente abajo, y una espesa maleza impedía el paso. Josep se quitó los zapatos, se enrolló las perneras del pantalón y empujó la carreta por el río, poco profundo. Tuvo que subirlo a pulso sobre algunas piedras, pero al poco rato lo estaba llenando de arcilla.
De vuelta, cuando pasaba por la viña de Marimar, salió ella desde detrás de su casa y lo vio empujar una carga más de barro o piedras del río, como tantas otras veces. Lo saludó con una sonrisa y Josep se la devolvió, pero no se detuvo.
Ya en sus tierras, cargó también grava para rellenar y luego volvió al trabajo, resuelto y con firmeza.
Sólo paró una vez. Siguiendo un impulso, bajó de la escalerilla y se acercó al LeMat, que descansaba en un tonel. Cogió el arma, la metió encima de la última capa de relleno y añadió varias paladas de grava.
Cuando el relleno de tierra llegó al fin hasta el techo, colocó las últimas piedras, remozó con finura el emplasto de arcilla con la llana y se bajó de la escalera.
La pared rocosa empezaba a la izquierda de la puerta y se extendía hasta el punto en que pasaba a ser un muro de piedras, donde antes había un hueco. El muro se alzaba unos tres metros hasta el techo, también rocoso, trazaba una curva hacia la derecha para tapar toda la extensión de la bodega y luego volvía a torcerse. Así, todo el lado derecho estaba alineado por piedras salvo por una estrecha sección cerca de la puerta, aún sin terminar.
Toda la mampostería parecía regular, de modo que la bodega exudaba inocencia cuando Josep la examinó a la luz de la lámpara.
– Todo tuyo -dijo en voz alta, tembloroso.
Cuando cerró la puerta al salir, no sabía si se lo había dicho a uno de los pequeñajos o a Dios.