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En Santa Eulalia, Josep veía a Teresa Gallego donde quiera que mirase. Se llevaban un año de diferencia. Cuando eran pequeños, Teresa era una más entre los muchos críos que correteaban por el pueblo y que empezaron a trabajar en las tierras siendo aún muy jóvenes. Su padre, Eusebi Gallego, tenía una hectárea arrendada y a duras penas se ganaba la vida cultivando uva blanca. Josep la había visto siempre por ahí, pero no la registró en su conciencia, a pesar de lo pequeño que era el pueblo, hasta los siete años. Prieta para su edad, pero rápida y fuerte, era la mascota de los castellers de Santa Eulalia. Joven favorita de la comunidad, era la criatura que todos hubieran escogido -¡si llega a ser varón!- para coronar la estructura humana de los castellers que, vestidos con camisa verde y pantalón rojo, honraban en ocasiones públicas a Dios y a Cataluña alzándose hacia el cielo sobre el soporte recíproco de sus hombros.
Había quien decía que los castellers recuperaban la figura de la ascensión de Cristo. Mientras los músicos tocaban antiguas canciones con sus tambores y ese oboe tradicional catalán al que llaman gralla, aparecía primero un cuarteto de hombres fornidos. Envueltos en fajines con una apretura de ahogo para reforzar la espalda y el abdomen, los rodeaban cientos de entusiastas voluntarios, una multitud que se apretujaba con ellos y los sostenía, docenas de manos que los mantenían en su lugar para reforzar la firmeza de la base, que en la jerga de los castellers se llamaba baixos. Otros cuatro hombres fuertes se aupaban sobre los primeros, con los pies descalzos apoyados en sus hombros. Luego subían otros cuatro, y aún cuatro más. Así seguían hasta lograr ocho capas de hombres, cada una algo más ligera que la anterior porque también era menor el peso que iba a soportar. Los niveles superiores estaban conformados por jóvenes y el último en ascender el castillo era un niño al que llamaban enxaneta, la cumbre.
La pequeña Teresa Gallego era fuerte y ágil como un mono, mucho mejor que cualquier chico del pueblo cuando se trataba de ascender. Asistía a todos los ensayos de los castellers porque su padre, Eusebi, aportaba su impagable fuerza en el cuarto nivel. Aunque una mujer no podía subir a la cumbre, la pequeña Teresa era querida y admirada y a veces le permitían coronar el quinto nivel durante los ensayos; escalaba una altura de cuatro cuerpos como si cada uno de ellos fuera una escalera, pisando pantorrillas, nalgas, espaldas, brazos estirados, sin hacer ningún movimiento brusco que provocara el cimbreo del castillo, aunque a menudo se cimbreaba igualmente y se estremecía mientras ella subía. Una rápida orden de retirada voceada por el director del grupo desde el suelo la obligaba a bajar, deslizándose de nuevo sobre las espaldas y los brazos mientras el castillo temblaba y se torcía. Una vez, en un ensayo, se desplomó la estructura y ella cayó al suelo, como una pequeña fruta humana desprendida entre los golpes sordos de los duros cuerpos de los adultos. La caída le provocó lesiones menores, pero Dios la protegió de cualquier daño importante.
Aunque se sabía que era la mejor escaladora entre los niños, en los espléndidos momentos de éxito en público durante las apariciones de los castellers programadas en festivales, siempre subía algún muchacho más lento y menos talentoso para alcanzar lo más alto, convirtiéndose en el noveno nivel tras subir por la última espalda del octavo y levantar un brazo en señal de victoria, convertido en la cumbre, como la guinda de un pastel de muchas capas, mientras la muchedumbre lanzaba vítores enloquecidos. En esos momentos, Teresa permanecía firme en la tierra y miraba hacia arriba con frustración y anhelo, al tiempo que la música de los tambores y las grallas le provocaba escalofríos y todo el castillo humano se deshacía triunfante hacia abajo, victorioso y perfectamente ordenado, capa a capa.
Teresa ascendió en los ensayos durante sólo dos años. A mitad de la segunda temporada, su padre empezó a dar signos de precoz flaqueza de salud y cada vez le costaba más aguantar el peso en la torre. Fue reemplazado y Teresa dejó de ir a los ensayos. Había ido perdiendo encanto a medida que crecía y ya no era la niña mimada por todos, pero Josep seguía estudiándola de lejos.
No tenía ni idea de por qué la encontraba tan interesante. La vio cambiar desde la infancia a medida que se iba volviendo alta y fuerte. Al cumplir los dieciséis años tenía el pecho pequeño, pero su cuerpo era femenino, y Josep empezó a mirarla fijamente cuando creía que ella no se daba cuenta; rápidos vistazos a las piernas cuando la veía encajar el borde de la falda en la cintura para que no la ensuciaran las vides. Ella sabía que Josep la observaba, pero nunca hablaron.
Entonces, ese mismo año, el día de Santa Eulalia, se encontraron los dos junto a la forja del herrero viendo pasar la procesión.
Había una cierta controversia con respecto al día de la patrona, pues había dos santas llamadas Eulalia: la patrona de Barcelona y santa Eulalia de Mérida. No se ponían de acuerdo al respecto de cuál de ellas había dado su nombre al pueblo. Ambas habían sido mártires y habían sufrido muertes agónicas por su fe. Santa Eulalia de Mérida era el 10 de diciembre, pero el pueblo celebraba sus fiestas el 12 de febrero, día de la patrona de Barcelona, sólo porque esta ciudad quedaba más cerca que Mérida. Algunos aldeanos terminaban mezclando en sus mentes los estimables poderes de ambas santas para crear una santa Eulalia propia, resultado de una combinación más poderosa que cualquiera de las otras dos. La Eulalia del pueblo era la santa patrona de toda una serie de cosas: la lluvia, las viudas, los pescadores, la virginidad y la protección contra los abortos espontáneos. Uno podía rezarle a santa Eulalia por casi todos los problemas importantes de la vida.
Cincuenta años antes, algunos habitantes del pueblo habían observado que los restos de una de esas Eulalias estaban enterrados en la catedral de Barcelona, mientras que los adeptos de Mérida tenían reliquias de su santa en la basílica de su iglesia. Los habitantes de Santa Eulalia también querían honrar a su santa, pero no tenían reliquia alguna, ni siquiera un simple hueso de un dedo, así que juntaron sus precarios ahorros y encargaron una estatua para su iglesia. El escultor al que contrataron se dedicaba a esculpir lápidas y era un hombre de talento limitado. La estatua le quedó larga y torpe, con un feo rostro de disgusto que la hacía muy humana, pero estaba pintada con colores brillantes y el pueblo se enorgullecía de ella. Cada día de Santa Eulalia, las mujeres vestían a la santa con una bata blanca adornada por muchas campanillas de sonido agudo. Los hombres más fuertes de la región, incluidos aquellos que conformaban la base de las torres humanas, llevaban la estatua a empujones hasta una plataforma cuadrada, hecha de sólidos tablones. Mientras los hombres de la parte frontal de la plataforma caminaban hacia delante entre gruñidos y gemidos, los de la parte trasera caminaban de espaldas: iban despacio y se tambaleaban de un extremo a otro del pueblo para dar luego dos vueltas a la plaza mientras las campanillas de la estatua tañían su santa aprobación. Los niños y los perros se perseguían tras la estela de la plataforma. Berreaban los críos, los perros ladraban entre la marea de aplausos que señalaba el avance de Santa Eulalia, procedente de una multitud de gente que había acudido vestida de domingo, algunos de ellos desde distancias considerables, para unirse a las fiestas y rendir homenaje a la santa.
Josep era muy consciente de que la chica estaba a su lado. Ambos permanecían sin hablar, él con la vista decididamente fija en un edificio del otro lado de la estrecha calle para no mirarla a ella; tal vez Teresa estuviera tan embrujada como él. Cuando quisieron darse cuenta de que se acercaba la santa, ya casi se les había echado encima. La calle era muy angosta en esa parte. Apenas quedaban unos pocos centímetros a cada lado de la plataforma, que a veces rozaba estrepitosamente las paredes de piedra de los edificios hasta que sus portadores conseguían hacer las mínimas correcciones necesarias para pasar limpiamente.
Josep miró hacia delante y vio de inmediato que más allá de la forja la calle se ensanchaba, aunque ya estaba ocupada por una multitud de mirones.
– Señorita -dijo para avisarle, dirigiéndose a ella por primera vez.
En la pared de la forja del herrero había un hueco estrecho, y Josep, tomando a la chica del brazo, la empujó hacia allí y se apretó con ella justo cuando la plataforma pasaba a su altura. Si llegan a estar todavía al nivel de la calle, el peso brutal de la plataforma los hubiera aplastado y machacado. Pese a estar refugiados, notó que el borde de la plataforma le rozaba el pantalón en la parte trasera de los muslos. Si alguien le daba un empujón, podían lesionarse.
Sin embargo, apenas se daba cuenta del peligro. Estaba apretujado contra el cuerpo de la chica, tan cerca de ella, increíblemente consciente de todas sus sensaciones.
Por primera vez le examinó la cara de cerca y sin verse obligado a apartar la mirada a los dos segundos. Se dijo que nadie la tomaría por una de las famosas bellezas del mundo. Sin embargo, para él su cara era incluso algo mejor que eso.
Tenía los ojos de un tamaño corriente, de un marrón suave; las pestañas eran largas, las cejas amplias y oscuras. La nariz, pequeña y recta, con las fosas finas. Los labios eran gruesos; el superior, rasgado. Los dientes, fuertes y blancos, más bien grandes. Olió el ajo que Teresa había comido. Tenía una barbilla muy agradable. Bajo la mandíbula, en el lado izquierdo, había un lunar marrón casi redondo y Josep quiso tocarlo.
Quería tocar todo lo que veía.
Ella no pestañeó. Sus ojos se encadenaron. No había nada más que mirar.
Santa Eulalia ya había pasado. Josep dio un paso atrás. Sin decir palabra, la chica se escabulló y huyó calle abajo.
Josep se quedó quieto, sin saber adónde mirar, seguro de que todo el vecindario lo observaba fijamente por haber apretado su endurecida virilidad contra la pureza de aquella hembra. Pero cuando alzó los ojos avergonzados y miró en derredor, vio que nadie lo estaba mirando con ningún interés ni parecía haberse dado cuenta de nada, así que procedió a alejarse también de allí.
Durante las semanas siguientes evitó a la niña, incapaz de enfrentarse a su mirada. Pensó que era inevitable que ella no deseara tener nada que ver con él. Lamentó amargamente haber ido a la forja el día de la santa, hasta que una mañana Teresa Gallego y él se encontraron en el pozo de la plaza. Mientras iban sacando agua se pusieron a hablar.
Se miraron a los ojos y pasaron mucho rato hablando, en voz baja y con seriedad, como corresponde a dos personas unidas por santa Eulalia.