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Exactamente una semana después del regreso de Josep, su hermano Donat acudió a la masía con su mujer, Rosa Sert. Llevaba en la cara una curiosa mezcla de bienvenida y recelo. Donat siempre había sido rollizo, pero ahora le colgaba la papada bajo la mandíbula y el abdomen se le había hinchado como si tuviera levadura. Josep se dio cuenta de que Donat sería pronto un hombre gordo de verdad.
Su hermano mayor, un semidesconocido que vivía en la ciudad.
Intercambió besos con ambos. Rosa era baja y rellena, una mujer de aspecto agradable. Lo miraba todo con atención, pero le dedicó una sonrisa tentativa.
– Papá dijo que te habías hecho soldado, probablemente en el País Vasco -dijo Donat-. ¿No era ése el propósito de aquel grupo de cazadores? ¿Formarte como soldado?
– Luego no salió así.
Josep no ofreció explicaciones, pero sí les habló de sus cuatro años de trabajo en el Languedoc. Sirvió un trago, lo último que le quedaba en la bota que se había llevado de Francia, y ellos devolvieron el cumplido con vin ordinaire, aunque ya hacía tiempo que estaba picado.
– ¿Así que trabajas en una fábrica textil? ¿Te gusta el trabajo?
– Lo suficiente. Da dinero dos veces al mes, haya granizo o sequía, o cualquier otra calamidad.
Josep asintió.
– Es bueno tener ingresos fijos. ¿Y en qué consiste tu trabajo?
– Ayudo a un operario que se encarga de vigilar los carretes de los que obtienen el hilo los telares. Si se rompe el hilo, lo reanudamos con nudos de tejedor. Cambio los carretes antes de que se les acabe el hilo. Es una fábrica grande, con muchos telares que funcionan con vapor. Hay posibilidades de prosperar. Espero llegar a ser algún día mecánico de los telares o de las máquinas de vapor.
– ¿Y tú, Rosa?
– ¿Yo? Examino la ropa y remiendo los defectos. Me ocupo de las manchas, y cosas por el estilo. A veces hay una imperfección o un agujerillo, y entonces uso aguja e hilo para zurcirlo y que no se vea.
– Tiene mucha maña -dijo Donat con orgullo-, pero a las mujeres hábiles les pagan menos que a un hombre torpe.
Josep asintió. Hubo una tregua momentánea.
– Bueno, ¿y ahora qué vas a hacer tú? -preguntó Donat.
Josep sabía que debían de haberse dado cuenta de que el cartel de En venta había desaparecido.
– Cultivar uvas. Hacer vino para vinagre.
– ¿Dónde?
– Aquí.
Los dos lo miraron horrorizados.
– Gano menos de dos pesetas al día -dijo Donat-. Durante dos años cobraré sólo media paga mientras aprenda el oficio, y necesitaré dinero. Voy a vender la tierra.
– Y yo la voy a comprar.
Donat tenía la boca abierta y Rosa los labios tan apretados que su boca se reducía a una línea de preocupación.
Josep dio explicaciones con toda la paciencia posible.
– Sólo hay una persona que quiera comprar esta tierra: Casals, que te daría un precio de pacotilla. Y de esa calderilla del alcalde, un tercio me corresponde a mí en tanto que hijo menor.
– Papá siempre lo dejó claro. ¡Todo el viñedo era para mí!
Era cierto que siempre lo había dejado claro.
– La tierra te correspondía sin reparto porque sólo una familia puede vivir de ella cultivando uvas para hacer vinagre. Pero padre no te dejó la tierra para que pudieras venderla, como sabes. Como sabes bien. Como sabes perfectamente y sin ninguna duda, Donat. -Se clavaron las miradas y fue su hermano quien la desvió primero-. De modo que debe aplicarse la regla: dos tercios para el primogénito, uno para el segundo. Te pagaré a un buen precio, mejor que Ángel Casals. A esa suma le restaremos un tercio, porque no te voy a pagar por lo que ya es mío.
– ¿Y de dónde vas a sacar el dinero? -preguntó Donat, en voz demasiado baja.
– Venderé la uva, como siempre hizo padre. Te haré un pago cada tres meses hasta que haya cubierto el total.
Se quedaron los tres sentados en silencio, mirándose.
– Durante mis cuatro años de duro trabajo en Francia he ahorrado la mayor parte de mi salario. Te puedo dar el primer pago ahora mismo. Durante mucho tiempo, cada tres meses tendrás un ingreso extraordinario. Sumado a lo que podáis ganar entre los dos, las cosas os resultarán más fáciles. Y la tierra seguirá perteneciendo a la familia Álvarez.
Donat miró a Rosa y ésta se encogió de hombros.
– Tienes que firmar un papel -dijo a Josep.
– ¿Un papel? ¿Por qué? Esto es un asunto entre hermanos.
– Aun así, hay que hacerlo de la manera adecuada -dijo, con tono decidido.
– ¿Desde cuándo se necesita un papel entre hermanos? -preguntó Josep a Donat. Se dejó llevar por el enfado-. ¿Por qué razón tendrían que dar dinero dos hermanos a un leguleyo?
Donat guardó silencio.
– Estas cosas se hacen así -insistió Rosa-. Mi primo Carles es abogado y se encargará de los papeles por muy poco dinero.
Los dos se miraron con terquedad, y esta vez fue Josep quien desvió la mirada y se encogió de hombros.
– Muy bien. Pues traedme el maldito papel -respondió.
Volvieron al domingo siguiente. El documento era un papel blanco y terso, de aspecto importante. Donat lo sostuvo como si fuera una serpiente y se lo pasó, aliviado, a Josep.
Intentó leerlo, pero estaba demasiado nervioso e irritado: las palabras de aquellas dos páginas le flotaban ante los ojos y supo qué debía hacer.
– Esperadme aquí -dijo en tono cortante.
Los dejó sentados a la mesa que él todavía consideraba propiedad de su padre.
Nivaldo estaba en su piso, encima de la tienda, con el periódico El Cascabel abierto. Los domingos no abría el negocio hasta que terminaba la misa, cuando se acercaban los feligreses a comprar víveres para toda la semana. Tenía el ojo malo cerrado y achinaba ferozmente el otro ante el periódico, como hacía siempre que leía algo. A Josep le recordaba a un halcón.
Josep no había conocido a ningún hombre más listo que Nivaldo. Lo consideraba capaz de llegar a ser cualquier cosa que se propusiera. Una vez le había dicho que no recordaba haber ido a la escuela. La misma semana de 1812 en que los británicos forzaban a José Bonaparte a abandonar Madrid, Nivaldo había huido de los campos de azúcar de su Cuba natal. A sus doce años, se escondió en un bote que partía hacia Maracaibo. Fue gaucho en Argentina y soldado en el Ejército español, del cual -según había confesado a Josep su padre- había desertado. Había trabajado en barcos veleros. Por algún comentario enigmático que hacía de vez en cuando, Josep estaba seguro de que Nivaldo había sido corsario antes de instalarse como tendero en Cataluña. Josep no sabía dónde aquel hombre había aprendido a leer y escribir, pero ambas cosas se le daban tan bien que había podido enseñar a Josep y a Donat cuando eran pequeños; sentados a su mesita, les daba clases interrumpidas a veces por algún cliente que entraba en la tienda en busca de un pedazo de chorizo o unas tajadas de queso.
– ¿Qué pasa, Nivaldo?
El hombre suspiró y plegó El Cascabel.
– Son malos tiempos para el Ejército del Gobierno, que ha sufrido una de sus peores derrotas. Tras una batalla en el norte, los carlistas han tomado dos mil prisioneros entre sus tropas. Y hay problemas en Cuba. Los americanos están regalando armas y provisiones a los rebeldes. Los americanos casi pueden mear en Cuba desde Florida, y no se contentarán hasta que la isla sea suya. No soportan que una joya como Cuba se dirija desde un país tan lejano como España. -Plegó El Cascabel-. Bueno, ¿qué te trae por aquí? -preguntó, malhumorado.
Josep adelantó la mano con el papel del abogado.
Nivaldo lo leyó en silencio.
– Ah, compras la viña. Está muy bien.
Volvió a leer el documento y lo estudió de nuevo desde el principio. Luego suspiró.
– ¿Lo has leído?
– La verdad es que no.
– Jesús. -Se lo devolvió-. Léelo con cuidado. Y luego, lo vuelves a leer.
Esperó con paciencia hasta que Josep lo hubo terminado, y entonces cogió el papel.
– Aquí. -Su índice torcido señalaba un párrafo-. Su abogado dice que, si te saltas un solo pago, Donat recupera la tierra y la masía.
Josep gruñó.
– Tienes que decirle que hay que cambiar esa parte. Si te van a sacar el dinero, por lo menos diles que sólo perderás la tierra cuando te hayas saltado tres pagos seguidos.
– Que se vayan al diablo. Firmaré el maldito documento tal como está. Regatear y reñir con mi hermano por la tierra de la familia me hace sentir sucio.
Nivaldo se inclinó hacia delante, agarró a Josep con fuerza por la muñeca y lo miró a los ojos.
– Escúchame, Tigre -dijo con amabilidad-. Ya no eres un niño. No eres tonto. Tienes que protegerte.
Josep se sentía como un crío.
– ¿Y si no aceptan el cambio? -preguntó en tono sombrío.
– Seguro que no lo aceptan. Ellos esperan que regatees. Diles… que si alguna vez te atrasas con algún pago, estás dispuesto a añadir el diez por ciento en el siguiente.
– ¿Te parece que eso lo aceptarán?
Nivaldo asintió.
– Creo que sí.
Josep le dio las gracias y se levantó para salir.
– Tenéis que redactar ese cambio y luego Donat y tú tenéis que firmar con vuestro nombre junto a la corrección. Espera. -Nivaldo sacó el vino y dos vasos. Tomó la mano de Josep y la estrechó-. Te doy mi bendición. Ojalá tengas buena suerte, Josep.
Éste se lo agradeció. Se bebió el vino deprisa, como no debe beberse, y luego volvió a la masía.
Donat dio por hecho que Josep había ido a consultar a Nivaldo, a quien respetaba tanto como su hermano, y no era proclive a discutir por el cambio que le proponía. Pero, tal como esperaba Josep, Rosa objetó de inmediato:
– Es necesario que sepas que has de pagar sin falta -le dijo en tono severo.
– Y ya lo sé -gruñó él.
Cuando ofreció a cambio el pago de una penalización del diez por ciento, ella pensó un largo y doloroso rato antes de asentir.
Ellos lo miraron mientras anotaba trabajosamente los cambios y estampaba su firma dos veces en cada una de las dos copias.
– Mi primo Caries, el abogado, nos dijo que si había cambios, tenía que leerlos él antes de que firmase Donat -dijo Rosa-. Vendrás a Barcelona a recoger tu copia?
Josep sabía que quería decir: «A pagarnos nuestro dinero». No tenía ningunas ganas de ir a Barcelona.
– Acabo de venir andando desde Francia -contestó fríamente.
Donat parecía avergonzado. Estaba claro que deseaba aplacar a su hermano.
– Yo volveré al pueblo cada tres meses a recoger tus pagos. Pero… ¿por qué no vienes a visitarnos el próximo sábado por la noche? -propuso a Josep-. Puedes recoger tu copia firmada, darnos el primer pago y luego montamos una buena fiesta. Te enseñaremos cómo se celebran las cosas en Barcelona.
Josep estaba harto. Sólo quería perderlos de vista y accedió a visitarlos a finales de la semana.
Cuando se fueron, se quedó sentado a la mesa en la casa silenciosa, como aturdido.
Al fin se levantó, salió y se puso a trabajar en las viñas.
Era como si de repente se hubiera transformado en el hijo mayor. Sabía que debía sentir entusiasmo y alegría, pero las dudas le pesaban como un lastre.
Caminó arriba y abajo por las hileras de vides, estudiándolas. No estaban separadas con mimo para crear líneas inmaculadas como en el viñedo de los Mendes, y trazaban curvas y se retorcían como serpientes en vez de alargarse en rectas razonables. Habían sido plantadas sin cuidado, en un batiburrillo de variedades: sus ojos distinguieron diversos grupos, mayores o menores, de Garnacha, Samso y Tempranillo, todas mezcladas. Durante generaciones, sus antepasados habían hecho vino con ellas para obtener luego un vinagre burdo e impersonal. A sus ancestros no les habían importado las variedades, siempre que se tratara de uvas negras que produjeran mosto abundante.
Así habían sobrevivido. Se dijo que él tenía que ser capaz de lograrlo del mismo modo. Pero estaba preocupado: le parecía que aquel cambio de destino había sucedido con demasiada facilidad. ¿Sería capaz de superar los retos de aquella responsabilidad?
Se dijo que no tenía familia que mantener y que, más allá de los más humildes alimentos, tenía muy pocas necesidades. Pero la viña acarrearía gastos. Se preguntó si podría permitirse comprar una mula. Su padre había vendido la suya cuando los dos hijos tuvieron la edad suficiente para cumplir con su trabajo de hombres. Con tres adultos en la viña, podían ocuparse del trabajo sin necesidad de cargar con las complicaciones que suponía el cuidado de un animal.
Pero ahora no tenía más fuerza de trabajo que la propia, y una mula sería como un regalo de los cielos.
Con el paso de los años, se habían plantado vides en todas las zonas de la tierra que resultaban fáciles de trabajar. Sin embargo, mientras caminaba vio que el último sol de la tarde acariciaba la cumbre del monte que conformaba la auténtica frontera de su propiedad. La viña llegaba sólo hasta la mitad de la cuesta; la inclinación se acercaba mucho al ángulo que, según le había contado Mendes, superaba los cuarenta y cinco grados. Demasiado para trabajar con una mula, pero el propio Josep había dedicado muchas horas en Francia a plantar y cuidar vides con sus propias manos en cuestas igual de empinadas.
La mayor parte de las vides más viejas eran de Tempranillo. En cambio, había una sección del monte en la que se había plantado Garnacha, y Josep subió a la parte en que las parras eran hermosas y ya antiguas, tal vez de unos cien años, con la parte baja retorcida y gruesa como un muslo. Había un puñado de uvas endurecidas, aferradas a los zarcillos secos y tras arrancarlas y llevárselas a la boca, descubrió que aún estaban henchidas de un sabor duradero.
Siguió subiendo y en más de una ocasión se vio obligado a hincar una rodilla en el suelo porque sus pies no encontraban agarre suficiente en la aspereza del monte. Se iba deteniendo aquí y allá para arrancar aulagas y hierbajos. ¡Cuántas vides podían plantarse ahí! Podía aumentar considerablemente la producción de uva.
Constató que tal vez había aprendido algunas cosas que su padre ignoraba. Y estaba dispuesto a trabajar como un animal y a experimentar cosas que él ni siquiera se hubiera atrevido a probar.
A partir de esa noche dormiría en la cama de su padre.
Se dio cuenta de que lo que le había ocurrido era un milagro, tan importante para él como el día en que el Rey y el general Pedro Pablo de Aranda le habían entregado la tierra al sargento José Álvarez. En ese momento lo abandonaron las dudas y se sintió invadido por la felicidad que hasta entonces lo había eludido. Lleno de agradecimiento, se sentó en la tierra cálida de la colina y contempló cómo el sol emborronaba de rojo el horizonte antes de desaparecer entre dos colinas. Al poco, el crepúsculo se adueñó del pequeño valle de Santa Eulalia, cubierto de viñas, y empezó a caer la noche sobre su tierra.