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Un viaje a Barcelona

El sábado por la mañana, Josep pasó la azada y cavó durante dos horas, hurgando la tierra en torno a una hilera mediocre, en la que las uvas Tempranillo estaban escuálidas y la tierra endurecida, desportillada como una piedra. Sin embargo, dejó de trabajar cuando aún era pronto, pues ignoraba cuánto le iba a costar llegar a la fábrica textil en la que trabajaba Donat. Echó a andar por la carretera hacia Barcelona. Aún tenía fresca en la memoria la larga caminata desde Francia y no quería llegar andando hasta la ciudad. Así que se detuvo y esperó a que pasara algún vehículo conveniente. Dejó pasar varios carruajes particulares; luego, al ver un carromato grande cargado de barriles nuevos y tirado por cuatro enormes caballos, alzó la mano y señaló carretera adelante.

El conductor, un hombre de complexión tan generosa como la de sus caballos y con las mejillas enrojecidas, tiró de las riendas el tiempo justo para que él trepara al carro y le deseó un buen día en tono afable. Fue un viaje afortunado. Los caballos hacían resonar con brío sus cascos y el arriero era un alma de buen carácter, contento de pasar las horas del día con una conversación ociosa que acortara el viaje. Dijo que se llamaba Emilio Rivera y que su tonelería estaba en Sitges.

– Buenos barriles -dijo Josep, tras echar una mirada a la carga que llevaban detrás-. ¿Son para algún viticultor?

Rivera sonrió.

– No. -Explicó que no vendía a los vinateros, aunque sí aportaba toneles al negocio del vinagre-. Éstos van para los pescadores de la costa de Barcelona. Llenan mis barriles con merluza, pargo, atún, arenques… A veces, sardinas o anchoas. Y sólo de vez en cuando con anguilas, porque suelen venderlas frescas. A mí me encantan pequeñitas.

Ninguno de los dos mencionó la guerra; era imposible saber si un desconocido era un carlista conservador o un liberal que apoyaba al Gobierno. Cuando Josep hizo algún comentario admirativo sobre los caballos, la conversación derivó hacia los animales de carga.

– Creo que pronto voy a necesitar una mula joven y fuerte -dijo Josep.

– Pues tienes que ir a la feria de caballos de Castelldefels, que se celebrará dentro de cuatro semanas. Mi primo, Eusebi Serrat, compra caballos y mulas. Por una módica suma te ayudará a escoger lo mejor que se venda -dijo el carretero.

Josep asintió, pensativo, y archivó el nombre en su cabeza.

Los caballos de Rivera avanzaban con buena marcha. Cuando llegaron al lugar en que se encontraba la fábrica textil, justo a las afueras de Barcelona, había pasado ya el mediodía. Sin embargo, como Josep había quedado en encontrarse con Donat a las cinco, siguió el camino con el señor Rivera hasta más allá de la población. Cuando saltó del carro del tonelero en la Plaça de la Seu, las campanas de la catedral anunciaban que ya eran las dos de la tarde.

Paseó por la basílica y por sus galerías abovedadas, se comió su pan con queso en los claustros y echó un mendrugo al grupo de ocas que picoteaban tras los nísperos, magnolias y palmeras del jardín de la catedral. Luego se sentó en un escalón de la entrada y disfrutó del fino sol que calentaba el frío aire de principios de primavera.

Sabía que estaba a escasa distancia del vecindario en el que, según Nivaldo, tenía su zapatería el marido de Teresa.

Le ponía nervioso la posibilidad de encontrársela por la calle. ¿Qué podía decirle?

Sin embargo, ella no apareció. Josep se quedó sentado y contempló a la gente que entraba y salía de la catedral: sacerdotes, miembros de las clases altas ataviados con finas ropas, monjas con distintos hábitos, obreros de rostro ajado, niños con los pies sucios. Las sombras se alargaban ya cuando abandonó la catedral y se abrió camino entre callejones y patios.

Oyó el ruido de la fábrica antes de verla. Al principio, el rugido era como una marea lejana que llenaba sus oídos con un sonido quedo y ahogado que le provocaba una extraña e incómoda aprensión.

Donat lo abrazó, alegre y deseoso de mostrarle dónde trabajaba.

– Ven -le dijo.

La fábrica era un edificio grande de ladrillos rojos y lisos. En la entrada, el rugido era más insistente. Un hombre vestido con chaqueta negra de fina confección y chaleco gris miró a Donat.

– ¡Tú! Hay una bala de lana estropeada cerca de los cardadores. Está podrida y no se puede usar. Deshazte de ella, por favor.

Josep sabía que su hermano llevaba trabajando desde las cuatro de la mañana, pero Donat asintió.

– Sí, señor Serna, yo me encargo de ella. Señor, ¿puedo presentarle a mi hermano, Josep Álvarez? He terminado ya mi turno y me disponía a enseñarle nuestra fábrica.

– Sí, sí, enséñasela, pero antes deshazte de la lana estropeada. Entonces, ¿tu hermano busca trabajo?

– No, señor -contestó Josep.

El hombre se alejó con desdén.

Donat se detuvo ante un contenedor lleno de lana sin procesar y enseñó a Josep a arrancar un fragmento y metérselo en la oreja.

– Es para protegernos del ruido.

A pesar de aquellos tapones, el sonido les estalló encima en cuanto pasaron por unas puertas. Entraron en una balconada que se asomaba a la amplia planta de cemento en la que infinitas hileras de máquinas generaban un pandemonio de chasquidos que rebotaban en la piel de Josep y le rellenaban todos los huecos del cuerpo. Donat le dio un golpecito en el brazo para llamar su atención.

– Hilanderas… y… telares -silabeó sin emitir sonido alguno-. Y… más cosas.

– ¿Cuántas?

– ¡Trescientas!

Guió a Josep y se sumergieron en aquel mar de ruidos. Donat fue explicando por gestos cómo los carreteros vertían el carbón directamente desde sus carretas en una tolva por la que descendía hasta las dos calderas, en las que cuatro fogoneros medio desnudos echaban paladas de combustible sin pausa para generar el vapor que mantenía en marcha el enorme motor de los telares. Por un pasillo enladrillado se llegaba a una sala en la que la lana cruda se sacaba de los fardos y se separaba en función de su calidad y la largura de su fibra -Donat especificó que la de fibra más larga era mejor-, antes de introducirse en unas mesas mecánicas que la agitaban para que el polvo cayera a un contenedor inferior por medio de una rejilla. Unas máquinas batidoras lavaban la lana y la encogían para que después las cardadoras estirasen la fibra y la preparasen para hilar. En la sala de cardadoras, Donat tocó el brazo de un amigo y le sonrió.

– Mi… hermano.

Su compañero sonrió a Josep y le estrechó la mano. Luego se tocó la cara y se dio la vuelta. Josep tardó poco en descubrir que era una señal entre los trabajadores, y significaba que había algún jefe mirando. Vio al vigilante -sentado tras una mesa en una pequeña plataforma elevada en el centro de la sala-, que los miraba fijamente. A su lado, un cartel grande proclamaba:

¡Trabaja en silencio!

¡Si hablas, tu trabajo no saldrá perfecto!

Donat lo sacó enseguida de aquella sala. Siguieron el mismo camino que la lana a través de los muchos procesos que llevaban del hilado de carretes al tejido y teñido de la tela. Josep estaba mareado por el ruido y la combinación de hedores de lana cruda, grasa de los motores y lámparas de carbón, más el sudor de un millar de trabajadores en acción. Mientras Donat le instaba con orgullo a acariciar los rodillos ya terminados de telas de ricos colores, Josep estaba temblando, dispuesto a hacer y decir cualquier cosa que le permitiera abandonar aquel incesante chillido combinado de maquinarias.

Ayudó a Donat a deshacerse del fardo de lana podrida en un vertedero detrás de la fábrica. El sonido de las máquinas continuaba, pero agradeció haberse alejado.

– ¿Me puedo quedar una bolsa de este material? Creo que me serviría.

Donat se rió.

– ¿Por qué no? Esta masa apestosa no nos sirve para nada. Puedes quedarte tanta como seas capaz de cargar.

Llenó una bolsa de tela con la lana y sonrió con indulgencia mientras su extravagante hermano cargaba con ella para alejarse del vertedero.

Donat y Rosa vivían en el conglomerado de viviendas de la fábrica, en una de las llamadas «casas baratas» que los trabajadores alquilaban por poco dinero a la compañía. Una de las muchas idénticas, ordenadas en hileras. Cada una tenía dos habitaciones minúsculas -un dormitorio y una mezcla de cocina y sala de estar-, y compartía un retrete exterior con el vecino. Rosa recibió a Josep con muestras de cariño y sacó enseguida una de las dos copias del documento de venta.

– Mi primo Carles, el abogado, dio el visto bueno a los cambios -dijo.

Miró con atención mientras su marido firmaba ambas copias. Cuando Josep aceptó una de las copias y entregó a Rosa los billetes de su primer pago por la tierra, ambos sonrieron encantados.

– Vamos a celebrarlo -propuso Donat, y se largó a toda prisa para comprar los víveres necesarios para un banquete.

Mientras él estaba fuera, Rosa dejó solo a Josep en la casa, pero regresó enseguida, acompañada por una joven de mucho pecho.

– Mi amiga Ana Zulema, de Andalucía.

Era evidente que ambas se habían preparado para la ocasión y llevaban faldas oscuras y blusas blancas almidonadas casi idénticas.

Donat volvió pronto con comida y bebida.

– He ido a la tienda de la compañía. También tenemos iglesia y sacerdote. Y un colegio para los niños. Ya ves, aquí tenemos todo lo que necesitamos. No nos hace falta salir. -Dispuso la carne adobada, las ensaladas, el bacalao, el pan y las olivas. Josep comprobó que debía de haberse gastado buena parte del primer pago en comida-. He comprado coñac y vinagre hecho por aquella gente que solía comprarle el vino a padre. ¡Puede que esta misma botella se hiciera con sus uvas!

Donat bebió un buen trago de coñac. Pese a estar en casa, parecía incapaz de dejar de hablar del trabajo.

– Esto es un mundo nuevo. Los trabajadores de esta fábrica vienen de toda España. Muchos han llegado del sur porque allí no hay trabajo. Otros vieron sus vidas truncadas por la locura de la guerra: casas arruinadas por los carlistas, cultivos quemados, comida robada por los soldados, hijos muertos de hambre. Aquí encuentran un nuevo principio, un buen futuro para ellos y para mí con todas estas máquinas. ¿No te parecen maravillosas?

– Sí, lo son -afirmó Josep, aunque vacilante, pues a él las máquinas lo intimidaban.

– Seré sólo un aprendiz hasta que lleve dos años en la fábrica y luego me convertiré en tejedor. -Donat admitió que la vida no resultaba fácil para los trabajadores-. Las normas son duras. Hay que ser prudente y pasar el tiempo necesario en el retrete. No tenemos pausa para comer, así que yo me llevo un pedazo de queso o algo de carne en el bolsillo y me lo como mientras trabajo. -Explicó que la fábrica funcionaba las veinticuatro horas, con dos largos turnos-. Sólo se detiene los domingos, para reparar y engrasar las máquinas. A eso me gustaría dedicarme algún día.

Cuando se hubieron terminado la botella de coñac entre los cuatro, Donat bostezó, tomó a su mujer de la mano y anunció que había llegado la hora de acostarse.

Josep también había bebido coñac y tenía la cabeza pesada. Se encontró tumbado al lado de Ana en el catre que Donat había desenrollado para él en el suelo. Al otro lado de la fina puerta de madera, Donat y Rosa hacían el amor con mucho ruido. Ana soltó una risilla y se acercó a él. Llevaba un maquillaje facial muy perfumado. Cuando se besaron, le pasó una pierna por encima.

Habían pasado varios meses desde que Josep estuviera por última vez con Margit en Languedoc y la fuerte necesidad de alivio debilitaba su cuerpo. Ana intentó atraerlo hacia sí, pero Josep estaba imaginando la pesadilla de que aquella extraña quedara embarazada: una boda precipitada en la iglesia de la fábrica, un empleo para él como peón en aquella fábrica rugiente y resonante.

– ¿Josep?-preguntó ella al fin.

Él se obligó a hacerse el dormido y al poco rato la mujer se levantó y abandonó la casa.

Josep pasó toda la noche despierto, deseando que ella volviera y apenado por haberla dejado marchar. Escuchó la rabia de las máquinas, cargado de preocupación por la deuda que había establecido con su hermano y su cuñada. Antes del amanecer abandonó el catre, recogió la bolsa de lana de donde la habían dejado, junto a la puerta de entrada, y echó a andar de vuelta a casa.

Llegó la última hora de la tarde antes de que alcanzara Santa Eulalia. Había conseguido transporte en cinco ocasiones, y entre una y otra había caminado. Estaba cansado, pero se fue directamente a la hilera de vides en cuya tierra endurecida había trabajado el día anterior. Derramó puñados generosos de lana en amplios círculos en torno a las vides de Tempranillo y luego cavó para enterrar el material en el fino suelo. Le parecía que la lana, ya casi podrida, podía alimentar algunos elementos que a su vez ayudarían a las parras. En cualquier caso, aquella lana mullida esponjaría el suelo y permitiría que el aire y el agua se abrieran paso hasta las raíces. Trabajó hasta vaciar el saco y lamentó no haber cargado más lana de vuelta a casa. Pensó que tal vez podría convencer a Donat para que le llevara otro saco.

Al caer el crepúsculo, entró en la vieja casa, que de pronto le parecía sólida y fiable, y cogió un trozo de chorizo, un pedazo de pan y una bota de vino. Ascendió la cuesta hasta media altura, se sentó en una piedra, se comió la cena y se echó un chorro de vino amargo a la boca. El atardecer era fresco y limpio; faltaban ya pocos días para que el aire se llenara del perfume de los cultivos verdes.

De pequeño, Nivaldo le había contado que en la profundidad de la tierra, más allá de los terrenos de su padre, vivía una población de criaturas peludas que no eran hombres ni animales: los pequeñajos. Aquellas criaturas se ocupaban de aportar humedad y alimento a las raíces de las vides de su padre, muertas de hambre y sed, según Nivaldo, y tenían como misión producir granos de uva regularmente para las parras, año tras año. A menudo Josep se las imaginaba al acostarse -asustado, pero también fascinado-: criaturas pequeñas y hurgonas, como niños, pero con pellejo y uñas duras para poder cavar, se comunicaban con chillidos y gruñidos mientras trabajaban sin cesar en la oscuridad de la tierra.

Echó un chorro de vino al suelo en sacrificio ofrecido a los pequeñajos, y mientras miraba pasó una lechuza por el cielo.

Durante un instante fugaz su silueta se recortó contra la luna, con las plumas de la punta de las alas abiertas como dedos. Luego desapareció. Quedó todo tan callado que el silencio se podía escuchar; en ese momento, Josep supo, con un tremendo alivio, que había obtenido una espléndida ganga con Donat y Rosa.