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Mutilaciones

El principal escollo de la filosofía ha sido siempre, más que encontrarle una finalidad a todo esto que llamamos vida, hallar el origen del mal, la razón por la que el mal existe. Si las religiones no tienen muchos más adeptos es precisamente por eso, porque ninguna de ellas puede explicar de una manera convincente la razón por la cual el mal prende de pronto, de modo inesperado, entre nosotros, como esas células que un día, sin que medie una causa en ello, alteran su composición proteínica, y se transforman en temibles y devastadoras depredadoras cancerígenas, capaces de devorar en unas pocas semanas un cuerpo sano y desprevenido.

El mal se manifiesta de muchas maneras y en grados infinitos, desde el que nos pisa a sabiendas en el autobús, para después pedirnos perdón hipócritamente, hasta el que se acerca a una persona con la que jamás ha habla do, a la que apenas conoce de vista, para dispararle por detrás, en la nuca. Hay quienes creen que el mal es efecto de una causa. Un hombre conduce a gran velocidad y tiene un accidente, a resultas del cual muere. Pensamos entonces que la causa de esa muerte es el exceso de velocidad, pero sabemos que la causa real la conoceríamos si supiéramos la razón por la que ese hombre conducía tan deprisa, o por qué ha bebido antes de subirse a su coche o por qué se distrajo. El mal no tiene una explicación nunca. El bien nos parece lógico a todos, cosa también absurda, pero para el mal jamás hallaremos una causa razonable.

Cada cierto tiempo se publica en los periódicos la noticia de que tal o tal obra de arte ha sufrido la acometida de un furioso, y eso es algo que nos anonada a todos, pues no llegamos a comprender el beneficio que alguien puede obtener de una acción como ésa, o sea, el origen luciferino de un crimen de tal naturaleza. Hace poco fue, una vez más, una de las esculturas de la fuente de Bernini, en la plaza Navona de Roma, la que sufrió uno de esos atentados absurdos por parte de alguien que lanzó sobre ella un adoquín.

Otras veces es un individuo quien se acerca tímidamente al cuadro célebre y lo acuchilla, o aporrea con un martillo de hierro el rostro seráfico de una doncella de mármol, o arroja sobre una tabla flamenca un líquido abrasivo. A veces la acción no es tan espectacular. El mayor número de intervenciones en el departamento de restauración del Museo del Prado es para despegar los chicles que los visitantes pegan a las telas de los cuadros, aprovechando el descuido de los celadores. De todo ello podríamos deducir algunos rasgos comunes: 1º Siempre buscan obras archifamosas, de una belleza admitida y compartida por muchos; 2º No quieren tanto destruir la obra, como mutilarla, para poder quedar ellos también, eternamente, en esa mutilación («el que le rompió la nariz a La Pietá», «el que abrasó La ronda de Rembrandt» y tantos otros vendrían a ser, pues, sus segundos autores, los que «evitaron» que esa obra fuese destruida enteramente, por lo que exigen patéticamente una memoria perdurable junto a la de los verdaderos artistas); y 3º No suelen hacerlo solos, sino en presencia de la gente, quién sabe si buscando que ésta les detenga a tiempo, quién sabe si buscando su desprecio.

¿Por qué algunos no pueden convivir con la belleza o con la vida? ¿De qué modo encuentran insoportables una y otra, insufribles, se diría, tanto que se arrojan desesperadamente, como fieras, sobre ellas? Podrían los asesinos de ETA acabar con todos nosotros de una vez, pues tienen modos, armas, esquizofrenia y nuestro pacifismo irreductible. Y sin embargo sólo quieren mutilar la sociedad, poco a poco, matando hoy aquí a uno, mañana allí a otro, pues saben que sin nosotros no son nada, como los pobres calófobos, que odiando la belleza y la vida, necesitan de una y otra para justificar el Mal, lo único para lo que ni las religiones, que son el nacionalismo de ultratumba, han encontrado jamás una justificación.