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Llegar, pasar, marcharse

Atesora el pueblo entre sus infinitos saberes la creencia, no desmentida por la realidad, de que el hombre que roba cinco mil millones de pesetas no va nunca a la cárcel, pero no así el infeliz, el pobre, el desgraciado. Y sabe, también, que la Tierra podrá variar sus giros y órbitas, pero que la única constante de la humanidad es la que la ha dividido siempre en ricos y pobres, y que suele haber mucha más verdad en la vida de éstos que en la de la mayor parte de aquéllos.

Decía Ortega que cuando Baroja decidió novelar la existencia de los vagabundos, apenas quedaban ya vagabundos en España, pese a lo cual había decidido convertirles en los héroes de sus novelas, porque despliega mucho más dinamismo el náufrago en mantenerse a flote que una patrulla de destructores en surcar los mares océanos, y que aquello, seguir al errante y humilde hasta su cubil, conviene al género de las novelas mucho más que la vida de los banqueros, los generales o los obispos.

Quien haya leído el libro extraordinario del pintor José Gutiérrez Solana, que tituló La España negra, sabrá que ni siquiera habla de toda España, sino de media docena de lugares, y no los más funéreos o sobrios. Al contrario, algunos, como Santander, donde empieza su viaje por los caminos tenebrosos españoles, podrían pasar por luminosas ciudades estivales, llenas de adalides ajardinados con magnolias y aristocráticas kermeses. Lo que por contraste nos viene a sugerir Solana es que lo negro, que en su caso no es ni siquiera la miseria de lo siniestro, sino lo oscuro de la poesía, es el lado escondido del hombre, la puerta que comunica los sueños con las pesadillas.

Han pasado casi cien años de aquello, de los vagabundos barrigones, de los pueblos solanescos, y todavía, por fortuna, perviven entre nosotros vestigios de aquellas sombras, lo que quiere decir que aún, si les prestamos atención, podremos escuchar los ecos silenciosos de la vida y los sueños.

En Madrid, como en casi todas las ciudades españolas, quedan aún viejas calles, llenas de humedad y miseria, en las que se huele a orines y maderas podridas. De vez en cuando, en esas calles, nos tropezamos con algún viejo comercio: un escaparate exiguo y polvoriento, unas maderas descuadradas y un oficio del que a menudo ya sólo tenemos noticia por los museos de etnografía: boterías, carpinterías destartaladas, mesones de otro mundo, cererías, guardicionerías, bodegones, despachos de carbones, esparterías, herbolarios, corseterías, los talleres oscuros donde se industriaba la vida. Siempre que pasamos a su lado, nos quedamos suspensos un instante, dudando si son tales lugares los que han logrado sobreponerse a las insidias del tiempo o si somos nosotros, sólo sombras, los que hemos escapado a la muerte. Y es entonces cuando todos sentimos nacer de lo más hondo un sentimiento puro y gozoso, al comprender que la vida es eso: llegar, pasar, marcharse. Y, paradójicamente, no es éste un sentimiento póstumo o apelmazado, sino de celebración y recuerdo para todos los que llegaron, pasaron y se fueron.

Algo así puede sentirse al pasar, en la calle de Cervantes, de Madrid, por delante del Almacén de Licores de David Cabello, con sus botellas viejas puestas en las estanterías como los libros de un bibliófilo, cubiertas por el polvo, la indiferencia y el olvido. Sólo ese nombre, David Cabello, nos recuerda que Galdós y Cervantes no son literatura. Escrita con una tiza, a mano, en la misma fachada, hay una lista de ofertas. Se anuncian en ella los vinos, moscateles y brindis, y su precio variable. Puesta así parecía el listín de la bolsa. Dentro, esperando tal vez, había un hombre parado detrás del mostrador, alguien como una sombra, como todos nosotros, viendo, desde hace dos siglos, llegar, pasar, marcharse a toda la humanidad.