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Todo menos la vida

El título de los artículos, como el de los libros, acaba por imponerse de una manera incontestable y rotunda. Pero no siempre es así. A veces pugnan dos o más por la hegemonía y uno acaba indeciso y, a menudo, insatisfecho con su elección. El título que damos a las cosas es importante, hasta el extremo de que en el Paraíso fue el propio Yahvé, incapaz de hacerlos por sí mismo, quien suplicó a Adán que titulase una por una todas las criaturas vivas, tarea que éste acometió, como se sabe, entusiasmado y con resultados notables, pues no es fácil ver por primera vez una cebra y saber que se trata de una cebra y no de una jirafa, y así con todo lo demás.

Este artículo, pues, debería haberse titulado «Jacinta se venga de Fortunata», pero quizá aquellas personas que no hayan leído todavía la novela de Galdós, afortunadas pues aún tienen al alcance de la mano una experiencia irrepetible y maravillosa, quizá, ellas, decimos, se quedarían fuera de la alusión a aquellas dos mujeres, una rica y otra pobre, luchando ambas por la vida, encarnada en un señorito vaina y sin consistencia.

El siglo Xix ha quedado representado, al menos en su segunda mitad, por lo que Galdós en buena medida nos ha contado de él, que ha sido casi todo.

Estas últimas semanas se ha podido ver en Madrid una magna exposición sobre aquel tiempo galdosiano, en realidad sobre el 1898, exposición que trataba de reconstruir la vida de hace cien años y que el público ha acogido con entusiasmo, como demostraron en las larguísimas colas para visitarla. Había en ella fielmente reproducidos, incluso, como en unos estudios cinematográficos, un café de la época, una tienda de ultramarinos y coloniales, el despacho de un notario, el comedor burgués, la cocina rústica, incluso medio vagón, que salía de una pared donde se simulaba, pintada, la estación de ferrocarril. Había muchas otras vitrinas en las que también se podía admirar de todo: trajes de la época, armas, monedas y billetes, libros, partituras, programas de teatro y zarzuela, cosméticos y medicinas, juguetes… todo un recorrido por aquel año y por aquel final de siglo. Y sin embargo, pese a los más que satisfactorios logros, al final uno se preguntaba con la melancólica cesura villoniana: ¿Dónde está la vida, dónde quedó la vida de aquel tiempo, qué se hicieron las nieves de antaño?

La primera constatación fue, una vez más, dolorosa: la historia la escribe el señor y no el vasallo, y recuerda más no quien tiene más que recordar, sino quien tiene más tiempo para hacerlo, y mientras un noble se pierde en su frondoso árbol genealógico siempre hay alguien que le cava la huerta. Así, el 90 por 100 de las cosas mostradas en esa exposición sólo pudo disfrutarlas un 10 por 100 de Jacintas, en tanto que la vida de Fortunata parece haberse perdido para siempre. Guardamos memoria de los vestidos de Jacinta, en verdad hermosos, pero ¿y los mandiles de Fortunata, y sus modestas esclavinas? ¿y sus casas vacías de muebles, y sus severas camas de hierro, y su miseria, y aquellos doloros harapos y sus trajes de fiesta, no menos dolorosos? ¿Dónde quedó la penumbra de las calles, el frío de las alcobas, el miedo a las fiebres tercianas y a la tisis? ¿Y los jornales de hambre, y las vidas sin esperanza, qué se hizo de su memoria? ¿Y la poesía de sus noches de luna, y el humo de las verbenas, y las centellas? Parece cometido de la historia conservar todo menos la vida, pero el Hombre, que puso nombre a las fieras, creó la rima y quiso que con historia rimara también memoria, la nuestra, la que ahora, contigo, trata de pensar en Fortunata, porque también a mí, y a ti, y a todos nosotros. Fortunatas y Fortunatos de este final de siglo, alguien querrá hacernos desaparecer dentro de otro siglo en otra exposición, para otros alegres y ociosos visitantes, que olvidarán nuestros pequeños gozos y pesares, nuestra vida.