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Ha sido este que acaba un siglo desconcertante y extraño. Pensemos en el modo entusiasta con que fueron recibidos algunos de sus más preciados dogmas y la manera tan poco gloriosa con que se les ha despedido. La broma no habría tenido ninguna importancia si tales doctrinas no hubieran pasado de ser meras modas, como el rapé, pero a veces han dejado tras de sí una estela de dolor y desdicha difícilmente mensurables. ¿Quién va a contabilizar no ya el número de muertos, elevadísimo, sino el de seres humanos vorazmente destruidos por ellas? ¿Durante cuántos años más dejarán de sentirse las radiaciones leninistas en las conciencias de los pueblos que las padecieron o padecen todavía?
El principio de arrepentimiento pasa por el de la memoria. Para arrepentirse es preciso recordar, y lo primero que hacen los verdugos o sus cómplices es lo contrario, administrarse el olvido como la adormidera. Cuando en algún rincón del mundo se descubre a uno de esos nazis que han asesinado con sus manos a miles de seres humanos en algún campo de exterminio, lo primero que sorprende es que, desde su vida de ejemplares padres de familia, parecen haberlo olvidado todo.
Durante el viaje del Papa a Cuba varios periódicos, de aquí y de América, enviaron a la isla, como reporteros especiales, a escritores famosos. Alguno de ellos, que había apoyado de manera entusiasta esa revolución que ha mandado al exilio al 15 por 100 de su población y empobrecido al otro 85 restante, alguno de estos escritores, digo, cuyo entusiasmo revolucionario no ha sido ajeno, en muchos casos, a las ventas millonarias de sus libros, parecían estar hablándonos no de un trastornado Fidel Castro y una revolución de pacotilla que ellos habían defendido, apoyado y loado durante años, sino de algo y de alguien ajeno por completo a sus vi das.
Todos recordamos aún cómo hace años, al publicarse las historias de Soltsenizin sobre el Gulag, algunos de los intelectuales más «comprometidos» se lo tomaron tan a risa, que se permitieron chirigotas estupendas, como decir que el régimen soviético era injusto por liberar a individuos como aquel loco, que tenía barbas de pope y la extravagante idea de contarle la verdad al mundo.
Hoy parece más admitida la idea, pero hace tan sólo cinco o seis años causaba escándalo escucharla de alguien: haber sido antifranquistas no nos convirtió a la mayoría en demócratas. ¿Recordáis, camaradas, cuando gritábamos por las atónitas calles de Valladolid, 1972, «Viva la dictadura del proletariado» y leíamos con aplicación y deleite al bueno de Josif Stalin, al gran Molotov y a nuestro entrañable Pepe Díaz? ¿Fue eso lo que nos envanecía, lo que hizo que miráramos con superioridad a todos los que no habían estado junto a nosotros en aquella lucha desigual contra el fascismo? Hubo una cosa buena en aquello, no obstante: sólo fuimos doscientos, aunque ahora haya veinte mil que se ufanan, pobres vanidosos, de haber estado allí, ¡y de qué manera!
Alguien se tomó muy a mal, hace años, que uno dijera que habían obrado por los pobres del mundo mucho más las monjitas de la caridad que todos los bolcheviques. Uno, que sigue siendo un agnóstico razonable en materia de religión, no puede dejar de emocionarse cada vez que ve por la televisión a una de esas monjas o médicos del mundo que llevan la única revolución verdadera (porque lo hacen a cambio de nada, ni siquiera de nuestro arrepentimiento), la del amor y el sacrificio, a países donde las dictaduras tribales del hambre, la miseria y la desesperanza imponen su ley a machetazos.
Ha sido un siglo raro éste. Vinieron unos dogmas y se han ido. Quedan, como siempre, un puñado de hombres y mujeres que aún siguen pensando que el hombre no es malo del todo, lo cual a veces, paradójicamente, les cuesta la vida.