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Se le ocurrió hace años a un modisto italiano. Todo empezó con ese tono pícaro y simpático que suele dársele a todo en Italia. En la publicidad de sus productos aparecían siempre escenas impactantes o escandalosas que ninguna relación guardaban con el producto multicolor que en definitiva querían vender, camisetas, nikis, pantalones. En una de aquellas imágenes se veía, por ejemplo, a un cura y a una monja atornillándose las bocas, con húmeda pasión. Habría estado bien que se hubiese tratado de un cura y una monja de verdad, pero no eran más que dos jóvenes impostores, bellísimos ambos, disfrazados con sotanas y tocas negras, como en las pinturas que el raro surrealista Clauvis Trouille hacía para epatar a los burgueses. Otra de aquellas escenas no era tan festiva, y aparecía en ella un pobre chico esquelético, rodeado de su familia, minutos antes de morir del sida. Sostuvieron que era una escena real y que era sida, pero podría haber resultado tan teatral y estucada como la otra. En ninguna de ambas, ni de otras muchas que han hecho célebre a ese italiano en el mundo de la publicidad, se hablaba de la calidad de su ropa, no se nos dice si es cara o barata, o si los salarios que paga a quien se la hace son justos, ni siquiera si quienes la suelen llevar puesta son niños-peras o proletarios. A continuación el mismo modisto ideó convertirse en ropero parroquial y se comprometió a repartir la ropa vieja que sus clientes le llevaran a sus tiendas. ¿Por qué no darle a los pobres la nueva? Seguramente porque ese modisto es bueno, pero no tonto, y sabe que la mayor parte de la gente que se deja influir por campañas publicitarias como la suya será tonta, pero no ingenua, y no van a comprarle a nadie un niki nuevo para seguir ellos con el viejo puesto.
No obstante, su ejemplo ha cundido de tal modo, que en muy poco tiempo hemos visto que los comerciantes ya no quieren vender sus productos por lo que tales productos son, sino por lo que sus clientes quieren ser en el terreno moral. Nada tan rentable como prometerle el cielo a un rico.
Hace un tiempo fue una óptica, que se comprometía a hacer lo mismo con las gafas viejas de sus miopes que el otro con los pantalones usados. Van a ser ciertos los pronósticos: quien quiera vender hoy en el mundo desarrollado deberá ligar su imagen a la de causas humanitarias.
Eso es seguramente lo que han pensado los ejecutivos de cierta empresa láctica para una de las más perversas y deleznables campañas publicitarias que se pudiera imaginar. Parece estar concebida por un avieso jesuita: «Por cada litro repartiremos un litro de leche allá donde haga falta (imagen de niño negro comido por la hambruna)».
Naturalmente el mensaje es mucho más sutil: «Si usted compra la leche de la competencia, estará dejando de enviar un litro de leche a Ruanda, como habríamos hecho nosotros si hubiera comprado de la nuestra, y por tanto, está consintiendo en que hoy, ahora mismo, se esté muriendo un niño. Es usted un asesino». Imagino a la gente, asustada, eligiendo en el supermercado la botella de leche que le apunta al corazón con la pistola de la mala conciencia.
Creo que todos nosotros hemos de ser solidarios, pero no ha de saber nuestra mano izquierda lo que hace la derecha, y si hay algo más obsceno que la exhibición de la riqueza, es la exhibición de la caridad. Por eso habría sido más convincente que esas marcas de leche o de camisetas o de gafas, volvieran a la vieja formula, inventada hace mucho, en la que sin decirle nada a nadie e independientemente de lo que vendan o dejen de vender, entregaran el diezmo de todas sus ganancias a los pobres o a cualquiera de esas admirables ONG tan necesitadas de ayuda como sobradas de pregoneros. O mejor aún: que el Parlamento exigiera a las empresas por ley ese diezmo, para evitarles en lo posible el pecado de orgullo, o el de soberbia o el de vanidad, tan contrarios siempre a la caridad que tan entusiasmados quieren ejercer por su cuenta.