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El viejo Quijote

Desde hace cuatrocientos años, pero principalmente en los últimos cien, hombres de todo tipo se han acercado a la inigualable historia del caballero andante don Quijote de muy diferentes modos; con respeto, con amor e incluso con descacharrado juicio, unos para leerlo y otros para estudiarlo.

Podría suponerse que ambas funciones, de lectura y estudio, no son incompatibles, e incluso que podrían ser complementarais, pero uno conoce el gremio de los cervantistas y sabe que a menudo éstos ni siquiera han leído el Quijote y sí, en cambio, todo lo que sobre ese libro se ha escrito, llegando a interesarles esto mucho más que el original, al que sólo se acercan armados de sus potentes lentes filológicas, históricas o críticas, de manera que salen de tales encuentros, convencidos de que las cosas en el Quijote son todas descomunales, como molinos de viento o como chinches, según las leyes estén dispuestas para aumentar o para disminuir.

El Quijote fue, como todo el mundo sabe, un libro que apareció con infinitas erratas y descalabros, unos imputables a los tipógrafos e impresores y otros únicamente a su autor, un hombre descuidado para esos y otros detalles intrascendentes en el fondo. Y sin embargo, así se leyó entonces y así se ha leído durante algunos siglos.

No obstante los cervantistas han tratado de ir sacando de sus páginas tales defectos, como quien desaloja carcomas, y es cosa de agradecer. El último de estos trabajos, en verdad ciclópeo, ha aparecido hace unas semanas en papel fumadero y aseada tipografía. El sínodo de los cervantistas, reunido, acaba de elaborar ahora esta nueva edición, que ha erizado de áridas notas, prólogos gratos y comentarios no siempre fértiles, de tal modo que se diría que tratan no sólo de facilitar la lectura del Quijote, sino de defenderla de posibles invasores y entorpecerla. La han presentado incluso como «la definitiva», «la mejor», «la insuperable», porque al hombre le gustan los adjetivos vacíos como al mercader el oro. Lo cierto es que dentro de diez o quince años, vendrán otros cervantistas que creerán haber hallado significados ocultos y nuevos fallos, y prepararán una nueva edición del maravilloso libro, convencidos incluso, como lo estarán muchos de los que ahora nos han dado esta edición, de que el Quijote no se podrá entender cabalmente si no es leyéndose esos miles de páginas de comentario sapiente, porque esa es otra de las características de algunos cervantistas. En el fondo piensan que Cervantes se lo debe todo.

Uno, que ama esa novela más que ninguna otra, ha leído buena parte ya de la nueva edición, sobre todo el feamente llamado «aparato crítico», y en realidad lo visto tiene, salvo las siempre honrosas excepciones, mucho de esos prospectos que acompañan los electrodomésticos, páginas que son a un tiempo necesarias y ociosas. Necesarias mientras no se leen, y ociosas cuando se han leído.

Pero el Quijote no es un vídeo ni un ordenador. Es sólo una vida que «funcionó» desde el principio sin manuales de uso. Es más. Es un libro, como en él mismo se advierte, que sirve a todos los lectores, viejos y niños, mozos y maduros. Y para todos ellos es algo diferente, como lo es para nosotros cada vez que lo leemos. Por eso yo, que he perseguido años la edición ideal del Quijote, vuelvo a mi viejo ejemplar del editor Afrodisio Aguado de 1956 sólo porque es del tamaño de mi mano y de mi memoria, sin notas ni comentarios, en papel marfileño y sutil y tipos claros. Parafraseando aquel verso, «solos el mar y yo», solos Cervantes y yo. Tiene algunas erratas, desde luego, pero a uno le gusta así, porque lo cervantino es eso, perfecto e imperfecto: completo.