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Los más generosos y admirables gestos de amistad para con nosotros son aquellos que amplían de manera decisiva nuestras coordenadas vitales y nos hacen, en cierto modo, mejores. La vida es demasiado breve como para que lleguemos a conocer todo lo que de nosotros y de nuestros semejantes nos inquieta, para bien o para mal. Saber es poder contra la muerte. Por eso uno siente una gratitud infinita cuando un amigo nos hace entrega de algo para nosotros desconocido, un libro, un disco, una pintura, una ciudad, una persona, obras y seres que pasarán a formar parte de nuestra vida. En cierto modo, incluso, esta vida nuestra es la historia de tales descubrimientos, cuando leemos por vez primera tal libro, el día en que conocimos a una persona, el año en que viajamos a una ciudad, fechas que recordamos para no desfallecer ya nunca, cuando la extenuación y la desesperanza nos acosen.
Hasta hace unas semanas el nombre de Cécile Chaminade no significaba nada para nosotros, puesto que ni siquiera sabíamos que existiese. Tampoco conocemos mucho más ahora que esos tríos para piano y algunas piezas cortas, también para piano, que de una manera natural se han resistido a desalojar la disquetera durante los últimos días. Recuerda algo esa música a Schumann, a Brahms, quizá. No sé. Uno ama la música de una manera instintiva, con pocos conocimientos. Sabemos que no es Mozart, que no es Beethoven ni Schubert. Pero cuántas cosas que no son Mozart ni Beethoven ni Schubert son tal vez tanto o más valiosas, siendo inferiores. Lo milagroso de los genios es que todos ellos tuvieran maestros que valían mucho menos que ellos. Gracias a ese principio la vida puede seguir y mejorarse, contra las voces que periódicamente nos anuncian el fin de la novela, del cine, de la poesía. Ah, el encanto de lo menor. ¿Quién no se recuerda pronunciando de niño la palabra monja para ver surgir de ella, como por arte de magia, como una loncha de seda roja, la palabra jamón? Lo mismo podríamos hacer con la palabra menor de donde nace enorme. Eso ocurre, pues, con mucho de lo menor, que es enorme.
Chaminade era mujer, desde luego. Nació en 1857 y murió en 1944 y entre una y otra fecha compuso no menos de cuatrocientas obras, de las cuales la mitad fue para piano solo y más de cien para canto y piano. La exigua biografía que se incluye en el disco insinúa que su matrimonio, con un editor de música, fue de conveniencia. Es posible que no fuese feliz, por tanto. ¿O sí lo fue? Los que creemos todavía en la novela, sabemos que no siempre la convención es sinónimo de desdicha.
No sabemos el lugar que la Historia de la música le ha reservado, porque uno da el mismo crédito a la Historia que a los ujieres de las Academias. Tampoco suelen oírse las composiciones de Clara Schumann, Fanny Mendelssohn o Alma Malher o las más raras aún de Rebecca Clark o Lilly Boulanger, que vivió poco más que una violeta. Todas ellas compusieron obras bellísimas que raramente se interpretan en las salas de concierto. No se sabe qué les hizo más daño: ser mujeres en un mundo de hombres o haber tenido un alma grande. Parecería que penan aún ese doble delito en la siniestra galería del olvido, si no fuese porque un día un amigo, el azar o la vida, nos ponen en la pista de sus biografías y obras y nos recuerdan que en la estela del Espíritu no hay interrupciones, pese a todas las galernas. Ni siquiera las últimas galernas vanguardistas, con su germen gestado o su virus breton.
Es entonces cuando se cumple un rito sagrado: el del encuentro. Leemos ese libro, escuchamos la sonata inaudita, paseamos la ciudad nueva, conversamos con el desconocido y la vida se llena de brotes como aquel olmo viejo al que Machado dedicó sus memorables versos para cerciorarse de que el invierno y la muerte habían quedado definitivamente atrás.