38587.fb2
Los que tengan una edad parecida a la mía recordarán todavía aquellas pequeñas placas de latón dorado que había en los asientos de los trenes o debajo de las ventanillas de los vagones más viejos del metro: «Reservado para los caballeros mutilados por la Patria».
Durante todos los años en que viajé en alguno de aquellos asientos de madera destinados como magro botín de guerra a quienes habían dejado un pedazo de sí mismos en cualquier trinchera, no dejé de sentirme un usurpador, pero también he de confesar mi decepción porque en todo ese tiempo jamás vi a uno solo de aquellos mutilados a los que sus acciones y gestas en una guerra pasada daba derecho a intervenir en tiempos de paz sobre mi presente, y aun usurpármelo, si se lo proponían, pues la ley les amparaba. Me decía, ¿por qué su guerra puede decidir mi paz? Así que durante el tiempo en que iba intimidado en uno de aquellos asientos reservados estaba más pendiente del caballero mutilado inexistente que del viaje, y escrutaba el rostro de todos los que venían hacia donde yo me encontraba preguntándome si serían o no mutilados, si vendrían o no a reclamar sus rentas, si me creería o no que lo fuesen, en caso de que me lo confirmaran, y si cedería o no mi lugar, en el caso de que probaran que, en efecto, se trataba de un auténtico soldado mellado por y para la patria. Les imaginaba un poco como los pintaba Gila en unos chistes ingenuos y feroces: partidos por la mitad, sobre un cajón de tablas e impulsados por los brazos a modo de remos, o con la manga vana de la chaqueta prendida por un imperdible al hombro, o con el muñón de la pierna clavado a una estaca. Pero jamás vi uno solo de ellos.
Poco a poco los letreros fueron desapareciendo, seguramente porque la mayoría de los mutilados se fue muriendo también, y porque las guerras acaban todas olvidándose, incluso las más cruentas, y sólo por eso, porque se olvidan, vuelven a hacerse y a llenar la tierra de mutilados y muertos que reclaman a los vivos su parte en el botín de paz, un simple asiento.
En España, de tres o cuatro años a esta parte, han vuelto a aparecer los gloriosos caballeros mutilados, cuajados de condecoraciones. Reclaman también su asiento en los transportes públicos y doble cartilla de razonamiento en atención a todos los miembros de su cuerpo a los que ya no podrán alimentar.
Provienen, naturalmente, de una guerra, la última, la de las ideologías, la que dirimió su postrer batalla, su Waterloo como quien dice, en la caída del muro de Berlín, amenazada por los coros y danzas del 68. Hablan incluso igual que aquellos otros ex combatientes que en torno de su Jefe, Girón de Velasco, se congregaban hace treinta años en las postrimerías del Régimen, y nos amenazaban con un dedo artrítico y pedían nuestro arrepentimiento: «No hemos hecho la guerra para esto».
Todos los caballeros mutilados que por suerte no vimos ayer, parece que nos los tropezamos ahora a diario. Vienen hacia donde nos hallamos y nos dicen que estamos sentados en una izquierda que les pertenece sólo a ellos. Incluso nos aseguran que «no han luchado contra Franco para esto», y pretenden no tanto acabar el trayecto, sino tomar el mando de la locomotora y desviar el convoy de la Historia. Es curioso observar cómo quienes más la han despreciado siempre, suelen propender a escribirla con mayúscula, como Academia.
Son significativos, de todos modos, los paralelismos. De la vida apenas suele quedar otra cosa. Girón redactaba sus últimos discursos en su finca de Fuengirola. Los manifiestos de ahora salen de bonitas masías, con un césped rapado meticulosamente sobre el que se avían magníficas barbacoas. Dicen: «Comunistas a mucha honra», porque el valor de confesarse «leninistas» o «estalinistas» lo perdieron justamente el mismo día en que quedaron mutilados para siempre.